lunes, 29 de diciembre de 2014

Motorizado






Vespa

Corradino conocía desde no hacía mucho a un tipo que, sin que tuvieran gran cosa que decirse, ocupaba alguna de sus tardes. Era Vespa, un mozo regresado de África, herido y enfermo. Vivía en el quinto piso de una casa sin ascensor, adonde había subido por primera vez con Fabio en junio. Una tarde que había llegado arriba hablando con Fabio, se había oído tocar la puerta antes de que llamasen y habían abierto en seguida, como si Vespa los esperase con impaciencia. Este Vespa era enjuto y moreno, se movía por el cuarto cojeando y hablaba poco. Fabio, que le había ayudado cuando era ciclista, le tocó el tobillo hinchado y le hizo hablar de África. Vespa tenía, de ciclista, un jersey amarillo de cuello alto y una cara alargada que cuando reía parecía otro.
Corradino había vuelto por allí él solo, deteniéndose en el último descansillo a mirar por un ventanuco que daba al vacío. Lo bueno que tenía, el tal Vespa, es que en parte por la convalecencia y en parte por mal humor no se movía de allí, encantado de que alguien fuese a verlo. No tenía ni madres ni hermanas; se sentaba en una cama siempre deshecha (una tarde Corradino observó todo el tiempo la punta de la sábana que bajaba hasta el suelo y tocaba en un charco de agua), tenía en revoltillo sobre la mesa pan seco, llaves inglesas y cáscaras de huevo, y abría de par en par la ventana a su llegada para renovar el aire. Olía a tigre en el cuarto, pero Vespa era tan joven que parecían tufo y suciedad de otros tiempos, de cuando uno vive de estudiante en medio del desorden y no se fija.
Vespa y Fabio se tuteaban, porque ésa es la costumbre entre los deportistas; pero Corradino, aunque subiera aún aquella escalera después de que Fabio ya no estuvo en la ciudad, mantuvo siempre con Vespa cierta distancia, no por soberbia sino por propia tranquilidad. No quería que Vespa, demasiado habituado a gente como ellos, se convirtiera en un entrometido. Estaban juntos con una relación como de oficial a suboficial, la misma relación que hubieran tenido naturalmente si a él le hubiera tocado la aventura de África.
Le gustaba subir y hacerle compañía, escucharlo y responder, pero mañana, si quería, dejarlo y estar solo. Le envidiaba, por lo demás, justamente aquella capacidad de vivir aislado y bastarse a sí mismo en lo alto de un descansillo, esperar algo - la curación,  el futuro - sin excesiva  pena. Comprendía que Vespa no se aislaba aposta, como él, entre los sauces: Vespa abría la puerta con un saludo breve y convencido, aceptaba las visitas sin asombrarse, y no tenía pinta de creerse más desgraciado que otro. Por lo demás, varios coetáneos suyos iban a verlo a las horas más insólitas - gente que trabajaba y de noche se divertía - e incluso a altas horas de la noche, de regreso de una fiesta, se acordaban de él y subían los cinco pisos para llevarle un recado o contarle una novedad.
Corradino empezó a conocer a alguno de esos chicos cuando Vespa le preguntó si, al pasar por delante del café, no había visto a tal o a cual. Luego encontró una vez a uno en bicicleta por la carretera del bosque, precisamente los días que descubrió el claro. Era un rubio larguirucho, que había pasado una vez por casa de Vespa antes de la noche - no de visita, aquella gente no se hacía visitas - se había estado unos minutos sentado junto a la ventana y sin hablar. Luego se había levantado bruscamente, farfullando: - Bueno, adiós. - No reconoció a Corradino, se habían visto con el cuarto ya a oscuras; Corradino lo recordaba porque había encendido el cigarrillo en las sombras iluminando un rostro huesudo y serio - aunque quizás había sido la luz rasante y repentina la que le dio un relieve. En bicicleta, bajo el sol de julio, parecía un mecánico cualquiera; y al pedalear se balanceaba y silbaba. Corradino lo miró alejarse y se le pasó por la cabeza que ir en barca y vagar por los bosques había sido en sus tiempos la gran distracción de la juventud de los suburbios.
Fabio y él habían conocido entonces a algunos; el domingo se encontraban barcas llenas de ellos, con guitarras y chavalas, todos los prados de la periferia resonaban con sus cantos y voces. Se prometió de nuevo no hablar con Vespa del claro entre los sauces, sabiendo muy bien que Vespa tenía necesidad de baños de sol para su tobillo que al mínimo esfuerzo volvía a dolerle.
Por otra parte, Corradino dejaba de ir al Sangone de vez en cuando, y las horas que lo avanzado de la estación le dejaba libres, las callejeaba por la ciudad, por callejas a trasmano. Si Vespa le hubiera preguntado por qué subía a su casa, Corradino le habría contestado que era para sentirse más solo, y no se habrían entendido, pero Vespa no era un tipo como para hacer esta clase de preguntas, y ciertas tardes hablaban únicamente del tiempo, de un poco de viento que cortaba el bochorno, de la lluvia inminente.
Para llegar a la casa de Vespa se cruzaba una gran arteria que el fresco de la tarde volvía animada y clamorosa. Pero, una vez arriba, había que aguzar la oreja para captar las voces y el barullo. En la esquina había un gran café de suburbio que congregaba a los transeúntes en torno al bramido de su radio. Entre los rostros ya conocidos de los hombres y de las chicas que se buscaban, Corradino pasaba de incógnito, y le gustaba tanto esta condición que habría querido acercarse a alguno de los corrillos y escuchar las conversaciones desde la puerta del café. Podía ocurrir que alguna de las chavalas se traicionase como conocida de Vespa, y entonces le habría gustado sacarle un recuerdo, una palabra, una broma, para llevársela allá arriba. Los amigos ciclistas o mecánicos de Vespa dejaban siempre detrás un eco de aventura, de historias salaces, de obscenidades consumadas. Eran chavales, pero no tanto. Vespa con él no hablaba de eso, pero le reían los ojos.
Una tarde Corradino - había estado más de lo normal a orillas del Sangone - le pidió un helado a la chica de la barra. Mientras la chica se secaba la frente con el brazo desnudo, Corradino le preguntó si tenía algo fresco que darle que se pudiera llevar al quinto. La chica dijo: - Un helado - y ya se inclinaba sobre el mostrador, cuando una voz llegó de una mesa detrás de la puerta, una voz casual: - Vespa escupe en el helado. - La chica se detuvo; el que había hablado era Amelio, el rubio; Corradino preguntó entonces qué podría comprar. La voz de Amelio - que jugaba a las cartas y no se había vuelto - dijo: -Nina; llévele a Nina. Es bastante fresca.
Los jugadores reían; la chica hizo un gesto impaciente, como diciendo que se decidiese; Corradino farfulló: -Si quiere venir...
Nueva carcajada de los presentes. Amelio dijo aún algo que se perdió en el estrépito, y la chica, sin inmutarse, miraba ambigua a Corradino.
- Déme una cerveza, veremos.
Vespa acogió la cerveza sin asombrarse. Puso a refrescar las botellas y mientras tanto buscó unos vasos. Cojeaba como de costumbre y Corradino le preguntó si uno de esos días no bajaría las escaleras.
- Bajar no es nada, lo difícil es subirlas - respondió Vespa.
Corradino sabía que una vecina, una vieja coinquilina, le preparaba la comida y a veces limpiaba el cuarto. Vespa, que se había roto definitivamente el tobillo después de la licencia al saltar de la bicicleta, no tenía un céntimo del Gobierno, y no se sabía de qué podía vivir. También es cierto que medicinas no compraba. Sin embargo, desde hacía varias tardes hablaba de bajar y ver a alguien. - Haría falta una planta baja - le decía Corradino. - De la planta baja podría moverse. - Decía esto, pero sabía que un Vespa mezclado con la gente, ya no solo y desdeñoso bajo los tejados, le habría interesado mucho menos, y él tampoco contaría ya para Vespa. La ventaja que les sacaba a los otros, a los coetáneos de Vespa, de haberle hecho compañía, estaba ligada a aquel quinto piso.
Ahora bien, la misma tarde de la cerveza, Corradino, entumecido por el mucho sol del Sangone, había subido junto a Vespa para hacer tiempo pasivamente, abandonándose a las escasas palabras y al consabido recuerdo que la ventana sobre el vacío, el rumor de las calles y la presencia amiga provocaban. Vespa comprendía este modo de pasar el tiempo, se había hecho a él hacía tiempo -una de las primeras tardes, cuando aún estaba Fabio, había contado de tardes enteras pasadas con sus colegas sobre el talud del mar los días de salida, cuando esperaban para embarcarse y todavía no sabían si habría guerra. Decía que un hombre, metido a llevar esa vida, piensa en su casa más que en el futuro, y le parece ser viejo mientras que sólo el año antes iba aún a la escuela nocturna.
-¿Y usted por qué no se larga del asfalto, como su amigo? - dijo Vespa bruscamente, cuando estuvo sentado en la cama.
Corradino sonrió en la penumbra: - No estaría aquí bebiendo cerveza.
- Apuesto a que está usted enfermo.
Corradino, a horcajadas en la silla, con la barbilla apoyada en el respaldo, miraba fijamente el recuadro de la ventana. Nunca se había sentido tan bien, tan endurecido por el sol y el agua. Pero estas cosas no podía decírselas a un tullido, a Vespa.
- Puede ser -respondió. -Soy más viejo que ustedes.
- ¿Ustedes, quiénes?
- Amelio..., ustedes...
- Ese pelma - dijo Vespa.
Callaron un rato y Corradino temía que Vespa quisiera encender la lámpara de petróleo. Lo había sentido moverse sobre la cama y esperó que continuase la conversación. De la ventana llegó un soplo fresco que olía a plantas.
- Esta tarde querían mandarle una mujer - dijo Corradino. - La chica de los helados. Nina.
Vespa no dijo nada ni se movió. Corradino advirtió que sus palabras pesaban en el cuarto. Por casualidad la radio de abajo había enmudecido, y así durante un instante se habían apagado las voces y los fragores de la ciudad.
- Silencio - farfulló riendo.
Pero Vespa no debió de oírlo. Había dicho ya con voz distinta: -¿Con Amelio quién estaba?
- No sé - dijo Corradino. - Jugaban a las cartas. La chica me puso una cara...
- ¿Nina?
- La chica de la barra.
- Esa es una estúpida - dijo Vespa. - Nina es otra.

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