sábado, 12 de julio de 2014







Domingo de carne

Estábamos alojados en el Hotel de Londres y durante las primeras veinticuatro horas en la ciudad no habíamos salido de la habitación, sólo nos habíamos asomado a la terraza para ver desde allí La Concha, demasiado llena para que resultara un espectáculo agradable. Sólo resulta grato lo que no es masivo y es distinguible, y allí no había manera de fijar la vista en nadie, pese a los prismáticos, el exceso de carne nivela e iguala. Los habíamos llevado por si algún domingo íbamos a Lasarte, al hipódromo, no hay mucho que hacer en San Sebastián los domingos de agosto, estaríamos allí tres semanas, nuestras vacaciones, cuatro domingos pero tres semanas, porque aquel segundo día de estancia era domingo y partiríamos un lunes.
Yo me asomaba más que mi mujer, Luisa, siempre con los prismáticos en la mano, o mejor dicho, colgados del cuello para que no pudieran resbalárseme y caer desde la terraza al suelo, hechos añicos. Intentaba fijarme en alguien de la playa, escoger a alguien, pero había demasiadas personas para poder guardarle fidelidad a ninguna, hacía panorámicas con las lentes de aumento, iba viendo centenares de niños, docenas de gordos, decenas de chicas (ninguna con el pecho descubierto, en San Sebastián es aún infrecuente), carne joven y madura y vieja, carne de niño que aún no es carne, carne de madre que es en cambio la que es más carne porque ya se ha reproducido. En seguida me cansaba de mirar y entonces volvía a la cama, donde reposaba Luisa, le daba unos besos, luego regresaba a la terraza, miraba de nuevo con los prismáticos. Quizá me aburría, y por eso sentí un poco de envidia cuando vi que dos habitaciones más allá, a mi derecha, había un individuo que, también con prismáticos, los mantenía fijos en algún punto interesante, sin bajarlos más que al cabo de un rato y sin moverlos mientras miraba: los sostenía en alto, inmóviles, durante un par de minutos, luego descansaba el brazo y al poco volvía a alzarlo, siempre en la misma posición, no desviaba su mirada un ápice. Él no estaba asomado, al contrario, observaba desde dentro de la habitación, y por tanto yo sólo le veía el brazo con vello, hacia dónde, exactamente hacia dónde estaría mirando, me pregunté con envidia, yo deseaba fijar mi vista, sólo cuando se fija se descansa de veras y se pone interés en lo que se contempla, yo hacía barridos solamente, carne y más carne sin individualizar, si por fin salíamos de la habitación Luisa y yo y bajábamos a la playa (estábamos haciendo tiempo a que se despejara un poco, a la hora de comer previsiblemente), formaríamos parte del conglomerado de carnes idénticas en la distancia, nuestros cuerpos reconocibles quedarían perdidos en la uniformidad que procuran la arena y el agua y los trajes de baño, sobre todo los trajes de baño. Y aquel hombre de mi derecha no se fijaría en nosotros, nadie que mirara desde arriba -como él y yo hacíamos- se fijaría en nosotros una vez que formáramos parte del desagradable espectáculo. Tal vez por eso, para no ser divisados, para no ser enfocados ni distinguidos, es por lo que los veraneantes gustan de desnudarse un poco y mezclarse con otros semidesnudos entre arena y agua.
Intenté calcular hacia qué punto podían dirigirse los ojos fijos del hombre, de mi vecino, y logré acotar un espacio no lo bastante pequeño para que mi vista reposara del todo y se tomara interés en lo interesante, pero al menos de este modo, copiándole en su mirada o intentando adivinársela, pude descartar la mayor parte de la extensión que tenía ante mí, una playa.
-¿Qué miras? -me preguntó mi mujer desde la cama. Hacía mucho calor y se había puesto una toalla mojada sobre la frente, casi le tapaba los ojos, que no se interesaban por nada.
-No lo sé aún -dije sin volverme-. Estoy tratando de ver qué es lo que mira un hombre que está aquí al lado, en otra terraza.
-¿Por qué? Qué más te da. No seas curioso.
Me daba lo mismo, en efecto, pero en verano se trata de perder el tiempo más que de ninguna otra cosa, si no no se tiene la sensación de estar en esa estación, que ha de ser lenta y sin objetivo.
Según mis cálculos y mi observación, el individuo de mi derecha tenía que estar mirando hacia una de cuatro personas, todas ellas bastante cercanas entre sí y alineadas en última fila, lejos del agua. A la derecha de esas personas se abría un pequeño hueco, también a su izquierda, eso fue lo que me hizo pensar que miraba a una de esas cuatro. La primera (de izquierda a derecha, como en las fotos) me mostraba o nos mostraba la cara, ya que estaba recibiendo el sol de espaldas: era una mujer aún joven, estaba leyendo un periódico, tenía desabrochada la parte superior del bikini, no quitada (eso está mal visto en San Sebastián todavía). La segunda estaba sentada, otra mujer, de más edad, más corpulenta, con traje de baño de una sola pieza y un sombrero de paja, se untaba crema: sería una madre, pero sus hijos la habían abandonado, tal vez jugaban junto a la orilla. La tercera persona era un hombre, quizá su marido o su hermano, era más esbelto, tiritaba por capricho de pie sobre su toalla, como si estuviera recién vuelto del agua (tiritaba por capricho porque el mar no podía estar frío). La cuarta era la más distinguible porque estaba vestida, al menos el tórax cubierto: era un hombre mayor (la nuca canosa) sentado de espaldas, erguido, como si a su vez estuviera observando o vigilando a alguien en la orilla o unas filas más adelante, la playa como un teatro. Fijé mi mirada en él: estaba sin duda solo, no tenía que ver con el que estaba a su izquierda, el hombre que tiritaba en falso. Llevaba puesta una camiseta verde de manga corta, no podía ver si debajo tenía el traje de baño o un pantalón, si estaba vestido, inadecuadamente en aquel lugar, de estarlo llamaría la atención por eso. Se rascaba la espalda, se rascaba la cintura, la cintura era gruesa, debía pesarle, sería uno de esos hombres a los que les cuesta mucho incorporarse, para hacerlo tienen que echar los brazos hacia delante, con los dedos estirados como si alguien fuera  a tirar de ellos. Se rascaba la espalda, un poco como si se señalara. No pude esperar a comprobar si se incorporaba así, con dificultad, ni a ver si llevaba pantalones o traje de baño, pero sí a saber que era él el objetivo de mi vecino, porque de pronto, con mis prismáticos fijos por fin en su cintura gruesa y su espalda ancha, vi cómo se derrumbaba, caía hacia delante, sentado, como caen las marionetas cuando las abandona la mano que las sujetaba. Había oído un golpe seco y amortiguado, y aún me dio tiempo a ver que lo que desaparecía de la terraza de mi derecha no era ya el brazo de mi vecino con los prismáticos, sino su brazo y el cañón de un arma. Creo que no se dio cuenta nadie, aunque el individuo que tiritaba se quedó parado, ya sin frío.

jueves, 10 de julio de 2014

Desde USA con amor



Henri Cartier-Bresson - Independence day
H.Cartier-Bresson


Desde donde llamo

J. P. y yo estamos en el porche del establecimiento de desintoxicación de Frank Martin. Como todos nosotros en la casa de Frank Martin, J. P. es ante todo y sobre todo un borracho. Pero también es deshollinador. Ha venido por primera vez y está asustado. Yo ya he estado otra vez. ¿Qué quiere decir eso? Pues que he vuelto. El verdadero nombre de J. P. es Joe Penny, pero me ha dicho que le llame J. P. Tiene unos treinta años. Más joven que yo. No mucho, sólo un poco. Me está contando cómo decidió dedicarse a ese tipo de trabajo, y siempre le gusta utilizar las manos al hablar. Pero le tiemblan. Quiero decir que sus manos no quieren estarse quietas.
-Nunca me había pasado esto -dice.
Se refiere al temblor. Le digo que lo comprendo. Que el temblor se le pasará. Y se quita. Pero lleva tiempo.
Hace sólo dos días que estamos aquí. Aún no estamos libres de dificultades. J. P. tiene temblores, y a mí de cuando en cuando un nervio -a lo mejor no es un nervio, pero es algo- me empieza a dar tirones en el hombro. A veces se me pone en un lado del cuello. Cuando me pasa eso, se me seca la boca. Entonces me cuesta trabajo tragar. Sé que está a punto de ocurrir algo y pretendo evitarlo. Quiero ocultarme, eso es lo que me dan ganas de hacer. Me limito a cerrar los ojos y a esperar a que pase, a que le dé al que está a mi lado. J. P. puede esperar un minuto.
Vi un ataque epiléptico ayer por la mañana. Un tipo al que llaman Tiny. Un tío grande y gordo, electricista en Santa Rosa. Dicen que lleva aquí casi dos semanas y que ya había superado el período crítico. Iba a irse a casa en un par de días, a pasar el fin de año con su mujer mirando la televisión. Por Noche Vieja, Tiny pensaba beber chocolate y comer pastas. Ayer por la mañana parecía estar estupendamente cuando bajó a desayunar. Hacía un reclamo con la boca, enseñando cómo llamaba a los patos hasta que iban a posarse en su cabeza.
-Blam, blam -hacía Tiny, cazando un par de ellos.
Tiny llevaba el pelo húmedo, pegado a la cabeza. Acababa de salir de la ducha. Además, se había cortado en la barbilla al afeitarse. Pero, ¿y qué? En la casa de Frank Martin casi todo el mundo tenía cortes en la cara. Son cosas que pasan. Tiny se hizo sitio a la cabecera de la mesa y empezó a contar algo que le había ocurrido en una de sus trompas. En la mesa, todos se reían y meneaban la cabeza mientras devoraban los huevos. Tiny decía algo, sonreía y luego echaba una mirada por la mesa para ver si lo comprendían. Todos habíamos hecho cosas igual de estúpidas y desagradables, así que, claro, por eso nos reíamos. Tiny tenía en el plato huevos revueltos, unas galletas y miel. Yo estaba a la mesa, pero no tenía hambre. Tenía delante un poco de café. De repente, Tiny había desaparecido. Se había caído para atrás con la silla en medio de un gran estrépito. Estaba de espaldas en el suelo, con los ojos cerrados y los talones tamborileando en el linóleo. Los chicos llamaron a gritos a Frank Martin. Pero ya estaba allí. Dos compañeros se arrodillaron junto a Tiny. Uno de ellos le metió los dedos en la boca tratando de sujetarle la lengua.
-iTodo el mundo atrás! -gritó Frank Martín.
Entonces me di cuenta de que todos nosotros estábamos inclinados sobre Tiny, nada más que mirándole, incapaces de apartar la vista de él.
-iQue le dé el aire! -dijo Frank Martin.
Luego fue al despacho y llamó a una ambulancia.
Tiny ha vuelto hoy a bordo. Habla de recobrar las fuerzas. Esta mañana. Frank Martin fue a buscarle al hospital con la camioneta. Tiny volvió demasiado tarde para los huevos, pero tomó un poco de café en el comedor y se sentó a la mesa. En la cocina le hicieron una tostada, pero Tiny no se la comió. Se quedó sentado con el café mirando a la taza. De vez en cuando la movía de atrás adelante, frente a sus ojos.
Me gustaría preguntarle si notó alguna señal antes de que le pasara eso. Me gustaría saber si el corazón dejó un momento de latirle o si se le aceleró. ¿Sintió punzadas en los párpados? Pero no voy a decirle nada. No tiene aspecto de querer hablar de ello, de todos modos. Pero lo que le ha pasado a Tiny es algo que nunca olvidaré. El bueno de Tiny tirado en el suelo, pataleando. Así que cada vez que el nervio me empieza a tirar en alguna parte, contengo el aliento y espero el momento de encontrarme de espaldas, mirando hacia lo alto, y con los dedos de alguien metidos en la boca.

Sentado en un sillón en el porche delantero, J. P. tiene las manos sobre el regazo. Yo fumo cigarrillos y utilizo un cubo viejo de carbón como cenicero. Escucho a J. P., que habla sin parar. Son las once de la mañana, hora y media todavía hasta la comida. Ninguno de los dos tenemos hambre. Sin embargo, estamos impacientes por entrar y sentarnos a la mesa. A lo mejor nos viene el apetito.
En cualquier caso, ¿de qué habla J. P.? Me está contando que cuando tenía doce años se cayó en un pozo cerca de la granja donde vivía. Por suerte para él, era un pozo seco.
-O por desgracia -dice, mirando alrededor y meneando la cabeza.
Me cuenta que, a ultima hora de la tarde, después de que le encontraran, su padre le sacó con una cuerda. J. P. se había meado en los pantalones, allá abajo. Había sufrido toda clase de terrores en el pozo, gritando socorro, esperando y volviendo a gritar. Se quedó ronco antes de que todo terminara. Me dijo que el estar en el fondo del pozo le causó una impresión imborrable. Se quedó sentado, mirando la boca del pozo. Arriba, veía un círculo de cielo azul. A veces pasaba una nube blanca. Una bandada de pájaros cruzó por encima, y a J. P. le pareció que el batir de sus alas levantaba una extraña conmoción. Oyó otras cosas. Pequeños murmullos en el pozo, por encima de él, que le hacían preguntarse si no le irían a caer cosas en el pelo. Pensaba en insectos. Oyó soplar el viento sobre la boca del pozo, y ese ruido también le causó impresión. En resumen, todo le resultaba diferente en aquel agujero. Pero no le cayó nada encima y nada taponó el pequeño círculo de azul. Luego su padre bajó con la cuerda y J. P. no tardó mucho en volver al mundo en que siempre había vivido.
-Sigue, J. P. ¿Y luego? -le dije.
A los dieciocho o diecinueve años, terminado el bachillerato y sin saber lo que quería hacer en la vida, fue una tarde al otro extremo de la ciudad a visitar a un amigo. Su amigo vivía en una casa con chimenea. J. P. y su amigo se sentaron a beber cerveza y a pegar la hebra. Escucharon discos. Entonces llamaron a la puerta. El amigo fue a abrir. Se encontró con una joven deshollinadora con sus trastos de limpiar. Llevaba un sombrero de copa, ante cuya vista J. P. se quedó patidifuso. Ella le dijo al amigo de J. P. que la habían llamado para limpiar la chimenea. El amigo la dejó pasar haciéndole reverencias. La joven no le prestó atención alguna. Extendió una manta en el hogar y preparó sus herramientas. Llevaba pantalones, camisa, zapatos y calcetines negros. Por supuesto, para entonces ya se había quitado el sombrero de copa. J. P. dice que casi se volvió majareta mirándola. Se puso al trabajo y limpió la chimenea mientras J. P. y su amigo escuchaban discos y bebían cerveza. Pero la miraban, y se fijaban en lo que hacía. De cuando en cuando, J. P. y su amigo se miraban y sonreían, o se guiñaban un ojo. Enarcaron las cejas cuando la parte superior de la muchacha desapareció en la chimenea.
-Además, estaba muy bien -dice J. P.
Cuando terminó el trabajo, la muchacha envolvió las herramientas en la manta. El amigo de J. P. le entregó un cheque que sus padres habían extendido para ella. Y luego le preguntó al amigo si quería besarla.
-Dicen que trae suerte -explicó ella.
Eso fue la puntilla para J. P. Su amigo puso los ojos en blanco. Hizo el payaso un poco más. Luego, quizá ruborizado, la besó en la mejilla. En ese momento, J. P. tomó una decisión. Dejó la cerveza. Se levantó del sofá. Se acercó a la muchacha, que se disponía a salir por la puerta.
-¿Yo también? -le dijo J. P.
Ella le miró de hito en hito. J. P. dice que sintió como si el corazón no le cupiese en el pecho. Resultó que la muchacha se llamaba Roxy.
-Claro -dijo Roxy-. ¿Por qué no? Tengo besos para dar y tomar.
Y le dio un besazo en los labios. Luego se volvió para salir.
Así, en un abrir y cerrar de ojos, J. P. la siguió al porche. Le sostuvo la mampara del porche. Bajó con ella los escalones hasta el camino de entrada, donde ella había aparcado la camioneta. Era algo que se le escapaba de las manos. Ninguna otra cosa contaba en el mundo. Sabía que había conocido a una persona ante la cual le temblaban las piernas. Aún sentía el beso quemándole los labios, etcétera. J. P. no sabía dónde estaba. Se encontraba lleno de sensaciones que le desorientaban.
Le abrió la puerta trasera de la camioneta. La ayudó a meter las herramientas.
-Gracias -le dijo ella.
Entonces él balbuceó que le gustaría volver a verla. ¿Le gustaría ir con él al cine alguna vez? También comprendió lo que quería hacer en la vida. Quería hacer lo mismo que ella. Quería ser deshollinador. Pero eso no se lo dijo entonces.
Dice J. P. que entonces ella se puso las manos en las caderas y le miró de arriba a abajo. Luego encontró una tarjeta profesional en el asiento delantero de la camioneta. Se la dio.
-Llama esta noche a este número, después de las diez -le dijo-. Podremos hablar. Ahora tengo que irme.
Se puso el sombrero de copa y luego se lo quitó. Volvió a mirar a J, P. Debió gustarle, porque esta vez sonrió. El le dijo que tenía un tiznón cerca de la boca. Entonces ella subió a la camioneta, tocó la bocina y se marchó.
-¿Y después? -le pregunto-. No te pares ahora, J. P.
Me interesaba. Pero le habría escuchado aunque me estuviese contando que un día le había dado por lanzar herraduras.

Anoche llovió. Las nubes se han amontonado sobre las colinas, al otro lado del valle. J. P. carraspea y mira las nubes y las montañas. Se pellizca la barbilla. Luego continúa con lo que estaba diciendo.
Roxy empezó a salir con él. Y poco a poco la convenció de que le permitiera trabajar con ella. Pero Roxy trabajaba con su padre y con su hermano, y sólo tenían el trabajo justo. No necesitaban a nadie más. Y además, ¿quién era ese tal J. P.? ¿J. P. qué? «Ten cuidado», le advirtieron.
De modo que ella y J. P. vieron algunas películas juntos. Fueron varias veces a bailar. Pero, sobre todo, el noviazgo giraba en torno a la idea de limpiar chimeneas juntos. Antes de darse cuenta, dice J. P., ya estaban hablando de formalizar sus relaciones. Y lo hicieron. Al cabo de poco, se casaron. El suegro asoció a J. P. al negocio. Al año más o menos, Roxy tuvo un niño. Ya no era deshollinadora. En todo caso, dejó de trabajar. Muy pronto tuvo otro niño. J. P. ya tenía veintitantos años por entonces. Estaba a punto de comprar una casa. Dice que estaba satisfecho de la vida.
-Estaba contento de cómo me iban las cosas -dice-. Tenía todo lo que deseaba. Tenía una mujer y niños a los que quería, y hacía lo que me gustaba.
Pero por alguna razón -¿quién sabe por qué hacemos lo que hacemos?- empezó a beber cada vez más. Durante mucho tiempo bebía cerveza, sólo cerveza. De cualquier marca, no le importaba. Dice que podía estar bebiendo cerveza las veinticuatro horas del día. Bebía cerveza por la noche, mientras veía la televisión. Claro que de cuando en cuando tomaba bebidas fuertes. Pero eso sólo cuando iban a la ciudad, lo que no era frecuente, o cuando tenían invitados.  Entonces llegó el momento, no sabe cómo, en que pasó de la cerveza a la tónica con ginebra. Y seguía bebiendo después de cenar, sentado delante de la televisión. Siempre tenía una copa en la mano. Dice que le gustaba el sabor. Empezó a pasar por los bares después de trabajar, antes de volver a casa y seguir bebiendo. Algunas veces no se presentaba a cenar. O si
aparecía, no comía nada. Se atiborraba de aperitivos en el bar. A veces entraba por la puerta y, sin razón aparente, tiraba la fiambrera por el cuarto de estar. Cuando Roxy le gritaba, daba media vuelta y volvía a salir. Luego empezó a beber a primera hora de la tarde, cuando tenía que estar trabajando. Me dice que empezaba el día con un par de copas. Antes de lavarse los dientes se atizaba un lingotazo. Luego tomaba café. Iba a trabajar con un termo de vodka en la bolsa de la tartera.
J. P. deja de hablar. Simplemente cierra la boca. ¿Qué pasa? Le escucho. Me ayuda a relajarme, en primer lugar. Y me aleja de mi propia situación. Al cabo de un momento, le digo:
-¿Qué demonios pasa? Sigue, J. P.
Se pellizca la barbilla. Pero en seguida continúa el relato.
J. P. y Roxy ya tenían verdaderas trifulcas. Me refiero a peleas. J. P. dice que una vez ella le dio un puñetazo en la cara y le rompió la nariz.
-Mira esto -dice-. Ahí.
Me enseña una cicatriz por encima del puente de la nariz.
-Esto es una nariz rota.
El le devolvió el cumplido dislocándole el hombro. Otra vez él le partió el labio. Se pegaban delante de los niños. La situación estaba fuera de control. Pero él siguió bebiendo. No podía parar. Y nada podía pararlo. Ni siquiera las amenazas del padre y del hermano de Roxy de darle una paliza de muerte. Dijeron a Roxy que debería coger a los chicos y largarse. Pero Roxy dijo que aquello era cosa suya. Estaba metida en ello y lo resolvería.
Ahora J. P. se calla otra vez. Se encoge de hombros y se hunde en el sillón. Mira pasar un coche por la carretera, entre el establecimiento y las colinas.
-Quiero oír el resto, J. P. -le digo-. Será mejor que sigas hablando.
-No sé -dice, encogiéndose de hombros.
-Está bien -digo.
Y me refiero a que está bien que lo cuente.
-Continúa, J. P.
Una de las soluciones de Roxy, dice J. P., fue buscarse un amigo. A J. P. le gustaría saber cómo encontró tiempo, con la casa y los niños.
Le miro, sorprendido. Es un hombre hecho y derecho.
-Si se quiere -le digo-, para eso siempre se saca tiempo. De donde sea.
-Supongo -contesta J. P., meneando la cabeza.
El caso es que lo descubrió -lo del amigo de Roxy-, y se puso furioso. Logró quitarle a Roxy la alianza del dedo y luego la rompió en varios trozos con unos alicates. Una buena diversión. Aprovecharon la ocasión para celebrar un par de asaltos. Cuando iba a trabajar, a la mañana siguiente, lo detuvieron por conducir borracho. Le retiraron el permiso de conducir. Ya no podía ir a trabajar con la furgoneta. Tanto mejor, dice. La semana anterior se había caído de un tejado y se había roto el dedo pulgar. Sólo era cuestión de tiempo hasta que se rompiera la crisma, dice.

Estaba en el establecimiento de Frank Martin para desintoxicarse y meditar sobre la manera de enderezar su vida. Pero no había venido contra su voluntad, ni yo tampoco. No estábamos encerrados. Podíamos marcharnos cuando quisiéramos. Pero se recomendaba una estancia mínima de una semana y, tal como decían, «se aconsejaban vivamente» dos semanas o un mes.
Como he dicho, es la segunda vez que estoy en la casa de Frank Martin. Cuando intenté firmar un talón para pagarle una semana de estancia por adelantado, Frank Martin me dijo:
-Las fiestas siempre son peligrosas. Quizá deberías pensar en quedarte un poco más esta vez. Piensa en un par de semanas. ¿Podrías quedarte dos semanas? De todos modos, piénsalo. No tienes que decidirte ahora mismo.
Apoyó el pulgar en el cheque y firmé. Luego acompañé a mi amiga a la puerta y me despedí.
-Adiós -dijo ella.
Dio un bandazo en el quicio de la puerta y salió al porche haciendo eses.
La tarde está avanzada. Llueve. Voy de la puerta a la ventana. Aparto la cortina y la veo alejarse. Va en mi coche. Está borracha. Pero yo también lo estoy, y no puedo evitarlo. Logro acercarme a una butaca grande que está cerca del radiador y me siento. Algunos apartan la vista del televisor. Luego siguen con lo que estaban viendo. Me quedo sentado. De vez en cuando levanto la cabeza para ver lo que pasa en la pantalla.
Ese mismo día, más tarde, se abrió la puerta de golpe y apareció J. P. entre dos robustos individuos: su cuñado y su suegro, según me enteré después. Atravesaron la habitación con J. P. El más viejo firmó el registro y le dio un talón a Frank Martin. Luego entre los dos ayudaron a J. P. a subir las escaleras. Supongo que lo metieron en la cama. Muy pronto el viejo y el otro bajaron y se encaminaron a la puerta. Parecía que no veían el momento de largarse de aquí. Era como si no pudieran esperar a lavarse las manos respecto a todo ese asunto. No se lo reproché. No, demonios. No sé cómo me habría comportado en su lugar.
Un día y medio después, J. P. y yo nos encontramos en el porche. Nos dimos la mano y hablamos del tiempo. J. P. tenía temblores. Nos sentamos y pusimos los pies sobre la barandilla. Nos retrepamos en las butacas como si sólo estuviéramos allí para descansar, como si nos dispusiéramos a charlar para matar el tiempo. Entonces fue cuando J. P. empezó su historia.

Hace frío fuera, pero no mucho. El cielo está un poco cubierto. Frank Martin sale a terminar el puro. Lleva un jersey abotonado hasta el cuello. Es bajo y corpulento. Tiene el pelo gris rizado y la cabeza pequeña. Demasiado pequeña para el resto de su cuerpo. Se lleva el puro a los labios y se queda de pie con los brazos cruzados. Mueve el puro en la boca y mira al otro lado del valle. Parece un boxeador, alguien que está al cabo de la calle.
J. P. vuelve a guardar silencio. Es decir, apenas respira. Tiro el cigarrillo al cubo de carbón y miro con fijeza a J. P., que se hunde más en la butaca. Se sube el cuello. ¿Qué demonios pasa?, me pregunto. Frank Martin descruza los brazos y da una calada al puro. Deja que el humo se le escape de la boca. Luego alza la barbilla hacia las colinas y dice:
-Jack London tenía un caserón al otro lado del valle. Justo detrás de la colina verde que veis allí. Pero el alcohol lo mató. Que eso os sirva de lección. Valía más que cualquiera de nosotros. Pero él tampoco podía dominar la bebida.
Frank Martin mira lo que le queda del puro. Se ha apagado. Lo tira al cubo.
-Si queréis leer algo mientras estáis aquí, leed ese libro suyo, La llamada de la selva. ¿Sabéis a qué me refiero? Lo tenemos ahí dentro, si es que queréis leer algo. Trata de ese animal que es mitad perro y mitad lobo. Fin del sermón -dijo, subiéndose los pantalones y bajándose el jersey-. Voy adentro. Os veré a la hora de comer.
-Me siento como un insecto cuando me compara con él -dice J. P. meneando la cabeza, y luego añade-: Jack London. ¡Vaya nombre! Ojalá tuviera yo un nombre así. En vez del que tengo.

La primera vez que vine aquí me trajo mi mujer. Eso era cuando aún estábamos juntos, tratando de arreglar las cosas. Me trajo y se quedó un par de horas, hablando en privado con Frank Martin. Luego se marchó. A la mañana siguiente, Frank Martin me llevó aparte y me dijo:
-Podemos ayudarte. Si quieres y haces lo que te digamos.
Pero yo no estaba seguro de si podían o no ayudarme. En parte quería ayuda. Pero también había otra parte.
Esta vez ha sido mi amiga quien me ha traído. Condujo mi coche. A través de una tormenta. Bebimos champán todo el tiempo. Los dos estábamos borrachos cuando paró en el camino de entrada. Quería dejarme, dar la vuelta y volver a casa. Tenía cosas que hacer. Una de ellas era ir a trabajar al día siguiente. Era secretaria. Tenía un buen puesto en una fábrica de componentes electrónicos. También tenía un hijo, un adolescente presuntuoso. Yo quería que tomara una habitación en la ciudad para pasar la noche y que luego volviese a casa. No sé si cogió la habitación o no. No he vuelto a saber de ella desde que me condujo por los escalones hasta el despacho de Frank Martin y dijo: «Adivine quién está aquí».
Pero yo no estaba enfadado con ella. En primer lugar, ella no tenía ni idea de dónde se metía cuando me invitó a quedarme a vivir con ella después de que mi mujer me echara de casa. Tuve lástima de ella. La razón por la que me daba pena era que la víspera de Navidad había recibido el resultado del frotis vaginal, y las noticias no eran agradables. Tenía que volver a ver al médico, y muy pronto. Esa novedad nos dio a los dos motivo suficiente para empezar a beber. Así que lo que hicimos fue emborracharnos a fondo. Y el día de Navidad seguíamos borrachos. Tuvimos que salir a comer a un restaurante, porque ella no se sentía con ánimos de guisar. Nosotros dos y su presuntuoso hijo abrimos los regalos y luego fuimos a una barbacoa cerca de su casa. Yo no tenía hambre. Tomé sopa y un panecillo caliente. Me bebí una botella de vino con la sopa. Ella también bebió un poco. Luego empezamos con bloody-marys. Durante los dos días siguientes no comí nada salvo frutos secos salados. Pero bebí mucho bourbon. Entonces le dije:
-Cariño, creo que será mejor que haga la maleta. Más me valdría volver a la casa de Frank Martin.
Trató de explicarle a su hijo que estaría fuera un tiempo y que tendría que hacerse él la comida. Pero justo cuando salíamos por la puerta, el descarado niño nos gritó:
-¡Idos a la mierda! Espero que no volváis nunca. ¡Ojalá os matéis!
¡Figúrense qué niño!
Antes de salir de la ciudad, la hice parar en la tienda de bebidas, donde compré el champán. Nos detuvimos en otro sitio para comprar vasos de plástico. Luego nos llevamos un paquete de pollo frito. Nos pusimos en camino bajo la lluvia, bebiendo y oyendo música. Conducía ella. Yo atendía la radio y escanciaba. Intentamos convertirlo en una pequeña fiesta. Pero estábamos tristes. Teníamos el pollo frito, pero no comimos nada.
Supongo que llegaría bien a casa. Creo que, en caso contrario, me habría enterado de algo. Pero no me ha llamado, y yo tampoco a ella. Quizá haya tenido noticias de su enfermedad. O no le han dicho nada. O tal vez haya sido un error. A lo mejor era el frotis de otra. Pero tiene mi coche, y yo tengo cosas en su casa. Sé que volveremos a vernos.
Aquí tocan una vieja campana de granja para llamar a comer. J. P. y yo nos levantamos de las butacas y pasamos adentro. De todos modos, empieza a hacer frío en el porche. Al hablar veíamos cómo nos salía vaho de la boca.

Por la mañana de Año Nuevo intento llamar a mi mujer. No contestan. No importa. Pero aunque importara, ¿qué podría hacer? La última vez que hablamos por teléfono, hace un par de semanas, terminamos a gritos. La puse verde.
-¡Retrasado mental! -me dijo ella, colgando el teléfono.
Pero ahora quería hablar con ella. Hay que hacer algo con mis cosas. También tengo cosas en su casa.
Uno de los que hay aquí viaja. Va a Europa y todo eso. Eso es lo que cuenta, en todo caso. Por negocios, dice. También afirma que domina la bebida, y no tiene ni idea de por qué está aquí, en el establecimiento de Frank Martin. Pero no recuerda cómo llegó. Se ríe de eso, de no acordarse. «Todo el mundo puede tener una pérdida momentánea de memoria», dice. «Eso no prueba nada.» No es un borracho; nos lo cuenta y le escuchamos. «Es una acusación grave», dice. «Esa manera de hablar puede arruinar la vida de un hombre honrado.» Asegura que si se limitara a beber whisky con agua, sin hielo, nunca tendría esas pérdidas de memoria. Es el hielo que te ponen en la copa. «¿A quién conoces en Egipto?», me pregunta. «Me vendrían bien unas recomendaciones para ese sitio.»
Para la cena de Noche Vieja, Frank Martin nos sirve filete con patatas  asadas.  Estoy  recuperando el apetito.  Rebaño el plato y hasta repetiría. Miro al plato de Tiny. Apenas lo ha tocado. Tiene el filete entero. Tiny no es el mismo de antes. El pobrecillo contaba con estar en su casa esta noche. Pensaba estar en bata y zapatillas delante de la televisión, cogido de la mano con su mujer. Ahora tiene miedo de marcharse. Lo entiendo. Un ataque epiléptico significa que te puede dar otro. Desde que le pasó eso, Tiny no ha contado más historias gilipollescas. Se queda callado y se muestra reservado. Le pregunto si me puedo comer su filete y me acerca su plato.
Algunos todavía seguimos levantados, sentados alrededor de la televisión, viendo Times Square, cuando entra Frank Martin para enseñarnos la tarta. Pasa por delante de cada uno y hace que la veamos todos. Yo sé que no la ha hecho él. Es de pastelería. Pero sigue siendo una tarta. Encima hay algo escrito en letras rosas que dice: FELIZ AÑO NUEVO - DÍA A DÍA.
-Yo no quiero nada de esa tarta estúpida -dice el que va a Europa y todo eso; y añade, riendo-: ¿Dónde está el champán?
Vamos todos al comedor. Frank Martin corta la tarta. Me siento al lado de J. P., que se me come dos trozos con una coca. Yo me como uno y envuelvo otro en una servilleta de papel, para más tarde.
J. P. enciende un cigarrillo -ya no le tiemblan las manos- y me cuenta que su mujer va a venir por la mañana, el primer día del año.
-Estupendo -le digo, asintiendo con la cabeza y chupándome el merengue de los dedos-. Buenas noticias, J. P.
-Te presentaré.
-Con mucho gusto -le contesto.
Nos decimos buenas noches. Nos decimos «feliz Año Nuevo». Me limpio los dedos con una servilleta. Nos estrechamos la mano.
Voy al teléfono, echo una moneda y llamo a mi mujer a cobro revertido. Pero esta vez tampoco contesta nadie. Pienso en llamar a mi amiga, y ya he marcado su número cuando me doy cuenta de que en realidad no tengo ganas de hablar con ella. Probablemente estará en casa viendo el mismo programa de televisión que yo acabo de ver. De todos modos, no quiero hablar con ella. Espero que esté bien. Pero si le pasa algo malo no quiero saberlo.

Después de desayunar, J. P. y yo tomamos café afuera, en el porche. El cielo está despejado, pero hace suficiente frío como para llevar jersey y chaqueta.
-Me ha preguntado si debía traer a los niños -dice J. P.-. Le he dicho que los deje en casa. ¿Te imaginas? ¡Por Dios! No quiero que mis hijos aparezcan por aquí.
Utilizamos el cubo de carbón como cenicero. Miramos al otro lado del valle, donde vivió Jack London. Estamos bebiendo otro café cuando un coche se desvía de la carretera hacia el camino de entrada.
-¡Es ella! -exclama J. P.
Deja la taza junto a la butaca. Se levanta y baja los escalones.
Veo cómo la mujer para el coche y echa el freno de mano. Veo a J. P. abrir la portezuela. La veo bajar y veo cómo se abrazan. Aparto la vista. Luego vuelvo a mirar. J. P. la coge del brazo y suben los escalones. Esa mujer le rompió un día la nariz a su marido. Tiene dos hijos y muchos problemas, pero quiere al hombre que la lleva del brazo. Me levanto de la butaca.
-Este es mi amigo -dice J. P. a su mujer-. Mira, ésta es Roxy.
Roxy me da la mano. Es una mujer alta y guapa, con un gorro de lana. Lleva abrigo, jersey grueso y pantalones. Recuerdo lo que me ha contado J. P. acerca del amigo y de los alicates. No veo el anillo de boda. Estará hecho pedazos en alguna parte, supongo. Tiene las manos anchas y los nudillos abultados. Es una mujer que puede dar un buen puñetazo, si se lo propone.
-He oído hablar de ti -le digo-. J. P. me ha contado cómo os conocisteis. Algo relacionado con una chimenea, según él.
-Sí, con una chimenea. Probablemente hay muchas más cosas que no te ha contado. Seguro que no te lo ha dicho todo -me contesta, riendo.
Luego -ya no puede esperar más- rodea con el brazo a J. P. y le da un beso en la mejilla.
-Encantada de conocerte -dice-. Oye, ¿no te ha dicho que es el mejor deshollinador del oficio?
-Venga, Roxy -dice J. P., con la mano en el pomo de la puerta.
-Me ha dicho que todo lo que sabe lo aprendió de ti -le digo a ella.
-Pues eso sí que es cierto -contesta ella.
Vuelve a reír. Pero es como si pensara en otra cosa. J. P. gira el pomo de la puerta. Roxy pone su mano sobre la de él.
-¿Por qué no vamos a comer a la ciudad, Joe? ¿No te puedo llevar a alguna parte?
-Todavía no ha pasado una semana -dice J. P., carraspeando.
Retira la mano de la puerta y se lleva los dedos a la barbilla.
-Me parece que les gustaría que no saliera durante unos días más. Podemos tomar un café aquí.
-Muy bien -dice Roxy, mirándome otra vez-. Me alegro de que Joe tenga un amigo. Encantada de conocerte.
Se disponen a entrar. Sé que es una estupidez, pero lo hago de todos modos.
-Roxy.
Se paran en el umbral y me miran.
-Necesito suerte. Sin bromas. Me vendría bien un beso.
J. P. agacha la cabeza. Todavía tiene la mano en el pomo, aunque la puerta está abierta. Lo mueve de un lado para otro. Pero yo sigo mirándola. Roxy sonríe.
-Ya no soy deshollinadora. Desde hace años. ¿No te lo ha dicho Joe? Pero claro que te doy un beso, no faltaba más.
Se acerca a mí. Me toma por los hombros -soy alto- y me planta un besazo en los labios.
-¿Qué tal? -me pregunta.
-Estupendo -digo.
-No cuesta nada.
Aún me tiene por los hombros. Me mira directamente a los ojos.
-Buena suerte -dice, soltándome.
-Hasta luego, muchacho -dice J. P.
Abre la puerta de par en par y entran.
Me siento en los escalones y enciendo un cigarrillo. Pongo atención a lo que hago con la mano y luego apago la cerilla. Me han dado los temblores. Esta mañana me he levantado así. Tenía ganas de beber algo. Es deprimente, pero no le he dicho nada a J. P. Intento pensar en otra cosa.
Pienso en los deshollinadores -en todo lo que me ha contado J. P.- cuando me viene a la memoria, no sé por qué, una casa en que mi mujer y yo vivimos hace tiempo. Aquella casa no tenía chimenea, así que no sé por qué me acuerdo de ella ahora. Pero la recuerdo. No habíamos estado allí más de unas semanas cuando una mañana oí un ruido afuera. Era domingo y la habitación aún estaba a oscuras. Pero por la ventana entraba un poco de luz. Escuché. Oí un ruido como si rascaran en la pared. Salté de la cama y fui a mirar.
-¡Dios mío! -dijo mi mujer, incorporándose y retirándose el pelo de la cara.
Luego se echó a reír.
-Es Míster Venturini -explicó-. He olvidado decírtelo. Dijo que vendría hoy a pintar la casa. Temprano. Antes de que hiciera calor. Se me había olvidado. -Rió de nuevo-. Vuelve a la cama, cielo. Sólo es él.
-Un momento -dije.
Corrí las cortinas. Afuera, un anciano vestido con un mono estaba de pie junto a una escalera. El sol empezaba a salir detrás de las montañas. El viejo y yo nos miramos. Era el propietario, desde luego, aquel viejo del mono. Pero el mono le quedaba muy grande. Y además necesitaba un afeitado. Llevaba una gorra de béisbol para taparse la calva. Que me aspen, pensé, si no es raro ese viejo. Y me sentí inundado de felicidad por no ser él, por ser yo mismo y estar en aquella habitación con mi mujer.
Señaló al sol con el pulgar. Fingió limpiarse la frente. Me hizo saber que no disponía de mucho tiempo. El viejo estúpido me dedicó una sonrisa. Entonces me di cuenta de que estaba desnudo. Me miré. Le volví a mirar y me encogí de hombros. ¿Qué esperaba?
Mi mujer se rió.
-Venga -dijo-. Vuelve a la cama. Ahora mismo. Vamos.
Vuelve a acostarte.
Corrí otra vez las cortinas. Pero seguí de pie junto a la ventana. Vi al viejo asentir para sí, como si dijera: «Vamos, hijo, vuelve a la cama. Lo entiendo.» Se tiró de la visera. Luego se dedicó a su tarea. Cogió el cubo. Empezó a subir la escalera.

Me recuesto en el escalón superior y cruzo las piernas. Esta tarde quizá intente llamar de nuevo a mi mujer. Y luego llamaré a ver qué pasa con mi amiga. Pero no quiero que se ponga al teléfono su descarado hijo. Si llamo, espero que esté en otra parte, haciendo lo que haga cuando no está en casa. Trato de recordar si he leído algún libro de Jack London. No me acuerdo. Pero en el bachillerato leí un cuento suyo. «Hacer fuego», se llamaba. Un individuo está a punto de quedarse congelado en el Yukon. Imagínenselo, va a morir congelado si no logra hacer fuego. Con una fogata podrá secarse los calcetines y las otras cosas y calentarse.
Enciende el fuego, pero algo pasa entonces. De la rama de un árbol se desprende un montón de nieve y cae encima. Se apaga. Mientras, hace cada vez más frío. Se acerca la noche.
Saco unas monedas del bolsillo. Primero trato de hablar con mi mujer. Si contesta, la felicitaré por el Año Nuevo. Eso es todo. No sacaré a relucir las cosas. No levantaré la voz. Ni siquiera cuando ella empiece. Me preguntará desde dónde llamo y tendré que decírselo. No le diré nada de los buenos propósitos de principios de año. No hay modo de gastar bromas con eso. Después de hablar con ella, llamaré a mi amiga. A lo mejor la llamo primero a ella. Sólo espero que el niño no coja el teléfono. «Hola, cariño», le diré cuando conteste. «Soy yo.»

Cuento ruso



aa


Al Viejo Queso de Cheshire

I
¡Querido amigo!
Su carta de Inglaterra ha viajado un año entero, y realmente me asombro de que haya podido llegar a su destino. ¿Dónde estará usted ahora? Me escribe que Londres, como antes, lo conduce y reconduce a través de sus calles, su metro, sus music-halls, tabernas, las noches en los muelles, Hyde-Park, la City, Picadilly, el Mall, los muchos siglos de piedras entretejidas de la Abadía de Westminster, a la poltrona del abuelo junto a la chimenea y al whisky con soda de las noches de niebla. No por nada el Parlamento reside desde hace ocho siglos en un antiguo monasterio.
Recuerdo bien el asombro que sentí ante la civilización cuando -¡qué fruslería!- no pude atravesar de Tootenham Court Road a Oxford Street, tan llena de taxis, de autobuses, de camiones... Observé que la carga pasaba por encima de los techos gracias a las grúas, y que alguien me propuso atravesar la calle por el pasaje subterráneo. Recuerdo muy bien el sentimiento de orgullo y de gratitud que sentí hacia la humanidad ante tanta cultura almacenada, sentimiento que experimenté dos veces en Londres: una, bajo las columnas del British Museum, al abandonar sus salas silenciosas, cuando sentí que a mis espaldas quedaba toda la historia de la humanidad, todo lo que de mejor han producido los siglos, pues en sus salas oscuras había visto todos los libros que han aparecido bajo la luz del mundo; la segunda vez fue en Westminster, junto a la tumba de Newton... Allí, en medio de siglos y penumbra, en la piedra de muros y cimientos, el mismo Newton se convierte en sólo un pequeño anillo de ese concepto grandioso que se llama «humanidad» creado por la propia humanidad, y en la lápida que cubre los restos de Newton, donde está escrito su nombre, gastada por los pasos de los hombres que caminan sobre ella.
Recuerdo que después de Westminster fuimos al Viejo Queso de Cheshire, ese restaurante tan amado por Dickens; había allí una jaula y dentro de ella una cacatúa que emitía gritos destemplados de cuando en cuando. Nos dieron de comer ese pie que tanto le gustaba a Dickens, y terminamos la comida con el queso añejo que da nombre al restaurante. Cuando nos disponíamos a salir, el propietario, al advertir que éramos extranjeros, nos regaló un libro de trescientas páginas donde se relataba la historia del local a partir del año 1647, quién lo había frecuentado, qué pintor, qué poeta, cuál de los duques de York había matado el tiempo nublado de Londres junto a su chimenea; allí se relataba que un gentleman había besado en la escalera del restaurante a una bellísima lady, y lo que a continuación había ocurrido; se indicaba con toda precisión en qué lugar y a qué hora se sentaba Dickens, y en qué página de Una historia de dos ciudades, describió el restaurante... Al despedirnos, el patrón nos dijo con orgullo que también él era un colaborador de la cultura...
Pero he aquí en qué modo vivo ahora:
A derecha e izquierda, a mis espaldas, y ante mí: la estepa. Sale el sol por la estepa y en la estepa se pone. El ferrocarril pasa a cien verstas de nosotros, y del poblado más próximo nos separan otras quince. En primavera los tulipanes florecen salvajemente en la estepa y la hierba nos llega a la cintura, luego el sol se pone al rojo vivo y sólo queda la tierra quemada y, aquí y allá, un poco de artemisa y de esparto; en invierno cae la nieve y resplandece sobre la tierra la estrella polar; la copa de la Osa Mayor no puede disipar toda nuestra tristeza de habitantes de la estepa... Hay en la estepa un barranco no visible a una versta de distancia, y en un pliegue de ese barranco se levanta nuestra casa. Aramos la tierra, en las laderas del barranco hay un gran huerto, de varias decenas de diesiatinas; hemos encauzado un torrente que caía por el barranco y creado un estanque; dos camellos giran siempre en círculo, bombean el agua para regar la huerta; tenemos seis vacas, dos camellos y un solo caballo. En primavera florece el huerto; el canto de los ruiseñores y el perfume de los manzanos en flor llegan entonces a marearnos; en otoño reina el aroma de las manzanas; las encuentra uno en todas partes, amontonadas en las mesas, en los antepechos de las ventanas, en el suelo, en la caballeriza, en los dormitorios. Junto al estanque, entre los álamos, se eleva nuestra casa, baja, con techos de madera, con una mano de cal en el exterior, como las cabañas ucranianas; una terraza da al jardín arbolado, cuajado en primavera de ruiseñores que nos ensordecen. En el interior de la casa las habitaciones son bajas, las camas grandes, crujientes las puertas; y toda la casa está impregnada, tal vez para siempre, del olor de la estepa, de artemisa, de bochorno.
En Rusia ha estallado la revolución; todas las carreteras están desiertas. De cuando en cuando se vislumbra en el amplio horizonte un jinete kirguis, quien inmediatamente después se desvanece. Nadie nos visita y nosotros no visitamos a nadie. No tenemos trigo; hacemos pan de manzana amasado con leche. Vivimos aquí cinco personas: la vieja madre de mi marido, miembro de la Sociedad de Geografía y Entomología (sigue haciendo sus investigaciones, escribe), mi marido, yo, Nikolai, el hermano de mi marido, y su esposa Olga. Vivimos en armonía y valientemente. Mi marido pasa el día en el linde del barranco que mira a oriente, cuidando un colmenar, o en una cabaña donde escribe... A veces, durante el día dispara su fusil -es una señal que hemos convenido y yo voy a alcanzarlo- y nos tendemos bajo el sol; otras, oigo en la terraza el ruido de las patas de su pointer, lleva en el hocico un pedacito de papel donde está escrita una sola palabra: «¡Ven!».
Por la noche, después del crepúsculo, nos sentamos en la terraza, en los escalones que conducen al abismo y permanecemos largo rato en silencio; siento el rocío en mi vestido... Despierto al amanecer y encuentro siempre a mi suegra en su cuarto, con una lupa ante los ojos, y la pluma en la mano, inclinada sobre sus mariposas y escarabajos... ¡Si supiera usted las cosas extraordinarias que cuenta sobre las mariposas!... Mi jornada está colmada de actividades: por las mañanas Olga y yo salimos a ordeñar las vacas, luego una de nosotras las lleva al pastizal, los hombres hacen la provisión de agua, nosotras preparamos la comida, luego trabajamos en el huerto; en primavera removemos la tierra al pie de los manzanos, después tenemos que luchar con los gusanos, y ahora debemos recoger la cosecha.
Pronto llegará el invierno, no nos moveremos de aquí, la nieve nos mantendrá encerrados en casa; afuera será invierno y adentro estaremos muy a gusto. No sabemos nada de lo que ocurre en el mundo; en efecto, vivimos sin dinero, precisamente en el primer escalón de la sociedad, y no sé ni cómo ni cuándo podré enviarle esta carta. Ha llegado el otoño, los días son extraños, el huerto es amarillo, la estepa se ha vuelto aún más amplia, los días pasan sin ver a nadie, silenciosos, el sol nos ciega y sin embargo ya hace frío, de madrugada caen las primeras heladas, y el cielo es inmenso, colmado de estrellas; algunas noches, las dos parejas salimos a caminar por la estepa, y recorremos varias verstas. Los hombres llevan consigo los fusiles, porque esta es la época de las migraciones y se puede tirar sobre alguna avutarda, pero también como precaución contra los lobos que ya empiezan a hacer incursiones en nuestra finca. Cuando regresamos mi marido y yo nos quedamos a dormir en el colmenar, junto a las manzanas y la miel, y Olga y Nikolai en el henar, sobre la hierba marchita.

Del diario de Olga Dimitrievna, esposa del pintor Nikolai

5 de septiembre de 1918
Ayer mi suegra nos habló de un viaje científico que hizo a Mongolia, y María evocó sus recuerdos de Inglaterra; más tarde paseamos por la estepa y oímos aullar los lobos. Anoche tuve muy malos sueños: soñé con unas calles de Londres no lejos de Trafalgar Square, y me parecieron casi transformadas en el desierto mongólico; las vi muertas y cubiertas de arena... el surtidor de la fuente vecina a la columna de Nelson no arrojaba agua, y el granito estaba hecho añicos; por las calles pasaban los mongoles a caballo; luego vi a un inglés, con sombrero de copa y paraguas. Y ahora pienso que este sueño es muy semejante a nuestra realidad. ¡Qué horrible, la estepa que nos rodea y el desierto! Cuando pasan por la finca los kirguises y se detienen a descansar, sacan de sus monturas trozos de carne grasosa y fétida y la devoran a dentelladas. Cuando (aunque sólo lo hemos hecho un par de veces) nos disponemos a visitar a otros seres humanos, nos resulta eso más complicado que si quisiéramos viajar de nuestra finca a Petersburgo, a una distancia de un millar y medio de verstas...
Hoy es un día de sol, pálido, claro, muerto; esta noche ha helado; dormimos en el henar; en la colina, encima de nosotros aullaban los lobos... Y en la madrugada, levantándome con dificultades, sentí una vez más agitarse en mi interior al niño, bellísimo, misterioso... El día pasó como siempre lleno de trabajo y de preocupaciones. Me gustan nuestros días porque nos amamos y somos valientes. A la una, después del almuerzo, nos reunimos todos, las mujeres jugamos solitarios; los hombres juegan una partida de ajedrez.
En verdad, mi sueño no es del todo semejante a nuestra vida: en el sueño, Mongolia devoraba a Londres, en tanto que nosotros somos colonos que traemos la civilización a esta tierra de bárbaros.

7 de septiembre
Hoy recogí en el huerto las últimas manzanas; las hacía caer de las ramas con una pértiga, y al dar un paso en falso sentí de nuevo los movimientos de mi hijo. ¡Oh, qué felicidad! Corrí hacia el jardín, me reuní con mi marido, que estaba al lado de los camellos, me arrojé en sus brazos... Nos sentamos junto al cabestrante que tiran los camellos; lo sé, a nuestro alrededor todo es felicidad; luego, como niños sorprendidos en falta hicimos de prisa algunas reparaciones al torno, regresamos al huerto a recoger las manzanas y tardamos bastante en ir a comer, tan ocupados estábamos en la recolección. Después del almuerzo regresamos de inmediato al jardín: María advirtió algo y maliciosamente me amenazó con el dedo; yo le saqué la lengua, bromeando. Hacia el anochecer habíamos recogido un buen montón de manzanas.
Esa noche Andrei, un hombre jovial y lleno de ingenio, nos regaló a María y a mí unos frasquitos con perfumes de su invención, muy buenos, hechos con aceite de manzana y de artemisa (como el aroma que envuelve nuestra vida entera), y en el frasquito escribí: «El perfume de nuestra vida».
Volvimos a casa, trabajé en la ropa de nuestro niño; mamá tendía un solitario, los hombres fabricaban velas de cera para el invierno... todos bromeaban... De noche vimos en la estepa a lo lejos el resplandor de un incendio. ¿Qué podía ser aquello?... Los hombres se intranquilizaron, hablaron de la revolución, de las revueltas campesinas... Todos juntos enviamos nuestro saludo a la revolución, porque sólo ella podrá despertar de su letargo a la Rusia feudal.

8 de septiembre

Esta mañana nuestra soledad fue violada. Al amanecer llegaron los kirguises, cinco jinetes armados con fusiles militares ingleses. Antes debía uno rogarles un buen rato para que pasaran al patio y entraran en la casa; en cambio hoy dejaron sus caballos en el patio, entraron a nuestro comedor y se sentaron, pero no en el suelo sino a la europea, en sillas. Tenían un aspecto solemne y callaban.
Mamá les llevó un plato de manzanas, pero no las aceptaron. Andrei les ofreció miel y sidra: ni siquiera aceptaron la sidra, aunque les explicamos que era alcohol. Permanecían sentados en la misma actitud, con las piernas curvas separadas y las manos sobre ellas; parecía que estuvieran sumidos en pensamientos profundísimos. Todos eran iguales; los ojos estrechos y oblicuos, los gorros puntiagudos de piel llenos de piojos. Al poco rato la habitación se impregnó de un fuerte tufo de inmundicias, de sudor, de leche ácida. Permanecieron en casa poco tiempo. Se levantaron en silencio. Ataron manojos de nuestro heno en las monturas de sus caballos y salieron a galope hacia la estepa. A Andrei y a Nikolai no les gustó la visita, pero mi suegra piensa que es inútil pedirle buena educación a un salvaje y que ya es un bien que hayan eliminado la máscara de resignación y servilismo, pues, también ellos, aunque sea de manera primitiva, se sienten hoy ciudadanos...
Disfrutamos de un día transparente y pálido de otoño. Esta mañana he visto a las cigüeñas dirigirse en una bandada triangular hacia el sur... Como siempre me he dejado invadir por la tristeza... el alma en esos momentos casi se extravía y se tiene el deseo de unirse a ellos. Comienzan a caer las hojas en el huerto que, al deshojarse, se vuelve más amplio; de vez en cuando se oye caer una manzana olvidada. Al anochecer llueve y el cielo se mantiene después nublado. Un viento frío ha comenzado a soplar, husmeándolo y penetrándolo todo. La noche es negrísima, no se ve a un paso de distancia. La estepa es en estos momentos horrible, húmeda, oscura, vacía. Del jardín nos llegan sonidos tristes e inquietantes. Nos reunimos todos en el comedor, cada uno con su quehacer: yo me siento y escribo estas páginas. En noches como esta nos sentimos especialmente unidos. Al terminar de escribir coseré la ropita de mi niño; hoy no dormiremos en el henar, nos quedaremos en casa, como en invierno... Los perros ladran desapaciblemente; con toda seguridad los lobos andan cerca... ¡Ay!, ¡un disparo! Andrei ha ido a ver qué ocurre...

II
En los comités ejecutivos, en las comisiones extraordinarias, en los Estados Mayores de los cuerpos del ejército, en las plazas y las calles, en los senderos del campo, en las carreteras, en los pueblos, las alquerías, los páramos, los campos, estepas, barrancos, ríos... de noche, con lluvia, con nieve, en otoño, con millares de gargantas, millares de personas caminaban, se movían, arrastraban cañones, carretas, ganado... gritaban, cantaban, lloraban, maldecían... dormían a lo largo de los caminos, en las zanjas, en la estepa... quemaban zarzales, pueblos, campos, ciudades, morían con la taza en la mano, adormecidos, altaneros, enfermos. .. mataban con el tifus, con los cañones, con el hambre.
Por los Urales y las estepas marchaban los blancos; vestían uniformes ingleses, con la cruz tradicional, barbados. De Moscú y Petersburgo, de las ciudades y las fábricas salían los rojos, con chaquetas de obreros, afeitados, con estrellas y sin oraciones. Se apostaban los cañones detrás de las trincheras, se disparaba a lo largo de los ríos, entre la niebla, contra las ciudades.
Humeaban los poblados rebeldes... Los hombres enterraban a los suyos y el trigo, en los campos, en las fosas, en los barrancos y los ríos. Durante semanas los hombres no dormían hasta que en cierto momento caían al suelo, muertos de sueño, para no volver a levantarse jamás... En los campos, bajo el sol de otoño y las estrellas, vagaban caballos salvajes, lobos, hombres, terror, oscuridad...
En los comités ejecutivos, en los tribunales, en las comisiones extranjeras, en las oficinas de contraespionaje, en los Estados Mayores del ejército, sonaban los teléfonos, se acumulaba el correo, había un olor acre de tabaco, se escribían decretos, se describía la verdad, se desenmascaraba a los traidores, desfilaban mecánicamente los actos heroicos y las cobardías, se dormía en las mesas, allí mismo se comía, las ejecuciones tenían lugar en los patios traseros, en las puertas principales se fijaban manifiestos; desde las puertas, desde los camastros, desde las mesas, le gritaban a quienes pasaban al lado, a quienes pasaban, a quienes pasaban...
En los comités ejecutivos, en las comisiones extraordinarias, en los Estados Mayores del ejército, archivaban -con fines históricos- los documentos que comprobaban que en tal lugar se había hecho saltar un puente, y que en tal otro había sido asesinado un destacamento, que allá había sido conquistada una franja de terreno y más allá abandonada otra, que en cierto lugar se había vivido una noche de infamia, que los blancos habían colgado en una población a un comisario, que un millar de rojos bien afeitados y con chaquetas de obreros habían muerto luchando por un porvenir bellísimo... que por la estepa marchaba, errabunda, una banda de kirguises que saqueaba, violaba, mataba e incendiaba.
Al principio habían sido los espléndidos días de sol de un verano obstinado; el sol vagaba sobre la corteza azul del cielo, sobre los campos flotaban telarañas, la tierra se sosegaba en el aire azul e inmóvil de día, mientras que de noche ardían las estrellas, renovadas durante el verano, y la luna resplandecía, renaciendo como no lo había hecho desde junio. Luego llegaron las lluvias y el universo y la estepa se habían adormecido en la humedad: el hielo unció las cadenas a la húmeda grisura de la estepa, y cayó entonces la nieve para arrastrarse en los caminos farragosos de la estepa. La nieve cayó, como siempre, por la noche, y al alba los campos estaban cubiertos, alimentando por un minuto el valor en el pecho de todos. Por las calles, mezclando fango y nieve, marchaban los soldados rojos, en las plazas aún no se había apagado el fuego del vivac nocturno, el humo se extendía a ras de suelo, y el aire, como en las mañanas de invierno, era azul. El secretario del comité ejecutivo había puesto leña en la estufa antes de entregarse a la lectura de los documentos, y de entre más de cien cartas tomó una donde el presidente de una comuna rural informaba sobre los acontecimientos ocurridos en su jurisdicción:

... E igualmente os informo que por las llanuras de Posar pasaron hace dos semanas los kirguises, cien hombres armados con fusiles; saquearon las aldeas, tomaron prisioneros a los mujiks, y luego los mataron en la estepa. Casi todas las mujeres fueron violadas y el ganado no sólo robado sino disperso. Eso es lo que han hecho. Asaltaron dieciséis propiedades y tres aldeas. Hemos mandado a los campesinos a la estepa a tratar de recuperar el ganado. ¿Qué hacer, camaradas?

Detrás de la ventana del comité ejecutivo se disolvía la nieve. Los soldados canturreaban una canción obscena. Se disolvía la nieve, en la plaza no había sino lodo, la tierra se volvía gris, como el rostro de una vieja llorosa. La estufa estaba encendida en la habitación. El valor que los hombres experimentan siempre en los primeros días de invierno desaparecía a medida que la nieve se disolvía, el canto de los soldados se extinguió en el punto en que la calle se convirtió en estepa. En el comité ejecutivo se supo que una vez, bajo un gris amanecer, los kirguises habían sido barridos por una ráfaga de ametralladoras que los había dispersado en la estepa húmeda junto con sus caballos, dejándolos como pasto para los lobos, y el secretario dejó la carta del comisario rural bajo el mantel de la mesa. En el despacho del presidente sonó el teléfono: un decreto del Estado Mayor sobre la requisición de vehículos...
...Y en algún lugar de la estepa, durante aquellas terribles semanas, el sol, al ocultarse en las anfractuosidades del terreno en la estepa seca, en una horrible inmensidad roja, iluminaba una colina y sobre la colina un cuadro salvaje y antiguo de campamento nómada asiático. Ardía sobre la colina una fogata y alrededor de la fogata se sentaban los bárbaros, cubiertos de pieles, con los gorros puntiagudos en la cabeza, los rostros tristes y descoloridos, como la estepa y la civilización saturada de artemisa de la estepa... Aquellos hombres eran tan silenciosos como la estepa. Sólo los caballos que vagaban por las quebradas relinchaban de cuando en cuando y galopaban por la estepa removiendo polvo y silencio. Al lado de la fogata, aquellos hombres, durante una jornada de descanso, habían manchado la tierra con suciedad humana; entre los excrementos de los caballos había sillas, fusiles, utensilios de nómada; y la fogata diseminaba un tufo excrementicio, ya que con excrementos alimentaban la llama. Hicieron asar durante largo rato los restos de un caballo, luego se lo comieron, agarrando los trozos de carne con las manos. Así llegó la hora de la puesta del sol, como una herida roja, para que el cielo se encadenara a las estrellas, y la fogata ardió aún durante mucho tiempo, brillante como un ojo rojo y maligno en la vastedad de la estepa... Y el nuevo amanecer encontró a los kirguises a muchas decenas de verstas de aquel fuego; era un día triste, transparente, otoñal, gris, silencioso y frágil como el vidrio, en una grisura de cigüeñas, en una tristeza cigüeñal. Y también aquel día pasó en medio de la lluvia, la humedad, la grisura. Y una nueva vez los kirguises se sentaron junto a una fogata encendida en la estepa, en cuclillas, con sus gorros puntiagudos; nuevamente despedía la fogata un tufo a excrementos y vagaban en las tinieblas los caballos. Y llegó la noche, la negra oscuridad, escarcha, desolación, viento. Desde el comienzo de la noche aullaron los lobos, y los caballos no se alejaron del fuego; se acercaron a él, con el hocico hacia los hombres y la espalda a la estepa; sus ojos denotaban ansiedad, tenían miedo. Y al caer la nueva noche se lanzaron por un camino nuevo. Cerca del campamento había una pila de heno: los rusos acostumbraban meter en esas pilas de heno a los kirguises y prenderles fuego, por ladrones de caballos, y al alejarse del campamento uno de los jinetes arrojó al cúmulo un tizón y el heno ardió como una señal para la nueva noche...
...En la montaña, sobre el barranco, silencio -paz entre los árboles-; abajo en las ventanas brillaba la luz.
Ladraron los perros. Los caballos estaban inmóviles, con las cabezas gachas; en la arboleda, murmuraba el viento como un Huérfano, desagradablemente. Llegaron otros jinetes, desmontaron. Uno de ellos, cabalgando casi tendido horizontalmente al costado de su montura, a la manera kirguis, sobre un caballo de patas pequeñas y largas crines, levantó el brazo que sostenía un rifle y lanzó al aire un disparo. Entonces, sin ruido, con los fusiles y cuchillos en la mano, uno detrás del otro, los kirguises se arrastraron por el zarzal. El que había disparado se quedó a cuidar los caballos. Los caballos formaban un círculo, de espaldas a la estepa, agachaban la cabeza y hacían que las yeguas quedaran dentro del círculo...
Se oyó una voz tranquila procedente de abajo: 
-¿Quién anda ahí? ¿Quién disparó?
Siguió un largo silencio, y de pronto el henar se inflamó con una alta llamarada y el techo crepitó bajo las llamas. Entonces se oyó el gemido lacerante, salvaje, implorante, de una mujer:
-¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Estoy embarazada! ¡Déjeme! ¡Estoy emba...!
Desde su punto de vigía, el kirguis observó cómo tres hombres sacaban de la casa, por los escalones que daban a la terraza, a una mujer. Le llevaban asida de brazos y piernas. El kirguis dio un tirón a las riendas y chasqueó los labios.
Abajo, a la luz del incendio escapaba la gente, sin gritar. Luego se volvieron a oír gritos de mujeres. Cuatro kirguises hicieron rodar una barrica, y, sin esperar a los demás, bebieron metiendo los gorros bajo el chorro.
El incendio se hizo más violento; las cornejas volaban en la tiniebla oscura, en la lluvia y el viento, y los cuervos desvelados por el incendio graznaban sobre la negra estepa. El patio quedó desierto.
De nuevo se oyó un grito de mujer: 
-¡Auxilio!... ¡Suélteme! ¡Quiero morir!
Una mujer se lanzó a la carrera en la oscuridad hacia el fuego. La siguieron cerca de diez hombres, quienes lograron detenerla a un paso del incendio. Un hombre bajó a gatas la escalera, con el rostro bañado en sangre; alargó una mano y disparó contra el grupo de kirguises.
Entonces el vigía disparó su fusil, sin usar siquiera la mira, y vio cómo una bala destrozaba la cabeza del otro...
...Llovió toda la noche, llegó el nuevo amanecer en la humedad gris, la niebla y el viento. El nuevo amanecer encontró a los kirguises en un nuevo campamento; allí también ardía una fogata, también allí los hombres permanecían silenciosos, sentados en cuclillas; también allí erraban los caballos, triscando la hierba seca... De la misma manera fueron los siguientes amaneceres, hasta que de ambos lados del campamento dispararon las ametralladoras para dejar a los buitres y a los lobos un festín de huesos humanos.
Y en la finca, unos cuantos días después, tres mujeres y dos soldados enterraron tres cadáveres, dos hombres y un aborto, un niño que nació muerto, y el comisario, después de los funerales, escribió, meneando la cabeza con perplejidad: «Mataron a dos hombres (pero después de pensarlo un momento, tachó y escribió tres); violaron a dos mujeres jóvenes y a una anciana; se comieron un caballo, incendiaron la caballeriza, etc.».
...En la estepa cayó otra vez la nieve para luego, otra vez, disolverse, convirtiéndose en fango; la tierra arada se convirtió en un lodazal y los pies de los soldados se hundían hasta arriba del tobillo; por la noche, los soldados formaban un único conjunto, a la luz de las fogatas, con la nieve, el fango y sus propios cuerpos; un amanecer los soldados se marcharon hacia la niebla, la nieve, la estepa... En los Estados Mayores, en los comités ejecutivos, no dejaban de sonar los teléfonos.

III
Durante toda una semana la niebla no se apartó de Londres; era marzo. Hubo ocasiones en que la niebla obligó a detenerse a los taxis, tranvías y autobuses; la ciudad languidecía y los hombres caminaban palpando las paredes de las casas. La ciudad languidecía; los hombres se quedaban en sus casas junto a la chimenea, con una manta en los hombros y la ropa interior de lana: hombres y mujeres bebían whisky con soda para entra en calor y matar la vaciedad de los días; la ciudad, todo lo que ella contenía, esperaba que soplaran los vientos del océano. Los faroles quedaban prendidos aún durante el día, pero en la niebla no servían para nada. Los periódicos multiplicaban su tiraje esos días de niebla.
Un hombre, un solitario, un ruso, pero ya transformado en inglés, se había acostumbrado a despertar con el estruendo del hierro, el bullicio de las máquinas de hierro de la ciudad, el jadeo de los automóviles en las calles, pero eran días de niebla, y, al despertar en la viscosidad amarillenta de una mañana, soñoliento aún, oyó un lejano tañido de campanas igual al que oía en Rusia. Alguna vez había maldecido a Rusia precisamente por ese tañido de campanas al que atribuía la ausencia del estrépito de las máquinas.
Tañían las campanas en la niebla rojiza, en la ciudad helada. ¿Sería tal vez el alma nueva de la ciudad lo que se destilaba en ese sonido en medio de la niebla?
Como todos los ingleses, desayunó pork-chop y tocino y bebió el café con mermelada de cáscara de naranja, pero (sólo eso le había quedado de Rusia) nada lo ligaba con la City. Se dirigió, cubierto por una capa negra, al Museo Británico, aferrándose a las paredes de los edificios, de una esquina a la otra... Allí, en las salas oscuras tapizadas de libros, se refugiaría, huyendo del presente, en los laberintos y catacumbas de la historia humana, allí ponderaría, como lo hace siempre todo ruso, la historia de la humanidad con la de Rusia, aunque esta sea, en alguna de sus fases, tan oscura y desconocida como la de China; a pesar de que aquel hombre ya no hablaba su idioma y lo había sustituido por el inglés. Entre los libros su lengua resurgía... los libros hablaban precisamente de la terrible enfermedad del género humano. Esperó así, detrás de la mesa llena de libros, hasta la hora del almuerzo, y entonces aquel hombre salió de nuevo a la niebla, caminó hacia Kingsway, pasó frente a las iglesias del Strand, llegó a Fleet Street, la calle de los periodistas, la calle de Dickens. Esa calle se mantenía -gracias a las leyes inglesas y al conservadurismo inglés- igual que hacía cuatrocientos años, y en un callejón, bajo un pórtico, entró en el Viejo Queso de Cheshire. Ardía la chimenea. Aún no había gente: una cacatúa gritaba algo, los camareros usaban patillas y tenían la digna solemnidad de los ministros; junto al banco, en el corredor, un irlandés había comenzado a emborracharse vencido por la tristeza y la niebla: silbaba el Tipperary y bebía whisky. Apoyaba los codos en un banco, las piernas separadas, y llevaba pantalones grises a cuadros. En un momento dijo, interrumpiendo el Tipperary:
-¡Ay, esta niebla, esta niebla!... Mire, esta foto es de mi hija, la señorita O'Gersy... y este es su prometido, un empleado de la City. ¡Ay!, lo principal...
El hombre de Rusia ya no era joven: la niebla inglesa, los negocios y las calles de fachadas iguales habían dejado en él su sello, en su rostro afeitado de ese color rojiazul típico de los ingleses, ni sano ni enfermo, sino impersonal, donde la voluntad emana de toda vena esclerótica; sólo en los ojos le habían quedado trazos de esa tristeza de los campos y los bosques rusos... En el restaurante se encontró con otro ruso, de su misma especie. Llegaron al mismo tiempo. Al mismo tiempo se quitaron las capas negras y las colocaron una junto a la otra en el clavo donde Dickens colgaba su abrigo. Se sentaron uno frente al otro ante una mesa cubierta con un mantel blanco, en sillas de altos respaldos. Sus cabezas grises sobre el fondo de aquellos respaldos los hacían parecer un par de esos viejos retratos de virtuosos borrachines que puede uno contemplar en la Galería Nacional, y los respaldos de las sillas, envejecidos por los siglos y devorados por la polilla, tenían inscritas muchas palabras alegres, iniciales, fechas que se remontaban a siglos, y parecía que precisamente de los respaldos y de la pátina de siglos en ella depositados, emanase un olor a queso viejo, un olor semejante al del sudor. Uno de aquellos camareros-ministros sirvió, sin hablar, dos tarros de cerveza y se alejó para servirle a otra pareja dos platos de pie de pichón, y ofrecerle un poco de queso añejo a una tercera pareja.
Y como afuera había niebla y la ciudad estaba silenciosa, como eran viejos, solitarios y rusos se le ocurrió al camarero llevarles un tercer tarro de cerveza. Se hundieron en una larga discusión al estilo ruso y -por ser rusos- el tema de su discusión fue Rusia. Su tabaco olía, como todos los tabacos ingleses, a los países exóticos de ultramar; no por nada los ingleses son navegantes y su tabaco se llama «Gusto de Mar», y el trabajo de un inglés huele no tanto a viejos quesos como a tabaco. Los rusos comieron con lentitud el queso. Hablaron durante largo rato...
-Le contaré una historia: sucedió hace cuatro años, en 1918, en Rusia, del otro lado del Volga, al sureste para ser exactos, cuando la estepa ardía en rebeliones y marchaba por ella el ejército checo. Allí, en una propiedad vivía una familia de amigos míos, gente valiente y sana. El padre, un ingeniero metalúrgico, había muerto, y el lugar del jefe de familia lo ocupaba la madre. Tenía dos hijos casados con dos rusas bellísimas, una de las cuales, Olga Dimitrievna, esperaba un hijo. Vivían los cinco en la estepa, decididos a colonizarla. Los kirguises asaltaron su finca, mataron a los hijos, violaron a la vieja y a sus dos nueras bajo la mirada de los maridos moribundos, Olga Dimitrievna abortó al día siguiente, mientras que la otra, María, descubrió a las pocas semanas que estaba embarazada. Piense usted, pues, en una buena mujer rusa, que amaba a su marido, asesinado por los mismos individuos que la habían violado, la cual hasta el día del parto no sabe quién es el padre de su hijo, si el marido muerto y del cual el pequeñuelo debería constituir el único recuerdo, o si de los estupradores que le ensuciaron cuerpo y alma. Y nació un pequeño kirguis de ojos oblicuos, rojo como todos los recién nacidos. Cuando lo lavaron en una palangana sollozó y chilló como todos los recién nacidos. La madre estaba tendida con los dolores del parto; cuando aquellos pasaron, preguntó por su hijo; temían mostrárselo; al fin se lo llevaron, y ella se lo acercó al pecho y se tranquilizó, radiante como todas las madres que tienen por primera vez en los brazos a un hijo, en una alegría total de vida aún no acostumbrada al misterio de la reproducción. ¡Eso es la vida! A Olga le habían matado el hijo en el vientre, y ella, sabe usted, se acercaba de puntillas a la cama de María, para acariciar y mimar a aquel niño, para sentir sus caricias... Tal es la vida. ¡Una verdadera tragedia!... Caminé muchas veces con María por las calles de Londres, cuando era una muchacha; estuvimos en este mismo restaurante... entonces, precisamente aquí, ella hablaba de la grandeza de la civilización humana; este restaurante la impresionó; un poco en broma, un poco en serio, besó, ¡imagínese!, estas paredes y las piedras del Parlamento como el sagrario de la civilización... Mientras más venerable y significativa es, más horrible parece la vida humana...
La cacatúa de la jaula soltó una carcajada. El irlandés que había hablado de su hija se separó del mostrador para ir a hablar con el pájaro. El camarero llegó, y, sin decir palabra, puso frente a los rusos, en la mesa, un paquete de cigarrillos y la cuenta. Entró una familia de americanos de visita en Londres. Los rusos se levantaron, se pusieron sus capas, se despidieron y salieron a la niebla; en una esquina se estrecharon la mano; la niebla se los tragó a dos pasos de distancia; la ciudad callaba.
En su casa, el viejo se puso una bata, encendió el fuego, se sentó en un sillón junto a la chimenea, prendió la pipa, y permaneció largo rato, fatigado, desvencijado, «a la rusa», como cualquier viejo ruso; luego tomó un sifón de agua de seltz y una botella de whisky, los puso en una mesa junto a su sillón y volvió a sentarse con una libreta en la mano. Escribió, con la libreta en las rodillas. La chimenea comenzó a apagarse; ardía con una melancolía semejante a la del viejo. A eso de las siete, el anciano volvió a vestirse y salió otra vez a la niebla, pero ahora con un abrigo nuevo y sombrero de copa. En Russell Square, el barrio de los estudiantes, un ascensor lo hizo descender diez pisos bajo el suelo; el metro lo llevó a Picadilly Circus y luego a Pall-Mall. La noche cayó sobre la ciudad, los faroles ardían con obstinación dando a la niebla un color rojizo; de vez en cuando desde lo alto irrumpía en medio de la niebla la cascada deslumbrante de luces de los anuncios publicitarios, pero en torno a uno mismo no se veía nada; los pocos transeúntes aparecían de improviso a dos pasos de distancia y la calle se hacía eco de sus pasos.
A las once, el viejo estaba ya de nuevo en casa y -como todos los ingleses- se puso el pijama dispuesto a acostarse. No encendió la luz eléctrica, sólo en la chimenea había fuego. Una vez más, en medio de un insólito silencio, un sonido de campanas -y no el estruendo cotidiano del hierro y el acero- le hizo recordar Rusia. Y ya en cama, bajo la manta de lana, metido en su pijama de franela, el viejo pensaba en Rusia, en su patria, senilmente; convencido de que la vejez debe justificar toda la vida pasada, el viejo comprendió que nada habría podido justificar la suya si no transportaba sus viejos huesos a su tierra.
La ciudad estaba sumida en la niebla. La ciudad y todos sus habitantes esperaban que el viento soplara del océano y disipase las nieblas de Londres. Tal vez si se la contemplaba desde Parliament Hill, la colina desde donde una vez la habían admirado los insurgentes en espera de que ardiera el Parlamento (la niebla de Londres iluminada internamente por millones de bombillas eléctricas), Londres bajo la niebla hubiera podido parecer una ciudad sumergida en los abismos del mar, una ciudad fantástica -para un ruso, la mitológica Kitez-Grad*-...
Durante toda la noche en la estepa hubo un temblor de pájaros que se detenían para reposar antes de continuar su vuelo hacia el norte. La noche era oscura, pero había ya una tibieza primaveral; la nieve se había disuelto rápidamente en pocos días, y ahora borboteaban los arroyos y la hierba crecía impetuosamente. Los pájaros volaban en espesas bandadas, la primavera estaba por llegar; todos debían darse prisa. Por la noche cayó una llovizna que pronto cesó; a la medianoche aclaró por completo; salió la luna; las estrellas cambiaron de sitio, preparándose ya para la renovación que se produce en junio. Las ocas graznaron en un monte cercano, junto a un arroyo; un poco más lejos emitía su grito una cigüeña, y las mujeres hablaron entre sí, aún adormecidas.
Un arroyo caía con la violencia de una cascada. Era necesario darse prisa. Tres mujeres trabajaron durante toda la noche junto a la represa, valientes y alegres: se apresuraban a reparar un dique para que las aguas no lo arrastraran; cortaban leña con un hacha, transportaban sacos de tierra, clavaban palos. Antes del amanecer, como siempre, el cielo se volvió durante algunos minutos muy oscuro, para luego colorearse rápidamente de lila hacia oriente. Se oyó entonces que los pájaros batían las alas, levantándose del suelo para volar hacia el norte, hacia sus nidos.


* Ciudad legendaria que supuestamente existe en el fondo de un lago, de la que aún hoy se oye el tañido de las campanas. [N. del T.]