sábado, 21 de diciembre de 2013

Cuento colombiano

Espantos de agosto
Llegamos a Arezzo un poco antes del mediodía, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella-porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del mediodía, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
-El mas grande -sentenció -fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quién Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos hablo de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó como fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la medianoche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estomago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanza de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el ultimo leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato de óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano eran largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. «Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

© Gabriel García Márquez (Colombia)

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Cuento chino (sin coña)


En el parque
-Hace mucho que no vengo a pasear por el parque. No he tenido tiempo, ni ganas.
-Suele pasar: terminas de trabajar, y a casa; la vida ajetreada que llevamos.
-Me acuerdo que de niño me gustaba mucho venir a este parque a revolcarme por la hierba.
-Tus padres te traían.
-Sobre todo cuando venía con mis compañeros.
-Sí, claro.
-Sobre todo cuando tú estabas.
-Me acuerdo.
-Llevabas dos coletitas.
-Y tú siempre llevabas un peto y eras muy presumido.
-Y tú siempre tan inabordable, tan orgullosa.
-¿Sí?
-Sí, nadie se atrevía a acercarse.
-No me acuerdo; pero me gustaba mucho jugar contigo, darle patadas a aquella pelota de goma.
-¿Tú, jugar a la pelota? Llevabas zapatos blancos y siempre tenías miedo de manchártelos.
-Es verdad; cuando era pequeña, me encantaban las zapatillas de deporte blancas.
-Parecías una princesa.
-Eso, una princesa con zapatillas de deporte.
-Luego te fuiste a vivir a otra parte.
-Sí.
-Al principio venías mucho los domingos por casa, pero luego cada vez menos.
-Me hice mayor.
-Mi madre te adoraba.
-Ya lo sé.
-Mis padres no tuvieron ninguna hija.
-Todos decían que nos parecíamos, que yo era como tu hermana mayor.
-No olvides que nacimos el mismo año y que yo soy dos meses mayor que tú.
-Pero yo parecía mayor, te sacaba un puño de alto y era como tu hermana mayor.
-Las niñas crecen más deprisa a esas edades. Bueno, hablemos de otra cosa.
-¿De qué?
Un seto de cipreses recorría la avenida bajo los árboles que la bordeaban; una muchacha con vestido de una pieza y bolso rojo se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la cuesta situada más allá del seto.
-Sentémonos también un momento.
-Bueno.
-El sol está por ponerse.
-Sí, es muy bello.
-No me gusta la belleza de este paisaje artificial.
-¿No decías que te gustaba mucho venir al parque?
-Cuando era pequeño. En el monte trabajé siete años de leñador en los bosques vírgenes.
-Pudiste aguantarlo.
-El bosque es duro.
La muchacha del bolso rojo se levantó del banco de piedra y se quedó mirando hacia el extremo de la avenida que discurría más allá del seto de cipreses primorosamente recortados. Algunas personas venían de ese lado; entre ellas, un joven muy alto de largas patillas. El ocre esplendoroso del crepúsculo se tornaba violeta entre las copas de los árboles y detrás del muro del recinto y se propagaba en forma de hilachas de nubes onduladas sobre nuestras cabezas.
-Hacía mucho que no veía un atardecer tan bello; es como si el cielo estuviese ardiendo.
-Como un incendio.
-¿Como qué?
-Como un incendio en el bosque...
-Di, continúa.
-Cuando ardía el bosque, el cielo era así; el fuego se propagaba con tanta velocidad y violencia que no teníamos tiempo de abrir cortafuegos. Era terrible; los árboles talados se elevaban por los aires y de lejos parecían pajas de arroz danzando en medio del fuego. Los leopardos huían como locos y se lanzaban al río y nadaban hacia nosotros...
-¿Los leopardos no os atacaban?
-Ni caso nos hacían.
-¿No les disparabais?
-Nosotros también estábamos espantados, mirando como atontados desde la orilla.
-¿No podíais hacer nada para salvaros?
-El río no era obstáculo para el fuego: los árboles de esta orilla también estaban chamuscados y restallaban y de golpe se ponían a arder con un rugido. En varios kilómetros a la redonda había tanto humo y fuego que el aire era irrespirable. Lo único que podíamos hacer era esperar a que el viento cambiase de dirección, o confiar en que el río detuviese el avance del fuego y que éste se fuese apagando por sí mismo.
La muchacha volvió a sentarse en el banco y dejó a su lado el bolso rojo.
-Cuéntame algo más de lo que te ha pasado en estos años.
-No hay mucho que contar.
-¿Cómo que no hay mucho que contar? Lo que acabas de contar es impresionante.
-Contarlo ahora no produce ninguna impresión. Háblame tú de lo que has hecho estos años.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Tengo una hija.
-¿De cuántos años?
-De seis.
-¿Se parece a ti?
-Sí, todos dicen que se parece mucho.
-¿Se parece a ti cuando eras niña? ¿También lleva zapatillas de deporte blancas?
-No, le gustan los zapatos. Su padre le ha comprado pares y pares.
-Ya veo que eres muy feliz. ¿Él es bueno?
-Conmigo sí lo es. Pero no sé si soy o no feliz.
-¿No estás contenta con tu trabajo?
-Sí, comparado con el que tienen muchos de mi edad, no está mal: sentada en una oficina, atendiendo el teléfono o mandando documentos a la dirección.
-¿Eres secretaria?
-Archivista.
-Además, es un trabajo confidencial, un trabajo de confianza.
-Es mejor que ser obrera. ¿No has luchado tú también para salir adelante? Has ido a la universidad; ¿ya serás ingeniero?
-Sí, todo con mi propio esfuerzo.
El arrebol menguante del crepúsculo se había tornado rojo oscuro y en el horizonte pegado a las copas de los árboles sólo asomaba una línea de claridad anaranjada coronada de nubes negruzcas. Entre los árboles de la cuesta reinaba la penumbra. La muchacha estaba sentada con la cabeza gacha; miró, al parecer, el reloj y se levantó con el bolso, pero al punto volvió a dejarlo en el banco y observó la avenida que discurría más allá del seto, como atraída por el fulgor de la luna entre las nubes. Luego volvió la cara y comenzó a pasear con la cabeza baja, midiendo cada uno de sus pasos.
-Está esperando a alguien.
-Esperar a alguien es un fastidio. Ahora son los chicos los que te dan plantón.
-¿Hay muchas muchachas en la ciudad?
-Los chicos abundan, pero hay pocos que sean buen partido.
-Pues esa muchacha está muy bien.
-La mujer que se enamora primero es siempre la desgraciada.
-¿Vendrá él?
-Quién sabe. Es algo que te pone histérica.
-Suerte que ya hemos pasado esa edad. ¿Te ha tocado esperar a muchos?
-Siempre era mi marido el que esperaba. Y tú, ¿has hecho esperar a muchas?
-Nunca he faltado a una cita.
-¿Tienes una amiga?
-Creo que sí.
-¿Y por qué no te casas?
-Quizá lo haga.
-Parece como si ella no te gustara.
-Le tengo lástima.
-La lástima no es amor. Si no la quieres, no le mientas así.
-Sólo me miento a mí mismo.
-Pero también mientes al otro.
-No hablemos de eso.
-Como quieras.
La muchacha se sentó. Pero se levantó al instante mirando hacia la avenida borrosa: la última mancha rojiza del horizonte también era casi imperceptible. Volvió a sentarse. Notando, al parecer, que alguien la observaba, bajó la cabeza e hizo como que se arreglaba el vestido sobre las rodillas.
-¿Crees que vendrá?
-No lo sé.
-No deberías hacerle esto.
-Hay muchas cosas que no deberían hacerse.
-¿Es guapa tu amiga?
-Es digna de compasión.
-¡No hables así! Si no la quieres, no le mientas; búscate una mujer que te guste de verdad, una muchacha joven y bonita.
-Una muchacha bonita no puede fijarse en mí.
-¿Por qué?
-Porque no tengo un padre importante.
-No quiero oírte decir esas palabras.
-Pues no las escuches. Deberíamos irnos ya.
-¿Vienes a mi casa?
-Tendría que llevarle algún regalo a tu hija. Que sirva también para felicitarte a ti.
-No hables así.
-¿Qué tiene de malo?
-No paras de soltar indirectas.
-No es mi intención.
-Deseo que seas feliz.
-No quiero oír esa palabra.
-¿Es que eres infeliz?
-No quiero hablar más de ello. No ha sido nada fácil que nos volvamos a ver después de tantos años; no hablemos de cosas deprimentes.
-Bueno, hablemos de otra cosa.
La muchacha se levantó de pronto; la sombra de una persona se acercaba con paso ligero desde el otro extremo de la avenida.
-Al fin llegó.
El joven cargado con la cartera de lona pasó por delante sin detenerse. La muchacha se volvió.
-No es el que ella espera. Como tantas veces ocurre en la vida; ¡hay que ver!
-Está llorando.
-¿Quién?
La muchacha se sentó cubriéndose el rostro; al menos las manos alzadas le ocultaban el rostro, o eso parecía, pues la oscuridad reinante en el bosquecillo de la cuesta no permitía apreciarlo con claridad. Los pájaros piaban.
-¿Aún quedan pájaros?
-No sólo hay pájaros en los bosques.
-Por aquí aún quedan gorriones.
-Te has vuelto arrogante.
-Así he podido salir adelante. Si no hubiera conservado un mínimo de arrogancia, hoy no estaría aquí.
-No estés tan hastiado del mundo, no eres el único que ha sufrido: todos hemos pasado por la experiencia del campo. Deberías comprender que una chica que se encuentra en el campo sin parientes ni conocidos pasa muchas más dificultades que vosotros los hombres. Si me he casado con él ha sido porque no tenía una opción mejor. Fueron sus padres los que arreglaron todo para conseguir mi traslado a la ciudad.
-No te culpo de nada.
-No tienes derecho a culparme.
-Nadie tiene derecho a culpar a nadie.
Las farolas se encendieron y su luz pálida se proyectó a través de las hojas verdes de los árboles. El cielo nocturno estaba nublado y costaba ver las estrellas sobre la ciudad; las farolas parecían refulgir con brillo inusitado en medio de la arboleda.
-Creo que deberíamos irnos.
-Sí, no tendríamos que haber venido a este lugar.
-La gente puede pensar que somos un par de enamorados. Si tu marido lo sabe, no se imaginará cosas raras, ¿verdad?
-No es de esa clase de personas.
-Es un buen hombre, entonces.
-Podrías pasarte por nuestra casa.
-Si él me invita.
-¿Si yo te invito no es lo mismo?
-Es una pena que no supiese tu dirección: por eso he ido a buscarte al trabajo. Si no, habría ido directamente a tu casa, de visita formal.
-Deja ya esa actitud.
-Dejemos ya de llevarnos la contraria.
-Eres tú el que habla con segundas.
-Bueno, perdona, no lo he hecho adrede.
-Hablemos de otra cosa, pues.
-Bien.
El bosquecillo estaba sumido en la oscuridad y ya no se distinguía la silueta de la muchacha. Iluminadas por el brillo de las farolas, las hojas de los álamos blancos verdeaban como si fuesen de jade, como fosforescentes. Había algo de brisa. Las hojas de los álamos temblaban tenuemente y brillaban con la tersura del satén.
-Parece que aún no se ha ido.
-No, está apoyada en un árbol.
A pocos pasos del banco vacío había un árbol de tronco grueso y, reclinada en él, la sombra de una persona.
-¿Qué le pasa?
-Llora.
-No vale la pena.
-¿Por qué?
-No vale la pena que llore por él. Seguro que puede encontrar a un buen muchacho que la quiera, alguien que merezca más su amor. Tendría que irse.
-Aún tiene esperanzas.
-Después de todo, la vida tiene muchos caminos y ella podría encontrar el suyo propio.
-Tú crees comprenderlo todo, pero no entiendes en absoluto lo que hay en el corazón de una mujer. Nada más fácil para un hombre que herir a una mujer. Las mujeres somos débiles.
-Si tenéis la certeza de ser débiles, ¿por qué no hacéis nada por ser un poco más fuertes?
-Bellas palabras.
-Son ganas de complicarse la vida, como si la vida ya de por sí no fuese lo bastante complicada. No hay que tomarse las cosas tan a pecho.
-Hay tantas cosas que no hay que hacer.
-Quiero decir que la gente sólo tiene que hacer lo que tiene que hacer.
-Eso es hablar por hablar.
-Así es, no tendría que haber venido a verte.
-Esto también es hablar por hablar.
-Sí, tenemos que irnos. Te invito a comer en algún sitio.
-No me apetece comer nada. ¿No podríamos hablar de otra cosa?
-¿Hablar de qué?
-Hablemos de ti.
-Hablemos mejor de los pequeños. ¿Cómo se llama tu hija?
-Yo quería tener un hijo.
-Una hija es lo mismo.
-No, los hijos de mayores no sufren tanto como las hijas.
-La gente no sufrirá tanto en el futuro, pues nosotros ya hemos pagado por ellos.
-Está llorando.
El único sonido es el del murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles, pero en el mismo murmullo se oyen como sollozos procedentes del banco de piedra y de la parte trasera del árbol.
-Tendríamos que consolarla.
-Para ese mal no hay consuelo.
-Consolarla un poco, al menos.
-Ve, pues.
-Para estos casos sólo sirve una mujer.
-No es ése el consuelo que necesita.
-No entiendo.
-No entiendes nada de nada.
-Mejor no entender nada.
-Entender demasiado es una carga.
-En tal caso, ¿para qué quieres consolarla? Harías mejor en consolarte a ti mismo.
-¿Qué quieres decir?
-Tú no comprendes los sentimientos de la gente. Si crees que los sentimientos también son una carga, más vale que sigas así, sin entender nada.
-Vámonos, pues.
-¿A mi casa?
-Es inútil.
-¿Vamos a despedirnos así?
-Ya te he invitado a comer mañana en nuestra casa. Él también estará.
-Creo que es mejor que no vaya. ¿Qué dices?
-Como tú quieras.
Los sollozos eran más nítidos en la oscuridad. El lloro contenido llegaba a ráfagas con el susurro de la brisa nocturna entre las hojas.
-Te escribiré cuando me case.
-Mejor no escribas nada.
-Más adelante quizá venga a verte, si paso por aquí por cuestiones de trabajo.
-Mejor no vengas más.
-Sí, ha sido un error.
-¿Qué error?
-No tendría que haber venido a verte.
-No, no ha sido un error.
-Vosotros no tenéis la culpa, son aquellos años. Pero ya todo forma parte del pasado; tenemos que aprender a olvidar.
-Para mí es muy difícil olvidar todo.
-Quizá con el tiempo...
-Vete ya.
-¿No quieres que te acompañe hasta el autobús?
Se levantaron. El sonido ahogado, incontenible, venía del lugar donde asomaba borroso el banco vacío, de detrás del tronco negruzco; pero la sombra humana era indistinguible.
-Quizá deberíamos aconsejarle que se vaya.
Lustrosas como el satén, las hojas nuevas de los álamos blancos relucían tenuemente a la luz de las farolas.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Cuento francés

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Kali decapitada
Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India.                                                      
Puede vérsela simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo en los lugares santos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan delgada es su cintura que los poetas que la cantan la comparan con la palmera. Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos turgentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca es cálida, como la vida; sus ojos profundos, como la  muerte. Tan pronto se mira en el bronce de la no-che como en la plata de la aurora o en el cobre del crepúsculo, y se contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído jamás; un collar de huesecillos rodea su alto cuello y en su rostro, más claro que el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro de Kali, eternamente mojado por las lágrimas, está pálido y cubierto de rocío como la faz inquieta de la mañana.
Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los parias y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se halla cubierto de una costra de astros. Se aprieta contra el pecho sarnoso de los camelleros procedentes del Norte, que nunca se lavan a causa de los grandes fríos; se acuesta en los lechos infectados de piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de los Brahmanes al abrazo de los miserables -raza fétida, deshonra de la luz- encargados de bañar los cadáveres; y Kali, tendida en la sombra piramidal de las hogueras, se abandona sobre las tibias cenizas. Ama asimismo a los barqueros, que son fuer-tes y ásperos; acepta hasta a los negros que sirven en los bazares, a quienes se azota más que a las bestias de carga; frota su cabeza contra sus hombros, cuajados de rozaduras por el ir y venir de los fardos. Triste como una enferma con fiebre que no consiguiera encontrar agua fresca, va de pueblo en pueblo, de encrucijada en encrucijada, a la búsqueda de los mismos monótonos deleites.
Sus piececitos bailan frenéticamente, moviendo las ajorcas, que tintinean, pero sus ojos no cesan de llorar, su boca amarga nunca besa, sus pestañas no acarician las mejillas de los que la abrazan, y su rostro permanece eternamente pálido como una luna inmaculada.                         
Hace mucho tiempo, Kali, nenúfar de la perfección, se sentaba en el trono del cielo de Indra como en el interior de un zafiro; los diamantes de la mañana brillaban en su mirada y el universo se contraía o se dilataba según los latidos de su corazón.
Pero Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como el día, no conocía su pureza.
Los dioses celosos acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de sombra, en el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo. En vez de sangre, brotó un chorro de luz de su nuca cortada. Su cadáver, dividido en dos trozos y arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta llegar al fondo de los Infiernos, por donde se arrastran y sollozan aquellos que no han visto o han rechazado la luz divina. Sopló un viento frío, condensó la claridad que se puso a caer del cielo; una capa blanca se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo unos espacios estrellados donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses-monstruos, el dios-ganado, los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, semejantes a unas ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por sus aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.
Los dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo lleno de humo por donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve purgatorios; pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en donde los fantasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las faltas que cometieron, y por delante de las prisiones en llamas donde otros muertos, atormentados por una codicia vana, lloran las faltas que no cometieron. Los dioses se sorprendían al hallar en los hombres aquella imaginación infinita del Mal, aquellos recursos y aquellas innumerables angustias del placer y del pecado. Al fondo del osario, en un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como un loto, y sus largos y negros cabellos se extendían a su alrededor como raíces flotantes.
Recogieron piadosamente aquella hermosa cabeza exangüe y se pusieron a buscar el cuerpo que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la orilla. Lo cogieron, colocaron la cabeza de Kali encima de aquellos hombros y reanimaron a la diosa.
Aquel cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber tratado de entorpecer las meditaciones de un Brahman. Sin sangre, aquel cadáver parecía puro. La diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo izquierdo, el mismo lunar.
Kali no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo de Indra. El cuerpo, al que habían unido la cabeza divina, sentía nostalgia de los barrios de mala fama, de las caricias prohibidas, de los cuartos en donde las prostitutas meditan secretas orgías, acechan la llegada de los clientes a través de las persianas verdes. Se convirtió en seductora de niños, incitadora de ancianos, amante despótica de jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas por sus esposos y considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con las llamas de la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada como la comadreja de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de entraña expuesto en los escaparates de los casqueros. Las fortunas licuadas se pegaban a sus manos como panales de miel. Sin descanso, de Benarés a Kapilavistu, de Bangalor a Srinagar, el cuerpo de Kali arrastraba consigo la cabeza deshonrada de la diosa, y sus ojos límpidos continuaban llorando.                                     
Una mañana, en Benarés, Kali, borracha, haciendo muecas de cansancio, salió de la calle de las cortesanas. En el campo, un idiota que babeaba tranquilamente sentado en un montón de estiércol se levantó al verla pasar y se echó a correr tras ella. Ya sólo le separaba de la diosa la longitud de su sombra. Kali aminoró el paso y dejó que el hombre se acercara.                                         
Cuando él la dejó, emprendió de nuevo el camino hacia una ciudad desconocida. Un niño le pidió limosna; ella no le avisó de que una serpiente dispuesta a morder se erguía entre dos piedras. Sentía un gran furor contra todo ser viviente y al mismo tiempo un deseo atroz de aumentar con ello su sustancia, de aniquilar a las criaturas saciándose con ellas. Se la pudo ver en cuclillas junto a los cementerios; su boca masticaba los huesos como los dientes de las leonas. Mató como el insecto hembra que devora a sus machos; aplastó a los hijos que paría como una cerda que se revuelve contra su carnada. Y a los que exterminaba, los remataba después bailando encima de ellos. Sus labios, maculados de sangre, exhalaban el mismo olor insípido de las carnicerías, pero sus abrazos consolaban a sus víctimas y el calor de su pecho hacía olvidar todos los males.
En la linde de un bosque, Kali tropezó con el Sabio.                                                                 
Se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, con las palmas unidas, y su cuerpo descarnado estaba tan seco como la leña preparada para encender la hoguera. Nadie hubiera podido adivinar si era muy joven o muy viejo; sus ojos, que todo lo percibían, apenas eran visibles por debajo de sus párpados medio cerrados. La luz se disponía en torno a él en forma de aureola, y Kali sintió subir de las profundidades de sí misma el presentimiento del gran descanso definitivo, parada de los mundos, liberación de los seres, día de bienaven-turanza en que la vida y la muerte serían igualmente inútiles, edad en que Todo se resorbe en Nada, como si esa pura nada que acababa de concebir se estremeciera en ella a la manera de un futuro hijo.
El Maestro de la gran compasión levantó la mano para bendecir a la que pasaba.
-Mi cabeza muy pura fue soldada a la infamia-dijo ella-. Quiero y no quiero; sufro y, no obstante, gozo; me da horror vivir y miedo morir.
-Todos estamos incompletos -dijo el Sabio-. Todos nos hallamos divididos y somos fragmentos, sombras, fantasmas sin consistencia. Todos creemos llorar y gozar desde hace siglos.
-Yo fui diosa en el cielo de Indra -dijo la cortesana.
-Y tampoco estabas libre del  encadenamiento de las cosas, y tu cuerpo de diamante no estaba más resguardado de la desgracia que tu cuerpo de barro y carne. Tal vez, mujer sin ventura, al errar deshonrada por los caminos te hallas más cerca de acceder a lo que no tiene forma.
-Estoy cansada -gimió la diosa.
Entonces tocando las trenzas negras y manchadas de ceniza con la punta de los dedos, dijo el Sabio:
-El deseo te enseñó la inanidad del deseo; el arrepentimiento te enseña la inutilidad de arrepentirte. Ten paciencia, ¡oh, Error!, del que todos formamos parte... ¡Oh, Imperfecta!, en quien la perfección toma conciencia de sí misma, ¡oh Furor!, que no eres necesariamente inmortal...

Cuento inglés

Objetos Sólidos
Lo único que se movía sobre el vasto semicírculo de la playa era una pequeña mancha negra. A medida que se acercaba al esqueleto de la barca sardinera varada en la arena, cierta tenuidad en su negrura dejó ver que la mancha en cuestión poseía cuatro piernas; y poco a poco resultó evidente que estaba compuesta por dos hombres jóvenes. Aun así, con su silueta recortada contra la arena, había en ellos una inconfundible vitalidad; un indescriptible vigor en el avance y el retroceso de los cuerpos que, si bien era leve, revelaba que una violenta discusión surgía de las diminutas bocas de aquellas dos cabezas. Esto quedaba corroborado, al mirar con más atención, por las constantes embestidas de un bastón situado a la derecha. «¿Intentas decirme...? ¿De verdad piensas...?», esto parecía afirmar el bastón que avanzaba del lado de las olas trazando largas líneas rectas en la arena.
-¡Al diablo la política! -emitió claramente el cuerpo de la izquierda, y mientras se pronunciaban estas palabras, las bocas, las narices, las barbillas, los bigotitos, las gorras de tweed, las botas toscas, los abrigos de caza y los calcetines de rombos de los dos hablantes se volvieron cada vez más nítidos; el humo de sus pipas ascendía por el aire; no había nada tan sólido, tan vivo, tan intenso, rojo, hirsuto y viril como estos dos cuerpos en millas y millas a la redonda de mar y dunas.
Se sentaron en la arena junto al esqueleto de la negra barca sardinera. Ya sabéis que el cuerpo parece relajarse al dar por concluida una discusión, y pedir disculpas por haberse exaltado, aplacándose y expresando con la laxitud de su postura su disposición a ocuparse de algo nuevo... cualquier cosa, lo primero que encuentre a mano. Por eso Charles, que había azotado la playa con su bastón durante más o menos media milla, comenzó a tirar fragmentos de pizarra sobre la superficie del agua, y John, que había exclamado «¡Al diablo la política!», comenzó a escarbar con los dedos en la arena. Hundió la mano más allá de la muñeca, lo cual le obligó a subirse ligeramente la manga, y sus ojos perdieron su intensidad o, mejor dicho, ese trasfondo de reflexión y experiencia que confiere a los ojos de los adultos una profundidad inescrutable despareció, dejando sólo esa superficie clara y transparente que no expresa sino asombro y que se ve en los ojos de los niños de corta edad. Sin duda alguna el hecho de escarbar en la arena tenía algo que ver con todo esto. Recordó que, después de cavar durante un rato, el agua rezuma alrededor de las puntas de los dedos; el hoyo se convierte entonces en un foso; en un pozo; en un manantial; en un canal secreto que llega hasta el mar. Mientras decidía en cuál de estas cosas iba a convertirlo, sin dejar de trabajar con los dedos en el agua, éstos tropezaron con un objeto duro -un trozo de materia sólida- y poco a poco desenterraron un gran fragmento irregular y lo sacaron a la superficie. Una vez eliminada la capa de arena que lo cubría se apreció un tono verde. Era un trozo de cristal, tan grueso que resultaba casi opaco. El mar lo había pulido por completo, privándolo de toda arista y toda forma, de tal manera que resultaba imposible decir si había sido botella, vaso o cristal de ventana. No era más que un trozo de vidrio; era casi una piedra preciosa. Bastaba con engastarlo en una montura de oro o ensartarlo en un alambre para transformarlo en una joya;  en un colgante o un reflejo verde y apagado en un dedo. Tal vez, a fin de cuentas, fuese una auténtica gema; tal vez perteneció a una triste princesa que deslizaba la mano por el agua sentada en la popa de la embarcación y escuchaba el canto de los esclavos que la transportaban por la bahía a golpe de remo. O tal vez las tablas de roble de un cofre isabelino hundido y repleto de tesoros se habían roto y, tras rodar y rodar, rodar y rodar, sus esmeraldas habían llegado finalmente a la playa. John dio la vuelta al cristal; lo puso a contraluz; lo sujetó de modo que su masa irregular ocultó el cuerpo de su amigo y su brazo derecho extendido. El verde se aclaraba y oscurecía ligeramente, según se pusiera el cristal contra el cielo o contra el cuerpo. A John le gustaba; le intrigaba; era un objeto tan duro, tan compacto, tan definido, en comparación con el mar vago y la costa brumosa.
Entonces le interrumpió un suspiro... profundo, definitivo, que le hizo tomar conciencia de que su amigo Charles había tirado ya todas las piedrecitas que tenía a su alcance, o bien que había llegado a la conclusión de que no valía la pena tirarlas. Se comieron los bocadillos sentados el uno junto al otro. Hecho ésto, y tras haberse sacudido y puesto en pie, John cogió el trozo de cristal y lo observó en silencio. Charles también lo miró. Pero entonces descubrió que no era plano y, cargando su pipa, dijo con esa energía con que se pone fin a una cadena de pensamientos absurdos:
-Volviendo a lo que decía...
No vio, o si lo vio apenas reparó en ello, que John, tras observar el cristal un momento, como si dudase, se lo guardó en el bolsillo. Este impulso podría haber sido el mismo que mueve a un niño a recoger una piedra en un camino, prometiéndole una vida cálida y segura sobre la repisa de la chimenea del cuarto de los niños, deleitándose en la sensación de poder y benevolencia que tal acción proporciona, y creyendo que el corazón de la piedra brinca de alegría al verse escogida entre un millón de piedras iguales a ella para gozar de esta dicha en lugar de pasar la vida expuesta al frío y a la humedad del camino. «¡Podría haber sido cualquier otra entre todos los millones de piedras, pero fui yo, yo, yo!»
Tanto si fue éste como si no el pensamiento que ocupó la mente de John, lo cierto es que el trozo de cristal encontró su lugar en la repisa de la chimenea, sobre un montón de facturas y cartas, y no sólo sirvió como excelente pisapapeles, sino que también se convirtió en un punto sobre el cual la mirada del joven se detenía de manera natural cuando apartaba la vista de su lectura. Al ser observado una y otra vez de manera inconsciente por una mente ocupada en cualquier otro pensamiento, cualquier objeto se mezcla tan profundamente con la materia del pensamiento que pierde su forma real y se recompone de un modo distinto, convirtiéndose en una forma ideal que visita nuestra mente cuando menos lo esperamos. Y fue así como John comenzó a sentirse atraído por los escaparates de las tiendas de regalos cuando iba por la calle, simplemente porque veía algo que le recordaba al trozo de cristal. Cualquier cosa, con tal de que fuese un objeto más o menos redondeado, acaso con una llama agonizante profundamente hundida en su masa, cualquier cosa -porcelana, cristal, ámbar, roca, mármol-, hasta el suave huevo ovalado de un ave prehistórica, le servía. Adquirió también la costumbre de andar con la mirada fija en el suelo, sobre todo cuando se acercaba a los solares donde se acumula la basura doméstica. Era frecuente encontrar en ellos tales objetos... arrojados, inservibles, informes, desechados. En pocos meses reunió cuatro o cinco ejemplares que ocuparon su lugar en la repisa de la chimenea. Además, eran útiles, pues un hombre que aspira a un escaño en el Parlamento y está a punto de iniciar una brillante carrera debe mantener en orden cierto número de papeles: direcciones de electores, declaraciones políticas, peticiones de suscripciones, invitaciones a cenas, etc.
Cierto día, al salir de su despacho en el Colegio de Abogados de Londres para coger un tren con la intención de participar en un acto electoral, sus ojos descubrieron un curioso objeto que yacía medio oculto en una de esas pequeñas franjas de césped que rodean la entrada de los grandes edificios oficiales. No acertaba sino a tocarlo con la punta del bastón a través de la verja; pero veía que era un fragmento de porcelana de forma sumamente curiosa, más parecido a una estrella de mar que a ninguna otra cosa... tallado, o roto accidentalmente, en cinco puntas irregulares pero inconfundibles. Su tono era predominantemente azul, pero una especie de vetas o manchas cubrían el azul, y unas líneas de color carmesí le conferían una suntuosidad y un lustre de lo más atractivo. John estaba decidido a poseer aquel objeto; pero cuanto más lo empujaba con el bastón, más lo alejaba de sí. Finalmente se vio obligado a volver a su despacho e improvisar un aro de alambre sujeto a la punta del bastón, con el cual, a fuerza de gran cuidado y habilidad, consiguió situar el trozo de porcelana al alcance de la mano. Al cogerlo lanzó una exclamación triunfal. En ese momento el reloj daba la hora. Era evidente que ya no llegaba a su cita. El acto se celebró sin él. Pero, ¿cómo se había roto el trozo de porcelana de una forma tan curiosa? Tras examinarlo atentamente no le cupo duda de que la forma de estrella era accidental -lo cual resultaba aún más extraño- y pensó que era poco probable que hubiese otro igual. Colocado en la repisa de la chimenea, en el extremo opuesto a donde se encontraba el trozo de cristal que desenterrara de la arena, el fragmento de porcelana parecía una criatura de otro mundo, extraña y fantástica como un arlequín. Parecía hacer piruetas en el espacio, parpadeando como una estrella temblorosa. El contraste que se creaba entre la porcelana, tan viva y vigilante, y el cristal, tan mudo y contemplativo, le fascinaba, y se preguntaba con asombro cómo era posible que los dos objetos hubiesen llegado a existir en el mismo mundo y, lo que es más, a encontrarse en la misma y estrecha repisa de mármol de la misma habitación. La pregunta quedó sin respuesta.
Comenzó entonces a frecuentar esos lugares donde abunda la porcelana rota, tales como descampados junto a las vías férreas, solares de casas derribadas y pueblos de los alrededores de Londres. Pero los objetos de porcelana rara vez se arrojan desde grandes alturas; éste es uno de los actos humanos menos frecuentes. Deben coincidir por una parte una casa muy alta y por otra una mujer de impulsos tan irrefrenables y carácter tan apasionado como para arrojar sus jarrones o sus floreros por la ventana sin preguntarse si hay alguien debajo. No era difícil encontrar porcelona rota en abundancia, pero rota en accidentes domésticos sin importancia, sin intención, sin carácter. A medida que fue ahondando en la cuestión se asombraba cada vez más ante la inmensa variedad de formas que cabía encontrar sólo en Londres, y hallaba aún más causa de asombro y especulación en las diferencias de calidades y formas. Se llevaba a casa los mejores ejemplares y los colocaba en la repisa de la chimenea, donde, sin embargo, su función era cada vez más ornamental, pues los papeles necesitados de un peso para mantenerse en su sitio eran cada vez más escasos.
Descuidaba sus obligaciones o las despachaba distraídamente, y cuando recibía visitas de sus electores, éstos quedaban negativamente impresionados por el aspecto que ofrecía la repisa de su chimenea. El caso es que no fue elegido para representarlos en el Parlamento y su amigo Charles, que se lo tomó muy a pecho y corrió a manifestarle su condolencia, lo encontró tan poco abatido por el desastre que llegó a suponer que el asunto era demasiado grave como para asimilarlo de repente.
Lo cierto es que ese día John había ido al municipio de Barnes y allí, debajo de una aulaga, había encontrado un curioso trozo de hierro. Era casi idéntico al cristal en cuanto a su forma, compacto y esférico, pero tan frío y pesado, tan negro y metálico que era evidentemente ajeno a la tierra y tenía su origen en alguna estrella muerta o bien eran los restos de algún satélite. El bolsillo se hundía bajo su peso; la repisa de la chimenea se hundía bajo su peso; irradiaba frío. Y pese a todo, el meteorito reposaba en el mismo lugar que el trozo de cristal y la porcelana en forma de estrella.
Mientras su mirada vagaba de un objeto a otro, el jóven se sentía atormentado por la necesidad de poseer objetos que llegasen a superar incluso a aquéllos. Se entregó a la búsqueda con más y más afán. De no haber estado consumido por la ambición y convencido de que algún día hallaría su recompensa en algún montón de basura, las desilusiones sufridas, por no hablar de la fatiga y las burlas de que era objeto, le habrían obligado a abandonar su empeño. Provisto de una bolsa y un largo bastón en el que había acoplado un gancho adaptable, registraba los depósitos de tierra; hurgaba entre la maleza; rebuscaba en los callejones y en los espacios entre los muros, donde sabía que encontraría ese tipo de objetos desechados. Los desengaños se multiplicaban a medida que su criterio se volvía más estricto y su gusto más severo, pero siempre había un destello de esperanza, un trozo de porcelana o cristal rotos de forma curiosa que le incitaban a seguir. Pasaron los días. Ya no era joven. Su carrera -es decir, su carrera política- pertenecía ya al pasado. La gente dejó de visitarlo. Era demasiado silencioso como para que valiese la pena invitarlo a cenar. Jamás habló con nadie de sus serias ambiciones; a juzgar por cómo se comportaban los demás, estaba claro que no lo entendían.
Entonces  se  recostó  en  su  sillón y observó cómo Charles levantaba las piedras de la repisa de la chimena una docena de veces y volvía a colocarlas enfáticamente para subrayar lo que estaba diciendo sobre la conducta del gobierno, pero sin reparar para nada en su existencia.
-¿Cuál fue la verdad de todo esto, John? -preguntó Charles de pronto, volviéndose hacia él-. ¿Qué te hizo renunciar de ese modo tan repentino?
 -Yo no he renunciado -replicó John.
-Pero ahora no tienes la menor posibilidad -dijo Charles bruscamente.
-No estoy de acuerdo contigo -dijo John con convicción.
Charles lo miró y se sintió profundamente incómodo; las más extraordinarias dudas se apoderaron de él; tenía la extraña sensación de que hablaban de cosas distintas. Miró a su alrededor buscando alivio a su terrible desánimo, pero el desorden que reinaba en la habitación le deprimió aún más. ¿Qué hacían aquel bastón y aquella bolsa vieja colgados en la pared? ¿Y todas esas piedras? Al mirar de nuevo a John advirtió en su expresión algo fijo y distante que le asustó. Sabía perfectamente que su mera aparición en cualquier tribuna pública estaba totalmente fuera de lugar.
-Bonitas piedras -dijo lo más alegremente que pudo; y añadiendo que tenía una cita, dejó a John... para siempre.

Cuento galés

Una visita al abuelo
Desperté en mitad de la noche; había tenido un sueño lleno de látigos y fustas largos como las serpientes, diligencias de caballos desbocados que escapaban por los desfiladeros y largas galopadas al viento por campos repletos de cactus. Oí que el hombre del cuarto de al lado gritaba «¡Arre!» primero y «¡Soo!» después, y que hacía chascar la lengua contra el cielo de la boca.
Era la primera vez que me quedaba a dormir en casa del abuelo. El suelo de madera había chirriado como los ratones cuando me encaramé a la cama; dentro de las paredes, los ratones crujieron como la madera, como si otro visitante la estuviera pisando. Era una templada noche de verano, pero las cortinas habían estado ondeando, y las ramas habían golpeado la ventana al mecerse. Me cubrí la cabeza con las sábanas, y pronto estuve entre rugidos, al galope, en un libro.
-¡Soo, preciosidades! -exclamó el abuelo. Su voz resonó muy juvenil y potente, como si tuviera cascos de caballo en la lengua. Había convertido su habitación en una anchurosa pradera. Pensé que sería bueno echar un vistazo a su cuarto, por si acaso se hubiera prendido fuego a la cama. Mi madre me había advertido de que a veces encendía la pipa bajo las mantas, y me había dicho que debía correr en su auxilio si notaba el humo en plena noche. Anduve de puntillas en la oscuridad y me acerqué a la puerta de su dormitorio bien pegado a los muebles, hasta darme un trompazo contra uno y volcar una de las velas. Cuando vi que había luz en el dormi-torio me asusté, y al abrir la puerta oí gritar al abuelo.
-¡Arre! -exclamó con la potencia de un toro con un megáfono.
Estaba sentado, erguido en la cama, balanceándose de un lado a otro como si transitara por un camino repleto de baches. Las esquinas del cubrecama, anudadas, eran las riendas; su caballo invisible estaba a la sombra, más allá del círculo de luz de la vela que tenía en la mesilla. Sobre su camisa de dormir de franela blanca se había ceñido un chaleco rojo con botones de latón del tamaño de una castaña. La cazoleta de su pipa, rebosante, crepitaba entre sus bigotes como un almiar en una estaca. Nada más verme soltó las riendas y dejó las manos azuladas y quietas sobre las sábanas. La cama se paró sobre un camino alisado, apagó el chasquido de su lengua y los caballos se detuvieron suavemente.
-¿Pasa algo, abuelo? -pregunté aun cuando la ropa de cama no hubiese prendido en llamas. A la luz de la vela, su cabeza parecía una colcha andrajosa y colgada en el aire negro, llena de mechones revueltos como barbas de cabra.
Me miró con mansedumbre. Sopló en la pipa y esparció las centellas. El tallo de la pipa, ensalivado, emitió un largo silbido.
-No hagas preguntas -dijo.
Al cabo de una larga pausa, tomó de nuevo la palabra.
-¿Tú tienes pesadillas, hijo?
-No -le dije yo.
-Sí que las tienes, seguro -dijo.
Le expliqué que me había despertado una voz que gritaba a los caballos.
-¿Qué te dije? -gritó-. Cenas demasiado. ¿Quién ha oído alguna vez a un caballo en su cuarto?
Metió la mano bajo la almohada buscando algo; sacó una bolsita que tintineaba y desató con cuidado el lazo que la cerraba. Me depositó un soberano en la mano.
-Cómprate un pastel.
Se lo agradecí y le di las buenas noches.
Nada más cerrar la puerta de mi habitación le oí gritar de nuevo a pleno pulmón: «¡Arre, arre!». La cama viajera daba sacudidas sin cesar.
Por la mañana desperté tras haber tenido un sueño lleno de caballos desbocados por una llanura que estaba atestada de muebles desperdigados y de hombres imponentes, grandes como las nubes, que montaban seis caballos a la vez y que los fustigaban con unas sábanas en llamas. El abuelo bajó a desayunar vestido de negro riguroso.
-Anoche sopló un viento terrible -dijo al terminar el desayuno. Se sentó en su sillón frente a la chimenea y se puso a hacer bolas de arcilla para el fuego. A media mañana me llevó a dar un paseo por el pueblo de Johnstown y los campos de la carretera de Llanstephan.
-Hace una hermosa mañana, señor Thomas -dijo un hombre que había sacado a pasear a su perrillo. Cuando se marchó tan enjuto como el perro camino de un bosquecillo en el que no debiera haber entrado, pues unos letreros lo prohibían expresamente, el abuelo se explayó:
-¿Te has fijado cómo te ha llamado? ¡«Señor»!
Pasamos por delante de unas casas de campo; todos los hombres que estaban apoyados sobre las verjas felicitaron al abuelo por la espléndida mañana que hacía. Atravesamos un bosque lleno de pichones cuyas alas rompían las ramas al precipitarse hacia las copas. Entre aquellas voces quedas y satisfechas, entre los tímidos revoloteos, el abuelo habló como un hombre que gritase de un valle a otro.
-Si oyeras a esos pajarracos en plena noche, me despertarías para avisarme de que hay caballos en los árboles.
Anduvimos despacio a la vuelta, pues él estaba cansado, y el hombre enjuto salió del bosque prohibido con un conejo en los brazos, como si fuera el brazo de una muchacha bien calentito en su manga.
El penúltimo día de mi visita me llevó a Llanstephan en un carrito de institutriz del que tiraba un pony bajo y debilucho. El abuelo sujetaba las riendas con tanta fuerza como si sujetara a un bisonte, y con idéntica fuerza chasqueaba el látigo, con el mismo ánimo blasfemo gritaba advertencias a los chicos que jugaban en el camino, con la misma resolución había asentado las piernas bien separadas, envueltas en polainas, y maldecía la diabólica fuerza y la tozudez del pony vacilante.
-¡Cuidado, chico! -gritaba cuando llegábamos a una esquina, y tiraba de las riendas, arreaba, las sacudía, agitaba el látigo como si fuera una espada de goma. Y cuando el pony doblaba cada esquina a trancas y barrancas, el abuelo se volvía hacia mí con una sonrisa y un suspiro-. Esa la hemos salvado bien, hijo.
Al llegar a Llanstephan, en lo alto de una loma, dejó la carreta en la taberna de Edwinsford y acarició el morrillo del pony mientras le daba un azucarillo.
-Eres muy poco pony, Jim, para llevar a un par de hombretones como nosotros.
Tomó una cerveza fuerte y yo una limonada, y pagó a la señora Edwinsford con un soberano que sacó de su bolsita tintineante; ella se interesó por su salud, él contestó que el aire de Llangadock les sentaba mejor a los pulmones. Luego fuimos a ver el cementerio y el mar y nos sentamos en un bosque que llamaban de las Estacas, y estuvimos un rato en la tarima del centro del bosque, donde suben los visitantes a cantar en las noches de verano y donde año tras año era elegido alcalde el tonto del pueblo. El abuelo se detuvo frente a la verja de hierro que rodeaba el cementerio y señaló las lápidas angelicales y las toscas cruces de madera.
-No tiene ningún sentido estar tumbado ahí dentro -dijo.
Apuramos el día y volvimos a casa a la carrera; Jim volvió a ser un bisonte.
En mi última mañana de estancia me desperté tarde, recién salido de un sueño en el que el mar de Llanstephan llevaba brillantes balandros largos como transatlánticos; vi coros celestiales en las Estacas, gente vestida con ropajes de bardo y chalecos con botones de latón que cantaba extrañas canciones en galés para despedir a los marineros que partían. El abuelo no bajó a desayunar, pues se había levantado muy temprano. Salí al campo con mi tirachinas nuevo y me puse a disparar a las gaviotas del Towy y a los grajos de los árboles de la parroquia. Un viento cálido soplaba de los puntos de donde viene el verano; una neblina matinal ascendía desde el suelo y flotaba entre los árboles y ocultaba los pájaros ruidosos; en medio de la neblina, con la brisa, mis guijarros salían del tirachinas como un pedrisco que iba a caer en un mundo al revés. Pasó la mañana sin que abatiera un solo pájaro.
Rompí el tirachinas y emprendí el camino de vuelta para almorzar, pasando por el huerto del párroco. Una vez, el abuelo me explicó que el párroco había comprado tres patos en la feria de Camarthen y había construido un estanque en el centro del huerto, pero los patos prefirieron la acequia que corría por debajo de la casa, bajo los desmoronados peldaños de acceso, y allí precisamente se dedicaron a nadar y alborotar. Cuando llegué al final del sendero del huerto miré a través de un orificio en el seto y vi que el párroco había abierto un túnel que comunicaba el estanque con la acequia, y que incluso había puesto un cartel de su puño y letra que decía: «Por aquí al estanque».
Los patos seguían nadando bajo los escalones de la entrada.
El abuelo no estaba en casa. Salí al jardín, pero el abuelo no estaba mirando boquiabierto los frutales. Pregunté a gritos a un hombre que estaba apoyado sobre la azada en la linde del terreno.
-¿Ha visto a mi abuelo esta mañana?
Siguió cavando en una zanja y me contestó por encima del hombro.
-Lo he visto con su chaleco elegante.
Griff, el barbero, vivía en la casa de al lado. Lo llamé por la puerta, que estaba entreabierta.
-Señor Griff, ¿ha visto a mi abuelo?
El barbero salió en mangas de camisa.
-Llevaba su mejor chaleco -dije. No sabía si eso podía ser importante, pero el abuelo solo se ponía el chaleco por la noche.
-¿Ha estado tu abuelo en Llanstephan? -preguntó el barbero con cara de preocupación.
-Sí, ayer fue allí en un carretón -contesté.
Entró deprisa y corriendo y lo oí hablar en galés; salió corriendo con la chaqueta blanca y cogió un bastón adornado con cintas de colores. Echó a caminar por la calle del pueblo y yo lo seguí corriendo.
Se paró ante la tienda del sastre.
-¡Dan!- gritó. Dan Tailor se asomó por la ventana; estaba sentado como un sacerdote indio, pero con un sombrero hongo calado hasta las cejas.
-Dai Thomas se ha puesto el chaleco -dijo el señor Griff- y ha estado en Llanstephan.
Mientras Dan Tailor iba a buscar su abrigo, el señor Griff echó a caminar a grandes zancadas.
-Will Evans -llamó a la puerta del carpintero-. Dai Thomas ha estado en Llanstephan y se ha puesto el chaleco.
- Se lo diré a Morgan ahora mismo -dijo la mujer del carpintero entre el ruido de los martillos y los serruchos que llegaba de la oscuridad de la trastienda.
Llamamos a la carnicería y a la casa del señor Price, y el señor Griff repitió su mensaje como si fuera un pregonero.
Nos reunimos todos en la plaza de Johnstown. Dan Tailor iba en bicicleta, el señor Price con su pony y su carretón. El señor Griff, el carnicero, Morgan el carpintero y yo subimos al carro y salimos al trote por el camino de Camarthen. El sastre dirigía la expedición tocando el timbre como si anunciase un robo o avisara de un incendio, y una anciana que estaba a la puerta de una finca echó a correr y se guareció dentro como sí fuera una gallina apedreada. Otra mujer nos saludó agitando un pañuelo de brillantes colores.
-¿Adonde vamos? -pregunté.
Los vecinos del abuelo estaban tan solemnes como los viejos con sombreros y chaquetas negras que se ven en los alrededores de las ferias. El señor Griff meneó la cabeza y se lamentó.
-Esto no me lo esperaba yo de Dai Thomas -dijo.
-Yo tampoco, y menos desde la última vez que ocurrió -dijo muy triste el señor Price.
Seguimos al trote, subimos por Constitution Hill, bajamos por Lammas Street, el sastre seguía tocando el timbre, un perro echó a correr aullando por delante de su bicicleta. Mientras traqueteábamos sobre el adoquinado que llevaba al puente del Towy recordé los ruidosos viajes nocturnos del abuelo, que hacían estremecerse a las paredes, y vi su brillante chaleco como si lo viera en un sueño; vi su cabeza llena de remiendos y mechones sueltos, que sonreía a la luz de las velas. El sastre, que seguía delante de nosotros, se volvió en el sillín, la bicicleta se tambaleó y acabó derrapando.
-Veo a Dai Thomas -gritó.
El carretón traqueteaba por el puente, y allí vi al abuelo: los botones de su chaleco brillaban a la luz del sol; llevaba los pantalones negros y ceñidos que se ponía los domingos, y un sombrero de copa, algo polvoriento, que había visto yo en un armario del desván. También llevaba un bolso viejísimo. Nos hizo una reverencia.
-Buenos días, señor Price -dijo-. Buenos días, señor Griff, señor Morgan, señor Evans. Buenos días, hijo -me dijo a mí al final.
El señor Griff lo señaló con su bastón de colorines.
-¿Y a ti qué te parece que estás haciendo en el puente de Camarthen en plena tarde? -dijo con severidad- ¿Qué haces ahí con tu mejor chaleco y con tu sombrero viejo?
El abuelo no contestó, pero inclinó la cabeza hacia el viento del río, de modo que la barba se le alborotó y se le meneó como si estuviera hablando; miraba a los hombres que faenaban en las piraguas de mimbre y cuero; las frágiles embarcaciones se movían como si fueran tortugas en la ribera.
El señor Griff alzó su despuntado bastón de barbero.
-¿Adonde pretendes llegar con ese bolsón raído?
-Voy a que me entierren a Llangadock -dijo el abuelo.
Se volvió a mirar los cascos de madera de las piraguas, que se deslizaban ligeros sobre el agua, y las gaviotas cuyos chillidos lastimeros, sobre las aguas preñadas de peces, eran tan amargos como el lamento del señor Price.
-Pero si todavía no estás muerto, Dai Thomas.
El abuelo se paró un instante a reflexionar.
-No tiene ningún sentido que a uno lo entierren en Llanstephan -dijo-. En Llangadock el terreno es más reconfortante; uno puede estirar las piernas sin tener que meterlas en el mar.
Sus vecinos se le acercaron.
-No estás muerto, Dai Thomas.
-¿Cómo te van a enterrar si no estás muerto?
-En Llanstephan no te va a enterrar nadie.
-Venga, volvamos a casa, señor Thomas.
-Hay cerveza fuerte para merendar.
-Y bizcocho.
Pero el abuelo aguantó a pie firme sobre el puente, y se apretó el bolsón contra el pecho, observando la corriente del río y el cielo como si fuese un profeta que no tuviera ninguna duda.

© Dylan Thomas (Gales), trad. Miguel Martínez-L

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Cuento argentino

A woman rides an unicycle at a park in Shanghai February 28, 2004. The unicycle was designed by Chinese inventor Li Yongli who called it “the number one vehicle in the world”. (Photo by Reuters/China Photos)

Que tal, López
Un señor encuentra a un amigo y lo saluda, dándole la mano e inclinando un poco la cabeza.
Así es como cree que lo saluda, pero el saludo ya está inventado y este buen señor no hace más que calzar en el saludo.
Llueve. Un señor se refugia bajo una arcada. Casi nunca estos señores saben que acaban de resbalar por un tobogán prefabricado desde la primera lluvia y la primera arcada. Un húmedo tobogán de hojas, marchitas.
Y los gestos del amor, ese dulce museo, esa galería de figuras de humo. Consuélese tu vanidad: la mano de Antonio buscó lo que busca tu mano, y ni aquélla ni la tuya buscaban nada que ya no hubiera sido encontrado desde la eternidad. Pero las cosas invisibles necesitan encarnarse, las ideas caen a la tierra como palomas muertas.
Lo verdaderamente nuevo da miedo o maravilla. Estas dos sensaciones igualmente cerca del estómago acompañan siempre la presencia de Prometeo; el resto es la comodidad, lo que siempre sale más o menos bien; los verbos activos contienen el repertorio completo.
Hamlet no duda: busca la solución auténtica y no las puertas de la casa o los caminos ya hechos, por más atajos y encrucijadas que propongan. Quiere la tangente que triza el misterio, la quinta hoja del trébol. Entre sí y no, qué infinita rosa de los vientos. Los príncipes de Dinamarca, esos halcones que eligen morirse de hambre antes de comer carne muerta.
Cuando los zapatos aprietan, buena señal. Algo cambia ahí, algo que nos muestra, que sordamente nos pone, nos plantea. Por eso los monstruos son tan populares y los diarios se extasían con los terneros bicéfalos. ¡Qué oportunidades, qué esbozo de un gran salto hacia lo otro!
Ahí viene López.
-¿Qué tal, López?
-¿Qué tal, che?
Y así es como creen que se saludan.

martes, 10 de diciembre de 2013

Cuento del martes

Acuérdate
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el «rezonga ángel maldito» cuando la época de la influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre músicas y coros de monaguillos que cantaban «hosannas» y «glorias» y la canción esa de «ahí te mando, Señor, otro angelito». De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era re alegadora y cada rato andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le querían dar muy caro los jitomates, pegaba de gritos y decía que la estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña «para que se les endulzara la boca a sus hijos». Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepache que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos, al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con la mano y como diciendo: «Ya me las pagarán caro.»
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín, donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Cuento monstruoso

El monstruo del lago
Llevaba dos semanas comiendo porquerías y durmiendo en los bed and breakfast más modestos, pero el dinero se le iba de entre las manos como agua. El coche y el alcohol, eso era lo que le descabalaba el presupuesto. El alquiler del coche era lo peor, pero no había otra manera de moverse. La editorial le pagaba cuatro mil pesetas de dietas al día, lo cual, aunque Escocia estuviera barata, era casi una burla. Así que se alimentaba con la bazofia de los pubs, salchichas purpúreas y guisantes de lata, todo regado con unas cuantas pintas de cerveza. Eso estaba comiendo ahora, precisamente, acodado en la mesa de un pub, junto a la carretera. Un local oscuro como un mal pensamiento, aunque todavía no eran las cuatro de la tarde. Afuera, más allá de los ventanucos, el día moría prematuramente, agobiado por un cielo de nubarrones negros. Sólo estaban a primeros de noviembre, pero hacía ya un frío insoportable. El lago, al otro lado de la carretera, tenía el color helado del mercurio. No tardaría en nevar.
-¿Es suyo el coche que hay delante?
M. se sobresaltó y miró hacia atrás dos veces, una por encima de cada hombro, buscando la persona a quien la pregunta podría ir dirigida: no estaba acostumbrado a despertar ningún tipo de interés. Pero detrás de él no había nadie. Contempló entonces con más atención al hombre que había formulado la pregunta. Era un tipo de cráneo y vientre redondos, grandes narizotas, ojos de miope. Poseía el aspecto de no haber tenido ni una sola idea propia en toda su vida.
-Supongo que sí -respondió M., en aceptable inglés.
-¿Extranjero?
-Español.
-¿Viajando?
-Voy a Inverness.
Tras este breve interrogatorio, el hombrecillo calló, aparentemente satisfecho. M. volvió a su salchicha, fría ya y con sabor a nitratos. Un asco. Como se pasaba los días conduciendo y trabajando, sólo comía una vez por jornada, un almuerzo tardío. Luego seguía camino y por las noches, antes de acostarse, se metía unos whiskys en el cuerpo. Bastantes whiskys. Pero no se consideraba un alcohólico: sólo bebía para poder dormir.
-¿Le importa si me siento un ratito con usted? -dijo el hombre.
-No, no... -contestó M. sorprendido. Ellos dos, el hombre y él, eran los únicos parroquianos que había en el local. Cosa que no era de extrañar, porque el pub se levantaba en mitad de la nada, entre colinas sombrías y desiertas. Seguramente el tipo se encontraba aburrido de estar solo y de ahí su locuacidad y su insistencia. Un pelmazo. Tenía todo el aspecto de ser un pelmazo. Pero a M. no le importaba: incluso agradecía su presencia. Llevaba dos semanas sin hablar con nadie, más allá de las mínimas frases necesarias para ordenar una comida y de las monótonas preguntas de su trabajo: «¿El garaje está incluido en el precio?», «¿cuántas habitaciones tiene?», «¿cuánto cuesta el menú?». Cómo odiaba su empleo. De entre todas las guías de viajes más baratas, más feas y peor hechas del mundo, las Orbe se llevarían sin esfuerzo el primer premio. La editorial las vendía por dos perras a una serie de periódicos regionales, y éstos las regalaban, una cada semana, junto con el diario de los domingos. Eran unos librillos confeccionados a puñetazos, plagados de erratas y tan mal pegados que no aguantaban el recorrido del quiosco a la casa sin perder alguna hoja.
-¿A qué se dedica usted? -inquirió el hombre. Unos matojos de pelos negros sobresalían de sus narizotas.
-Soy periodista.
-¡Qué interesante! -dijo el tipo. Y parecía de verdad impresionado.
Porque no sabe, se dijo M. Porque no sabe. Lo que peor llevaba era tener que entrar en los hoteles de lujo a preguntar las tonterías que preguntaba. Y cruzar los larguísimos vestíbulos soportando la mirada suspicaz y desdeñosa del conserje. Porque con él nunca se equivocaban los conserjes de los grandes hoteles: siempre sabían, desde la primera ojeada, que él no podía ser un cliente.
-Entonces quizá le interese saber quién soy yo -dijo el hombrecillo en tono modesto-. Yo, verá usted, soy el monstruo del lago Ness.
M. resopló, súbitamente dolido. Pero, entonces, ¿el tipo se estaba mofando de él? ¿Le había reconocido, de la misma manera que le reconocían los conserjes de los hoteles de lujo, como un objetivo fácil para la burla? Pero no, el hombrecillo parecía estar hablando en serio.
-Claro, ya comprendo que a usted le costará creerme -tartamudeó-. Pero es que, ¿cómo explicarle?, yo soy la apariencia humana del monstruo.
Un loquito, eso era. A M. no le asustaban los locos. Al contrario, con ellos se sentía incluso más a gusto. Con ellos no se veía en la obligación de justificarse por lo mal que le había ido en la vida. A los locos no les importaba que tuviera el hígado hecho papilla o que, a los cincuenta y cuatro años, viviera solo como un perro en una sórdida pensión madrileña. Ni que esta miserable chapuza de las guías se la hubieran dado casi por compasión.
-Y, entonces, ¿el verdadero monstruo dónde está? -preguntó por decir algo.
-Ahí abajo -contestó el tipo señalando con solemnidad el turbio lago que asomaba a través de la ventana-. Ahí, arropado por toneladas de agua fría. Está durmiendo.
-¿Y cómo sabe usted que duerme? -dijo M. sonriendo.
-Lo sé porque yo soy su sueño -contestó con sencillez el hombre-. El monstruo sueña con ser humano. Entonces duerme, y de su reposo salen criaturas como yo. Verá, es un monstruo muy viejo, el último de su especie, Se sabe diferente, y se siente solo. Por eso, cuando sueña con hombres, crea siempre personajes así: solitarios, distintos, quizá un poco monstruosos.
Calló el hombre unos instantes y se enjugó los ojos.
-Se sufre, ¿sabe usted?, porque mi monstruo es un monstruo sufriente -prosiguió-. Pero cuando al fin descubrí que yo sólo era un sueño fue un alivio. Porque en esta vida puedo parecer ridículo, insignificante o incluso loco, pero en realidad soy un monstruo magnífico, inmensamente poderoso, viejo y sabio. Me entiende, ¿verdad? Sé que me comprende: si me he acercado a usted es porque me parece haberle visto alguna vez por ahí abajo.
Entonces M. miró a través de la ventana al lago mercurial, amenazadoramente oscuro en el crepúsculo. Miró queriendo recordar, pero no pudo. Sobre el Lago Ness empezó a caer, muy lentamente, la primera nevada del invierno.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Cuento serbio


El maratoniano y el juez de carrera
Aunque no coincide exactamente en el plano cronológico estoy convencido de que oí esta historia por primera vez de boca del difunto Leonid Sejka, pintor, que se denominaba a sí mismo «clasificador». Si había leído el manuscrito de Terts o a él también se la habían contado, lo ignoro. Lo único que creo saber es que fue él el primero que me la contó. (Seguía con la mirada a los corredores jadeantes que se adelantaban uno a otro haciendo un terrible esfuerzo físico y mental, deslizándose por un paisaje imaginario, al que él daba forma y color. Juntando tres dedos de la mano derecha, buscaba la palabra y expresión, como si palpase bajo las yemas la finura del pigmento o el espesor de los colores, mientras que la mano izquierda permanecía inmóvil, extrañamente inmóvil, como paralizada: en ella se consumía el cigarrillo y la columna de ceniza siguió hasta el final recta, intacta).
La historia dice así:
Vestidos con pantalones cortos de deporte y camisetas con enormes dorsales, los corredores del maratón se preparan para la carrera. Entre ellos, hay algunos que compiten por primera vez, pero también otros que son campeones experimentados del maratón, así como un señor de unos cincuenta años, alto y huesudo, veterano famoso, antiguo campeón múltiple, una gloria de la patria.
Son los primeros días del otoño o los últimos de la primavera. En la plaza mayor, entre el edificio barroco del ayuntamiento y el restaurante, cuelga una pancarta de tela con la inscripción START. Las señoras vuelven de la misa matutina, llevando de la mano a unos niños impecablemente peinados. Las señoritas vestidas con faldas largas y cuellos de encaje palmotean alegremente, sin quitarse los guantes blancos.
Cuando el juez de carrera baja el banderín, los corredores arrancan con una fingida indiferencia: les esperan veinticinco largos kilómetros, e incluso los novatos saben que la maquinaria del cuerpo y del espíritu no debe forzarse al máximo hasta más tarde.
Así, en pelotón, recorren las calles de la ciudad, unas veces iluminados por el sol matutino (en esos momentos se protegen los ojos con las viseras de caucho), otras, cuando los edificios altos les ocultan el sol, sumidos en cuadros de sombra. Inmóviles en el bordillo de la acera, los funcionarios aplauden tibiamente, los caballeros blanden con fuerza sus bastones, señalando a sus favoritos, los barberos dejan por un instante a sus enjabonados clientes, y los aprendices, apoyados en el quicio de la puerta, siguen a los corredores con una mirada nostálgica y piensan que el destino les ha dado la libertad como alas y que uno de ellos se llevará la gloria del campeón.
Todavía corren en grupo, y a través de los aplausos cada vez más escasos oyen el ruido rítmico de sus pasos y de su propia respiración. Luego, la ciudad se aleja lentamente. Han pasado por los suburbios ahogados por el humo, por la papelera, la fábrica de cerveza; a la izquierda queda el hangar ferroviario; cruzan el puente, y aquí ya empiezan los campos, los prados y el cañaveral, que, al sol de la mañana, exhalan el olor a hierbas mezclado con la neblina. Este aroma los obliga a entornar los ojos, como si la fuerza divina de la naturaleza, los jugos arcaicos de la tierra, abrieran entre los jadeos un camino más fácil hasta los pulmones y la sangre.
El recorrido está marcado con banderas, y la motocicleta, que soltando gases serpentea delante de ellos, los guía para que no se pierdan. La masa compacta ya se ha dispersado. Por supuesto, sólo se trata de medir las fuerzas o las primeras crisis (pasajeras), antes de que el cuerpo se someta a la fuerza de la voluntad, de la razón y de la ambición; o hasta que los traicione por completo.
Valdemar D., con el dorsal número veinticinco, un hombre alto de unos treinta años, el pelo rubio muy corto y las piernas largas y delgadas, siente que por fin ha logrado dominar la inercia del cuerpo, que al llegar al linde del bosque ha vencido el entumecimiento de los músculos, la indiferencia de los huesos, la desgana de las plantas de los pies, que ha domado a la postre a este animal físico que un santo denominó «asno mío». Corría sin dificultad, sus piernas se movían como dos pistones en marcha bien engrasados. El olor del bosque, el aroma de las coníferas, parecía que le daba nuevas fuerzas. El sonido de una sierra mecánica, los golpes de un hacha contra un árbol sonoro, el olor a serrín húmedo semejante al tufo de la orina, eran como un lejano eco de su infancia.
A pesar de lo acordado con el entrenador, que ahora ya era un recuerdo vago y casi olvidado, en la pendiente del bosque imprimió a su cuerpo una aceleración digna de un finish, y se colocó a la cabeza del primer grupo en el que se encontraba también el famoso veterano, corriendo su última carrera, la de honor. Por un instante, le pareció que el veterano lo miraba extrañado e incluso que había movido la cabeza, probablemente para indicarle que las cosas no se hacían así, que aún no había llegado la hora de tomar posiciones, pues acababan de abandonar la ciudad: todavía se oía con claridad el repicar de las campanas de la iglesia.
Al llegar a campo abierto, se dio la vuelta. Detrás de él se alzaba la pared verde del bosque y un sendero estrecho en el que no había nadie. (Los imaginaba subiendo, sin aliento, la última cuesta en el corazón del bosque, descubriendo las huellas de sus pies en el barro).
El paisaje le resultaba familiar, demasiado familiar; tenía la suerte de que el itinerario en el que solía entrenar era justo el mismo por el que ahora corría impulsado por un viento alegre, por un entusiasmo olvidado hacía mucho tiempo.
Al llegar al kilómetro seis, le arrojaron un cubo de agua a la cara; en el siete le pasaron una botella y él, sin dejar de correr, vació el líquido que olía a saúco y sabía a agua de lluvia; en el kilómetro diez, alguien le gritó que debería reducir la velocidad y guardar fuerzas para el finish; en el kilómetro once, se hundió hasta los tobillos en el fango a la orilla de un lago.
Con la sorpresa de un hombre acostumbrado y bien entrenado-un corredor experto, que empezó a competir en distancias cortas antes de encontrar, siguiendo los consejos del entrenador, su verdadera vocación en las carreras de larga distancia en las que la intervención de la suerte queda reducida al mínimo y en las que deciden la fuerza de voluntad, la experiencia y el entrenamiento-, se dio cuenta de que estaba corriendo la carrera de su vida, a punto de conquistar el trofeo que anhelan cientos, miles de atletas. Emocionado por este hecho-porque su cuerpo se doblegaba sin esfuerzo, sin resistencia, por la armonía perfecta que había alcanzado con esta máquina humana, porque había roto su rebeldía, la había domesticado y sometido-, meditaba sobre el milagro biológico que le había permitido domar la inercia del cuerpo, la resistencia de la materia, la gravedad de la Tierra, y la forma en que conseguía, como un faquir de la India, dominar la actividad de su corazón, controlar su ritmo. ¿Cómo se había producido, se preguntaba, esta armonía mágica, este equilibrio ideal entre voluntad, fuerza, años, días?
Volvía la cabeza en vano. Tras él no había más que extensiones de campos verdes y ondulados, colinas boscosas, el reflejo rosado del lago; pero no había ni rastro de los que estaban con él en la línea de salida.
Sólo lo seguía el sol describiendo un gran arco.
La cruz incandescente de la torre del pueblo se le aproximaba cada vez más. En los mojones apoyados en los árboles al borde del camino, veía pasar los kilómetros, y por fin descubrió, no sin asombro, que en uno de ellos, arrimado ahora a un poste de teléfono, figuraba el número doce. Esto suponía un tiempo récord, incluso para una carrera de cinco mil metros, pensó, y una gran alegría inundó su alma, una felicidad que lo asustaba un poco, como si él mismo presenciase un fenómeno desconocido, prodigioso, que rayaba con lo inhumano, con lo imposible. Pues si a mitad de la carrera aún conservaba esta frescura, entonces sólo un percance imprevisto, una caída torpe, una torcedura de tobillo, podría impedirle establecer un récord fantástico que entraría en los anales del deporte, una victoria digna del mito maratoniano.
A poca distancia del pueblo, la motocicleta redujo la velocidad y se metió en el recinto de un campo de fútbol, invadido por la maleza crecida. (El ruido del motor se apagó de repente y él pensó que se había producido una avería). En ese instante advirtió que, junto a la ruinosa portería alguien agitaba un banderín amarillo. Miró hacia atrás, pensando que probablemente la señal estaba dirigida a otro, a los niños que le pisaban los talones o a un ciclista curioso que se le había acercado demasiado. Detrás de él no había nadie. La moto dio una vuelta y se paró justo al lado de la portería. El motorista se colocó las gafas de caucho en la frente y extendió los brazos con aire de impotencia.
Valdemar D. miró al juez de carrera y le pareció que conocía a ese hombre, esos brazos cortos, robustos, esas piernas torcidas, esa vigorosa cabeza cuadrada. El juez de carrera agitaba el banderín y le hacía señales enérgicas para que se detuviera.
-Número Veinticinco, tiene que descansar-oyó claramente la voz del juez. (También la voz le resultaba familiar).
Valdemar D., sin embargo, sigue corriendo, busca la salida de ese campo de fútbol abandonado, infectado de hierbajos. Por todas partes lo rodea una oxidada alambrada de espino. Valdemar D. sabe que no debe pararse, que ahora no debe pararse, justo cuando ya ha logrado hacer lo que ha hecho, cuando ya ha superado la mitad del recorrido. Así que continúa corriendo en círculos por inercia, para que la máquina orgánica no se quede sin aliento y el motor no se detenga, para que no se desequilibre el ritmo de los pasos y del corazón. Jadeando levemente, consigue espetarle al juez de carrera (¡esta cabeza, Dios mío, cómo le suena!):
-Señor juez, yo no estoy cansado.
Y sigue corriendo en círculos.
-¡Le ordeno que se detenga y que tome aliento!-grita el juez de carrera, rojo como la grana, agitando el banderín arriba y abajo, arriba y abajo-. ¡Se lo ordeno!
Valdemar D. le contesta por encima del hombro, sin modificar el ritmo de sus pasos:
-Señor, si me paro ahora...
-Usted se va a parar, número Veinticinco. ¡Le ordeno que pare! ¡¿Me ha oído?! ¡Párese!
-Pero ¿a mitad de la carrera?-se lamenta Valdemar D. sin dejar de correr y buscando una salida a través de la alambrada oxidada.
-Es por su bien-grita el juez, olvidando por un momento agitar el banderín-. Si no me cree a mí, número Veinticinco, aquí hay una persona que lo convencerá de que es por su bien. Está cansado.
Entonces, a una señal del juez, sale María de una tienda. (Esta carpa baja servía evidentemente de punto de control y en ella estaba instalado un teléfono de campaña). La reconoció incluso antes de que empezara a hablar, a pesar de que una pamela de paja sumía en sombras la mitad de su cara.
-Valdemar-le grita con un tono asustado-, te lo suplico, ¡párate! Ven a descansar. ¡Tienes que descansar, Valdemar!
Entonces se despertó. El sueño se desvaneció, precipitadamente, como la diminuta columna de ceniza de un cigarrillo consumido. El despertar le parecía una caída, la caída de un ángel. ¿No se deslizaba un poco antes por unos lugares paradisíacos? María, cuya voz aún resonaba con claridad en su mente-con la medida de la vigilia-, hacía más de quince años que estaba muerta.
Fuera se presentaba uno de esos amaneceres sucios grises.
Todavía tuvo tiempo para contar el sueño al hombre que estaba tumbado a su lado en el catre, en algún campo de concentración siberiano. Este, a su vez, después de la súbita muerte de Valdemar, contó lo sucedido a otro prisionero, hoy ya también fallecido. El sueño de Valdemar llegó así hasta Abraham Terts, que en las cartas que escribía a su mujer hablaba de todo y de nada. El censor del campo apenas prestaba atención a su correspondencia, en la que, de un modo estúpido, se hablaba más de Dios, del diablo y de Gógol que del clima, de la diarrea o del pésimo tabaco.
Terts termina la historia sobre el desdichado letón de forma lacónica (en la carta hay que dejar espacio para la providencia divina y la nariz de Gógol): «le quedaban exactamente doce años y seis meses para cumplir la condena». En la página siguiente (81) de la edición londinense, añade, ahora ya al margen de la anécdota y, por eso, en cierto modo paradójicamente: «El sueño es el abrevadero del alma que se escapa por la noche a las fuentes de la vida».
Al leer no hace mucho el libro de Terts, recordé la historia de Sejka. (Cada vez estoy más convencido de que tenía el libro en manuscrito). Nos había contado lo ocurrido a su manera, citando a menudo a Berdiaev, a Dostoievski y a Beckett. Estaba solo, enfermo y era ruso. Y sabía cómo iluminar sus narraciones con la misma luz secreta que irradiaba de sus cuadros.

© Danilo Kis (Serbia)

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cuento navideño

El pavo navideño
Nuestra primera Navidad en familia después de la muerte de mi padre, que había sucedido cinco meses antes, tuvo consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre habíamos sido familiarmente felices en ese sentido bien abstracto que tiene la felicidad: gente honesta, sin crímenes, un hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido principalmente a la naturaleza grisácea de mi padre, un ser desprovisto de todo lirismo y de una inepta ejemplaridad, ataviado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese aprovechamiento de la vida, ese gusto por las felicidades materiales, un buen vino, una estadía en un balneario, la adquisición de una heladera o ese tipo de cosas. Mi padre era un bonachón equivocado, casi dramático, el purasangre de los aguafiestas.
Se murió mi padre, lo lamentamos mucho, etc. Cuando llegó la Navidad, yo ya no sabía cómo hacer a un lado aquella memoria obstructora del muerto, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada almuerzo, en cada gesto mínimo de la familia. Una vez, cuando le sugerí a mi mamá ir a ver una película al cine, su única respuesta fueron lágrimas. ¡Dónde se vio ir al cine en pleno luto! El dolor estaba siendo cultivado por sus apariencias y yo, que había apreciado generalmente poco a mi padre, y más por instinto de hijo que por espontaneidad de amor, me encontraba a punto de fastidiarme con las bondades del muerto.
Fue a causa de esto que nació, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas "locuras". Estas fueron además, y desde muy temprano, mi espléndida conquista contra el ambiente familiar desde hacía mucho tiempo, desde los tiempos de la secundaria en los que conseguía regularmente una reprobación cada año. Desde el beso a escondidas a una prima, a los diez años, cuando fui descubierto por la Tía Vieja, detestable como tía, y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no lo sé, de una criada de unos parientes: conseguí, en el reformatorio de mi hogar y en la vasta parentela, la fama conciliatoria del "loco". "¡Está loco, pobrecito!", decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela buscaba ejemplos para sus hijos y, probablemente, con el placer de los que se convencen a sí mismos de alguna superioridad. No tenían loquitos entre sus hijos. Pues bien, esa fama fue la que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y lo que mi ser exigía para realizarse con integridad. Y me dejaron hacer de todo porque estaba loco, pobrecito. De todo esto resultó una existencia sin complejos, de lo que no me puedo quejar ni un ápice.
La cena de Navidad fue siempre una costumbre en la familia. Cena ordinaria, como es de suponer: cena tipo mi padre, con castañas, higos y pasas, después de la Misa de Gallo. Atiborrados de almendras y nueces (mientras discutíamos los tres hermanos por causa de los cascanueces...), atiborrados de castañas y monotonías, nos abrazábamos y nos íbamos a la cama. Fue acordándome de eso que salí con una de mis "locuras":
-Bueno, esta Navidad quiero comer pavo.
Se produjo uno de esos sustos que nadie puede imaginarse. Enseguida mi tía solterona y santa que vivía con nosotros advirtió que no podíamos convidar a nadie a causa del luto.
-¡Pero quién habló de convidar a alguien! Qué manía, ¿cuándo fue que nosotros comimos pavo? Pavo acá en casa y en plato de fiesta, viene toda esa parentela del diablo...
-Mi hijo, no digas eso...
-Pues lo digo y listo.
Y descargué mi helada indiferencia por nuestra parentela infinita, dicen que descendiente de los bandeirantes1, ¡qué poco me importa! Era justo el momento para desarrollar mi teoría del pobre loquito y no perdí la oportunidad. Me dio de golpe una ternura inmensa por mamá y la tía, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que siempre divinizaron mi vida. Siempre pasaba lo mismo: alguien cumplía años y sólo entonces hacían pavo en aquella casa. Pavo era el plato de fiesta: una inmundicia de parientes ya preparados por la tradición invadían la casa a causa del pavo, de las empanaditas y de los dulces. Mis tres madres ya no sabían nada de la vida sino trabajar durante los tres días previos. Trabajar en la preparación de los dulces y de la comida fría, finísimos por lo bien hechos, la parentela se devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres apenas podían moverse de lo exhaustas que estaban. Del pavo, sólo cuando se enterraban los huesos, al día siguiente, es que mamá con mi tía podían probar un pedazo de pata, vago, oscuro, perdido entre el arroz blanco. Y eso que era mamá la que servía y lo probaba todo para el viejo y los hijos. En verdad, nadie sabía en realidad qué era el pavo en nuestra casa, pavo era la sobra de la fiesta.
No, no se invitaría a nadie, era un pavo solamente para nosotros cinco, Y tenía que ser con dos tipos de harina de mandioca: una grasosa con los menudos y la otra, seca, doradita, con bastante manteca. Quería el pavo relleno sólo con farofa grasosa, a la que habríamos de agregar ciruelas negras, nueces y una copa de jerez como había aprendido en la casa de mi querida compañera Rose.
Obviamente omití dónde había aprendido la receta, pero todos desconfiaron. Y se quedaron con ese aire de quien sopla incienso, pensando si no sería una tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa. Y cerveza bien helada, aseguraba yo casi gritando. Es cierto que con mis "gustos", ya bastante afinados fuera de casa, pensé primero en un buen vino, completamente francés. Pero la ternura por mamá venció al loco; a mamá le encantaba la cerveza.
Cuando terminé de exponer mis proyectos, percibí que todos estaban felicísimos y con un deseo fuertísimo por realizar aquella locura en la que yo había estallado. Sabían que era una locura, sí, pero todos simulaban que era yo solamente quien estaba deseando aquello y que había una manera fácil de echarme encima la culpa de sus deseos enormes. Se miraban de reojo sonriendo, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana halló la solución con el consentimiento general:
-¡Está loco en serio!...
Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo rezada a los apurones, se produjo nuestra más maravillosa Navidad. Fue gracioso: en cuanto me acordé de que finalmente iba a hacer que mamá comiera pavo, no hice otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada.  Y  mis hermanos también estaban en el mismo ritmo violento del amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo venía imprimiéndole a la familia. De modo que, aun disfrazando las cosas, dejé muy  sosegado que mamá cortase todo el pecho del pavo. Además, en un momento, ella se detuvo con las tajadas de uno de los costados del pecho del ave, como no resistiendo aquellas leyes de economía que siempre la habían entorpecido en una casi pobreza sin sentido.
-¡No doña, córtelo todo entero! ¡Yo solo me como todo eso!
Era mentira. El amor familiar estaba incandescente de tal forma en mí, que hasta era capaz de comer poco sólo para que los otros cuatro comiesen más. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido a solas, redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había ahogado por completo, el amor, la pasión materna, la pasión de los hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En aquella casa de burgueses bien modestos se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. El pecho del pavo quedó enteramente reducido a amplias tajadas.
-¡Yo lo sirvo!
¿"Está loco en serio" pues por qué habría de servir yo si siempre lo hacía mamá! Entre risas, me pasaron los grandes platos llenos y comencé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a servir cerveza. Me di cuenta enseguida que había un pedazo admirable de la "cascara", lleno de grasa y lo puse en el plato. Y después varias rodajas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el que todos aspiraban por su porción de pavo:
- ¡Acordate de tus hermanos, Juca!
¡Cómo ella iba a imaginarse, la pobre, que ése era su plato, el de Mamá, mi amiga maltratada que no sabía nada de Rose, de mis crímenes, a la que yo sólo le comunicaba lo que la hacía sufrir! El plato quedó sublime.
-Mamá, esto es tuyo, no lo pases por favor.
Fue cuando ella no pudo más con tanta conmoción y comenzó a llorar. Mi tía también, apenas se dio cuenta de que el nuevo plato sublime que seguía era el de ella, entró en el refrán de las lágrimas. Y mi hermana, que jamás vio una lágrima sin también abrir la canilla, se deshizo en llanto. Entonces comencé a decir muchas tonterías para no llorar yo también, tenía diecinueve años...   ¡Diablo de familia ignorante que veía un pavo, lloraba y cosas así! Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora que la alegría se había vuelto imposible, el llanto evocaba por asociación la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura cenicienta, venía como  siempre  a  arruinar nuestra Navidad. Me puse como loco.
Bueno, se comenzó a comer en silencio, luctuosos, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue flotaba apacible entre los sabores de las harinas de mandioca y del jamón, de vez en cuando herida, perturbada y de nuevo deseada, por la intervención más violenta de la ciruela negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan sabroso y mamá sabiendo que el pavo era un manjar digno del niño Jesús recién nacido.
Comenzó una lucha sorda entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alabar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, obviamente, tomé decididamente partido por el pavo. Pero los difuntos tienen medios viscosos, muy hipócritas y difíciles de vencer: ni bien alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.
-Sólo falta tu padre...
Yo ni comía ni me podía gustar más ese pavo perfecto de tanto que me interesaba por esa lucha entre dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial me volvió, de repente, hipócrita y político. En ese instante que hoy me parece decisivo para nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste:
-Es así... Pero papá, que nos quería tanto, que murió de tanto trabajar para nosotros, papá allá en el cielo debe estar contento... (dudé, pero resolví no mencionar más al pavo) contento de vernos a todos reunidos en familia.
Entonces todos comenzaron con mucha calma a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo, disminuyendo y se convirtió en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado por nosotros y había sido un santo que "ustedes, hijos míos, no le podrán pagar nunca lo que le deben a su padre", un santo. Papá se había vuelto santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo que no estorbaba. Puro objeto de contemplación suave, ya no perjudicaba más a nadie. El único muerto allí era el pavo, dominador, completamente victorioso.
Mi madre, mi tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir "felicidad gustativa", pero no era exactamente eso. Era una felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de los otros parentescos que distraían del gran amor familiar. Y fue, sé que fue aquél, el primer pavo comido en el retiro de la familia, el inicio de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso de sí. No quiero ser excluyente, pero la felicidad familiar que nació entre nosotros puede ser que algunos la tengan así de grande, pero más intensa que la nuestra es algo imposible de concebir.
Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que aquello le podía hacer mal. Pero enseguida pensé: ¡ah, que siga, aun si ella muriese, por lo menos una vez en la vida comería pavo de verdad!
La enorme falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor... Después vinieron unas uvas leves y unos dulces, que allá en mi tierra llevan el nombre de Bem-casados2. Pero ni siquiera este nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre a quien el pavo había convertido en dignidad, en cosa verdadera, en culto puro de la contemplación.
Nos levantamos. Eran casi las dos, estábamos todos alegres, relajados por las dos botellas de cerveza. Todos se iban a acostar, a dormir o a moverse en la cama, poco importa, porque es bueno el insomnio feliz. Lo endemoniado es que Rose, católica antes de ser Rose, había prometido esperarme con champagne. Para poder irme, mentí, dije que iba a una fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo de modo que supiera a dónde es que iba y así hacerla sufrir un poco. A las otras mujeres las besé sin guiños. Y ahora, ¡Rose!...

1 Bandeirantes; pioneros paulistas que avanzaron hacia el interior en la colonización de tierras y que formaron las familias fundadoras de la ciudad de San Pablo (n. del t.).
Dulces que se entregan como regalos en los casamientos y que se hacen con bizcochuelo y dulce de leche (n. del t).