domingo, 18 de mayo de 2014

Oliental viajero



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El termo
I
Kawase había pasado seis meses en Los Ángeles por negocios de su compañía. Hubiera podido volver directamente a Japón, pero había decidido quedarse en San Francisco por algunos días.
Mientras hojeaba el Chronicle en su hotel, sintió, de pronto, deseos  de leer algo en japonés. Tomó una carta de su mujer:
«Parecería que Shigeru recuerda a su padre de vez en cuando. Sin motivo aparentemente, pone cara de preocupación y dice: "¿Dónde está papá?" Lo del termo todavía surte efecto cuando se porta mal. Tu hermana de Setegaya estuvo aquí el otro día y dice que jamás había oído que un chico tuviera miedo de los termos. Quizás por ser viejo, el termo pierde aire alrededor del corcho y hace ruidos como si fuera un anciano quejoso. Cuando lo oye, Shigeru decide portarse bien. Estoy segura de que tiene más miedo del termo, que de su indulgente padre.»

Una vez leída la carta, que ya casi conocía de memoria, Kawase no supo qué hacer.
Era un espléndido día de octubre, pero todas las luces estaban encendidas en el salón, lo cual era bastante deprimente. La gente mayor, ataviada con sus mejores galas, se paseaba, pese a lo temprano de la hora, con movimientos de juncos ondulantes. La luz se reflejaba en el monóculo de un anciano que leía el periódico sentado en las profundidades de un sillón.
Abriéndose paso a través del equipaje de variados colores de lo que parecía ser un grupo de turistas, Kawase dejó su llave en recepción -tan bulliciosa como de costumbre- y empujó la puerta de grueso cristal.
Cruzó la calle Geary bajo el deslumbrante sol de otoño y dobló, luego, por la calle Powell, que exhibía sus cafés, tiendas de regalos, night clubs baratos y una marisquería en cuya puerta figuraba la proa de un
clipper.
Desde lejos, Kawase distinguió una figura que avanzaba hacia él. A pesar de la distancia, advirtió de inmediato que se trataba de una japonesa, no de segunda o tercera generación, entendámonos, sino de una japonesa nativa. No deducía aquello de su vestimenta, pues la dama en cuestión, imitando cuidadosamente la ropa estilizada de las grandes ciudades, se había puesto sombrero, un collar de perlas y un espléndido abrigo de visón plateado. Sin embargo, su rostro empolvado era una pizca demasiado blanco y, aun cuando no había fallas en su atuendo, su paso firme tenía algo de artificioso. Como resultado de todo ello, la niña que llevaba de la mano, parecía semicolgada en el aire.
-Bueno, bueno... -la exclamación fue dicha en un tono tan alto que los transeúntes se volvieron a mirar-. Te reconocí inmediatamente. Siempre es fácil reconocer a un japonés desde lejos. ¡Caminas como si llevaras un par de espadas colgando del cinturon!
-¿Y qué supones que pareces tú? -Kawase había olvidado también los saludos que se suelen intercambiar con alguien a quien no vemos desde tiempo atrás.
Era como si la distancia entre el pasado y el presente, por lo general tan precisa, se hubiera acortado en unos cuantos centímetros. Le desagradó que se acortara en un país extranjero. El sistema japonés de medidas se alteraba así. Había veces en las que un encuentro casual en el extranjero era causa de efusiones que luego había que lamentar, pues la distancia nunca volvía a ser normal. La dificultad no se circunscribía a las relaciones entre hombres y mujeres. Kawase había pasado ya por aquella experiencia con otros hombres que, además, no eran sus íntimos amigos.
Resultaba evidente que durante los últimos años aquella mujer había sido sometida a un riguroso entrenamiento en los usos y costumbres occidentales. Había aprendido a usar los vestidos y el maquillaje apropiados, pero la falta de adaptación del neófito podía advertirse aún en la forma en que aplicaba el polvo a su rostro. Las mujeres occidentales no tienen reparo en abrir sus polveras en público y retocar su maquillaje a vista y paciencia de todos. De ello resulta, muchas veces, un cierto descuido que se vuelve más notorio en zonas, como los costados de la nariz, hasta las que no llega el polvo en una capa pareja. En cambio, en el arreglo de aquella mujer no había nada librado al azar.
Siempre de pie, intercambiaron los motivos que les habían hecho llegar hasta Los Ángeles.
El patrón o protector de la mujer era un exportador que viajaba con frecuencia a los Estados Unidos y la había enviado en un viaje de inspección que precedía a la apertura de un nuevo restaurante japonés en San Francisco. La mujer llegaría probablemente a ejercer la gerencia del establecimiento, y no porque su patrón deseara exilar a una amante indeseable. Para ella era como si el hombre hubiera dispuesto abrir una hostería en Atami o en cualquier otro paraje cercano a Tokio. Era un empresario en escala heroica.
La niña comenzaba a impacientarse.
-¿Por qué no tomamos una taza de té? -la mujer hablaba como si estuvieran caminando juntos por el Ginza. Kawase asintió, pues no tenía otra cosa que hacer, pero no supo cómo llamarla. No le pareció oportuno emplear el nombre de Asaka o Perfume Tenue con el que se hacía llamar cuando era geisha, hasta hacía poco más de cinco años.
II
El salón de té no era tan refinado como los que pueden encontrarse en el Ginza. Poseía un ruidoso comedor para comidas rápidas con un largo mostrador en el centro y un escaparate para la venta de tabaco y regalos. Kawase tomó a la niña en brazos y la sentó en un taburete del mostrador. Quedó naturalmente sobreentendido que la sentarían entre ellos y hablarían por encima de su cabeza. Era una chica silenciosa y el dulce calor que emanaba de ella dejó un suave recuerdo en los brazos de Kawase.
No había otros orientales en el lugar. El acero inoxidable que enmarcaba la ventana por la que se servían las fuentes, se empañaba con el vapor. Apenas limpia, reflejaba nuevamente los blancos delantales de las camareras. Eran todas mujeres de mediana edad y lucían recargados maquillajes. Aun cuando intercambiaban breves saludos con los clientes habituales, no sonreían fácilmente.
-La mujer de Clark Gable está en San Francisco -dijo la rubia que estaba sentada a la izquierda de Kawase-; me la presentaron en una reunión.
-¿Ah, sí? Debe ser bastante vieja ya...
Prestando atención a medias, Asaka se quitó el abrigo y lo dejó caer alrededor de sus caderas. Solamente en la nuca, que ya no necesitaba cuidar tanto como cuando era geisha, mostraba la fácil negligencia de la profesional que se vuelve amateur. Llevaba un peinado alto y Kawase se sorprendió al notar la oscuridad de su piel.
-No son muy amables, pero trabajan mucho -dijo Asaka en alta voz, mientras seguía a las camareras con la mirada-. A Kawase le gustó ver en sus ojos atentos el reflejo de entusiasmo que le producían todas las cosas nuevas vinculadas con su nuevo trabajo. Siempre había sido hermosa, pensó y recordó en cuántas oportunidades la había contemplado como si observara un fuego lejano.
Feliz de poder hablar en japonés, Asaka relató los preparativos de su viaje a los Estados Unidos. En primer lugar, había aprendido inglés con su patrón. Dejando de lado la música japonesa antigua y moderna, había dedicado todo su tiempo libre a escuchar los Discos Linguaphone. Del mismo modo, usaba para toda hora los vestidos occidentales antes sólo reservados para los peores días del verano. Había ido diariamente a una modista muy elegante y su patrón la había aconsejado sobre colores y diseños. Al parecer, aquel patrón era un hombre que no hacía distingos entre la lujuria y la educación y no podía haber logrado mejor material que Asaka para formar a una mujer según sus gustos.
Asaka podía haber bailado el mambo en kimono en los night clubs, pero pocos hombres lograrían una mujer que respondiera más favorablemente a un intento educacional.
Cuando ya terminaba su larga historia, las camareras trajeron el pedido y con una sonrisa dura y negligente depositaron un batido de vainilla frente a la niñita de ojos rasgados.
-Me llamo Hamako -dijo Asaka, presentando a su hija con notable retraso-. Apoyó la mano en su cabeza para obligarla a hacer una reverencia, pero la niña se resistió y, arrodillándose sobre el taburete, se concentró en su batido. Era demasiado pequeña para alcanzar el mostrador.
A Kawase le gustó que la niña no fuera ceremoniosa. Tenía buenos rasgos semejantes a los de su madre y, mientras chupaba su helado y se apartaba el pelo con la mano abierta, observó que su perfil era muy lindo.
Se mantenía callada, dejando conversar a los mayores.
-La gente siempre me pregunta cómo hice para tener una hija tan silenciosa -comentó Asaka, pero, de inmediato, volvió a temas más serios.
El lugar estaba saturado de un aroma americano muy especial, hecho de fragancias medicinales y del persistente y dulzón olor de los cuerpos. Las clientas eran, en su mayoría, mujeres de edad mediana o mayores, de ojos orgullosos y labios muy pintados, que devoraban grandes tartas y sandwiches. Pese al ruido y al alboroto de la tienda, había algo marcadamente melancólico en las mujeres solas y sus apetitos.
Parecían tristes como si fueran otras tantas máquinas de consumo.
-Quiero pasear en tranvía -dijo Hamako, que ya había vaciado la mitad de su copa.
-Es lo que quiere hacer todos los días. Sin embargo, podemos muy bien pagarnos un taxi...
-¡Oh, hasta los turistas ricos van en tranvía ¡No vas a rebajarte por eso!
-¿Te estás burlando? No me extrañaría. Eras bastante punzante en otros tiempos.
Era la primera vez que Asaka mencionaba aquellos «otros tiempos».
-Bueno, yo te llevaré a dar una vuelta en el tranvía si tu madre no lo hace -prometió Kawase, mientras deslizaba la propina bajo el plato y examinaba la cuenta.
Se pasó una mano por la frente. No le dolía la cabeza, pero ya ahora que iba a volver a casa, todo el cansancio del viaje parecía concentrarse allí. Pensó que un paseo en tranvía podría disipar tan molesta sensación.
Antes de ayudar a Hamako a bajar del taburete, Asaka se envolvió nuevamente en su abrigo de visón.
Kawase la ayudó.
-Siempre lo olvido. Es el caballero quien tiene que servir a la dama -suspiró Asaka-. Todavía no estoy acostumbrada a tales amabilidades.
-Tendrás que aprender a ser más altiva.
-O a tener más dignidad...
Asaka se sentó sobre el taburete y arqueó la espalda. La abundancia de sus formas bajo la chaqueta del traje, despertaba la envidia de las mujeres apoyadas en el mostrador. Kawase recordó cómo, en otros tiempos, se paraba detrás de ella, mientras arqueaba la espalda como ahora, y la ayudaba a atar su obi. La suavidad del abrigo de visón perdía en comparación con la rígida y limpia austeridad del obi. Kawase hizo una extraña asociación. Era como si el portal grande, de laca bermellón con remaches negros, de la mansión de alguna dama de la nobleza, se convirtiera, de pronto, en una brillante puerta giratoria.
III
Así como dos personas esquivan los charcos después de una tormenta, ambos evitaron hablar de otros tiempos con gran habilidad. Para hablar del presente sólo tenían San Francisco. Eran dos viajeros sin ninguna otra vida.
Cuanto más observaba a Asaka, más veía debajo de la elegancia occidental la influencia de su patrón- educador. La Asaka del pasado era casi una experta en danzas japonesas y adoptaba naturalmente poses de
baile con sus delicados dedos en un ademán formal, tapándose la boca con la mano para reírse o asustarse.
Ahora todo había cambiado. En realidad no había adquirido una elegancia occidental que reemplazara la elegancia oriental. Sus movimientos eran extremadamente angulosos. Kawase podía imaginar la incesante labor del patrón para corregir todos aquellos pequeños amaneramientos. Era como si la hubiera enviado a América con sus huellas digitales impresas en todo el cuerpo. Sólo permanecía, como vestigio de los antiguos tiempos, el polvo demasiado blanco. Quizá era aquél su único gesto de desafío al encontrarse sola en un país extranjero. Y a decir verdad, antes había sido aún mucho más blanco.
Mientras Asaka esperaba el tranvía llevando a su hija de la mano, Kawase observó nuevamente el abrigo de visón y se preguntó dónde guardaría ahora su pequeño paquete de pañuelos de papel. Antes, solía llevar una reserva en su obi. Cuando pasaban la noche juntos, el papel se hacía sentir en varias formas delicadas.
Kawase acostumbraba a bailar con su mano dentro del lazo del obi y allí encontraba el cálido bulto del papel y lo hacía crujir deliberadamente mientras bailaban. Entonces, una íntima y cautelosa sonrisa aparecía en los labios de ella para disimularlo. A veces, lánguidamente sentada, hecha un ovillo, comenzaba a desatar su obi y con un gesto delicado tomaba el papel y lo depositaba sobre la estera de tatami. Una cierta pesadez en los movimientos hablaba de la humedad de las noches en la época de las lluvias. En noches como ésas, Kawase deslizaría su mano dentro del lazo del obi y lo sentiría tan cálido y húmedo como el interior de un baño turco. Era difícil imaginar que más tarde, cuando se desatara el obi, produciría el fresco y limpio crujido de la seda.
Luego, al aparecer la primera luz de la mañana a través del vidrio escarchado de la ventana, el papel se iluminaba y Kawase veía nacer el día en aquel cuadrado blanco. Asaka nunca olvidaba sacar el papel cuando se desataba el obi, pero, a veces, no recordaba ponérselo nuevamente cuando se vestían a la mañana siguiente.
Algunas veces, mientras discutían, el papel estaba allí como una clara y blanca señal sobre la estera. Mientras afloraban aquellos recuerdos en su memoria, Kawase pensó que la mujer envuelta en el abrigo. de visón no tenía dónde poner el abultado paquete. La pequeña ventana blanca había desaparecido.
Llegó el tranvía y los tres subieron a él. Con el sonido nostálgico de su campanilla y un ruido de cómoda desvencijada -como el de los viejos tranvías de Tokio-, el tranvía comenzó a abrirse paso trabajosamente
por la calle Powell.
La parte trasera del vehículo era un tranvía común, pero en la delantera podían verse bancos, pilares y sitio para colocarse a ambos lados del conductor que manipulaba con eficiencia dos grandes palancas de hierro.
El antiguo vehículo deleitaba a Hamako. Tomaron asiento y observaron cómo se deslizaban las ventanas por la pendiente de la loma frente a ellos.
-¡Qué divertido! -repetía Hamako, una y otra vez.
-¡Qué divertido! -dijo Asaka a media voz sólo para Kawase.
Parecía querer esconder bajo las palabras el placer que le producía el viaje.
Por la camaradería que empleaba, Kawase advirtió que no era lo que comúnmente se entiende por una madre respetable que guarda las distancias con su hija.
Descendieron del tranvía en la parte alta de la colina y, como no tenían nada que hacer, tomaron otro para retornar a la ciudad. El pronunciado declive hacía el descenso aún más fascinante. Cinco o seis mujeres maduras, turistas aparentemente, chillaban y gritaban como si estuvieran en un parque de atracciones; sin dejar, por eso, de observar las indiferentes expresiones de los lugareños como buscando una reacción a su puerilidad. Aquellas mujeres eran grandes, algo velludas y ostentaban llamativas chaquetas verdes y coloradas.
Cuando llegaron nuevamente a la plaza de donde habían partido, Asaka se despidió amablemente. Estaba invitada a almorzar, pero tendría el mayor gusto en cenar aquella noche con Kawase si éste no tenía otro compromiso. Kawase tomó la mano de Hamako y caminó con ellas hasta el hotel, que estaba muy cerca de la plaza.
Se detuvieron frente a un escaparate atiborrado de artículos para picnic. El equipo completo, hecho en escocés estridente, contrastaba agradablemente con el césped artificial. La decoración estaba planeada dentro de un cuidadoso desorden. Aquéllas podían haber sido cosas que los turistas hubieran dejado casualmente allí mientras se dirigían al río a lavarse las manos.
-En el Japón sería imposible encontrar un equipo como éste -comentó Asaka con la nariz casi pegada al vidrio. Kawase pensó que, probablemente, ella había pasado su niñez sin siquiera saber lo que era ir de picnic. La atraían los artículos para niños. En una ocasión le había sido imposible apartarla de una vidriera en la que se exhibían muñecas con trajes de fiesta. Su patrón, tan atento a la educación occidental que le impartía no había advertido quizás esta faceta de su carácter.
Perdida en su contemplación, Asaka parecía olvidarse de su presencia. De pronto, señaló un termo con tapa escocesa:
-Hamako, ahora que eres una chica mayor, ya no les tienes miedo a los termos, ¿no es cierto?
-No.
-Pero, ¿te acuerdas de cuándo lo tenías?
-No.
-Así me gusta que contestes. Como una niña grande -Asaka sonrió como si, por primera vez, buscara el asentimiento de Kawase.
Kawase se había entretenido mirando el sol que inundaba la calle y el rostro sonriente vuelto hacia él pareció mezclarse con la reverberación luminosa que lo hacía aparecer como una máscara flotando en el aire. Había escuchado a medias la conversación, pero algo como un doloroso nudo le oprimía el pecho. Un instante después comprendió que debía fingir un diálogo que se suponía incomprensible para un extraño.
-¿De qué estás hablando? -preguntó, tratando de dar a su tono el acento más trivial.
-De nada, en realidad. Lo que sucede es que cuando Hamako tenía año y medio, la aterrorizaban los termos. Cuando contienen té producen un ruido burbujeante muy especial alrededor del corcho que la paralizaba de miedo. Si no quería obedecer, yo le mostraba un termo y la amenazaba con él. Ahora ya no tengo que hacerlo más.
-Los niños se asustan de las cosas más inverosímiles.
-¿Cuándo se ha oído que una niña le tuviera miedo a los termos? -prosiguió Asaka, que parecía empeñada en describir una habilidad poco común de su hija-. Su abuela se reía mucho de todo este asunto. Decía que a Hamako le daría un ataque de nervios si, cuando fuera grande, algún ejecutivo de una compañía de termos se enamorara de ella.
IV
Aquella noche Asaka se presentó sola. Había contratado a una niñera negra para que se quedara con Hamako en el hotel. Felizmente la niña la había encontrado muy de su agrado.
Tomaron ostras crudas y cangrejo salteado en el restaurante francés llamado «Old Poodle Dog». Como postre, encargaron cerezas Jubilee.
Kawase se había recobrado del golpe que le causara el asunto del termo. Se decía que era víctima de ideas tontas y culpaba de ellas a su imaginación demasiado fértil.
La melancolía de la carta de su mujer lo inundó otra vez y, sin razón alguna, sintió que ella y su hijo eran aún más tristes que Asaka y su pequeña. Era aquél un pensamiento necio y sin fundamento, pero no podía apartarlo de su mente.
Amparándose en las fuerzas que dispensa el alcohol, trató de evitar el presente y volvió al tema prohibido de los tiempos pasados: -Fue en la época de las lluvias, ¿no es cierto?, cuando sentiste esos calambres en el estómago y tuvimos que llamar al médico del hotel. Nos asustaste.
-Es que creí que iba a morirme. Y aquel médico descarado no hacía más que empeorar las cosas...
-¡La cuenta fue terrible también!
-Me acuerdo del kimono que llevaba aquella noche. Era, por supuesto, de seda gruesa con franjas horizontales cosidas en forma tal que las franjas se encontraban en las costuras con otras de diferente color. Primero, una franja sepia esfumada, más o menos de diez centímetros de ancho; luego, una franja gris del mismo ancho, y arriba, todo blanco. ¿Te acuerdas?
-Perfectamente -en realidad sus recuerdos eran algo borrosos.
-El obi era muy lindo también. Dos ramas de bambú blanco sobre fondo bermellón. Nunca he vuelto a usarlo. Siempre les tuve miedo a los calambres estomacales.
Aquélla era una rara combinación. La mujer en vestido de cóctel negro con un prendedor en el pecho, llevándose a los labios un vaso de vino con marcas de pintura y hablando de un antiguo kimono.
Poco faltó para que Kawase dijera: -Esta mañana, cuando mencionaste el asunto del termo, pensé que, quizás, te estuvieras desquitando conmigo después de todos estos años. A decir verdad, mi propio hijo... - pero se contuvo y cerró la boca justo a tiempo.
Se habían separado cinco años atrás en las circunstancias má
s desagradables. El disgusto comenzó cuando una de las colegas de Asaka, llamada Kikuchiyo, confió un secreto a Kawase. Le preguntó si sabía de las relaciones que había mantenido Asaka con un importante comerciante durante algunos meses. Aquel hombre pensaba librarla de sus obligaciones como geisha. Por otra parte, no le ocultó que, en repetidas oportunidades, ambos se habían marchado juntos a Hakone. La noticia asombró a Kawase. Aun cuando era de día, ordenó a Asaka ir hasta la cafetería de Ginza donde tenían por costumbre encontrarse. 
En cierto modo, su indignación carecía de fundamento. Habría que haberle preguntado, en primer lugar, si no estaba fuera de proporción con el afecto que sentía por ella. En todas sus relaciones con mujeres había dejado sentado un tácito acuerdo por el que él no pensaba ni remotamente en casarse. No perdía oportunidad de formular cínicos comentarios sobre aquellos que deseaban una pacífica vida matrimonial y siempre pedía a la mujer que lo acompañaba que se uniera a su risa. 
El paso siguiente era la retirada de la mujer en defensa propia. Fingía considerar su relación como franca y alegre, y luego, ambos, deseaban y trataban de pensar de esa manera. Mitad por razones de conveniencia y mitad por razones de buen gusto, Kawase había decidido mantener con Asaka este tipo de relación. Pero, finalmente, el esfuerzo arrojó un débil tinte de desesperación y el vacío se apoderó de sus burlas e ironías. 
Creyeron, pues, en la ilusión de ser invulnerables. 
Fue entonces cuando Kikuchiyo trajo su información. 
Kawase quiso ver hasta dónde lo llevaba su indignación, pero la respuesta de Asaka fue absolutamente inaceptable. Con su habitual vehemencia, Kawase suponía que ella respondería a sus burlas con otras burlas y a su pasión contenida con el mismo sentimiento. Como aborrecía verse solo en una situación incierta, había esperado que la mujer también se entregara a la comedia y contestara con la excitación correspondiente. 
Tercamente callada, Asaka estaba sentada con una compostura casi excesiva junto a la ventana de la cafetería, vacía a aquella temprana hora de la tarde. 
El silencio se le antojó a Kawase como una prueba de necedad. ¿Cómo no comprendía ella que su excitación equivalía a una demostración de amor? Había esperado ver aparecer en sus ojos un innegable placer frente a sus acusaciones. Y con sólo vislumbrar aquel placer lo hubiera perdonado todo. 
Kawase no tardó demasiado en decir todo cuanto pensaba y ambos permanecieron en silencio, evitando mirarse a los ojos. La tarde otoñal estaba nublada, pero era fácil estudiar en todos sus detalles los tubos de neón cubiertos de polvo del cabaret de enfrente. Abajo, la calle hervía de transeúntes. 
Asaka miraba obstinadamente por la ventana. De pronto, sin el menor cambio de expresión, rompió a llorar y dijo: -Creo que voy a tener un hijo. Un hijo tuyo. 
Fue aquella observación lo que movió a Kawase, que por otra parte jamás hubiera pensado en hacer semejante cosa, a dejarla. ¡Qué trampa burda! Los recuerdos de su limpia y alegre aventura parecieron desvanecerse al caer en el sucio mundo de las negociaciones y los regateos. Ni siquiera sintió deseos de decir lo que hubieran preguntado la mayoría de los hombres. ¿De quién era el niño? Lo dijo, sin embargo, muy claramente, con un ojo puesto en lo que vendría más adelante. Los gestos de danza y el grueso maquillaje blanco de profesional disgustaron por primera vez a Kawase. Le habían parecido, hasta entonces, la esencia de la elegancia y de la finura. Ahora se habían vuelto símbolos de la vulgaridad. Estaba satisfecho de que la falta de sinceridad de ella hubiera provocado su resolución. 
-... a decir verdad, mi propio hijo... 
Quizás Asaka no había adivinado el contenido de la observación que él había estado a punto de formular. 
Sin embargo, lo frenó a la manera occidental, con un ligero guiño. El gesto agradó a Kawase y el hecho de que hubiera refrenado su lengua, no por él, sino por Asaka, le produjo una dulce y emocionante sensación. 
-¿Les agradaron las cerezas Jubilee?-preguntó el mozo. 
Kawase había pensado dejar el 15 por ciento de propina sobre el total de la cuenta. Sin embargo, dejó una suma mayor.
V
Durante las doce horas de vuelo en su viaje de regreso al Japón, Kawase fue varias veces hasta el salón de fumar, y recordó la brillante luz matutina del hotel en donde había pasado la noche con Asaka.
La regla que estipulaba que los clientes no podían llevar mujeres a sus habitaciones, se volvía una formalidad sin aplicación práctica frente a la imposibilidad de controlar cientos de cuartos.
Los corredores estaban vacíos a altas horas de la noche y ni siquiera existía el peligro de ser oído al caminar sobre las gruesas alfombras que se extendían bajo viejas lámparas.
Algo ebrios, Asaka y Kawase apostaron cinco dólares a si podían o no darse una docena de besos entre el ascensor y la habitación que se hallaba a regular distancia. Kawase se hizo acreedor al premio.
Cuando se despertaron por la mañana, después de un corto sueño, descorrieron las cortinas y contemplaron la bahía de San Francisco que, entre edificios, brillaba a lo lejos bajo la luz del sol.
Mientras ingería su solitario desayuno de la mañana anterior, Kawase había arrojado migas a las palomas que se posaban sobre el alféizar. Volvieron nuevamente al oír abrirse la ventana. No hubo migas, sin embargo, pues Kawase no podía pedir el desayuno a su habitación. Decepcionadas, las palomas se retiraron a un hueco, bajo el alféizar, estirando el cuello de vez en cuando, como esperando su ración. Luego, se alejaron volando. Sus cuellos eran una intrincada combinación de azul, marrón y verde.
El tranvía pasaba ya por la calle haciendo sonar su campanilla. Asaka llevaba una combinación negra y tenía los bien torneados hombros desnudos. La suya era una carne que Kawase había conocido bien. Sin embargo, en el extranjero parecía emanar de ella un aroma simple y fuerte como el de las praderas, completamente diferente al perfume artificial del polvo y de los kimonos. El hecho de que la piel de Asaka le produjera tan enorme placer pese a ser de su mismo color, configuraba una de esas extrañas contradicciones solamente posibles en un país extraño.
Era una hermosa mañana y todas las trabas y ataduras que habían pesado sobre el corazón de Kawase desde la mañana anterior, desaparecieron milagrosamente.
Cerrando el cuello del pijama para protegerse del frío, Kawase dijo ingeniosamente: -¿Y qué harás esta vez si tienes un hijo?
Asaka estaba sentada frente al espejo como una prostituta extranjera. Contemplaba su imagen, encandilada por el sol. La curva suave de sus hombros parecía irradiar luz.
-Si tengo un hijo, será de Sonoda -contestó, mencionando con ligereza el nombre de su patrón.

Sin embargo, a medida que se aproximaba al Japón los recuerdos se desvanecían para dejar paso a la imagen desamparada de su mujer y de su hijo. Kawase no sabía realmente por qué ponía tanto énfasis en representárselos con colores tristes y sentimentales. ¿Había acaso algo que determinara aquel enfoque? Su mujer le había escrito una vez por semana durante el tiempo que había durado su ausencia, y sus cartas
indicaban que todo marchaba bien.
El jet volaba ahora muy bajo sobre el mar. Las luces de la cabina estaban apagadas para que los pasajeros pudieran contemplar mejor la iluminación de Tokio. Se escuchaba una música suave. Aparentemente el avión iba desde la bahía de Yokohama hasta el aeropuerto de Haneda. Los racimos de luces iban aproximándose lentamente. Toda la tristeza tensa de la ciudad -la multitud en relación directa con la angustia-, parecía reflejarse en ellos.
En medio de la creciente inquietud que significa el regreso al hogar después de un largo viaje por el extranjero, Kawase escuchaba el profundo ronquido de los motores y se entregaba al oscilante fluir del tiempo delimitado por las balizas de las pistas que emergían del desorden.
La confusión de la aduana, la irritante espera por el equipaje... Luego de ejecutar los últimos trámites que debe cumplir el viajero al llegar a destino, Kawase subió apurado las escaleras alfombradas de rojo y vio inmediatamente, entre el público, a su esposa con el niño en brazos.
Ella vestía un pulover verde seco y había engordado durante su ausencia. El hecho de que sus rasgos parecieran borrosos la hacía más atractiva.
-Mira, ahí está papá -señaló al niño que, impasible, se colgaba de su cuello, exhausto por la muchedumbre y la excitación.
No parecían ni tristes ni desgraciados. Resultaba evidente que no lo habían pasado mal en ausencia de Kawase. Este se sintió desilusionado al ver a su esposa tan animada y alegre.
Algunos de sus subordinados lo acompañaron hasta su casa y Kawase no tuvo ocasión de hablar con su mujer. El niño cabeceaba sobre sus rodillas.
-Quizás sea mejor acostarlo -sugirió uno de los gerentes.
Rodeado por lo auténticamente japonés -esteras de paja, puertas correderas de papel, incontables platitos y recipientes sobre la mesa-, Kawase se había convertido una vez más en el clásico caballero nipón. Debía, pues, reafirmar su autoridad.
-Si le mostramos un termo, se despabilará nuevamente.
-¿Un termo?
Kawase llamó a su mujer: -Kimiko, tráeme un termo.
Ella tardó en contestar. Sin duda pensaba que ya era hora de que el niño se acostara. Eran más de las once y su falta de complacencia irritó mucho a Kawase. Era como si hubiera vuelto al Japón solamente para darse el gusto de mandar a su hijo a la cama con un termo, como si únicamente ese sentimiento de placer o de miedo (era difícil distinguirlo) pudiera disipar la íntima perturbación que sintiera desde el vuelo en el jet.
Después de cinco minutos, llamó nuevamente a su mujer. La bebida no le producía el efecto placentero de siempre y parecía concentrarse en un punto frío de su nuca.
-¿Qué sucede con el termo? -preguntó.
-¡Pero si está casi dormido! -terció Komiya, el gerente que minutos antes había intervenido en la conversación-. Creo que podrá arreglarse sin el termo.
Envalentonado por el sake, Komiya se estaba propasando. Kawase lo observó. Era un joven muy inteligente, uno de los mejores en la organización de Kawase y tenía un rostro muy definido con gruesas cejas que casi se juntaban sobre el puente de su nariz. Al mirarlo a los ojos, Kawase sintió que algo se le clavaba en el punto helado que sentía en la nuca.
-«Sabe... Sabe que el niño tiene miedo de los termos...»
En vez de preguntar algo, Kawase empujó al niño hacia Komiya que lo tomó como si fuera una pelota de fútbol y clavó en su jefe una mirada llena de asombro.
-Llévelo usted a dormir, entonces -sugirió Kawase.
Al advertir lo tenso de la situación, los demás comenzaron a charlar ruidosamente. La esposa de Kawase tomó al niño de los brazos de Komiya y fue a acostarlo, pues ya estaba casi dormido pese al ruido. A Kawase le disgustó que todo se hiciera tan fácilmente.
Los invitados se marcharon a la una de la mañana.
Kawase ayudó a su mujer a recoger la mesa. No estaba ebrio y, aunque se sentía agotado, estaba más despierto que nunca. Kimiko parecía haber notado su descontento. Apenas cambiaron las palabras más indispensables mientras llevaban a cabo aquella pequeña tarea en común.
-Te agradezco tu ayuda -dijo Kimiko--. Debes estar cansado. ¿Por qué no te vas a la cama? -no levantó la mirada de los platos que estaba lavando.
Kawase no contestó. Bajo la luz fluorescente los platos amontonados a un costado del fregadero parecían de una espectral blancura. Después de una pausa, dijo: -¿Qué sucedió con el termo? Ya sé que el pequeño estaba por dormirse, pero podrías haberme complacido por ser ésta mi primera noche en casa.
-Se rompió -la voz de Kimiko sobre el ruido del agua sonaba aguda y animosa.
Sorprendentemente, la noticia no sorprendió a Kawase.
-¿Quién lo rompió? ¿Shigeru?
Ella sacudió la cabeza y las ondas rígidas, agrupadas en lo alto de su peinado en honor de Kawase, se sacudieron suavemente.
-¿Quién fue, entonces?
Kimiko dejó, súbitamente, de lavar los platos y sus brazos permanecieron inmóviles como si empujaran el acero inoxidable del fregadero. El pulover verde seco temblaba.
-¿Por qué llorar por esto? Sólo he preguntado quién lo había roto.
-Fui yo -dijo ella con voz entrecortada.
Kawase no tuvo el valor necesario para apoyar su mano en el hombro de ella. Tenía miedo de los termos.

viernes, 16 de mayo de 2014

Cuento Americanoo







La cosecha
La señorita Willerton siempre quitaba las migas de la mesa. Era su hazaña doméstica especial y lo hacía con gran esmero. Lucía y Bertha fregaban los platos y Garner se iba a la sala a hacer el crucigrama del Morning Press. Así dejaban sola en el comedor a la señorita Willerton y a ella ya le iba bien. ¡Uff! En aquella casa el desayuno era siempre un suplicio. Lucía insistía en seguir siempre el mismo horario en el desayuno y las demás comidas. Lucía decía que desayunar a la misma hora contribuía a adquirir otras prácticas regulares, y, con lo propenso que era Garner a sufrir molestias, era fundamental que estableciesen algún método en las comidas. De esa manera, también se aseguraba de que él le pusiera agar-agar a las gachas de harina de trigo. «Como si después de llevar cincuenta años haciéndolo -pensó la señorita Willerton-, fuese capaz de hacer otra cosa.» La polémica del desayuno empezaba siempre con las gachas de harina de trigo de Garner y terminaba con las tres cucharadas de piña triturada de la señorita Willerton. «Ya sabes lo de tu acidez, Willie -le decía siempre la señorita Lucía-, ya sabes lo de tu acidez», y entonces Garner ponía los ojos en blanco y soltaba algún comentario desagradable, y Bertha pegaba un salto y Lucía se mostraba afligida y la señorita Willerton saboreaba la piña triturada que acababa de tragarse. Era un alivio quitar las migas de la mesa. Quitar las migas de la mesa le daba tiempo para pensar, y, si la señorita Willerton debía escribir un relato, antes tenía que pensarlo. Casi siempre pensaba mejor sentada delante de la máquina de escribir, pero por el momento tendría que conformarse con lo que había. En primer lugar, debía pensar un tema para el relato que iba a escribir. Eran tantos los temas sobre los que se podía escribir un cuento que a la señorita Willerton nunca se le ocurría ninguno. Era siempre la parte más difícil de escribir un cuento, ella siempre lo decía. Dedicaba más tiempo a pensar en algo sobre lo que escribir que a la escritura en sí. A veces descartaba un tema tras otro y, a menudo, tardaba una o dos semanas en decidirse por alguno. La señorita Willerton sacó el recogedor y la escobilla de plata y se puso a limpiar la mesa. «¿Y un panadero -se preguntó--, será un buen tema?» «Los panaderos extranjeros eran muy pintorescos», pensó. La tía Myrtile Filmer había dejado sus cuatricromías de panaderos franceses estampadas en sombreros con forma de hongo. Eran hombres magníficos, altos... rubios y...
-¡Willie! -gritó la señorita Lucía, entrando en el comedor con los saleros-.Por el amor de Dios, pon el recogedor debajo de la escobilla o echarás todas las migas sobre la alfombra. En lo que va de la semana le he pasado la aspiradora cuatro veces y no pienso volver a pasarla.
-Sí le has pasado la aspiradora no sería por las migas que se me caen a mí -le contestó la señorita Willerton, lacónica-. Siempre recojo las migas que se me caen. -Y aclaró-: Y a mí se me caen bien pocas.
-A ver si esta vez lavas el recogedor antes de guardarlo -le soltó la señorita Lucia.
La señorita Willerton se echó las migas en la mano y las arrojó por la ventana. Llevó el recogedor y la escobilla a la cocina y los metió debajo de un chorro de agua fría. Los secó y los volvió a guardar en el cajón. Misión cumplida. Ahora podía ponerse delante de la máquina de escribir. Y estarse allí hasta la hora del almuerzo.
La señorita Willerton se sentó delante de la máquina de escribir y lanzó un suspiro. ¡A ver! ¿En qué había estado pensando? Ah, sí. En los panaderos. Ummm. Los panaderos. No, los panaderos, mejor no. Tenían poco de originales. Los panaderos no producían tensión social. La señorita Willerton clavó la vista en la máquina de escribir. A S D F G... sus ojos recorrieron las teclas. Ummm. « ¿Y los maestros?», se preguntó la señorita Willerton. No. Por Dios, no. Los maestros siempre hacían que la señorita Willerton se sintiera rara. Sus enseñantes del Seminario Femenino Willowpool estaban bien, pero eran todas mujeres. El Seminario Femenino de Willowpool, recordó la señorita Willerton. La frase no le gustaba nada; Seminario Femenino de Willowpool... sonaba a biología. Ella se limitaba a decir que se había graduado en Willowpool. Los maestros hacían que la señorita Willerton se sintiera como si estuviera a punto de pronunciar algo mal. Además, los maestros no eran oportunos. Ni siquiera representaban un problema social.  
Problema social. Problema social. Ummm. ¡Los aparceros! La señorita Willerton nunca había intimado con ningún aparcero pero, reflexionó, como tema tendría tanto arte como cualquier otro, ¡y le permitirían conseguir ese aire de trascendencia social que tan útil resultaba en los círculos que esperaba conocer en sus viajes! «Siempre puedo sacarle partido -refunfuñó-, al tema de la lombriz intestinal.» ¡Ya le iba saliendo! ¡Sin duda! Movió los dedos con nerviosismo sobre las teclas sin tocarlas. Después, de repente, empezó a escribir a gran velocidad.
«Lot Motun -registró la máquina- llamó a su perro.» Una pausa abrupta siguió a la palabra «perro». La señorita Willerton siempre se esmeraba en la primera oración. «La primera oración -decía siempre-, le venía como... ¡como un chispazo! ¡Tal cual! -decía, y chasqueaba los dedos-, ¡como un chispazo!» Y sobre la primera oración construía su relato. «Lot Motun llamó a su perro», le había salido automáticamente a la señorita Willerton, y al releer la frase, decidió no solo que «Lot Motun» era un nombre adecuado para un aparcero, sino que hacer que llamara a su perro era lo mejor que se podía esperar de un aparcero. «El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a Lot.» La señorita Willerton había escrito la frase antes de que le diera tiempo a advertir su error: dos «Lot» en un mismo párrafo. Resultaba desagradable al oído. La máquina de escribir retrocedió chirriando y la señorita Willerton escribió tres X sobre «Lot». Entre líneas anotó a lápiz: «Su amo». Ahora ya estaba lista para continuar. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo.» «Y también tengo dos "perros" -pensó la señorita Willerton-. Ummm.» Pero decidió que eso no molestaría tanto al oído como los dos «Lot».
La señorita Willerton era muy partidaria de lo que denominaba «arte fonético». Según ella, el oído era tan lector como el ojo. Le gustaba expresarlo de ese modo. «El ojo forma un cuadro -le había dicho a un grupo en las Hijas Unidas de las Colonias- que puede pintarse en abstracto, y el éxito de la empresa literaria -a la señorita Willerton le gustaba la expresión "empresa literaria"- depende de esos elementos abstractos creados en la mente y de la naturaleza tonal -a la señorita Willerton también le gustaba eso de "naturaleza tonal"-, que registra el oído.» La oración «Lot Motun llamó a su perro» tenía un toque cáustico y seco que, seguido de «el perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo», le daba al párrafo la salida que precisaba.
«Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.» A lo mejor, reflexionó la señorita Willerton, eso era un pelín exagerado. Pero, según le constaba, el que un aparcero se revolcara en el barro entraba dentro de lo razonablemente posible. En cierta ocasión había leído una novela que trataba de ese tipo de personas, en la que se había hecho algo tan feo como aquello y, a lo largo de tres cuartas partes de la narración, cosas mucho peores. Lucía la encontró mientras limpiaba uno de los cajones del escritorio de la señorita Willerton, y, después de hojear unas cuantas páginas al azar, sujetó el libro entre el pulgar y el índice, lo llevó hasta el horno y lo echó al fuego.
-Willie, esta mañana cuando limpiaba tu escritorio, me encontré un libro que Garner debió de dejar allí para hacerte una broma -le dijo la señorita Lucía más tarde-. Fue horrible, pero ya sabes cómo las gasta Garner. Lo he quemado. -Y luego, con una risita ahogada, añadió-: Estaba segura de que no podía ser tuyo.
La señorita Willerton estaba segura de que no podía ser de nadie más que de ella, pero no se atrevió a aclararlo. Lo había encargado directamente a la editorial porque no quería pedirlo en la biblioteca. Le había costado tres dólares con setenta y cinco centavos, envío postal incluido, y no había terminado los últimos cuatro capítulos. Eso sí, había leído lo suficiente para poder afirmar que era razonablemente posible que Lot Motun se revolcara en el barro con su perro. Al hacerle hacer tal cosa, lo de las lombrices intestinales tendría más sentido, decidió. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.» La señorita Willerton se apoyó en el respaldo. Era un buen comienzo. Ahora planificaría la acción. Había que incluir una mujer, claro. A lo mejor Lot podía matarla. Ese tipo de mujeres siempre sembraba cizaña. Incluso podía provocarlo para que acabara matándola por libertina y, después, quizá a él lo perseguiría la mala conciencia.
Si debía tomar ese rumbo, sería necesario dotarlo de principios, aunque no sería demasiado difícil dárselos. Se preguntó de qué manera introduciría ese aspecto, en vista de toda la atención que en el relato debía dedicarle al amor. Tendría que poner algunas escenas bastante violentas y naturalistas; el tipo de detalles sádicos que una leía en relación con esa clase de gente. Era un problema. Sin embargo, la señorita Willerton disfrutaba con esos problemas. Lo que más le gustaba era planificar las escenas pasionales, pero, cuando llegaba el momento de escribirlas, siempre empezaba a sentirse rara y a preguntarse qué diría su familia cuando las leyeran. Garner chasquearía los dedos y le haría un guiño a la menor oportunidad; Bertha la consideraría una persona horrible; y Lucía diría con esa vocecita tonta que la caracterizaba: « ¿Qué nos has estado ocultando, Willie? ¿Qué nos has estado ocultando?», y lanzaría su risita ahogada, como hacía siempre. Pero la señorita Willerton no podía pensar en eso ahora; debía darle forma a sus personajes.
Lot sería alto, encorvado y desaliñado, pero sus ojos serían tristes y lo harían parecerse a un caballero pese a tener el cuello enrojecido y las manos enormes y torpes. Tendría los dientes rectos y, para indicar que era dueño de cierto espíritu, sería pelirrojo. Las prendas le colgarían sin gracia, pero las luciría con desenfado, como si fuesen una segunda piel; tal vez, reflexionó la señorita Willerton, sería mejor, después de todo, que no se revolcara con el perro. La mujer sería más o menos guapa, con el pelo rubio, los tobillos gruesos, los ojos turbios.
La mujer le serviría la cena en la cabaña y él comería la sémola llena de grumos a la que ella ni siquiera se habría molestado en ponerle sal y, allí sentado, pensaría en cosas grandiosas, lejos, muy lejos... en otra vaca, una casa pintada, un pozo limpio, incluso una granja propia. La mujer empezaría a dar alaridos porque él no había cortado suficiente leña para la cocina y se quejaría del dolor de espalda. Ella se sentaría a verlo comer la sémola rancia y le diría que no tenía suficientes agallas para robar comida.
-¡Eres un asqueroso pordiosero! -le diría con sorna. Y él la mandaría callar.
-¡Cierra la boca! -gritaría.
-Me tienes harta, más que harta. -Pondría los ojos en blanco y, burlándose y riéndose de él, le diría-: Los desgraciados como tú no me dan miedo.
Entonces él echaría la silla hacia atrás e iría hacia ella. Ella agarraría un cuchillo de la mesa -la señorita Willerton se preguntó cómo era posible que aquella mujer fuera tan corta-, y retrocedería manteniendo el cuchillo en alto. Él daría un salto hacia delante y ella se apartaría veloz, como un caballo salvaje. Luego volverían a estar cara a cara, los ojos rebosantes de odio, y avanzarían y retrocederían. La señorita Willerton alcanzó a oír cómo los segundos iban golpeando contra el tejado de lata. Él se abalanzaría otra vez sobre la mujer y ella, con el cuchillo dispuesto, se lo hincaría de un momento a otro... La señorita Willerton no pudo aguantar más. Golpeó a la mujer con fuerza en la cabeza, por detrás. La mujer soltó el cuchillo y una niebla la envolvió y se la llevó del cuarto. La señorita Willerton se volvió hacia Lot.
-Deja que te sirva un poco de sémola caliente -le dijo.
Se acercó a la cocina, en un plato limpio sirvió una ración de sémola blanca y tersa y un trozo de mantequilla.
-Caray, gracias -dijo Lot, y le sonrió con esos bonitos dientes-.Tú sí sabes cómo prepararla. Verás -le dijo-, estuve pensando... Podríamos marcharnos de esta granja arrendada y tener un lugar decente. Si este año conseguimos ganar algo, nos comprarnos una vaca y empezar a construirnos una casita. Imagínatelo, Willie, imagínate lo que sería.
Ella se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro.
-Lo conseguiremos -aseguró-. Nos irá mejor que ningún otro año y en primavera tendremos esa vaca.
-Tú siempre sabes cómo me siento, Willie. Tú siempre lo has sabido.
Se quedaron sentados largo rato, pensando en lo bien que se entendían.
-Termina de comer -dijo ella al fin.
Cuando él hubo cenado, la ayudó a quitar la ceniza de la cocina y después, en el caluroso atardecer de julio, dieron un paseo por el prado, en dirección al arroyo, y hablaron de la casita de la que algún día serían dueños.
A finales de marzo, cuando la época de lluvias estaba cerca, habían conseguido más de lo esperado. A lo largo del mes anterior, Lot se había levantado a las cinco de la mañana, y Willie, una hora antes, para tratar de adelantar todo el trabajo posible aprovechando el buen tiempo. A la semana siguiente, comentó Lot, empezaría a llover y, si antes no levantaban la cosecha, la perderían... y con ella, cuanto habían ganado en los últimos meses. Sabían lo que aquello supondría, otro año de ir tirando sin mucho más de lo que habían tenido el anterior. Además, al año siguiente, en lugar de la vaca, llegaría un crío. Lot se había empeñado en comprar la vaca pese a todo.
-Alimentar a un crío tampoco cuesta tanto -había razonado-, y la vaca nos ayudaría a darle de comer...
Pero Willie se había mostrado firme, comprarían la vaca más adelante, el crío debía empezar con buen pie.
-A lo mejor -había concluido Lot-, vamos a tener suficiente para las dos cosas. -Y se había marchado a ver el campo recién arado como si pudiera calcular la cosecha por los surcos.
Pese a las estrecheces, había sido un buen año. Willie había limpiado la casucha y Lot había arreglado la chimenea. En la puerta había profusión de petunias, y en la ventana, una colonia de dragoncillos. Había sido un año pacífico. Pero ahora comenzaban a inquietarse por la cosecha. Debían recogerla antes de que llegaran las lluvias.
-Nos falta una semana más -rezongó Lot al regresar esa noche-. Una semana más y lo vamos a conseguir. ¿Tienes ganas de cosechar? No está bien que debas salir -suspiró-, pero no podemos pagar a nadie para que nos ayude.
-Me encuentro bien -dijo ella, y ocultó las manos temblorosas a su espalda-. Cosecharé.
-Esta noche está nublado -dijo Lot, sombrío. Al día siguiente trabajaron hasta el anochecer, trabajaron hasta reventar, y después regresaron a trompicones a la cabaña y cayeron en la cama.
Willie se despertó por la noche, notando un dolor. Era un dolor suave y verde, recorrido de luces moradas. Se preguntó sí estaría despierta. Movió la cabeza de lado a lado y dentro de ella notó unas siluetas que zumbaban y picaban piedras.
Lot se incorporó.
-¿Te sientes mal? -le preguntó temblando.
Ella se apoyó sobre el codo y luego se dejó caer otra vez.
-Ve al arroyo y trae a Arma -jadeó.
El zumbido se hizo más intenso y las siluetas más grises. Al principio, el dolor se entremezcló con aquellas siluetas durante unos segundos; luego, de forma ininterrumpida. Llegaba a ella una y otra vez. El zumbido se hizo más nítido y, a eso del alba, se dio cuenta de que estaba lloviendo. Más tarde preguntó con voz ronca:
-¿Cuánto hace que llueve?
-Dos días enteros -contestó Lot.
-Entonces hemos perdido. -Willie miró con desgana los árboles empapados-. Se acabó.
-No, no se acabó -dijo él en voz baja-. Tenemos una niña.
-Tú querías un niño.
-No. Tengo lo que quería, dos Willies en lugar de una, y eso es mucho mejor que una vaca -sonrió-. ¿Qué puedo hacer para merecerme todo lo que tengo, Willie? -Se inclinó y la besó en la frente.
- ¿Qué puedo hacer yo? -preguntó ella en voz baja-. ¿Qué puedo hacer para ayudarte más?
- ¿Qué tal si vas a la tienda de ultramarinos, Willie?
La señorita Willerton apartó de sí a Lot de un empujón.
-¿Qué... qué me decías, Lucía? -tartamudeó.
-Te decía que qué tal si esta vez vas tú a la tienda de ultramarinos. Esta semana me ha tocado ir a mí todas las mañanas y ahora estoy ocupada.
La señorita Willerton dejó la máquina de escribir y dijo con brusquedad:
-Muy bien. ¿Qué quieres que te traiga?
-Una docena de huevos y dos libras de tomates, que sean maduros, y más te vale que empieces a curarte ese resfriado ahora mismo. Te lloran los ojos y tienes la voz ronca. En el cuarto de baño hay Empirin. Piden que te apunten lo que gastes en la cuenta. Y ponte el abrigo. Hace frío.
La señorita Willerton elevó la vista al cielo.
-Tengo cuarenta y cuatro años -anunció-, sé muy bien cómo cuidarme.
-Y que los tomates sean maduros -le contestó la señorita Lucía.
Con el abrigo mal abrochado, la señorita Willerton avanzó pesadamente por la calle principal y entró en el supermercado.
-¿Qué venía yo a comprar? -refunfuñó-. Ah, sí, dos docenas de huevos y una libra de tomates.
Pasó delante de las estanterías de las conservas de verduras y las galletas y fue a la caja donde tenían los huevos. Pero no había huevos.
-¿Dónde están los huevos? -le preguntó a un chico que pesaba judías verdes.
-Solamente nos quedan huevos de pularda -dijo mientras cogía otro puñado de judías.
-Bien, ¿dónde están y qué diferencia hay? -exigió saber la señorita Willerton.
El chico echó las judías sobrantes al cubo, se agachó sobre la  caja de los huevos y le entregó un paquete.
-Ninguna diferencia, la verdá -dijo al tiempo que mascaba el chicle con los dientes incisivos-. Son de gallina jovencita  o algo así, no lo sé bien. ¿Se los pongo?
-Sí, y dos libras de tomates. Que estén maduros -precisó la Señorita Willerton.
No le gustaba hacer la compra. No había motivo alguno para que los dependientes fuesen tan altaneros. Ese muchacho no se habría entretenido tanto con Lucía. Pagó los huevos y los tomates y salió apresuradamente. En cierta manera, aquel lugar la deprimía.
Vaya tontería que una tienda de ultramarinos pudiese deprimirte. si allí dentro solo tenían lugar actividades domésticas sin importancia... mujeres que compraban judías... que llevaban a los niños en esos cochecitos... que regateaban por un octavo de libra de más o de menos de calabaza... « ¿Qué ganaban con eso? -se preguntó la señorita Willerton-. ¿Dónde había allí ocasión para expresarse, para crear, para el arte?» A su alrededor todo era lo mismo: aceras llenas de gente que se afanaban de un lado a otro, con las manos cargadas de paquetitos y las mentes llenas de paquetitos, aquella mujer de allí que llevaba al niño de la traílla y tiraba de él, lo sacudía y lo arrastraba para alejarlo de un escaparate donde se exhibía una lámpara hecha con una calabaza ahuecada. Probablemente se pasaría el resto de la vida tirando de él y sacudiéndolo. Y allí iba otra, a la que se le caía la bolsa de la compra en plena calzada, y otra más, que le sonaba la nariz a un niño, y por la acera se acercaban una anciana con sus tres nietos saltándole alrededor, seguidos de un hombre y una mujer que caminaban demasiado juntos para ser refinados.
La señorita Willerton observó a la pareja con atención cuando se acercaron más y la adelantaron. La mujer era regordeta, de tobillos gruesos y ojos turbios. Llevaba unos zapatos de tacón, unas ajorcas azules, un vestido de algodón demasiado corto y una chaqueta de cuadros escoceses. Tenía la piel manchada y el cuello estirado hacia delante, como si quisiera oler una cosa que le alejaran continuamente de la nariz. En la cara lucía una mueca estúpida. El era un hombre larguirucho, consumido y desaliñado. Iba encorvado, y el pelo rubio y enredado le caía hacia un lado del cuello largo y enrojecido. Sus manos jugueteaban tontamente con las de la muchacha mientras avanzaban desmañados, y en una o dos ocasiones le lanzó una sonrisa empalagosa, que permitió a la señorita Willerton comprobar que tenía los dientes rectos, los ojos tristes y una erupción en la frente.
-¡Aaaj!-se estremeció.
La señorita Willerton dejó la compra encima de la mesa de la cocina y regresó junto a la máquina de escribir. Miró el papel que había en ella. «Lot Motun llamó a su perro -ponía-. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
-¡Suena fatal! -masculló la señorita Willerton-. De todos modos, el tema no es nada del otro mundo -decidió.
Necesitaba algo más pintoresco... con más arte. La señorita Willerton se quedó largo rato mirando la máquina de escribir. Después, de repente, con el puño asestó varios golpecitos extasiados sobre el escritorio.
-¡Los irlandeses! -chilló-. ¡Los irlandeses!
La señorita Willerton siempre había admirado a los irlandeses. «Su acento -pensó-, era muy musical, y su historia... ¡espléndida!» « ¡Y las gentes -caviló-, las gentes de Irlanda! Llenas de temple... pelirrojas, de anchos hombros y enormes bigotes caídos.»

Cuento Oliental




El Pánico
Cada vez que lo recuerdo, me invade el arrepentimiento. Tuve mi oportunidad, tal vez una oportunidad única, pero mi prejuicio no solo me impidió aprovecharla para conseguir el empleo ideal, sino que también me convirtió en sospechoso de un homicidio, y por eso fui enviado al tribunal. Por tomar al pie de la letra el refrán que dice: "mala experiencia ajena es lección buena", debo dejar esta crónica como una advertencia para quienes estén desempleados en la actualidad o desesperados por lo tedioso de su presente.

Todo comenzó a la salida de la oficina de empleos. La desolación se leía en mi rostro. Estaba deprimido, y con razón, pues lo único que me habían ofrecido en la oficina era un miserable puesto como asistente en una peluquería. Dicho sea de paso, soy un hombre de treinta y dos años de edad, un poco flaco pero sano, sin ningún defecto físico. De ideas conservadoras, y honesto por naturaleza, amo el trabajo manual y he terminado los estudios humanísticos en un colegio superior. Mi único punto débil consiste en mis ojos, miopes desde hace poco, pero esto no es un problema realmente, solo necesito algo de dinero para comprar unos lentes. Una vez me dijeron que padecía de una enfermedad congénita que me impide consumir demasiadas vitaminas, pero de todas maneras esto no llega al grado de ser un obstáculo para obtener un empleo decente. Realmente, el puesto de asistente en una peluquería me pareció humillante... -No te dieron un buen empleo, ¿verdad? -me dijo un hombre, que permanecía mirando hacia la puerta, con un cigarro entre los labios y un pie sobre el porche, como si estuviera al acecho de alguien, y enseguida se puso a caminar a mi lado. Iba a seguir de largo al suponer que me tomaba por otra persona, pero el hombre se rió, ofreciéndome una cajetilla nueva de cigarros-. Mira, yo estoy a cargo del reclutamiento de candidatos para trabajar en Comercio Pánico, y tú me pareces una persona ideal para nuestra empresa. ¿Por qué no vas a la prueba?
Recobré repentinamente el ánimo, como si me hubiera cambiado de camisa, y asentí varías veces sin poder formular una sola frase, atragantado por una sensación de júbilo excesivo. Al darse cuenta de mi estado, el hombre me entregó una hoja de papel y se fue sin rumbo, saludando apenas con una mano. Me senté bajo la sombra del pino plantado frente a la entrada de la oficina y me dediqué a completar la hoja.

Formulario de solicitud para la prueba de Comercio Pánico S.A. (Num. 84)

Tenía una serie de columnas para indicar los datos

edad, antecedentes, pasatiempo, especialidad, deseo
(Nota. No hace faltar colocar ni el nombre ni la dirección. En cuanto a la última columna, "deseo", exprésese con toda confianza, a mayores detalles, mejor resultado).

En el reverso decía:

Al terminar de llenar las columnas, guarde este formulario en el bolsillo del pantalón y vaya a las ocho de la noche al sitio indicado en el mapa de la izquierda para buscar al señor K, a quien identificará por las gafas de montura blanca, la chaqueta azul y una herida en la mejilla izquierda.
(Nota. Obedezca la instrucción. Fuera de las respuestas estrictamente necesarias, no diga nada más). Nuestra empresa maneja casi todo, salvo electricidad, agua y gas. Una vez empleado, le explicaremos los detalles, pero nuestra administración sigue el último modelo de la teoría moderna. Entienda que todos los datos son confidenciales para evitar la copia ilegal de otras empresas. Le deseamos la mejor suerte y el mayor éxito en la prueba.

El mapa estaba dibujado con lápiz. Parecía variar según el formulario. El sitio indicado era un bar, el Pez Volador, de la zona comercial que está en la salida Este de la estación I, sí, recordaba haber ido ahí una vez. No creí necesario explorar la zona de antemano, pero tenía el temor de violar la confidencialidad requerida en el formulario si sucumbía ante el deseo de comunicar esta buena nueva a mi esposa cuando estuviera en casa; debía matar el tiempo hasta las siete pasadas, no sé si entrando al cine o jugando al pachinko.
Sonaría exagerado si dijera que es una buena noticia, puesto que ustedes no conocen el estado de ánimo que yo tenía en ese momento. Desde luego, el asunto no dejaba de parecerme extraño. ¿Quién se atrevería a decir "una persona ideal" a un desconocido? ¿Por qué no exigían ni el nombre ni la dirección en el formulario? Pero un desempleado confía con facilidad en gente extraña: también me gustó mucho el nombre extranjero de la empresa, Pánico; las frases extrañas del formulario tenían una resonancia majestuosa; el hombre que me dio el formulario me parecía muy simpático y pulcro. No sabría explicar en qué consistía su pulcritud, solo creo que me dejó una impresión fantasmal. En fin, tuve confianza en que el hombre jamás se aprovecharía de mi desdicha.
Entre al Pez Volador a las ocho en punto. K era un hombre cuarentón de cutis blanco, con cejas gruesas y ojos hundidos; se destacaba notablemente entre otros dos clientes que lo acompañaban. Cuando le pregunté si era el señor K, me invitó a su lado y me ofreció sake, con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuéramos viejos amigos. Me decepcioné al ver que ya estaba bastante embriagado. "Qué desafortunado soy, ya se vino abajo este empleo por causa de este tío, que parece más bien un inspector degradado. Mejor hubiera ido a la peluquería", dije para mis adentros, Quise rechazar el sake que me ofrecía, mirándolo a la cara con un gesto severo, pero K insistió con un murmullo, como si tratara de cumplir una promesa. Ante su enfática insistencia, no tuve más remedio que aceptarlo.
Yo estaba en ayunas, y el sake surtió un efecto inmediato. K estuvo conversando todo el tiempo con una mujer que estaba del otro lado, sin abordar nunca el tema de la prueba. Quise hacer algo, pero de pronto me sentí embotado. De ahí en adelante, sólo me acuerdo de algunos fragmentos incoherentes. K cantó, y yo lo acompañé. La mujer se rió, y me reí también. K me despegó de la mesa. Escuché un ruido de la puerta automática, y ya, ahí se acaba mi recuerdo. Nunca me he emborrachado tanto como esa vez, ni antes ni después.
Me desperté al amanecer. Justo al otro lado de la ventana se veía una maraña de cables, y cruzó el primer tren de la mañana con un ruido que estremecía la pared. Al desaparecer, el tren dejó una bruma azulada en la ventana. Parecía la habitación de un departamento. Me encontraba acostado sobre el tatami con la cabeza junto a la ventana. ¿Qué me habría pasado? Sentí la cabeza pesada como si me hubieran inyectado alquitrán, y me ardía la boca, que estaba completamente seca por dentro. Me acordé vagamente de lo que había pasado la noche anterior. Quise levantarme, y al rozar mi cuerpo, sentí algo viscoso en la palma de la mano. También había algo metálico y resistente en aquel líquido pegajoso.
Prendí la luz, y la apagué inmediatamente. No podía creer lo que había visto en ese instante. Sangre... sangre... sangre... Era sangre lo que tenía en mi mano. Empapado en sangre, desde las mejillas hasta el cuello, K permanecía acostado con la cabeza pegada a la pared, en ángulo vertical hacia donde yo estaba. Una navaja ensangrentada se veía entre el cuerpo de K y el mío. Sentí que se congelaba el aire hasta transformarse en un material vidrioso. Me quedé inmóvil, con la respiración entrecortada. ¿Qué había pasado?... ¿Por que todo esto?... De pronto recuperé la página perdida de mi memoria. No, todo esto no tenía nada que ver conmigo, había que huir, eso era todo. Me lavé las manos en el lavabo tratando de de quitar la sangre y me fui sin perder tiempo. Al dar la vuelta a la derecha en la segunda esquina, me encontré con la salida Oeste de la estación I, del lado opuesto al Pez Volador. Entré en la estación sin que nadie me viera. Al comprar el pasaje, noté que aún tenía rastros de sangre en mis manos. Saqué el pañuelo para taparme la nariz y traté de simular una hemorragia. Fue una acción torpe, instintiva como la de una bestia. Me di cuenta demasiado tarde, cuando ya viajaba en el tren, de que ni siquiera me había traído la navaja para no dejar una evidencia tan clara.
Las preocupaciones seguían, una tras otra. Mejor hubiera borrado mis huellas digitales; hubiera requisado el cuerpo de K para despojarlo de su identificación, hubiera cerrado el departamento con la llave -que estaba insertada en el gozne interior- para que no detectaran tan fácilmente el cadáver; hubiera desplazado el cuerpo más hacia el interior para que no lo pudiera ver a través de la ventana. Al percatarme de que había perdido el formulario guardado en el bolsillo del pantalón, me desesperé al grado de quedarme paralizado como si estuviera muerto... Ya no me quedaba nada por hacer.
Cuando regresé a casa, me desplomé en el futón, sin ánimo para responder a las preguntas de mi esposa, y quise dormir hasta el mediodía. Cuando desperté, ella armaba una maqueta de papel, fijándose en las que vienen impresas en esas revistas que reparten en las clínicas ginecológicas. Seguro creyó descubrir algo absurdo en mi actitud, ya que no quiso dirigirme la palabra y tenía un gesto de fastidio. Me alivie al ver que no sospechaba nada, y luego tomé una cantidad exorbitante de agua, pensando para mis adentros, que ella no me comprendería, de ninguna manera, mientras yo me encontraba en una situación tan desesperante. Tomé casi un litro. "¿Y ahora qué vas a hacer?", me encaró de repente. "Qué sé yo", le respondí en mis pensamientos, calculando silenciosamente la necesidad de contar con su cooperación para inventar una coartada. En un momento pensé que me convenía contarle todo, pero luego se me ocurrió que lo mejor era quedarme callado para no generar más sospechas. Al permanecer silencioso durante un largo rato, me dormí de nuevo sin darme cuenta.
Me desperté ya muy avanzada la tarde. Mi esposa no estaba en casa. Busqué comida en todos los rincones sin resultado alguno. Acosado por una pequeña lámpara imaginaria que parpadeaba en el interior de mi cerebro, sufrí un retortijón en el estómago. Maldije con los dientes rechinantes a K por haberse emborrachado tanto y haberme dado algún motivo para matarlo. Fui a la casa de un vecino para leer el periódico vespertino. Leí tres periódicos distintos, pero no encontré noticias sobre el homicidio sucedido a la salida Oeste de la estación I. Sentí un alivio efímero hasta que me entró la sospecha de que todo esto formaba parte de alguna trama muy bien planificada.
Al tantear en el bolsillo en busca de un papel para sonarme la nariz, encontré dos billetes arrugados de mil
yenes cada uno. O sea que había matado a K solo por robar estos miserables dos mil yenes. Con esa prueba
ante mis ojos... ¡carajo, me arruiné la vida por dos mil yenes!... Sí, nada menos que la vida entera... ¡Mierda! Me horroricé. No pude controlar el temblor del cuerpo. Sin esperar a que volviera mi esposa, me fui a una zona abandonada después de haber viajado más de media hora en tren, luego saqué un billete de mil yenes para comprar una cajetilla de cigarros y el otro lo gasté en un restaurante de soba. Al regresar a mi vecindad, me di cuenta de que alguien me seguía. Seguro era el mismo hombre con aspecto de estudiante que se encontraba en el restaurante. No fui a mi casa directamente y anduve sin rumbo durante casi una hora. Después de confirmar que ya nadie me seguía, regresé y entregué a mi esposa, casi tirándoselos, los nueve billetes de cien yenes. Ella solo me miró, estupefacta. Salí a la calle nuevamente, y me puse en marcha sin saber a dónde dirigirme. Vi dos películas, cené en un puesto ambulante y pasé la noche en una posada del barrio A.

Al amanecer, me encontré más solitario que nunca, Una extraña lucidez me hacía sentirme un hombre completamente distinto de lo que había sido el día anterior. La luz me enceguecía. Ya no me servía la rutina, que antes era mi refugio. El dinero que me quedó después pagar la posada, setecientos veinte yenes en total, era el único lazo que me ataba al mundo circundante. Un resquicio en una calle, una salida inesperada, una callejuela, cualquier hueco me infundía terror. Me hacía falta una valentía enorme para decidirme a cruzar cada una de las calles. Todas las vías parecían conducirme a las puertas del infierno.
Mi estado físico era deplorable; todo mi cuerpo era una maraña de hilos enredados. Compré cinco periódicos diferentes. Sin embargo, tardé bastante en reconocer que solo buscaba noticias sobre el homicidio. Tampoco encontré nada en relación con K esa mañana. Tardé otro rato en saber que ya no tenía nada más que leer. Pedí cualquier cosa en un comedor popular para saciar el hambre. Me di cuenta de que seguía tratando de comer cuando ya no había nada en el plato. Todo esto incremento aún más mi pavor. Pensé irme a un sitio donde me dejaran estar tranquilo, donde no tuviera nada que hacer. Entonces caminé sin rumbo, en busca de algún refugio, sin encontrar nada.
En la tarde, me dirigí a la misma posada del día anterior. Al recordarlo ahora, me parece que daba vueltas alrededor de un solo punto pese a mi voluntad de huir. En una esquina cerca de la posada, me di cuenta de que me seguían la pista de nuevo. El sospechoso se esfumó por una vereda que había entre los edificios. Seguramente me había estado vigilando todo el día. Ya completamente despojado de certeza para medir el tiempo, permanecí petrificado a la espera de mi perseguidor, pero jamás volvió a aparecer.

No habrá necesidad de relatar en detalle lo que hice durante los tres días siguientes. Me acostumbré con celeridad al nuevo hábito de vivir sin mi rutina. Llegué a odiar todo lo cotidiano, donde un acto sucedía como consecuencia del otro. Al aceptar esa temible rutina, me vi obligado a estar consciente del homicidio cometido, y lo recordaba obsesivamente. Solo un hombre feliz sería capaz de soportar esa clase de tortura. Quería desbaratar la realidad en pequeños fragmentos, tal como yo mismo me encontraba. Empecé a robar siguiendo un impulso natural. Después todo fue pan comido. El espacio se llenó de tantas cosas, que me sentía vivir en la selva. Tanto el pasado como el futuro se escondieron detrás de lo material para dejar el presente en su estado más sencillo. A pesar de que el temor no disminuía nunca, estaba a punto de olvidar que era un homicida. Un par de zapatos al pasar frente a una casa... trescientos veinte yenes. Una boina olvidada en la rejilla del tren... cuarenta yenes. Dos libros de la librería de usados... sin precio. Una pañoleta de otro huésped de la posada... para mi uso personal. Un par de zapatillas en el patio de una escuela primaria... diez yenes. Una manta que permanecía colgada de noche en el tendedero... ciento ochenta yenes. Quinientos cincuenta yenes en total en los tres días.
De vez en cuando me sorprendía repitiéndome silenciosamente: "¿Por qué, por qué?". Y me sentía tan desolado al acordarme de mi esposa que me daban tremendas ganas de llorar. Sin embargo, el resto del tiempo estaba insensible como una piedra. Mientras tanto, el periódico guardaba silencio sobre el homicidio.
...Al cuarto día.
No pude dormir debido a la preocupación que sentía por mi esposa. Como los pobres no confiamos en la autoridad, no había riesgo de que ella reportara, mi caso a la policía, pero, al menos, quería entregarle algo de dinero. Extrañamente, me sentía obligado a hacerlo. Se me ocurrió un plan para robar zapatos, que eran la presa más fácil y me reportaba mejor rendimiento económico. Con tres pares sumaría más de mil yenes.
Desde el día anterior, ya tenía en la mira una casa que se veía tan lujosa desde afuera. Unos cuántos zapatos menos no iban a causarles un daño significativo a sus dueños, y su jardín descuidado indicaba un acceso bastante fácil. También juzgué conveniente la altura del muro que protegía muy bien el zaguán de las miradas indiscretas. Alrededor de las diez di unas vueltas al frente de la casa. La ventana que había encontrado abierta en la primera, vuelta, estaba cerrada en la segunda. Me atreví a irrumpir en la tercera vuelta. Un perro confiado se me acercó moviendo amistosamente la cola. Afuera del zaguán estaban apiñadas unas cajas vacías y había un montón de sillas destartaladas. La puerta estaba medio abierta. Al abrirla más para ingresar al interior, el perro lanzó un chillido agudo, luego ladró un poco, pero huyó espantado hacia las cajas apiladas al ver mi puño amenazante. Tomando precaución para poder marcharme a la carrera en cualquier momento, permanecí con los oídos atentos, pero no percibí ninguna presencia humana. Me metí sigilosamente con el cuerpo ladeado. Vi zapatos verdes con tacones altos, y botines negros, sucios y tirados en desorden. Percibí un aire oloroso a tierra mojada.
Se escuchó encima de mi cabeza el grito terrorífico de una mujer. Al voltearme, vi un rostro. Tenía las fosas nasales excesivamente grandes y los labios pintados de profundo carmesí; era una mujer cuarentona que gritaba como idiota, medio agachada, con los puños entrelazados sobre el pecho, sacudiendo su cabello desgreñado. Dejé los zapatos. Busqué la puerta procurando una vía de escape. La mujer no dejó de gritar. Me horroricé en el mismo instante. Un machete que estaba apoyado contra la pared se reveló ante mis ojos. Lo tomé en mis manos, diciendole a la mujer con voz ronca: "¡Deja de gritar!". La mujer tembló, subiendo aún más el tono de sus gritos. Le lancé el machete, que se quedó clavado en medio de su rostro. El perro, que se le había acercado sin que me diera cuenta, empezó a lamer la sangre derramada sobre la cara de la mujer. Me dio asco, y vomité poniéndome en cuatro patas. Quería vaciarme por completo.
-Apúrate, hermano -me dijo alguien, sacudiéndome con una mano colocada sobre mi hombro. Era mi perseguidor. Me resigné a todo, pero el perseguidor sonreía-. Apúrate -me repitió, tomándome por el brazo, y me enseñó un envoltorio hecho con una pañoleta, que contenía los zapatos.
No entendí nada. Seguí sintiéndome como una piedra que se precipitaba sobre la barranca. El perseguidor se volteó hacia el jardín desierto cuando atravesó la puerta, hizo una reverencia y dijo con voz nítida: "Disculpen la molestia". Un hombre desconocido que pasó por casualidad siguió de largo sin dirigirle siquiera la mirada.
El perseguidor me llevó al mismo departamento, cerca de la estación I. Esfumado el último pedazo de esperanza, me sumergí en un pozo hondo y oscuro ante la convicción de que se trataba de una investigación policial. Reconocí la habitación en que había matado a K. Un cuarto deprimente y sin muebles. Mientras pensaba que nadie lo alquilaría después del homicidio, bajé titubeante la mirada, al piso de tatami y encontré manchas negras que parecían absorberme como cuevas insondables. Me agarré a la pared para evitar la caída.
El perseguidor se lavaba la cara. Pensé en que tal vez me quedaba una sola salida. Avancé sigilosamente hacia su espalda, cuando el hombre se volvió de golpe y sonriente, se haló el cabello para despegarlo de su cabeza. Por debajo se asomó el cuero cabelludo donde relucían algunos pelitos crespos. Sacó las gafas de montura blanca para colocárselas con parsimonia. Era K.
-Bien hecho -se rió K.
No pude mantenerme en pie pues las rodillas me temblaban. Me desplomé apoyado contra la pared. K se sentó a mi lado como para consolarme y lanzó una bocanada de humo hacia arriba.
-Aprobado, hombre -me dijo, dándome una palmada en el hombro-. Todo esto formaba parte de la prueba. Los hombres sin vocación se hubieran entregado fácilmente a la policía. Nadie les haría caso, desde luego. Has mostrado una notable madurez. Te acostumbraste rápido a la vida fuera de la ley. Vas a trabajar de aprendiz conmigo durante un mes. Te iré explicando más en detalle la organización de la empresa. Seguro vas a tener buena promoción, ya que has cometido hasta un homicidio durante la prueba. El sueldo de aprendiz es de ocho mil quinientos mensuales, y ahora mismo te voy a dar la mitad. Pronto tienes que aprender de memoria esta libreta de instrucciones y el glosario de la empresa, que está en el reverso. A las ocho va a ser la entrevista de los nuevos miembros con el gerente, que te va a entregar la insignia de la compañía. Por el momento no hay nada más que hacer, así que relájate, puedes dormir la siesta si quieres. Literalmente estás en tu casa, porque de ahora en adelante este departamento estará a tu disposición. Bueno, yo me retiro con tu permiso. A las siete y media vengo a buscarte...
-Pero qué prueba tan terrible -dije como ahogado-. Hubiera podido evitar todo esto si me lo hubiera dicho antes. Aunque tenga un puesto fijo, no podré estar tranquilo con el miedo de que me puedan detener en cualquier momento. Yo soy el auténtico homicida al fin y al cabo. Qué crueldad.
-No te preocupes -se rió K-. Vamos a inventar algún sustituto. Hay varios empleados nuestros en la policía, que se encargarán de poner todo en orden. Dedícate a tu trabajo, que, una vez aprobado, estarás a bordo de un barco seguro.
-¿En qué consiste el trabajo?
-En una palabra, se trata de robar.
-¡No, qué va! -Me levanté sobresaltado-. Me pareció extraño desde el comienzo. ¡No, yo reniego de semejante barbaridad! -Me fui a la carrera, tirando el dinero recibido. K me siguió para hablarme.
-Te vas a arrepentir. Sin protección de la empresa, te van a agarrar sin falta dentro de ocho horas. ¡Por homicidio, para colmo! Te van a condenar a la horca, te lo advierto...
Corrí a ciegas. No era la primera vez que me arrepentía... ¿Acaso no me arrepentiría de haberme incorporado a una empresa de ladrones?... Pero me fui calmando a medida que se me cortaba la respiración. Sentado en un depósito de madera, asenté mi cabeza entre las dos manos. Supe por primera vez que la cara también podía temblar. Comercio Pánico... robar... la empresa... Por mínima que sea, yo también tengo dignidad. Sé que he cometido robos insignificantes, pero fueron tan solo intentos para que me dieran algo de comer... ¡Qué empresa tan descarada! Yo merezco algo más decente. Sin embargo, no podía estar seguro del todo. Me encontraba inquieto como si no me ubicara en un sitio fijo. Metí los dedos en el bolsillo y encontré la libreta de instrucciones que me había dado K. La empecé a leer como suplicando un auxilio. Luego de la introducción decía: "El fundamento ideológico de nuestra empresa consiste en las siguientes frases conocidas de Marx», se citaba un fragmento, levemente modificado de la teoría del valor agregado (esto me lo enseño después  un policía amable):

Los criminales no solo producen crímenes sino códigos  penales, por eso existen los textos didácticos, que se publican con el fin de que los profesores de derecho penal puedan vender sus cursos como mercancías. Como afirma el célebre profesor Rocher, esos textos constituyen, aun cuando se escriban como una mera distracción personal de esos profesores, aportes al enriquecimiento nacional.
Los criminales también producen jueces, oficiales, policías, verdugos y jurados. A su vez, estos profesionales inventan nuevos métodos para desarrollar capacidades inherentes en la mente humana para así satisfacer deseos constantemente renovados. Piénsese tan solo en la tortura, por ejemplo, que ha logrado estimular el proceso de mecanización y subyugar a los trabajadores manuales a la labor productiva.
Por otro lado, los criminales producen, según la circunstancia, impresiones morales o trágicas, cultivando así el sentido estético del pueblo. De esta manera, los criminales ofrecen tanto diversiones como actividades artísticas en una sociedad cada vez más monótona.
Los criminales hacen aportes enormes a la producción global. Los ladrones desarrollaron el mecanismo de las chapas y los falsificadores de monedas la técnica de impresión de billetes. Los estafadores crearon la demanda de microscopios. Por eso, los criminales son indispensables en la sociedad.
Aquí fundamos Comercio Pánico con el objetivo de sistematizar los crímenes y así acelerar el proceso de desarrollo social. Esperamos que, con base en este principio, todos nuestros empleados colaboren orgullosamente con el aumento de la felicidad social.
De repente se me cruzó una sombra negra delante de los ojos. De los dos lados me agarraron por los brazos con una fuerza arrolladora.
-Ven, acompáñanos al cuartel, por favor -se escuchó una voz melindrosa cuando me pusieron las esposas.
Les argumenté, con los datos sobre el departamento, que yo era un empleado de Comercio Pánico y traté de convencerlos de mi inocencia. Los policías me acompañaron al departamento sin soltar ninguno de mis brazos. El administrador del edificio no me reconoció, diciendo que ese departamento estaba desocupado. Gentilmente, los policías esperaron hasta las ocho en la entrada del edificio. K no apareció. Los policías me golpearon y me esposaron de nuevo. Mi mujer, que acudió ante la petición de la autoridad, comenzó a llorar y a dar gritos al verme. No tuve más remedio que confesar todo. Sin embargo, jamás lograron confirmar la existencia de Comercio Pánico. Además, como cosa extraña, se me había desaparecido la libreta, que era la única evidencia de la empresa. Ya no me esforcé más.
...Aunque esto no deja de ser una mera conjetura mía, mantengo secretamente la sospecha de que al menos uno de los dos policías que me detuvieron era empleado de Comercio Pánico.