martes, 18 de marzo de 2014

Cuento de pegada


Cute kitten named Daisy


Cosas que pegan, cosas que no pegan
Y no, no nací para pobre. ¿Y qué? Preguntale si les gusta a los pobres esperar un colectivo cagados de frío en Villa Caraza, que no les ponen ni un refugio. Por otro lado está bien, porque si los ponen, los rompen. Yo a los ocho años supe que quería estar casada con un hombre que me tuviera bien: nada de ahorrar la luz, ni cuidar los zapatos de salir, ni el fin de mes, ni, ni, punto.  A los quince fui a pasar una semana con los parientes del campo y fue la peor semana de mi vida: que la tía Segunda se había quedado tuerta porque la pateó un caballo, que el tío Ramón se había quedado con un terrenito de la tía Lucía y la pejerta ni mu, seguía dándole el desayuno en la cama al zángano como si nada. Yo siempre supe que lo mío es mío, así sea un alfiler y que hagan la prueba de sacármelo. Además en el campo almuerzan a las once de la mañana, una hora que no se puede creer. Yo dormía y la tía Segunda me despertaba diciendo "¡A almorzar!", como si tuviese algo que festejar con ese ojo tuerto. Y a la noche se acostaban y se acostarán -lo que es yo no volví más- a las nueve como los canarios. Después me miraban y me decían a coro: "¡Qué linda ropita!". Ropita, no saben distinguir un velour de un fricassé, ni el cuero del plástico. Yo miraba esas polleras a media asta que llevaban, con las piernas gordas llenas de várices, que no las curan porque creen que es el destino, y ahí tuve una videncia y pensé: "Y la ropa que voy a tener para no pisar jamás tu casa". Ya no pegaba yo, en ese tiempo con esa casa; mi papá no bien podía me daba plata para pilchas. Y Ramón sentado a la mesa como un cacique pelotudo gritaba "¡Sopa!" y ahí iban ellas en caravana llevando la sal, el pan y la concha de la lora. Y nunca se sabe qué piensan -si es que piensan-. Todo el tiempo hablando pavadas a los gritos. No, no pega estar mirando si llueve o si no llueve cuando el hombre está llegando a Marte. Llueve y punto. Obvio. Hay que saber las cosas que pegan y las que no: yo siempre lo supe. No me voy a poner lo mismo para una entrevista de la empresa que para un encuentro íntimo. Para la empresa llevo el trajecito de terciopelo celeste grisado -que justamente pega con los sillones que son de terciopelo azul, aunque hay que tener en cuenta si es de día o de noche, porque el terciopelo desluce con la luz, como no pega un vaquero con tacos altos. Punto. Sí, ella anda siempre de vaqueros, los detesto, uniforman todo para abajo. Los dos andan de vaqueros pero deberían ir de uniforme, parados en la puerta a la tarde como se debe, y no todos de corrillo en verano, con sillas y todo. Ya hablé con la administración para que tomen medidas. Yo a esa administración le voy a hacer un juicio por una cosita que me tengo bien guardada. Y si se puede, le haría un juicio a la del tercero, que puso un toldo horrible, amarillo y negro en vez del reglamentario. ¿Estamos todos locos o qué? Están todos locos o son una manga de mediocres, pero yo no me resigno a la mediocridad general. Soy de Aries con ascendiente en Tauro y los de Aries somos luchadores sin dejar de ser románticos. Por eso yo me veo en el futuro en un departamento en Belgrano -no Cabildo y Juramento que ya hay superpoblación- con una alfombra de piel de tigre a mis pies; amo a los felinos, en mi otra vida debí ser tigre y con unas almohadas con un diseño muy delicadito de tigrecitos azules. Y también en el horóscopo chino soy tigre. Sí, debo haber sido tigre, gato, qué sé yo. Y si me labro un futuro y tengo un departamento, puedo elegir mejor: no es lo mismo jugarla de local que de visitante. Desde el vamos, no soporto que un hombre sea amarrete así sea un dios que bajó a la tierra: porque una cosa es el amor y otra la pavada. Porque no todo es la ropa, también la conversación: a un hombre bien vestido, que sabe hablar un poco de todas las cosas, se lo puede llevar a cualquier lado. Lo de la ropa es más fácil de corregir, porque instintivamente me convierto en madrina de vestuario, ahora en la conversación... he notado que no se dejan corregir. Eso de la conversación es importante, tiene que estar en el punto justo, tampoco quiero un sabelotodo que me deje de cama. Por eso me quiero capitalizar y en su momento alquilo un terreno para plantar. ¿Qué? Lo que sea. Acá hay que esperar la oportunidad: hay que tener en cuenta que el año empieza en abril, después de Semana Santa. Después vienen las vacaciones de julio que paran todo y yo me quedo bien guardada porque coincide con lo que me dijo la tarotista, julio no es un mes propicio para mí, cuando me va a salir todo mal, desaparezco. Punto. ¿Qué voy a plantar? ¿Soja?, qué sé yo. Todo tiene su momento y a cada chancho le llega su San Martín, como le va a llegar al gerente de Cilsa, que no me quiso dar trabajo. Por suerte se le está cayendo el pelo y yo ya lo dije: si no me va a dar lo que quiero que se quede totalmente pelado. Yo creo que las cosas se cumplen, tarde o temprano. Y si algo está bien programado, tiene que salir. Hijos, puede ser, pero hay que tenerlos bien. Con dinero; eso sí, de noche hay que hablarles. Y con servicio durante el día. Cada cosa a su tiempo. Y si se me pasa el tiempo de tenerlos, yo adopto y punto. Además, ahora, con la clonación, ¿qué problema puede haber? Mucho mejor en el futuro, puedo elegir a mi gusto. He visto un ajuar de bebé que no se puede creer: todo al tono: el coche con los enteritos, las medias, todo pega. Y hay unos chupetes con control remoto que avisan cuando el chico se ahoga o se pone boca abajo.

lunes, 17 de marzo de 2014

Cuento altiplanista

“For a bouquet of flowers”. Photographs made ​​in the last hours of the day. A goat is directed by a dangerous way to eat a small bouquet of flowers. Location: España, Barcelona, Montserrat. (Photo and caption by Renato Lopez Baldo/National Geographic Traveler Photo Contest)



La muerte de los Arango
Contaron que habían visto al tifus, vadeando el río, sobre un caballo negro, desde la otra banda donde aniquiló al pueblo de Sayla, a esta banda en que vivíamos nosotros. A los pocos días empezó a morir la gente. Tras del caballo negro del tifus pasaron a esta banda manadas de cabras por los pequeños puentes. Soldados enviados por la Subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, vacío ya, y con algunos cadáveres descomponiéndose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus tierras secas sólo producían calabazas y arbustos de flores y hojas amargas.
Entonces yo era un párvulo y aprendía a leer en la escuela. Los pequeños deletreábamos a gritos en el corredor soleado y alegre que daba a la plaza. Cuando los cortejos fúnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy frecuentes, la maestra nos obligó a permanecer todo el día en el salón oscuro y frío de la escuela.
Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutían en las paredes de la escuela, cubrían el cielo, parecían apretarnos sobre el pecho.
La plaza era inmensa, crecía sobre ella una yerba muy verde y pequeña, la romaza. En el centro del campo se elevaba un gran eucalipto solitario. A diferencia de los otros eucaliptos del pueblo, de ramas escalonadas y largas, éste tenía un tronco ancho, poderoso, lleno de ojos y altísimo; pero la cima del árbol terminaba en una especie de cabellera redonda, ramosa y tupida. "Es hembra", decía la maestra. La copa de ese árbol se confundía con el cielo. Cuando lo mirábamos desde la escuela, las altas ramas se mecían sobre el fondo nublado o sobre las abras de las montañas.
En los días de la peste, los indios que cargaban los féretros, los que venían de la parte alta del pueblo y tenían que cruzar la plaza, se detenían unos instantes bajo el eucalipto. Las indias lloraban a torrentes, los hombres se paraban casi en círculo con los sombreros en la mano; y el eucalipto recibía a lo largo de todo su tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario. Después, cuando el cortejo se alejaba y desaparecía tras la esquina, nos parecía que de la cima del árbol caían lágrimas y brotaba un viento triste que ascendía al centro del cielo.
Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su sombra, que al atardecer tocaba al corredor de la escuela, tenía algo de la imagen, del helado viento que envolvía a esos grupos desesperados de indios que bajaban hasta el panteón. La maestra presintió el nuevo significado que el árbol tenía para nosotros en esos días y nos obligó a salir de la escuela por un, portillo del corral, al lado opuesto de la plaza.
El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta tres cadáveres en un féretro. Adornaban a los muertos con flores de retama; pero en los días postreros las propias mujeres ya no podían llorar ni cantar bien; estaban roncas e inermes. Tenían que lavar las ropas de los muertos para lograr la salvación, la limpieza final de todos los pecados. Sólo una acequia había en el pueblo; era el más seco, el más miserable de la región, por la escasez de agua; y en esa acequia, de tan poco caudal, las mujeres lavaban en fila, los ponchos, los pantalones haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los difuntos. Al principio lavaban con cuidado y observando el ritual estricto del pichk'ay; pero cuando la peste cundió y empezaron a morir diariamente en el pueblo, las mujeres que quedaban, aún las viejas y las niñas, iban a la acequia y apenas tenían tiempo y fuerzas para remojar un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y llevárselas, rezumando todavía agua por los extremos.
El panteón era un cerco cuadrado y amplio. Antes de la peste estaba cubierto de bosque de retama. Cantaban jilgueros en ese bosque; y al mediodía, cuando el cielo despejaba quemando el sol, las flores de retama exhalaban perfume. Pero en aquellos días del tifus, desarraigaron los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panteón quedó rojo, horadado; poblado de montículos alargados con dos o tres cruces encima. La tierra era ligosa, de arcilla roja oscura.
En el camino al cementerio había cuatro catafalcos pequeños de barro con techo de paja. Sobre esos catafalcos se hacía descansar a los cadáveres, para que el cura dijera los responsos. En los días de la peste los cargadores seguían de frente; el cura despedía a los muertos a la salida del camino.
Muchos vecinos principales del pueblo murieron. Los hermanos Arango eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo. El año anterior, don Juan, el menor, había pasado la mayordomía del santo patrón del pueblo. Fue un año deslumbrante. Don Juan gastó en las fiestas sus ganancias de tres años. Durante dos horas se quemaron castillos de fuego en la plaza. La guía de pólvora caminaba de un extremo a otro de la inmensa plaza, e iba incendiando los castillos. Volaban coronas fulgurantes, cohetes azules y verdes, palomas rojas desde la cima y de las aristas de los castillos; luego las armazones de madera y carrizo permanecieron durante largo rato cruzadas de fuegos de colores. En la sombra bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos surtidores de luces, nos parecieron un trozo de firmamento caído a la plaza de nuestro pueblo y unido a él por las coronas de fuego que se perdían más lejos y más alto que la cima de las montañas.
Muchas noches los niños del pueblo vimos en sueños el gran eucalipto de la plaza flotando entre llamaradas. Después de los fuegos, la gente se trasladó a la casa del mayordomo. Don Juan mandó poner enormes vasijas de chicha en la calle y en el patio de la casa, para que tomaran los indios; y sirvieron aguardiente fino de una docena de odres, para los caballeros. Los mejores danzantes de la provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles y plazas. Los niños que vieron a aquellos danzantes, el Pachakchaki, el Rumisonk'o, los imitaron. Recordando las pruebas que hicieron, el paso de sus danzas, sus trajes de espejos ornados de plumas; y los tomaron de modelos, "Yo soy Pachakchaki". "¡Yo soy Rumisonk'o!", exclamaban; y bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de trigo y maíz, los días de la cosecha.
Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se hizo más famoso y respetado. Don Juan hacía siempre de Rey Negro, en el drama de la Degollación que se representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus ojos brillaban en su oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el cerro, vestido de rey, y tronaban los cohetones, los niños lo admirábamos. Su capa roja de seda era levantada por el viento; empuñaba en alto su cetro reluciente de papel dorado y se apeaba de un salto frente al "palacio" de Herodes; "¡Orreboar!", saludaba con su voz de trueno al rey judío. Y las barbas de Herodes temblaban.
El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado. Se había educado en Lima; tenía modales caballerescos; leía revistas y estaba suscrito a los diarios de la capital. Hacía de Rey Blanco; su hermano le prestaba un caballo tordillo para que montara el 6 de enero. Era un caballo hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y él trotaba con pasos largos, braceando. Don Juan murió primero. Tenía treintidós años y era la esperanza del pueblo. Había prometido comprar un motor para instalar un molino eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resistió doce días de fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las indias en la puerta del panteón. Eran centenares y cantaron en coro. Pero esa voz no arrebataba, no hacía entremecerse, como cuando cantaban solas, tres o cuatro, en los entierros de sus muertos.
Hasta lloraron y gimieron junto a las paredes, pero pude resistir y miré el entierro. Cuando iban a bajar el cajón de la sepultura, don Eloy hizo una promesa: "¡Hermano - dijo mirando el cajón, ya depositado en la fosa - un mes nada más, y estaremos juntos en la otra vida!"
Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los acompañantes no pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres se desahogaron cantando como las indias.
Los caballeros se abrazaban, tropezaban con la tierra de las sepulturas, Comenzó el crepúsculo; las nubes se incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla.
Regresamos tanteando el camino; el cielo pesaba. Las indias se fueron primero, corriendo. Los amigos de don Eloy demoraron toda la tarde en subir al pueblo; llegaron ya de noche.
Antes de los quince días murió don Eloy. Pero en ese tiempo habían caído ya muchos niños de la escuela, decenas de indios, señoras y otros principales. Sólo algunas beatas viejas acompañadas de sus sirvientes iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las baldosas blancas se arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo que preferían, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acordó después cómo fue el entierro de don Eloy.
Las campanas de la aldea, pequeñas pero con alta ley de oro, doblaban día y noche en aquellos días de mortandad. Cuando doblaban las campanas y al mismo tiempo se oía el canto agudo de las mujeres que iban siguiendo a los féretros, me parecía que estábamos sumergidos en un mar cristalino en cuya hondura repercutía el canto mortal y la vibración de las campanas; y los vivos estábamos sumergidos allí, separados por distancias que no podían cubrirse, tan solitarios y aislados como los que morían cada día.
Hasta que una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantor, entró a la plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. La crin era blanca y negra, los colores mezclados anillos de plata relucían en el trenzado; el pellón azul de hilos también reflejaba la luz; la montura de cajón, vacía, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos cuadrados, de madera negra, danzaban.
Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron vivamente sobre el pueblo diezmado. Corrían los chanchitos mostrencos en los campos baldíos y en la plaza. Las pequeñas flores blancas de la salvia y las otras flores aún más pequeñas y olorosas que crecían en el cerro de Santa Brígida se iluminaron.
Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, junto a la sombra del eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en el aire. Luego gritó, con su voz delgada, tan conocida en el pueblo:
- ¡Aquí está el tifus, montado en caballo blanco de don Eloy! ¡Canten la despedida!
¡Ya se va, ya se va! ¡Aúúúú! ¡A ú ú ú ú!
Habló en quechua, y concluyó el pregón con el aullido final de los jarahuis; tan largo, eterno siempre:
- ¡Ah... í í í! ¡Yaúúú... yaúúú! ¡El tifus se está yendo; ya se está yendo!
Y pudo correr. Detrás de él, espantaban al tordillo, algunas mujeres y hombres emponchados, enclenques. Miraban la montura vacía, detenidamente. Y espantaban al caballo.
Llegaron al borde del precipicio de Santa Brígida, junto al trono de la Virgen. El trono era una especie de nido formado en las ramas de un arbusto ancho y espinoso, de flores moradas. El sacristán conservaba el nido por algún secreto procedimiento; en las ramas retorcidas que formaban el asiento del trono no crecían nunca hojas, ni flores ni espinos. Los niños adorábamos y temíamos ese nido y lo perfumábamos con flores silvestres. Llevaban a la Virgen hasta el precipicio, el día de su fiesta. La sentaban en el nido como sobre un casco, con el rostro hacia el río, un río poderoso y hondo, de gran correntada, cuyo sonido lejano repercutía dentro del pecho de quienes lo miraban desde la altura.
Don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al "trono" de la Virgen, luego se empinó y bajó el tapaojos, de la frente del tordillo, para cegarlo.
- ¡Fuera! - gritó - ¡Adiós calavera! ¡Peste!
Le dio un latigazo, y el tordillo saltó al precipicio. Su cuerpo chocó y rebotó muchas veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban líquenes amarillos. Llegó al río; no lo detuvieron los andenes filudos del abismo. Vimos la sangre del caballo, cerca del trono de la Virgen, en el sitio en que se dio el primer golpe.
- ¡Don Eloy, don Eloy! ¡Ahí está tu caballo! ¡Ha matado a la peste! En su propia calavera. ¡Santos, santos, santos! ¡EI alma del tordillo recibid! ¡Nuestra alma es salvada! Adiós millahuay, despidillahuay...! (¡Decidme adiós! ¡Despedidme...!).
Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latín, en quechua y en castellano.

Cuento milagroso


“Matterhorn: Night Clouds”. The Matterhorn 4478 m at full moon. Location: Zermatt, Switzerland. (Photo and caption by Nenad Saljic/National Geographic Traveler Photo Contest)



El milagro secreto
Y Dios lo hizo morir durante cien años
y luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.

Alcorán, II, 261.

La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal. Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición" para demostrar que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego, buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco. Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

Cuento cerebral


Man surrounded by signs of spirit presence


Un horrible bloqueo de la memoria
¿Ha sucedido o no ha sucedido? En mi cabeza se ha formado un vacío ambiguo, que podría deberse igualmente al trauma de lo que ha ocurrido o al cambio que significa lo que está por ocurrir; y no acierto a llenar ese vacío. Sin embargo, la cosa en cuestión me concierne directa e inmediatamente: si no sucedió hace quince minutos, debe suceder dentro de quince minutos. Pero las dos posibilidades tienen en común un mismo sentimiento de impaciencia casi frenética, que me impide esperar que los hechos me proporcionen la explicación definitiva que necesito. No puedo esperar ni siquiera un minuto no sólo porque debo prepararme para enfrentar dos situaciones muy distintas, o sea, aquella de lo ya ocurrido y aquella de lo no ocurrido todavía, sino también y sobre todo porque debo indispensablemente superar lo antes posible esta especie de bloqueo que me impide hacer algo para mí fundamental: tomar conciencia. En efecto, precisamente de eso se trata, y no hay quien no vea la enorme diferencia que hay entre tomar conciencia antes de la acción y tomar conciencia después de la acción. Pero, ¿cómo se hace para tomar conciencia cuando la acción está, por así decirlo, en la punta de la lengua y no se decide a adoptar el aspecto sea de lo ya visto, ya hecho, ya padecido, sea el de lo todavía no visto, todavía no hecho, todavía no padecido?
Con una mano sola me llevo el cigarrillo a la boca; lo tomé del paquete que está sobre el tablero y lo prendo con el encendedor del automóvil. Entretanto, sigo apretando con el brazo izquierdo, doblado, el cierre relámpago de la chaqueta, que, no sé cómo, se ha trabado y quedó abierta, de modo que la empuñadura de la pistola se asoma visiblemente. Se me ocurre que para saber si la cosa ha sucedido o aún debe suceder yo podría, en vista de que la memoria está bloqueada, interrogar la realidad, buscar indicios de lo ya ocurrido o lo no ocurrido todavía. Por ejemplo, el cierre relámpago trabado. Ayer funcionaba, por lo tanto se trabó esta mañana. Pero, ¿se trabó después de algo hecho, o antes de algo que todavía falta hacer, debido a un tirón demasiado brusco, causado por el shock de lo ya ocurrido, o por la nerviosidad de lo que todavía no ocurrió?
Abandono de pronto el tema porque reconozco allí la misma ambigüedad indescifrable que hay en el principio de la amnesia; y me digo que hay una sola manera de comprobar inmediatamente si el hecho se ha consumado ya o no: examinar la pistola, verificar si ha disparado. El alivio con que recibo este proyecto me dice que he pensado con exactitud. ¿Cómo no se me había pasado ya por la cabeza una solución tan lógica y tan simple?
Pero el alivio dura poco. Sí, la pistola puede proporcionarme la prueba que tan afanosamente estoy buscando; pero es una prueba "exterior". Es como si le pidiera a las ropas que llevo puestas, a los zapatos que calzo, la prueba de mi existencia. Prueba que debe ahora, en cambio, residir en la certeza de que existo sin necesidad alguna de pruebas: en el hecho mismo de que nadie busca pruebas. Por otra parte, la prueba de la pistola me espanta, porque confirmaría esta disociación mía, funesta e insoportable. Después de la prueba, sabré con certeza que la cosa ha sucedido o no ha sucedido; pero tendré al mismo tiempo otra certeza, desconcertante, la de que la cosa ya ha sucedido o no "a otro", puesto que yo, "dentro" de mí, seguiré ignorando si el hecho se ha verificado o no.
Sin embargo, debo saber, no puedo esperar. Es como si me hubiera sumergido hasta el fondo del mar, mi escafandra de buzo se hubiera averiado, y yo me sofocara y supiese que sólo tengo pocos segundos para salir a flote. Mi urgencia de saber, por lo demás, es justificada por un embotellamiento de tránsito donde mi automóvil se ha encastrado, según todas las apariencias, irremediablemente y como para siempre. Estamos en un gran camino periférico que no conozco. Los automóviles están quietos, en cuatro filas de ambos lados, adelante y detrás. Exactamente frente a mí, la visión es interrumpida por el rectángulo negro y amarillo de un colosal camión de transporte. A la derecha del camión, allá lejos, la luz del semáforo ya se tornó tres veces alternativamente verde y roja, sin que los vehículos se hayan movido. Debe de tratarse de un accidente; o bien de uno de esos bloqueos inextricables que pueden durar varias horas. Y yo, antes de que el embotellamiento se resuelva, tengo absoluta necesidad de llegar a saber sólo por mis propios medios, es decir, exclusivamente con ayuda de la memoria, y no gracias a indicios proporcionados por objetos, si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder.
Recuerdo en este momento (mi memoria funciona tanto mejor cuanto más lejos están los hechos que intento recordar) que hace algunos años atravesé el Sahara, de Túnez a Agadesh, y que varias veces me extravié por perder el camino. ¿Qué hacía entonces para encontrar el camino correcto? De acuerdo con una regla dictada por la experiencia, volvía atrás hasta el punto de donde había partido. De allí partía de nuevo y, en efecto, al cabo de un recorrido más o menos largo, descubría el lugar preciso donde me había desviado. Una vez debí recorrer tres o cuatro veces el mismo camino equivocado antes de descubrir el error. Me perdía siempre de la misma manera, siempre en el mismo lugar. Al fin, sin embargo, cuando estaba ya por desesperar, con el sol cerca del poniente y la perspectiva de quedar sin nafta, de pronto encontraba el camino. Estaba tras un matorral no más alto que un niño, y borrado por un tramo no mayor que tres o cuatro metros. Es fácil perderse en el desierto.
Ahora haré lo mismo. Volveré atrás hasta el punto en que mi memoria dejó de funcionar; hasta el punto en que empieza el vacío (estuve por decirme "el desierto"). Pero debo apresurarme a emprender esta operación mnemónica, porque de un momento a otro el embotellamiento de la ruta puede resolverse; y en ese caso, es muy probable que minutos después llegue a saber con certeza si la cosa ya sucedió o todavía debe suceder. Pero no llegaré a saberlo por mérito propio, sólo gracias a mis fuerzas, sino por obra del choque con la realidad: eso jamás podré perdonármelo, y por otra parte no resolvería nada, porque mi problema ya no consiste en saber sino en recordar.
Veamos, entonces, en qué momento de la mañana (ahora son cerca de las doce) mi memoria dejó de funcionar. Entonces, con súbito sentimiento de estupor, descubro que no recuerdo nada hasta... hasta el momento del despertar. Esto quiere decir que sólo recuerdo el despertar, y nada más, porque antes del despertar está el vacío de la noche, que pasé durmiendo; y después del despertar está el vacío del bloqueo mental. Pero el despertar, esos pocos o muchos minutos que pasé en la oscuridad esta mañana, antes de levantarme, ese instante lo recuerdo muy bien y puedo describirlo con todos sus particulares. De modo que, ahora, lo describiré, y mediante esa descripción, estoy seguro, recobraré la punta de la madeja de la memoria; descubriré, como en el desierto, el pequeño matorral tras el cual se esconde el camino.
Por lo tanto, coraje. Me desperté más o menos a la hora fijada, pero por mí mismo, antes de que sonara el despertador, Encendí la luz, miré el reloj de pulsera y vi que faltaban cinco minutos; mi primer impulso fue apagar la luz, acurrucarme y dormirme de nuevo. Pero no era posible; no se puede dormir nada más que cinco minutos; de modo que apagué la luz, pero me quedé sentado en la cama, con los ojos perdidos en la oscuridad. No pensaba en nada; o, más bien, pensaba en el color de la oscuridad. ¿Qué color tenía la oscuridad? ¿Color café muy tostado? ¿Color negro de humo? ¿Color ébano? ¿Color tinta? ¿Y qué consistencia tenía, de qué estaba hecha? ¿Era un hormigueo de moléculas negras sobre un fondo imperceptiblemente luminoso, o era un hormigueo de partículas luminosas sobre un fondo uniformemente negro?
Recuerdo que descarté una tras otra esas definiciones porque no me satisfacían; pero sentí, en compensación, que la oscuridad me "apetecía", que tenía hambre de ella, como se tiene hambre de comida después de un largo ayuno. Recuerdo también que de vez en cuando encendía la lámpara, miraba el reloj, veía que habían pasado dos minutos, después tres, después cuatro, y cada vez apagaba de nuevo la lámpara, para gozar, aunque fuera durante un minuto, durante treinta segundos, de esa oscuridad deliciosa.
Por fin encendí la lámpara sabiendo que era la última vez que lo hacía y que ya era hora de que me levantara. Fue justamente en ese instante, precisamente en esa diminuta fracción de tiempo en que encendí la luz, cuando dejé de registrar lo que hacía, porque a partir de entonces no recuerdo nada más de lo sucedido.
Observo el rectángulo amarillo y negro de la parte trasera del camión de transporte; veo que no se ha movido; por otra parte, la luz del semáforo, allá lejos, pasado el camión, está roja; tal vez me quede todavía un minuto; tal vez, si al prenderse la luz verde los vehículos no avanzan, haya todavía dos minutos. Entonces reanudo con encarnizamiento la reconstrucción del despertar. La memoria, pues, se apagó en el preciso instante en que se encendió la lámpara. ¿Qué significa esto? ¿Cómo puede haber ocurrido semejante cosa? ¿Y por qué precisamente a mí?
Me digo que no es difícil imaginar lo que hice. Soy una persona más bien rutinaria: he de haberme levantado, he de haberme duchado, he de haberme afeitado, etcétera, etcétera, etcétera. Pero todo esto, como lo advierto de pronto, no lo recuerdo; me limito a reconstruirlo sobre la base del recuerdo de mis otros despertares anteriores. Y en cambio debo recordar precisamente el momento de asearme esta mañana, no el de alguna otra. Sólo si lo recuerdo podré recordar lo que aconteció después; es como encontrar de nuevo el matorral tras el cual se esconde el camino.
Hago un gran esfuerzo; me repito: "Entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara... entonces encendí la lámpara..."
Ya demasiado tarde. La luz del semáforo ahora es verde; y, casi instantáneamente, toda la calle se pone en marcha. Se mueven los automóviles que están delante, detrás y a ambos lados del mío; se mueve el rectángulo amarillo y negro del camión de transporte. Así pues, muy pronto sabré si la cosa ya ocurrió o aún debe ocurrir. Pero comprendo con angustia que no seré yo, con mi memoria, quien lo descubrirá; en cambio, me lo revelarán los objetos y las circunstancias.

jueves, 13 de marzo de 2014

Cuento brasileño





Echando a perder
Estaba medio jodido sin conseguir empleo y afligido por vivir a costas de Mariazinha, que era costurera y defendía una lana escasa que mal daba para ella y la hija. De noche ni tenía ya gracia en la cama, preguntándome, ¿conseguiste algo?, ¿tuviste más suerte hoy?, y yo lamentándome que nadie quería emplear a un tipo con mal expediente; sólo un malandrín como el Porquinho que estaba queriendo que yo fuera a recogerle un estraperlo en Bolivia, pero en ese negocio yo podía entrar bien, sólo que si me cogían de nuevo me echaba unos veinte años. Y el Porquinho respondía, si prefieres seguir chuleando a la costurera, es problema tuyo. El hijo de puta no sabía cómo era allá adentro, sin haber entrado nunca al bote; fueron cinco años y cuando yo pensaba en ellos parecía que no había hecho otra cosa en toda mi vida, desde muchachito, sino estar encerrado en la cárcel, y pensando en eso fue como dejé al Porquinho rebajarme frente a dos comemierdas, muriendo de odio y vergüenza. Y ese mismo día, para mal de mis pecados, cuando llegó a casa la Mariazinha me dice que quiere hablar seriamente conmigo, que la niña necesitaba un padre y que yo no aparecía por la casa, y la vida estaba mal y difícil, y que me pedía permiso para buscarse otro hombre, un trabajador que la ayudara. Yo pasaba los días fuera, con vergüenza de verla sudando sin parar sobre la máquina de coser y yo sin dinero y sin trabajo, y me dieron ganas de romperle la cara a aquella hija de puta, pero ella tenía razón y dije, tienes razón, y preguntó si no le iba a pegar y dije que no, y dijo si quería que hiciera alguna cosa para que comiera y dije que no, que no tenía hambre, y me había quedado realmente sin hambre, a pesar de haber pasado todo el día sin oler un plato.
Comencé a buscar trabajo, aceptando lo que diera y viera, menos complicaciones con los del orden, pero no estaba fácil. Fui al mercado, fui a los bancos de sangre, fui a esos lugares que siempre dan para levantar algo, fui de puerta en puerta ofreciéndome de limpiador, pero todo el mundo estaba escamado pidiendo referencias, y referencias yo sólo tenía del director del presidio. La situación estaba negra y yo perdiendo casi la cabeza, cuando me encontré con un compadre mío que había sido gorila conmigo en una boite de Copacabana y dijo que conocía a un pinta que estaba necesitando un tipo como yo, bragado y decidido.  Callé que había estado en la cárcel, dije que había vivido trapicheando en São Paulo y ahora estaba de vuelta y él dijo, voy a llevarte allí ahora. Llegamos a la boite y mi compa me presentó al dueño, que preguntó, ¿has trabajado en esto? Respondí que sí y él preguntó si conocía gente de la policía y le dije que sí, sólo que yo de un lado y ellos del otro, pero eso no se lo dije, y el dueño habló, no quiero blanduras, esta zona es brava, y yo dije, déjame a mí, ¿cuándo empiezo?, y él respondió, hoy mismo; maricón, loco, negro y traficante no entran, ¿entendiste?
Fui corriendo para casa a dar la buena noticia a Mariazinha y ella no me dejó ni hablar, en seguida me fue diciendo que había encontrado un hombre, un sujeto decente y trabajador, carpintero de la tienda de un judío de la calle del Catete, y quería casarse con ella. Puta mierda. Sentí un vacío por dentro, y Mariazinha dijo, pues claro, con tu pasado nunca vas a encontrar trabajo, habiendo estado tanto tiempo preso, y el Hermenegildo es muy bueno y siguió hablando bien del hombre que había encontrado; oí todo y no sé por qué, creo que por consideración a Mariazinha, no le dije que al fin había encontrado empleo, la pobre ya debía estar harta de mí. Dije sólo que quería tener una charla con el tal Hermenegildo y me pidió que no, por favor, tiene miedo de ti porque estuviste en la cárcel, y respondí, ¿miedo?, coño, lo que debía de tener es pena, dame la dirección del tipo.
Trabajaba en una tienda de muebles y cuando llegué allí estaba esperándome con dos colegas más y vi que todos estaban asustados, con porras de madera cerca de la mano y yo dije, manda tus colegas fuera, vine a conversar en paz, y los tipos salieron y él me contó que era cearense y que quería casarse con una mujer honesta y trabajadora, siendo él también honesto y trabajador, que le gustaba Mariazinha y él a ella. Fuimos al tugurio, después de que le pidió permiso al Isaac, y tomamos una cerveza y allí está otro hijo de puta al que yo debía de matar a golpes, pero lo que estaba haciendo era entregarle a mi mujer, puta madre.
Volví a casa de Mariazinha. Había hecho un envoltorio con mis cosas, no era un envoltorio grande, lo coloqué bajo el brazo, Mariazinha estaba con el pelo recogido y con un vestido que me gustaba y me dolió el corazón cuando apreté su mano, pero sólo dije adiós.
Anduve por la ciudad con el envoltorio bajo el brazo, haciendo tiempo, y después fui para la boite. El dueño me buscó un traje oscuro y una corbata y me mandó que me quedara en la puerta. Estaba allí recostado para cansarme menos cuando llegó un mariconazo vestido de mujer, peluca, joyas, carmín, senos postizos, todos los perifollos, y dije, no puede entrar, señora. ¿Señora?, no seas bestia, gentuza, dijo, torciendo la boca con desprecio. Pues no entra, olvídelo, dije, permaneciendo en la puerta. ¿Sabes con quién estás hablando?, preguntó el maricón. Dije, no señora y no me interesa, puede ser hasta la madre del año que no entra. Creo que en medio de esta plática alguien fue a llamar al dueño, pues apareció en la puerta y le habló al puto, disculpe, el portero no le reconoció, disculpe, tenga la bondad de entrar, todo fue una equivocación, y todo mesurado invitó a entrar al maricón y lo fue acompañando hasta adentro. Después volvió y dijo, con cara de pocos amigos, que había impedido la entrada a un tipo importante. Para mí, travesti es travesti y quien mandó que les impidiera entrar fue usted mismo, dije. Carajo, dijo el dueño, ¿en qué lugar aprendiste el oficio? ¿Pero es que no sabes que existen maricones en las altas esferas y que no se les impide el paso?; mira a ver si usas un poco de inteligencia, no por ser gorila de un club tienes que ser tan burro. Vamos a ver si entendí, dije, picado porque había llamado a aquel cagajón señor mientras él me había llamado burro, vamos a ver si entendí bien, yo impido pasar a todos los invertidos menos a aquéllos que son sus amiguitos, pero el problema es saber quiénes son sus compinches, ¿no es verdad? Y finalmente, ¿por qué no dejar a los invertidos, los que no son importantes, entrar?, también son hijos de Dios, y otra cosa, las personas que tienen rabia a los maricones, lo que tienen en verdad es miedo de pasarse a la acera de enfrente. El dueño me miró con coraje y susto y graznó entre dientes, después hablamos. Vi en seguida que el canalla iba a echarme al final de la jornada y me iba a quedar de nuevo en la calle de la amargura. Puta madre.
Fue entrando gente, aquello era una mina, el mundo estaba lleno de idiotas que se tragaban cualquier porquería siempre que el precio fuera caro. Pero aquellos tipos, para tener aquella lana, tenían que estar pisando a alguien, ya verán aquí al imbécil jodido, a sus órdenes, gracias.
Debían de ser las tres y allá adentro todas las mesas estaban ocupadas, la pista llena de gente bailando, la música estridente, cuando el camarero llegó a la puerta y dijo, el patrón está llamando. El patrón es un carajo, dije, pero fui tras el camarero. El dueño de la casa estaba en el bar y dijo apuntando a una de las mesas, aquel sujeto se está portando de manera inconveniente, échalo. De lejos identifiqué al tipejo, uno de ésos que de vez en cuando le da por hacerse el macho desesperado indomable, pero no pasa de ser un baboso queriendo impresionar a las niñas y allí estaba ella, la niña, agarrada al brazo del hombrón y él fingiendo la furia sanguinaria, tirando una que otra silla al suelo. Yo me como a esos tipos. Ya había puesto fuera a un montón, en la época de gorila, basta cogerlos por la ropa, ni hace falta mucha fuerza, que ellos van saliendo en seguida, hablan alto, protestan, amenazan, pero no dan ningún trabajo, no son nada, es lo único que hacen, y al día siguiente le cuentan a los amigos que cerraron la boite y que no me rompieron la cabeza únicamente porque la chica no los dejó. Entonces me acordé del dueño de la casa, me pondría realmente a la calle, puta madre, estaba cansado de que abusaran de mí, y allí delante estaba aquella pagoda china, llena de brillos y espejos, para ser destrozada, ¿iba a dejar pasar la oportunidad? Le dije al bestia, sólo para irritar, ¿está nerviocito?, tú y tu puta de al lado se me van largando ya. ¿Y qué tal que el idiota se arrugó y fue saliendo mansamente? Pero mi suerte quería que me encontrara con tres tipos grandulones, encarándome, locos por desgraciarme, y al momento le dije al más feo, ¿qué me ves?, ¿quieres llevarte un madrazo? Para poder forzarlos a decidirse le di un madrazo mero en medio de los cuernos a la mujer que estaba con ellos. Entonces ocurrió la cagada, estalló el desorden como un trueno, de repente había diez tipos peleando, el negro que llevaba las sobras también daba y entraba en el conflicto, corrí hacia adentro del bar y no sobró una botella, las lámparas se fueron al carajo, la luz se apagó, un huracán tremendo que cuando acabó sólo dejó en pie las paredes de ladrillo.
Después que la policía llegó y se marchó, le dije al dueño de la casa, vas a pagarme el hospital y el dentista también, creo que perdí tres dientes en este rollo, me reventé para defender tu casa, merezco una lana de gratificación que, pensándolo bien, la quiero ahora mismo. Ahora. El dueño de la casa estaba sentado, se levantó, fue a la caja, cogió un paquete de dinero y me lo dio. Cogí mi envoltorio y me fui. Puta madre.

sábado, 8 de marzo de 2014

Cuento USA


Eugene Lvovsky is a Graphic Designer/Artist from Toronto, Canada who makes art out of type - letterforms, outlines and fragments.
"Each letter, each little piece in my art is perfected by hand and placed very specifically to create a visually pleasing relationship between typographic characters and their unique shapes."

" Type Is..." is an ongoing series created entirely out of typefaces, where every single letter placement is perfected by hand, creating a visually intriguing relationship between each character with respect to its unique shape. The flow of every piece is meant to challenge the viewer's eye – encouraging it to travel around the image, thus endlessly discovering it piece by piece. Each nook and crevice will help you find new appreciation for form and the beauty of the typographic character.

El tío Wiggily en Connecticut
Eran casi las tres cuando Mary Jane encontró por fin la casa de Eloise. Le contó a Eloise, quien había salido a la puerta a recibirla, que todo había resultado perfecto, que se había acordado exactamente del camino hasta que dejó la autopista de Merrick. Eloise dijo "Autopista Merritt, nena", y le recordó que en dos oportunidades anteriores ya había encontrado la casa; pero Mary Jane se limitó a gemir algo en forma ambigua, algo referente a su caja de Kleenex, y corrió otra vez hacia su convertible. Eloise levantó el cuello de su abrigo de piel de camello, se puso de espaldas al viento y esperó. Mary Jane volvió en seguida, usando una hojita de Kleenex y todavía con aire de estar preocupada, hasta angustiada. Eloise dijo alegremente que se había quemado todo -las mollejas, todo- pero Mary Jane dijo que de todas maneras había comido en el camino. Mientras las dos caminaban hacia la casa, Eloise preguntó a Mary Jane por qué le habían dado el día franco. Mary Jane dijo que no tenía todo el día franco, sino que el señor Weyinburg se había herniado y se había quedado en su casa de Larchmont, y todas las tardes ella debía llevarle la correspondencia y traer alguna que otra carta para despachar. Le preguntó a Eloise: -¿Qué es una hernia, exactamente? -Eloise, dejando caer el cigarrillo sobre la nieve sucia, dijo que en realidad no sabía, pero que Mary Jane no tenía que preocuparse por la posibilidad de herniarse. Mary Jane dijo "Oh" y las dos chicas entraron a la casa.
Veinte minutos después estaban terminando su primer copetín en la sala y conversaban de esa manera peculiar, y probablemente única, de quienes han compartido alguna vez un cuarto en la universidad. El vínculo entre ellas era aún más estrecho: ninguna de las dos se había recibido. Eloise había abandonado los estudios a mitad del segundo año, en 1942, después de que la encontraron encerrada con un soldado en un ascensor, en el tercer piso del pabellón de residentes. Mary Jane había dejado la misma clase, el mismo año, prácticamente el mismo mes para casarse con un cadete de aviación destinado en Jacksonville, Florida: un muchacho delgado, preocupado por los aviones, procedente de Dill, Misisipi, que había pasado dos de los tres meses que estuvo casado con Mary Jane, en el calabozo por haber acuchillado a un policía militar.
-No -decía Eloise-. En realidad, era pelirroja. -Estaba echada en el sofá, con sus piernas (delgadas pero muy bonitas) cruzadas a la altura de los tobillos.
-Yo había oído decir que era rubia -repitió Mary Jane. Estaba sentada en un sillón azul, rígido-. Esa fulana juró por todos los santos que era rubia.
-No. En absoluto -Eloise bostezó-. Cuando se lo tiñó yo prácticamente estaba en el cuarto con ella. ¿Qué pasa? ¿No hay cigarrillos ahí?
-Está bien. Tengo un paquete entero -dijo Mary Jane-. En alguna parte -revisó su bolso.
-Esta sirvienta imbécil -dijo Eloise sin moverse del diván-. Dejé justo delante de sus narices dos cartones nuevos de cigarrillos hace más o menos una hora. En cualquier momento aparece para preguntarme qué tiene que hacer con ellos. ¿De qué diablos hablábamos?
-De Thieringer -le sopló Mary Jane, mientras prendía uno de sus propios cigarrillos.
-Ah, sí. Me acuerdo perfectamente. Se lo tiñó la noche antes de casarse con ese Frank Henke. ¿Te acuerdas de él, por casualidad?
-Más o menos. ¿Era soldado raso? ¿Terriblemente sin atractivo?
-¿Sin atractivo? ¡Por Dios! Parecía un Bela Lugosi con la cara sucia.
Mary Jane echó su cabeza hacia atrás y estalló de risa.
-Maravilloso -dijo, recobrando la posición adecuada para beber.
-Dame tu vaso -dijo Eloise, revoleando sus pies descalzos, enfundados en las medias y poniéndose de pie-: Francamente esa gansa. Hice de todo menos obligar a Lew a que le hiciera la corte para que viniera aquí con nosotras. Ahora me arrepiento... ¿Dónde conseguiste eso?
-¿Esto? -dijo Mary Jane, tocando un camafeo que llevaba en el pecho-. Pero si ya lo llevaba en la universidad. Era de mamá.
-Dios mío -dijo Eloise con el vaso vacío en la mano-. Yo no tengo ni una mísera porquería de recuerdo. Si la madre de Lew se muere alguna vez, ¡ja, ja!, probablemente me deje alguna pinza para hielo con un monograma o algo por el estilo.
-¿Cómo te llevas con ella últimamente?
-No hagas chistes -dijo Eloise dirigiéndose a la cocina.
-Esta sí que es la última copa para mí -le gritó Mary Jane.
-Cuernos. ¿Quién llamó a quién? ¿Y quién llegó con dos horas de retraso? Tú te quedas aquí hasta que me canse de verte. Al diablo con tu asqueroso trabajo.
Nuevamente Mary Jane echó su cabeza hacia atrás y volvió a reír, pero Eloise ya había desaparecido en la cocina. Incómoda al hallarse a solas en la habitación, Mary Jane se incorporó y fue hasta la ventana. Hizo a un lado la cortina y apoyó un antebrazo en uno de los travesaños entre los paneles de vidrio, pero al notar que estaba sucio retiró el brazo, frotó la muñeca con la otra mano para limpiarla y se paró más derecha. Afuera la nieve sucia se derretía rápidamente, convirtiéndose en hielo. Mary Jane soltó la cortina y regresó al sillón azul, pasando entre dos bibliotecas repletas de libros sin dignarse mirar ninguno de los títulos. Una vez sentada, abrió su bolso y se miró los dientes en el espejito. Cerró la boca, deslizó la lengua con fuerza sobre los dientes superiores, y volvió a mirarse.
-Está helando en forma, afuera -dijo, volviéndose-. ¡Qué poco tardaste! ¿No le pusiste soda?
Eloise, con un vaso lleno en cada mano, se detuvo de pronto. Extendió los dos dedos índice a modo de revolver Y dijo:
-Que nadie se mueva. Tengo rodeado todo este maldito lugar.
Mary Jane rió y guardó el espejito.
Eloise se adelantó con los vasos. Con cierta inseguridad, puso el de Mary Jane en un apoyavasos, pero conservó el suyo en la mano. Se echó de nuevo en el diván.
-¿Qué crees que está haciendo ahí? -dijo -. Está sentada sobre su gran traste negro leyendo El manto sagrado. Al sacar las cubetas se me cayeron. Me miró realmente fastidiada.
-Esta es la última para mí. Lo digo en serio -dijo Mary Jane, tomando su vaso- Ah, escúchame. ¿Sabes a quién vi la semana pasada, en la planta baja de Lord & Taylor's?
-Ya sé -dijo Eloise, acomodando un almohadón debajo de su cabeza-. A Akim Tamiroff.
-¿Quién? -dijo Mary Jane-. ¿Quién es?
-Akim Tamiroff. Trabaja el cine. Siempre dice "Estás haciendo un gran chiste, ¿no?"... Me encanta... En toda esta casa no hay un solo almohadón soportable... ¿A quién viste?
-A Jackson. Estaba...
-¿Cuál de ellas?
-No se. La que estaba en la clase de psicología con nosotras, que siempre...
-Las dos estaban en la clase de psicología.
-Bueno. La que tenía un tremendo...
-Marcia Louise. Yo también me encontré con ella una vez. ¿Habló hasta por los codos?
-¡Ay, Dios!, sí. Pero ¿sabes qué me dijo, además? Murió la doctora Whiting. Me dijo que Bárbara Hill le escribió contándole que Whiting se había muerto de cáncer el verano pasado. Dijo que pesaba menos de treinta kilos al morir. ¿No es terrible?
-No.
-Eloise, te estás volviendo más dura que una piedra.
-Ajá. ¿Qué más dijo?
-Oh, acababa de regresar de Europa. A su marido lo habían destinado a Alemania o algo parecido y ella fue con él. Dijo que tenían una casa de cuarenta habitaciones, que compartían solo con otra pareja y unos diez sirvientes. Tenía su propio caballo y el cuidador había sido el maestro de equitación de Hitler o algo así. Ah, y empezó a contarme cómo casi la había violado un soldado negro. Empezó a contármelo justo en la planta baja de Lord & Taylor's; tú sabes cómo es Jackson. Dijo que había sido el chofer de su marido, una mañana cuando la llevaba al mercado o algo por el estilo. Dijo que se asustó tanto que ni siquiera...
-Espera un segundo -Eloise levantó la cabeza y la voz-: Ramona ¿eres tú?
-Sí -contestó una vocecita de niña.
-Por favor, cierra la puerta cuando entres -gritó Eloise.
-¿Es Ramona? Me muero de ganas de verla. ¿Te das cuenta que no la he visto desde que tuvo la...?
-Ramona -gritó Eloise con los ojos cerrados-. Ve a la cocina y dile a Grace que te quite las galochas.
-Bueno -dijo Ramona-. Vamos, Jimmy.
-Me muero por verla -dijo Mary Jane-. ¡Oh. Dios! Mira lo que hice. Lo siento terriblemente, Elo.
-Deja. Déjalo -dijo Eloise-. Odio esta porquería de alfombra, después de todo. Te serviré otro trago.
-No, mira, ¡me queda más de la mitad! -Mary Jane levantó su vaso.
-¿Seguro? -dijo Eloise-. Dame un cigarrillo.
Mary Jane le extendió su paquete de cigarrillos, diciendo: -Me muero de ganas de verla. ¿A quién se parece ahora?
Eloise prendió un fósforo: -A Akim Tanjiroff.
-No, en serio.
-A Lew. Se parece a él. Cuando viene la madre los tres parecen trillizos.
Eloise, sin incorporarse, tomó una pila de ceniceros de la mesa ratona. Separó con pericia el cenicero que estaba encima de la pila y lo depositó sobre su abdomen.
-A mí me hace falta un cocker spaniel o algo así -dijo-. Alguien que se me parezca.
-¿Cómo anda de los ojos? -preguntó Mary Jane-. No están peores ni nada de eso ¿verdad?
-No. Que yo sepa por lo menos.
-¿Ve algo sin los anteojos? Quiero decir, si tiene que levantarse de noche para ir al baño o algo así.
-No se lo cuenta a nadie. Está llena de secretos -. Mary Jane giró en su sillón.
-¡Hola, Ramona! -dijo-. ¡Qué lindo vestido! -dejó su vaso en una mesita-. Apuesto a que ni siquiera te acuerdas de mí, ¿eh, Ramona?
-Claro que se acuerda. ¿Quién es la señorita, Ramona?
-Mary Jane -dijo Ramona, y se rascó.
-¡Maravilloso! -dijo Mary Jane-. ¿Me das un besito, Ramona?
-Termina de rascarte -dijo Eloise a Ramona.
Ramona dejó de rascarse.
-No me gusta dar besitos.
Eloise hizo oír un chasquido impaciente y preguntó:
-¿Dónde está Jimmy?
-Aquí está.
-¿Quién es Jimmy? -preguntó Mary Jane a Eloise.
-¡Oh! Su festejante. Va adonde ella va. Hace lo que hace ella. Todo de lo más divertido.
-¿Es verdad? -dijo Mary Jane entusiasmada. Se inclinó hacia adelante-. ¿Tienes un festejante, Ramona?
Los ojos miopes de Ramona, detrás de los gruesos anteojos, no reflejaron la más mínima parte del entusiasmo de Mary Jane.
-Mary Jane te hizo una pregunta, Ramona -dijo Eloise.
Ramona introdujo un dedo en su pequeña y chata nariz.
-No hagas eso -dijo Eloise-. Mary Jane te preguntó si tienes novio.
-Sí -dijo Ramona, aún ocupada con su nariz.
-Ramona -dijo Eloise-, basta ya. Ahora mismo.
Ramona bajó la mano.
-Bueno, me parece maravilloso -dijo Mary Jane-. ¿Cómo se llama? ¿Me dices cómo se llama, Ramona? ¿O es un secreto muy importante?
-Jimmy -dijo Ramona.
-¿Jimmy? ¡Ah, me encanta el nombre Jimmy! ¿Jimmy qué, Ramona?
-Jimmy Jimmereeno -dijo Ramona.
-Quieta -dijo Eloise.
-¡Bueno! Todo un nombre. ¿Dónde está Jimmy? ¿Me lo dirás, Ramona?
-Aquí -dijo Ramona. Mary Jane miró a su alrededor, y luego miró otra vez, a Ramona, sonriendo en la forma más simpática posible.
-¿Aquí dónde, querida?
-Aquí -dijo Ramona-. Le estoy dando la mano.
-No entiendo -dijo Mary Jane a Eloise, que estaba terminando su vaso.
-A mí no me mires -dijo Eloise.
Mary Jane miró nuevamente a Ramona.
-Ah, ya veo. Jimmy es un chico de mentiras. Maravilloso -Mary Jane se inclinó cordialmente hacia adelante-. ¿Cómo te va, Jimmy? -dijo.
-Él no te va a hablar -dijo Eloise.
-Ramona, cuéntale a Mary Jane acerca de Jimmy.
-¿Que le cuente qué?
-Derecha, por favor... Dile a Mary Jane cómo es Jimmy.
-Tiene ojos verdes y pelo negro.
-¿Qué más?
-No tiene papá ni mamá.
-¿Qué más?
-No tiene pecas.
-¿Qué más?
-Una espada.
-¿Qué más?
-No sé -dijo Ramona, y empezó a rascarse de nuevo.
-¡Parece precioso! -dijo Mary Jane, y se inclinó aún más hacia adelante en su silla-. Ramona... dime... ¿Jimmy también se quitó las galochas cuando entró?
-Tiene botas -dijo Ramona.
-Maravilloso -dijo Mary Jane a Eloise.
-Eso es lo que crees tú. Yo tengo que soportarlo todo el día. Jimmy come con ella. Se baña con ella. Duerme con ella. Ella duerme en un lado de la cama para no aplastarlo cuando se da vuelta.
Como absorta y encantada con esa información, Mary Jane se mordió el labio inferior y después lo soltó para preguntar: -¿Y ese nombre de dónde lo sacó?
-¿Jimmy Jimmereeno? Dios sabe.
-Tal vez de algún chico de la vecindad.
Bostezando, Eloise meneó la cabeza:
-No hay chicos por aquí. Ni chicos ni chicas. Por detrás me llaman Fanny la Fértil...
-Mamá -dijo Ramona-, ¿puedo salir a jugar?
Eloise la miró.
-Acabas de llegar -le dijo.
-Jimmy quiere salir otra vez.
-¿Se puede saber por qué?
-Se olvidó la espada afuera.
-Oh, él y su maldita espada -dijo Eloise-. Bueno. Está bien. Ponte nuevamente las galochas.
-¿Puedo agarrar esto? -dijo Ramona, tomando un fósforo quemado del cenicero.
-"Puedo tomar esto." Sí. Por favor no andes por la calle.
-¡Adiós, Ramona! -dijo Mary Jane en tono musical.
-Adiós -dijo Ramona-. Vamos, Jimmy.
Repentinamente, Eloise se puso de pie.
-Dame tu vaso -dijo.
-No, Elo, en serio. Ya tendría que estar en Larchmont. Mr. Weyinburg es tan amable, que no me gusta...
-Llámalo y dile que te has muerto. Suelta ese maldito vaso.
-No, en serio, Elo. Está helando horrorosamente. El auto casi no tiene anticongelante. Es que si yo no...
-Que se congele. Anda, llama. Dile que te has muerto -dijo Eloise-. Dame eso.
-Bueno... ¿dónde está el teléfono?
-Se fue... -dijo Eloise, llevando los vasos vacíos y yendo hacia el comedor, para ese lado -se detuvo en el umbral entre la sala y el comedor, hizo una contorsión y dio un salto. Mary Jane lanzó una risita.

-Lo que digo es que tú nunca conociste de veras a Walt -dijo Eloise a las cinco menos cuarto, acostada de espaldas en el piso, con un vaso lleno haciendo equilibrio sobre su pecho casi liso-. Fue el único muchacho que conocí capaz de hacerme reír. Te digo reír de veras -miró a Mary Jane-. ¿Te acuerdas esa noche, en nuestro último año, cuando la loca de Louise Hermanson entró en el cuarto a la carrera llevando ese corpiño negro que había comprado en Chicago?
Mary Jane rió entre dientes. Estaba acostada boca abajo en el sofá, con la cabeza apoyada en el brazo, de frente a Eloise. Había dejado el vaso en el suelo, al alcance de su mano.
-Bueno, él podía hacerme reír así -dijo Eloise-. Lo conseguía cuando me hablaba. Hasta me hacía reír por teléfono. O cuando me escribía. Y lo mejor es que ni siquiera trataba de ser divertido... simplemente era divertido -volvió un poco la cabeza hacia Mary Jane-. Oye, ¿quieres tirarme un cigarrillo?
-No los puedo alcanzar -dijo Mary Jane.
-Vete al cuerno -Eloise miró nuevamente hacia el cielo raso-. Una vez -dijo- me caí. Acostumbraba esperarlo en la parada del ómnibus, justo frente a la cantina del regimiento, y una vez llegó tarde, cuando el ómnibus ya se iba. Empezamos a correrlo y yo me caí y me lastimé un tobillo. Dijo "Pobre tío Wiggily". Era por mi tobillo. Lo llamó "Tío Wiggily". Diablos ¡qué simpático era!
-¿Lew no tiene sentido del humor?
-¿Cómo? -preguntó Eloise.
-¿Lew no tiene sentido del humor?
-¡Dios mío! ¡Vaya una a saberlo! Sí, supongo que sí. Se ríe de las historietas y todas esas cosas. -Eloise alzó la cabeza, inclinó el vaso sobre el pecho, y bebió.
-Bueno. . . -dijo Mary Jane. Eso no es todo. Quiero decir que eso no lo es todo.
-¿Qué no es todo?
-Oh, bueno... la risa y esas cosas.
-¿Quién dijo que no? -dijo Eloise-. Oye, salvo que quieras convertirte en una monja o algo por el estilo, es mejor reírte, ¿no?
Mary Jane lanzó una risita:
-Eres terrible -dijo.
-Diablos, qué simpático era -Dijo Eloise-. Era divertido o cariñoso. Y no cariñoso como un nenito, nada de eso. Era cariñoso de una forma especial. ¿Sabes qué hizo una vez?
-¿Mm? -dijo Mary Jane.
-Fue un día que viajábamos en el tren que iba de Trenton a Nueva York, cuando lo acababan de incorporar al ejército. Hacía frío en el coche y yo había puesto el abrigo así echado sobre los dos. Me acuerdo que llevaba el cárdigan de Joyce Morrow. ¿Te acuerdas de aquel cárdigan azul tan amoroso que tenía Joyce?
Mary Jane asintió, pero Eloise ni siquiera miré para comprobar el gesto.
-Bueno, él había puesto la mano sobre mi barriga, ¿te das cuenta? Bueno, de repente dijo que mi barriga era tan linda que deseaba que viniera algún oficial y le ordenara sacar la otra mano por la ventanilla. Dijo que quería hacer lo que era justo. -Después sacó la mano y le dijo al guarda que enderezara la espalda. Dijo que una cosa que no podía soportar era un hombre que no parecía orgulloso de su uniforme. El guarda le dijo que siguiera durmiendo. -Eloise pensó un momento y entonces dijo:- No era solo lo que decía, sino cómo lo decía. ¿Me entiendes?
-¿Alguna vez le hablaste a Lew de él, quiero decir, le dijiste algo?
-Bueno -dijo Eloise-, una vez empecé a hacerlo. Pero lo primero que me preguntó fue qué grado tenía.
-¿Y qué grado tenía?
-¡Ja! -dijo Eloise.
-No, lo que quise decir...
De pronto Eloise se rió con una risa que le brotaba del diafragma:
-¿Sabes lo que dijo una vez? Dijo que sentía que estaba progresando en el ejército, pero en una dirección distinta de los demás. Dijo que cuando lo ascendieran por primera vez, en lugar de ponerle jinetas le iban a sacar las mangas del uniforme. Dijo que cuando llegara a general iba a estar completamente desnudo. Lo único que usaría sería un botoncito de infantería en el ombligo -Eloise miró a Mary Jane, que seguía seria-. ¿No crees que es muy divertido?
-Sí. Pero ¿por qué no le cuentas todo eso a Lew alguna vez?
-¿Por qué? Porque es demasiado poco inteligente, por eso -dijo Eloise-. Además... escúchame, chica que ha hecho carrera... Si alguna vez te casas de nuevo, no le cuentes nada a tu marido. ¿Me oyes?
-¿Por qué? -dijo Mary Jane.
-Porque yo te lo digo, por eso -dijo Eloise-. A ellos les gusta pensar que nos pasábamos la vida vomitando cada vez que se nos acercaba un muchacho. Te lo digo en serio. Oh, puedes contarle cosas. Pero nunca la verdad. Nunca la verdad, en serio. Si les dices que una vez conociste a un muchacho buen mozo, tienes que decirle con el mismo tono que era demasiado buen mozo. Y si les cuentas que conociste a un muchacho ocurrente, tienes que decirles que era un vivillo o un sabelotodo. Si no lo haces, te golpean la cabeza con el pobre muchacho cada vez que pueden -Eloise hizo una pausa para beber un trago y pensar-. Mira -dijo-: te escucharán como personas maduras y todo eso. Hasta pondrán cara de tipos endemoniadamente inteligentes. Pero no te dejes engañar. Créeme. Te irás al diablo si alguna vez piensas que tienen la menor inteligencia. Palabra.
Mary Jane, que parecía deprimida, alzó la cabeza separando la barbilla del brazo del sofá. Para variar, apoyó el mentón en el antebrazo. Meditó sobre los consejos de Eloise.
-Una no puede decir que Lew no es inteligente -dijo.
-¿Quién no puede?
-Digo ¿no es inteligente? -replicó Mary Jane con inocencia.
-Oye -dijo Eloise-. ¿Para qué seguir con eso? Hablemos de otra cosa. No haría más que deprimirte. Hazme callar.
-Bueno, ¿por qué te casaste entonces?
-¡Dios! No sé. No sé. Me dijo que tenía devoción por Jane Austen. Me explicó que sus libros eran muy valiosos para él. Eso fue exactamente lo que dijo. Después de casarnos descubrí que no había leído ninguno de sus libros. ¿Sabes quién es su autor favorito?
Mary Jane meneó la cabeza.
-L. Manning Vines. ¿Lo oíste nombrar alguna vez?
-No, no.
-Yo tampoco. Ni ninguna otra persona. Escribió un libro sobre cuatro hombres que se murieron de hambre en Alaska. Lew no se acuerda cómo se llama, pero es el libro mejor escrito que haya leído en su vida. ¡Mi Dios! Ni siquiera tiene la honradez de decir que le gustaba porque hablaba de cuatro hombres que se murieron de hambre en un iglú o algo así. Tenía que decir que estaba bien escrito.
-Eres demasiado severa... -dijo Mary Jane-. Demasiado crítica. A lo mejor era bueno...
-Te doy mi palabra que no podía ser bueno -dijo Eloise. Recapacitó un momento y luego agregó-: Por lo menos tú tienes un trabajo. Quiero decir, por lo menos tú...
-Pero escúchame -dijo Mary Jane-, ¿tampoco piensas decirle alguna vez que Walt fue muerto en la guerra? Quiero decir, no podría ponerse celoso, ¿verdad?, si supiera que Walt está... bueno... muerto y todo eso.
-¡Oh, querida! ¡Pobre, inocente muchachita de carrera! -dijo Eloise-. Sería peor. Sería un profanador de tumbas. Lo único que sabe es que yo andaba con alguien llamado Walt: un soldado muy ocurrente de mucha chispa. Lo último que yo haría sería decirle que lo mataron. Y si tuviera que hacerlo, que no lo haría, pero si tuviera que hacerlo le diría que murió en un combate.
Mary Jane adelantó el mentón un poco por sobre el antebrazo.
-Elo... -dijo.
-¿Humm?
-¿Por qué no me cuentas cómo lo mataron? Juro que nunca se lo diré a nadie. En serio, cuéntame.
-No.
-Por favor. Lo juro. No se lo diré a nadie.
Eloise terminó su copa y nuevamente apoyó el vaso vacío en su pecho:
-Se lo dirías a Akim Tamiroff -dijo.
-No, no se lo diría. Quiero decir que no se lo diría a...
-¡Oh! -dijo Eloise-. Su regimiento estaba descansando en algún lugar. Según me dijo el amigo de él que me escribió, era entre batallas o algo así. Walt y otro muchacho estaban empaquetando una cocinita japonesa. Un coronel quería mandarla a su casa. O a lo mejor la estaban desempacando para envolverla mejor... No sé. La cuestión es que estaba llena de nafta y otras porquerías y les estalló en la cara. El otro muchacho sólo perdió un ojo -Eloise empezó a llorar. Rodeó con la mano el vaso que tenía apoyado en el pecho para sostenerlo.
Mary Jane se deslizó del sofá, se acercó gateando a Eloise y empezó a acariciarle la frente.
-No llores, Elo. No llores.
-¿Quién está llorando? --dijo Eloise.
-Ya sé, pero no llores. No vale la pena ni nada. Se abrió la puerta del frente.
-Esa es Ramona que vuelve -dijo Eloise con voz nasal-. Hazme un favor. Ve a la cocina y dile a aquella que le dé la cena temprano. ¿Quieres?
-Bueno, siempre que me prometas no llorar.
-Te prometo. Anda. Ahora no tengo ganas de ir a esa cocina del diablo.
Mary Jane se incorporó, perdiendo y recobrando el equilibrio, y salió del cuarto.
Antes de dos minutos ya estaba de vuelta, precedida por Ramona, que entró a la carrera. Ramona corría con los pies de plano para que las galochas hicieran todo el ruido posible.
-No dejó que le sacara las galochas -dijo Mary Jane.
Eloise, todavía acostada en el suelo, estaba usando su pañuelo. Habló dentro del pañuelo, dirigiéndose a Ramona: -Ve y dile a Grace que te saque las galochas. Sabes que no debes entrar en el...
-Está en el baño -,dijo Ramona.
Eloise guardó el pañuelo y se irguió hasta quedar sentada.
-Dame el pie -dijo-. Por favor, siéntate primero. Ahí no... aquí, por Dios.
De rodillas, buscando los cigarrillos debajo de la mesa, Mary Jane dijo:
-Oye, adivina lo que le pasó a Jimmy.
-No tengo ni idea. El otro pie. El otro pie.
-Lo atropelló un auto -dijo Mary Jane-. ¿No es trágico?
-Vi a Skipper con un hueso en la boca -dijo Ramona a Eloise.
-¿Qué le pasó a Jimmy? -le preguntó Eloise.
-Lo pisaron y se murió. Lo vi a Skipper con un hueso, y no...
-Déjame tocarte un poco la frente -dijo Eloise. Extendió la mano y tocó la frente de Ramona-. Estás un poco afiebrada. Anda y dile a Grace que te sirva la comida en tu cuarto. Después te vas directamente a la cama. Más tarde subiré yo. Anda, ya, por favor. Toma, llévate esto.
Lentamente, con grandes zancadas, Ramona abandonó la habitación.
-Tírame uno -le dijo Eloise a Mary Jane-. Tomemos otro trago. Mary Jane le llevó un cigarrillo.
-¿No es maravilloso lo de Jimmy? ¡Qué imaginación!
-Humm. Sirve tú misma ¿quieres? Trae la botella... yo no quiero ir hasta ahí. Todo ese lugar de porquería huele a jugo de naranja.
A las siete y cinco sonó el teléfono. Eloise dejó su asiento junto a la ventana y tanteó en la oscuridad buscando los zapatos. No pudo encontrarlos. En medias caminó con firmeza, casi lánguidamente, hasta el teléfono. El campanilleo no perturbó a Mary Jane, que dormía en el diván, boca abajo.
-Hola -dijo Eloise, sin prender la luz-. Escucha, no puedo ir a buscarte. Mary Jane está aquí. Tiene el coche estacionado justo delante del nuestro y no encuentra la llave. No puedo sacar el auto. Nos pasamos veinte minutos buscando la llave en cómo se dice... la nieve y todo. A lo mejor consigues que Dick y Mildred te traigan. -Escuchó.- ¡Ah! Bueno; aguántese, joven. ¿Por qué no forman un batallón entre todos y se vienen marchando? Tú puedes decir eso de un-dos-tres-cuatro. Puedes ser el jefe -escuchó otra vez-. No estoy bromeando -dijo-. En serio que no. Es mi cara, nomás -colgó.
Volvió, caminando con algo menos de seguridad, a la sala. Una vez junto a la ventana, volcó lo que quedaba de whisky en el vaso. Era más o menos un dedo. Lo bebió, se estremeció y se sentó.
Cuando Grace prendió la luz del comedor, Eloise se sobresaltó.
-Mejor que no sirva la cena hasta las ocho, Grace. El señor va a tardar un poco -le dijo a Grace sin levantarse.
Grace se dejó ver bajo la luz del comedor pero no avanzó.
-¿Se fue la señora? -dijo.
-Está descansando.
-Ah -dijo Grace-. Señora Wengler, ¿mi marido podría pasar la noche aquí? En mi cuarto tengo mucho lugar y él no tiene que estar en Nueva York hasta mañana por la mañana, y está tan feo afuera.
-¿Su marido? ¿Dónde está?
-En este momento -dijo Grace- está en la cocina.
-Está bien, pero me temo que no va a poder pasar la noche aquí, Grace.
-¿Cómo, señora?
-Dije que no va a poder pasar la noche aquí. Esto no es un hotel.
Grace se quedó inmóvil un momento, luego dijo:
-Sí, señora -y regresó a la cocina.
Eloise abandonó el comedor y subió la escalera, apenas iluminada por el reflejo que venía del comedor. Una de las galochas de Ramona estaba en el rellano. Eloise la levantó y la arrojó, con todas sus fuerzas, hacia abajo; golpeó violentamente contra el piso del vestíbulo.
Prendió la luz en la pieza de Ramona y se sostuvo de la llave como para no caerse. Se quedó un instante quieta observando a Ramona. Después soltó la llave y se dirigió rápidamente a la cama.
-Ramona. Despiértate. Despiértate.
Ramona dormía sobre el otro lado de la cama, con la nalga derecha sobresaliendo del borde. Sus anteojos estaban sobre la mesita de noche, con el Pato Donald, prolijamente plegados, con las patillas hacia abajo.
-¡Ramona!
La chiquilla despertó con un profundo suspiro. Sus ojos se abrieron pero se entrecerraron de inmediato.
-¿Mami?
-¿No me dijiste que a Jimmy Jimmereeno lo pisó un auto y lo mató?
-¿Cómo?
-Me has oído perfectamente -dijo Eloise-. ¿Por qué duermes tan al borde?
-Porque... -dijo Ramona.
-¿Por qué? Ramona, mira que no tengo ganas de...
-Porque no quiero lastimar a Mickey.
-¿A quién?
-A Mickey -dijo Ramona, frotándose la nariz-. Mickey Mickeranno.
La voz de Eloise se trasformó en un chillido.
-Ponte en el centro de la cama. Ahora mismo.
Ramona, sumamente asustada, se contentó con mirar a Eloise.
-Está bien -Eloise tomó a Ramona por los tobillos y entre tirando y levantándola la llevó al medio de la cama. Ramona ni forcejeó ni lloró; se dejó arrastrar sin someterse a ello.
-Ahora a dormir -dijo Eloise, respirando agitada-. Cierra los ojos... ¿Me oyes? Ciérralos.
Ramona cerró los ojos.
Eloise llegó hasta la llave de luz y la apagó. Pero se quedó mucho tiempo de pie en el marco de la puerta. Después, bruscamente, corrió en la oscuridad hasta la mesita de luz, se golpeó la rodilla contra la pata de la cama, pero estaba demasiado decidida como para sentir dolor. Tomó los anteojos de Ramona y, sosteniéndolos con ambas manos, los apretó contra su mejilla. Las lágrimas le rodaban por la cara, mojando los lentes.
-Pobre tío Wiggily -repitió varias veces. Por último, volvió a dejar los anteojos en la mesita de luz, con los cristales para abajo. Se inclinó, perdiendo el equilibrio, y empezó a acomodar las frazadas de la cama de Ramona. Ramona estaba despierta. Lloraba y se veía que ya había estado llorando. Eloise le dio un beso húmedo en la boca, le retiró el pelo de los ojos y salió de la habitación.
Bajó la escalera, ahora tropezando unas cuantas veces, y despertó a Mary Jane.
-¿Qué pasa? ¿Quién? ¿Eh? -dijo Mary Jane, irguiéndose de repente en el sofá.
-Mary Jane. Escúchame. Por favor -dijo Eloise, llorando-. ¿Te acuerdas de nuestro primer año y de que yo tenía ese vestido marrón y amarillo que había comprado en Boise, y que Miriam Ball me dijo que en Nueva York nadie usaba vestidos como esos, y yo lloré toda la noche? -Eloise sacudió el brazo de Mary Jane-. Yo era una buena chica -suplicó-. ¿No es cierto?