viernes, 27 de junio de 2014

1930: An RAF lorries decorated with flowers including a model of the R101 airship, in a funeral  procession for victims of the R 101 airship crash, watched by large crowds



Lev Nikoláievich Tolstói nació en 1828, en Yásnaia Poliana, en la región de Tula, de una familia aristócrata. En 1844 empezó Derecho y Lenguas Orientales en la universidad de Kazán, pero dejó los estudios y llevó una vida algo disipada en Moscú y San Petersburgo. En 1851 se enroló con su hermano mayor en un regimiento de artillería en el Cáucaso. En 1852 publicó Infancia, el primero de los textos autobiográficos que, seguido deAdolescencia (1854) y Juventud (1857), le hicieron famoso, así como sus recuerdos de la guerra de Crimea, de corte realista y antibelicista, Relatos de Sebastopol (1855-1856). La fama, sin embargo, le disgustó y, después de un viaje por Europa en 1857, decidió instalarse en Yásnaia Poliana, donde fundó una escuela para hijos de campesinos. El éxito de su monumental novela Guerra y paz (1865-1869) y de Anna Karénina (1873-1878; Alba Clásica Maior núm. XLVII), dos hitos de la literatura universal, no alivió una profunda crisis espiritual, de la que dio cuenta en Mi confesión (1878-1882), donde prácticamente abjuró del arte literario y propugnó un modo de vida basado en el Evangelio, la castidad, el trabajo manual y la renuncia a la violencia. A partir de entonces el grueso de su obra lo compondrían fábulas y cuentos de orientación popular, tratados morales y ensayos como Qué es el arte (1898) y algunas obras de teatro como Elpoder de las tinieblas (1886) y El cadáver viviente (1900); su única novela de esa época fue Resurrección (1899), escrita para recaudar fondos para la secta pacifista de los dujobori (guerreros del alma). Una extensa colección de sus Relatos ha sido publicada en esta misma colección (Alba CLÁSICA Maior, núm. xxxm). En 1901 fue excomulgado por la Iglesia ortodoxa. Murió en 1910, rumbo a un monasterio, en la estación de tren de Astápovo.
            «Tres muertes» se publicó en Biblioteca de Lectura en 1859. «Dios ve la verdad pero tarda en decirla» pertenece a Tercer libro ruso de lectura(1874-1875), y «El prisionero del Cáucaso» a Cuarto libro ruso de lectura (1874-1875). «Después del baile», escrito en 1903, se publicó postumamente en 1911. «El lobo» apareció en la revista El Faro en 1909.
 

 Tres muertes

 

 

            Relato
 

 I

 

            Era otoño. Por el camino real dos carruajes avanzaban al trote. En el primero iban dos mujeres: una señora delgada y pálida y una doncella llenita, tersa y rubicunda. Por debajo del sombrero descolorido asomaban algunos cabellos secos y cortos, que ella trataba de acomodar impetuosamente con una mano colorada, envuelta en un guante agujereado. El alto pecho, cubierto con un pañuelo cuyo dibujo imitaba el de una alfombra, irradiaba salud; los inquietos ojos negros tan pronto seguían los campos que pasaban por la ventanilla como contemplaban tímidamente a la señora o exploraban intranquilos los rincones del coche. Delante de la nariz de la doncella oscilaba el sombrero de la señora, que colgaba de la redecilla del coche; en las rodillas llevaba un cachorro; apoyaba los pies en las cajas amontonadas en el suelo, que tamborileaban de modo apenas perceptible, acompañando el chirrido de los muelles y el tintineo de los cristales.
            Con las manos unidas sobre las rodillas y los ojos cerrados, la señora se removía apenas sobre los cojines que le habían colocado en la espalda y, frunciendo ligeramente el ceño, tosía con la boca cerrada. Llevaba en la cabeza una cofia de noche blanca y un chal azul envolvía su cuello pálido y delicado. Una raya recta, que desaparecía debajo de la cofia, dividía los cabellos rubios, muy lisos y untados de pomada; en la blancura de la piel que la raya dejaba al descubierto había algo enfermizo y mortecino. La piel de la cara, flácida, algo amarillenta, no se ajustaba perfectamente a los finos y bellos rasgos y adquiría un matiz más encarnado en las mejillas y los pómulos. Los labios eran secos e inquietos, las cejas ralas no se curvaban y la bata de viaje, de paño, caía recta sobre su pecho hundido. A pesar de que los ojos estaban cerrados, el rostro de la señora expresaba cansancio, irritación y el hábito del sufrimiento.
            Un criado dormitaba en el pescante, con los codos apoyados en su asiento; el postillón, con estridentes gritos, aguijoneaba a los cuatro caballos, fuertes y cubiertos de sudor, girándose de vez en cuando para mirar al otro postillón, que gritaba en el segundo coche. Las huellas anchas y paralelas de las ruedas se perfilaban uniformes y profundas en el barro viscoso del camino. El cielo era gris y frío; sobre los campos y el camino flotaba una húmeda neblina. En el carruaje el ambiente era sofocante; olía a agua de colonia y a polvo. La enferma reclinó la cabeza y abrió lentamente los ojos, grandes, brillantes, de un bellísimo color oscuro.
            —Otra vez —dijo, apartando nerviosamente con su mano enjuta y hermosa un extremo de la capa de la doncella, que le había rozado levemente una pierna, y su boca se torció en una mueca de dolor.
            Matriosha recogió la capa con ambas manos, se incorporó sobre sus fuertes piernas y se sentó algo más lejos. Su rostro fresco se cubrió de un vivo arrebol. Los bellos ojos oscuros de la enferma seguían con impaciencia los movimientos de la doncella. Se apoyó con ambas manos en el asiento con intención de incorporarse también ella, pero le fallaron las fuerzas. Su boca se contrajo y en su rostro afloró una expresión de ironía impotente y maligna.
            —¡Si al menos me ayudaras…! ¡Ah, no hace falta! ¡Ya me las arreglo sola! ¡Lo único que te pido es que hagas el favor de no poner tus sacos detrás de mí…! ¡Es mejor que no me toques, ya que no sabes hacerlo!
            La señora cerró los ojos, pero volvió a abrirlos al momento y se quedó observando a la doncella. Matriosha la contemplaba, mordiéndose el rojo labio inferior. Del pecho de la enferma se escapó un hondo suspiro que al final se transformó en un acceso de tos. Se volvió, frunció el ceño y se sujetó el pecho con ambas manos. Una vez sofocada la tos, volvió a cerrar los ojos y se quedó inmóvil. El coche y la carretela entraron en una aldea. Matriosha sacó su mano gordezuela del pañuelo y se santiguó.
            —¿Qué es eso? —preguntó la enferma.
            —La estación de postas, señora.
            —Lo que te pregunto es por qué te has persignado.
            —Hay una iglesia, señora.
            La enferma se volvió hacia la ventanilla y empezó a santiguarse lentamente, mirando con los ojos muy abiertos la gran iglesia de la aldea, junto a la que pasaban.
            El coche y la carretela se detuvieron delante de la estación. De la carretela se apearon el marido de la enferma y el médico y se acercaron al coche.
            —¿Cómo se encuentra? —preguntó el médico, tomándole el pulso.
            —¿Cómo estás, querida? ¿Te has fatigado? —preguntó el marido en francés—. ¿Te apetece bajar?
            Matriosha, tras recoger los bultos, se había quedado en un rincón para no entorpecer la conversación.
            —Sigo igual —respondió la enferma—. No quiero bajar.
            El marido, al cabo de un rato, entró en la estación. Matriosha saltó del coche y, corriendo de puntillas por el barro, se acercó a la cancela.
            —Que yo me encuentre mal no es razón para que no almuerce —dijo la enferma con una leve sonrisa, dirigiéndose al doctor, que no se había apartado de la ventanilla.
            «A nadie le importo —se dijo, en cuanto el médico se alejó con pasos silenciosos y subió con premura los peldaños de la escalerilla—. Ellos están bien y lo demás les da lo mismo. ¡Ah, Dios mío!»
            —Bueno, Eduard Ivánovich —dijo el marido, recibiendo al médico y secándose las manos con alegre sonrisa—, he ordenado que nos traigan la cantina. ¿Qué le parece?
            —Estupendo —respondió el médico.
            —¿Cómo se encuentra? —preguntó el marido con un suspiro, bajando la voz y enarcando las cejas.
            —Como ya le he dicho, es imposible que llegue a Italia; quiera Dios que lleguemos a Moscú. Sobre todo con un camino como éste.
            —¿Qué hacer, entonces? ¡Ah, Dios mío, Dios mío! —el marido se cubrió los ojos con la mano—. Déjalo ahí —añadió, dirigiéndose al criado que traía la cantina.
            —Debería haberse quedado en casa —repuso el médico, encogiéndose de hombros.
            —Pero, dígame, ¿qué podía hacer yo? —objetó el marido—. Hice todo lo posible por retenerla; le hablé de nuestros recursos, de los niños, a los que tendríamos que dejar solos; de mis asuntos; pero ella no me escucha. Hace proyectos de vida en el extranjero como si estuviese sana. Y hablarle de su situación sería matarla.
            —Pero ya está muerta; debería usted saberlo, Vasili Dmítrich. Una persona no puede vivir sin pulmones, y los pulmones no pueden volver a crecer. Es duro, es triste, pero ¿qué puede hacerse? La tarea de usted y la mía consiste únicamente en intentar que su fin sea lo más tranquilo posible. Lo que se requiere es un sacerdote.
            —¡Ah, Dios mío! Pero comprenda mi situación. ¿Cómo voy a hablarle de sus últimas voluntades? Que pase lo que tenga que pasar, pero no le diré nada de eso. Ya sabe usted lo buena que es…
            —Al menos trate de convencerla para que se quede hasta que pueda viajarse en trineo —dijo el médico, sacudiendo la cabeza con gesto significativo—. De otro modo, puede suceder una desgracia por el camino.
            —¡Aksiusha! ¡Eh, Aksiusha! —gritó la hija del maestro de postas, metiéndose la chaqueta por la cabeza y avanzando por el sucio patio trasero—. Vamos a ver a la señora de Shírkino; dicen que la llevan al extranjero para tratarla de una enfermedad del pecho. Nunca he visto a un tísico.
            Aksiusha salió de un salto al umbral; y las dos niñas, cogidas de la mano, fúeron corriendo a la cancela. Al llegar junto al coche, aminoraron el paso y echaron un vistazo por la ventanilla cerrada. La enferma volvió la cabeza y, cuando reparó en su curiosidad, frunció el ceño y se giró.
            —¡Madre mía! —dijo la hija del maestro de postas, apartando rápidamente la mirada—. ¡Con lo hermosa y fascinante que era y en lo que se ha convertido! Hasta da miedo. ¿La has visto, Aksiusha?
            —¡Sí, qué delgada está! —asintió Aksiusha—. Hagamos como si fuéramos al pozo y echemos otra ojeada. Se ha girado, pero he tenido tiempo de verla. Qué pena, Masha.
            —¡Cuánto barro! —dijo Masha, y ambas volvieron corriendo a la cancela.
            «No cabe duda de que tengo un aspecto horrible —pensó la enferma—. Pero iremos cuanto antes al extranjero y una vez allí me repondré en seguida.»
            —¿Cómo estás, querida? —dijo el marido, acercándose al coche sin dejar de masticar.
            «Siempre la misma pregunta —pensó la enferma—. Pero ¡él no para de comer!»
            —Bien —dijo entre dientes.
            —Temo, querida, que con este tiempo el camino empeore y el viaje se te haga más penoso. Eduard Ivánovich dice lo mismo. ¿No sería mejor que regresáramos? —Ella guardó silencio con aire enfadado—. Tal vez el tiempo mejore, los caminos se hagan más transitables y tú te recuperes un poco; en ese caso, podríamos ir todos juntos.
            —Perdóname. Si hubiera dejado de hacerte caso hace algún tiempo, ahora estaría en Berlín, completamente restablecida.
            —¿Qué podíamos hacer, ángel mío? Ya sabes que era imposible. Pero, si ahora te quedaras un mes, te repondrías del todo. Yo arreglaría mis asuntos y nos llevaríamos a los niños.
            —Los niños están sanos, pero yo no.
            —Pero entiende, querida, que con este tiempo, si empeoras por el camino… Al menos estaríamos en casa.
            —¿Qué? ¿En casa…? ¿Morir en casa? —repuso con irritación la enferma.
            Por lo visto, la palabra «morir» la asustó y dirigió una mirada suplicante e inquisitiva a su marido. Él bajó la mirada y calló. De pronto la boca de la enferma se torció en un gesto infantil y algunas lágrimas brotaron de sus ojos. El marido se cubrió el rostro con un pañuelo y se apartó del coche en silencio.
            —No, debo ir —dijo la enferma; luego alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y murmuró palabras incoherentes—. ¡Dios mío! ¿Por qué? —decía, mientras las lágrimas se iban haciendo más copiosas. Durante un buen rato rezó con fervor, pero el pecho le dolía tanto como antes y sentía la misma opresión; el cielo, los campos y el camino seguían teniendo un aspecto gris y sombrío; flotaba la misma neblina otoñal, ni más densa ni más rala, sobre el barro del camino, los tejados, el coche y las pellizas de los postillones, que conversaban con voz recia y alegre, mientras engrasaban y enganchaban los caballos…

 II

 

            El coche ya estaba listo, pero el postillón tardaba en llegar. Había entrado en la isba de los cocheros, calurosa, sofocante, oscura, con el ambiente cargado; olía a cerrado, a pan recién cocido, a coles y a piel de cordero. Se habían reunido algunos postillones y la cocinera se afanaba junto a la estufa, en cuyo poyo yacía un enfermo, cubierto con una piel de cordero.
            —¡Tío Fiódor! ¡Tío Fiódor! —dijo un joven cochero, que llevaba una pelliza y un látigo en la cintura, entrando en la habitación y dirigiéndose al enfermo.
            —¿Por qué llamas a Fedka, haragán? —le preguntó uno de los cocheros—. Te están esperando en el coche.
            —Quiero pedirle las botas; las mías están rotas —respondió el muchacho, echándose los cabellos hacia atrás y ajustando los guantes metidos en el cinturón—. ¿Duerme? ¡Eh, tío Fiódor! —repitió, acercándose a la estufa.
            —¿Qué quieres? —dijo una voz débil, y en lo alto de la estufa apareció un hombre pelirrojo, de rostro enjuto. Una mano ancha, descamada, pálida y velluda sostenía el abrigo sobre el hombro huesudo, envuelto en una camisa muy sucia—. Dame de beber, amigo. ¿Qué quieres?
            El muchacho le alargó un cazo de agua.
            —Oye, Fedia —dijo con voz vacilante—, ya no necesitas unas botas nuevas; dámelas, pues no creo que andes mucho.
            El enfermo dejó caer la cansada cabeza sobre el reluciente cazo y, mojando su ralo y lacio bigote en el agua oscura, bebió con avidez y un gesto de debilidad. Su barba enmarañada estaba sucia; los ojos hundidos y opacos se alzaron con esfuerzo hasta el rostro del muchacho. Se apartó del agua y quiso levantar una mano para secarse los labios mojados, pero no pudo y se limpió con la manga del abrigo. En silencio, respirando trabajosamente por la nariz, miró al muchacho a los ojos, mientras hacía acopio de todas sus fuerzas.
            —Tal vez se las hayas prometido ya a alguien —dijo el muchacho—. Si es así, no importa. Como fuera el suelo está mojado y yo tengo que ir a trabajar; pensé: iré a ver a Fedka y le pediré las botas, ya que él no las necesita. Pero si te hacen falta, dímelo…
            Algo pareció removerse y borbotear en el pecho del enfermo, que se retorció, sacudido por un acceso de tos gutural que no acababa nunca.
            —Ya ves la falta que le hacen —soltó de pronto la cocinera con enfado, llenando con su voz toda la isba—. Lleva más de un mes sin bajarse de la estufa. Mira cómo se desgañita; con solo oírlo te duelen las entrañas. ¿Para qué quiere las botas? No van a enterrarlo con unas botas nuevas. Ya va siendo hora de que lo hagan, que Dios me perdone. Mira cómo se desgañita. ¡Habría que llevarlo a otra isba, a algún otro lugar! Dicen que en la ciudad hay hospitales. No sé qué vamos a hacer, ha ocupado todo el rincón. Una no tiene sitio para nada. Y luego vienen pidiendo limpieza.
            —¡Eh, Serioga! Sal ya, que los señores están esperando —gritó desde la puerta el maestro de postas.
            Serioga se disponía a marcharse sin esperar la respuesta, pero el enfermo, mientras tosía, le dio a entender con los ojos que quería contestarle.
            —Coge las botas, Serioga —dijo, una vez que dejó de toser y recobró el resuello—. Pero escucha: cuando muera, cómprame una lápida —añadió, entre estertores.
            Gracias, tío Fiódor. Me las llevaré; y en cuanto a la lápida, te juro que te la compraré.
            —Ya lo habéis oído, muchachos —tuvo tiempo de añadir el enfermo y, retorciéndose de nuevo, empezó a toser.
            —Sí, lo hemos oído —dijo un postillón—. Vete, Serioga, o el maestro de postas vendrá de nuevo a llamarte. La señora de Shírkino está enferma.
            Senoga se quitó a toda prisa sus botas rotas y demasiado grandes y las arrojo debajo del banco. Las botas nuevas del tío Fiódor le quedaban de maravilla; mientras se dirigía al coche, no dejaba de contemplarlas.
            —¡Unas botas estupendas! Trae que te las engrase —dijo el otro cochero, con la grasa en la mano, mientras Serioga subía al pescante y cogía las riendas—. ¿Te las ha dado sin más?
            —¿No tendrás envidia? —replicó Serioga, incorporándose para envolverse las piernas con los faldones del abrigo—. ¡Vámonos! ¡Adelante, bonitos! —gritó a los caballos, al tiempo que blandía el látigo.
            El coche y la carretela, con sus pasajeros, maletas y equipajes, se alejaron velozmente por la carretera mojada, desapareciendo en la gris neblina otoñal.
            El cochero enfermo se quedó tumbado sobre la estufa, en aquella isba sofocante; como no conseguía calmar la tos, se volvió del otro lado, a costa de un gran esfuerzo, y finalmente se tranquilizó.
            Hasta el atardecer no dejaron de entrar, salir y comer en la isba; al enfermo no se le oía. Antes de que cayera la noche la cocinera subió al poyo y, a horcajadas sobre sus piernas, cogió una pelliza.
            —No te enfades conmigo, Nastasia —exclamó el enfermo—. Dentro de poco dejaré libre tu rincón.
            —Bueno, bueno, no importa, no te preocupes —farfulló Nastasia—. ¿Qué es lo que te duele, tío Fiódor? Cuéntamelo.
            —Tengo todo el cuerpo destrozado por dentro. Dios sabrá lo que es.
            —¿Te duele también la garganta cuando toses?
            —Me duele todo. Ha llegado mi hora, de eso se trata. ¡Ay, ay, ay! —gimió el enfermo.
            —Cúbrete los pies así —dijo Nastasia y, antes de bajar, le tapó con el abrigo.
            Por la noche una lamparilla alumbraba tenuemente la isba. Nastasia y unos diez cocheros dormían en el suelo y en los bancos, entre estridentes ronquidos. Sólo el enfermo carraspeaba débilmente, tosía y se revolvía en el poyo de la estufa. Hacia la madrugada se calmó del todo.
            —Acabo de tener un sueño extrañísimo —dijo la cocinera a la mañana siguiente, estirándose en la penumbra—. He soñado que el tío Fiódor bajaba de la estufa y se iba a cortar leña. Me decía: «Venga, Nastia, te voy a echar una mano». Yo le contestaba: «Cómo vas a ir a cortar leña». Pero él cogía el hacha y la movía con tanta rapidez que llovían astillas por todas partes. «¿Qué haces? —le decía yo—. Si estás enfermo.» «No —me respondía—. Estoy bien.» Y a continuación la blandió de tal modo que me entró miedo. Entonces me puse a gritar y me desperté. ¿No se habrá muerto? ¡Tío Fiódor! ¡Tío!
            Fiódor no respondía.
            —Puede que esté muerto. Vamos a ver —dijo uno de los cocheros, que se había despertado.
            La delgada mano cubierta de pelo rojizo que colgaba de la estufa estaba fría y pálida.
            —Hay que ir a ver al maestro de postas y decirle que ha muerto —dijo el cochero.
            Fiódor no tenía familiares. Venía de una región lejana. Al día siguiente lo enterraron en el cementerio nuevo, detrás del bosquecillo; y durante varios días Nastasia estuvo contando a todo el mundo el sueño que había tenido, añadiendo que había sido la primera en enterarse de la muerte del tío Fiódor.

 III

 

            Llegó la primavera. Por las calles mojadas, entre los bloques de hielo, gorgoteaban arroyuelos impetuosos; en el aire destacaban con nitidez los colores de la ropa y resonaban con fuerza las voces de la gente que pasaba por la calle. En los jardincillos, detrás de las cercas, las yemas de los árboles se hinchaban y las ramas se balanceaban al empuje del viento fresco con un rumor apenas perceptible. Por todas partes caían y chorreaban gotas transparentes… Los gorriones goleaban y sacudían torpemente sus pequeñas alas. En la parte soleada, junto a las cercas, las casas y los árboles, todo se movía y brillaba. En el cielo, en la tierra y en el corazón del hombre reinaba un sentimiento de alegría y juventud.
            En una de las calles principales, delante de una gran casa señorial, había esparcida paja fresca; en el interior yacía la misma enferma moribunda que tanta prisa tenía por marcharse al extranjero.
            El marido de la enferma se hallaba junto a la puerta cerrada de la habitación, en compañía de una mujer madura. En el sofá estaba sentado un sacerdote, con los ojos bajos y un objeto envuelto en la estola. En un rincón, echada en un sillón Voltaire, lloraba amargamente una viejecita, la madre de la enferma. A su lado una doncella sostenía en la mano un pañuelo limpio y esperaba a que la viejecita lo solicitase; otra le frotaba las sienes, soplándole en la canosa cabeza, por debajo de la cofia.
            —¡Que Cristo la ayude, amiga mía! —dijo el marido a la mujer madura que estaba a su lado junto a la puerta—. Tiene mucha confianza en usted; y hay que ver qué bien sabe usted hablarle; trate de convencerla, querida; vaya.
            Se disponía a abrir la puerta, pero la prima lo detuvo; se llevó varias veces el pañuelo a los ojos y sacudió la cabeza.
            —Creo que ahora no se nota que he llorado —dijo y, abriendo ella misma la puerta, entró.
            El marido era presa de una gran agitación y parecía totalmente desorientado. Hizo intención de acercarse a la viejecita, pero, apenas avanzó unos pasos, se dio la vuelta, atravesó la habitación y se aproximó al sacerdote, que, nada más verlo, levantó los ojos al cielo y suspiró. La barba espesa y entrecana acompañó ese movimiento ascendente y descendente.
            —¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo el marido.
            —¿Qué le vamos a hacer? —dijo el sacerdote suspirando, y los ojos y la barba volvieron a bajar y subir.
            —¡Y la madre está allí! —exclamó el marido casi con desesperación—. No lo soportará. La quiere tanto, tantísimo, que… no sé. Si tratara usted de tranquilizarla y la convenciera para que se fuera, padre…
            El sacerdote se puso en pie y se acercó a la viejecita.
            —Nadie sabe lo que vale el corazón de una madre —dijo—. Sin embargo, Dios es misericordioso —de pronto el rostro de la viejecita se contrajo y todo su cuerpo se vio sacudido por un hipo histérico—. Dios es misericordioso —prosiguió el sacerdote, cuando la mujer se tranquilizó un poco—. Le contaré una cosa: en mi parroquia había un enfermo que estaba mucho peor que María Dmitrievna; pues bien, un simple tendero lo curó en poco tiempo con ayuda de unas hierbas. Y ese mismo tendero se encuentra ahora en Moscú. Ya le he dicho a Vasili Dmitrievich que se podía hacer una prueba. Al menos, sería un consuelo para la enferma. Para Dios todo es posible.
            —No, ya no puede vivir —replicó la anciana—. En lugar de llevarme a mí, Dios se la lleva a ella —y el hipo histérico se hizo tan fuerte que perdió el sentido.
            El marido de la enferma se cubrió el rostro con las manos y salió de la habitación.
            La primera persona con la que se encontró en el pasillo fue con su hijo de seis años, que estaba persiguiendo a toda velocidad a su hermana menor.
            —¿Quiere que lleve a los niños al lado de su madre? —preguntó la niñera.
            —No, no quiere verlos. Le parte el corazón.
            El niño se detuvo un instante y se quedó mirando feamente el rostro de su padre; de pronto, soltó una coz y siguió corriendo con un alegre grito.
            —¡Ella es el caballo negro, papá! —gritó, señalando a la hermana.
            Entre tanto, en la otra habitación, la prima, sentada junto a la enferma, trataba de prepararla para la idea de la muerte, llevando con habilidad la conversación. Cerca de la otra ventana el médico mezclaba varios ingredientes en una copa.
            La enferma, con una bata blanca, toda rodeada de almohadones, estaba sentada en la cama y miraba en silencio a su prima.
            —¡Ah, amiga mía! —dijo, interrumpiéndola de golpe—. No me prepares. No me trates como a una niña. Soy cristiana. Lo sé todo. Sé que no me queda mucho tiempo de vida; sé que, si mi marido me hubiese hecho caso antes, ahora me encontraría en Italia y tal vez —es casi seguro— me habría restablecido. Todos se lo decían. Pero ¿qué hacer? Por lo visto, tal es la voluntad de Dios. Todos cometemos muchos pecados, lo sé; pero confío en que Dios, en su misericordia, me perdone, como probablemente perdona a todos. Trato de comprenderme. También yo he cometido muchos pecados, amiga mía. Pero cuánto he padecido a cambio. He intentado sobrellevar mis sufrimientos con resignación…
            —Entonces, ¿quieres que llame al sacerdote, querida mía? Te sentirás aún mejor cuando hayas comulgado —dijo la prima.
            La enferma agachó la cabeza en señal de asentimiento.
            —¡Dios, perdona a esta pecadora! —susurró.
            La prima salió e hizo una indicación al sacerdote.
            —¡Es un ángel! —le dijo al marido con lágrimas en los ojos.
            El marido se echó a llorar; el sacerdote atravesó el umbral; la viejecita seguía sin conocimiento; en la primera habitación reinaba un silencio de muerte. Al cabo de cinco minutos el sacerdote salió por la puerta y, después de quitarse la estola, se arregló los cabellos.
            —Gracias a Dios ahora está más tranquila —dijo—. Quiere verlos a ustedes.
            La prima y el marido entraron. La enferma lloraba quedamente, mientras miraba los iconos.
            —Te felicito, querida mía —dijo el marido.
            —¡Gracias! Qué bien me encuentro ahora. ¡Qué indescriptible sensación de placer me embarga! —dijo la enferma, y una leve sonrisa afloró en sus delgados labios—. ¡Qué misericordioso es Dios! ¿No es cierto? Es misericordioso y omnipotente —y de nuevo miró el icono, rezando fervorosamente con los ojos llenos de lágrimas.
            Luego pareció acordarse de algo e hizo un gesto a su marido para que se aproximase.
            —Nunca quieres hacer lo que te pido —dijo con voz débil y descontenta.
            El marido estiró el cuello y la escuchó sumiso.
            —¿Qué pasa, querida?
            —¿Cuántas veces te he dicho que esos médicos no saben nada y que hay simples curanderos capaces de sanar a la gente…? El sacerdote acaba de decirme… que hay un tendero… Vete.
            —¿A buscarlo, querida?
            —¡Dios mío! ¡No quieres entender nada…! —añadió frunciendo el ceño y cerrando los ojos.
            El médico se acercó a ella y le cogió la mano. Era evidente que el pulso se hacía cada vez más débil. Le hizo una señal al marido. La enferma se dio cuenta y miró a su alrededor con espanto. La prima se dio la vuelta y se echó a llorar.
            —No llores, no te atormentes ni me atormentes a mí —dijo la enferma—. Eso me privaría de mis últimos momentos de tranquilidad.
            —¡Eres un ángel! —exclamó la prima, besándole la mano.
            —No, bésame aquí; sólo a los muertos se les besa la mano. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
            Esa misma tarde la enferma ya no era más que un cadáver, al qut metieron en un ataúd y colocaron en el salón de la espaciosa casa. En la enorme habitación, cuyas puertas estaban cerradas, un sacristán leía con voz nasal y uniforme los salmos de David. La intensa luz de los cirios, dispuestos en altos candelabros de plata, caía sobre la pálida frente de la difunta, sobre las manos pesadas y céreas y sobre los petrificados pliegues del sudario, que se levantaba pavorosamente en las rodillas y en los dedos de los pies. El sacristán seguía leyendo con voz monótona, sin entender lo que decía; en la serena habitación sus palabras sonaban de un modo extraño y después se extinguían. De vez en cuando llegaban desde una estancia lejana las voces y las carreras de los niños.
            «Como tu rostro ocultes, se conturban —decía el salmo—. Si el soplo les retiras, pues fenecen y a su polvo retornan. Si tu espíritu envías, son creados, y la faz de la tierra renuevas. La gloria de Yahveh sea por siempre.»[1]
            El rostro de la difunta tenía una expresión severa, tranquila y majestuosa. Nada se movía, ni en la frente fría e impoluta ni en los labios apretados. Era toda atención. Pero ¿comprendería al menos ahora esas profundas palabras?

 IV

 

            Al cabo de un mes sobre la tumba de la difunta se alzaba una capilla de piedra. En la del cochero no había ninguna lápida; sólo la hierba, de un verde claro, despuntaba sobre el túmulo, única señal de la pasada existencia de aquel hombre.
            —¡Cometerás un pecado, Serioga, si no compras una lápida para Fiódor! —comentó un día la cocinera en la estación de postas—. Dijiste que lo harías en invierno. Ya ha llegado el invierno. ¿Por qué no (limpies tu promesa? Yo estaba presente cuando pronunciaste esas palabras. ha venido una vez a suplicarte; si no se la compras, volverá y te ahogará.
            —¿Acaso me he negado? —replicó Serioga—. Compraré la lápida, como dije; me gastaré un rublo y medio de plata. No lo he olvidado, pero hay que traerla. En cuanto tenga ocasión de ir a la ciudad, se la compraré.
            —Al menos podías ponerle una cruz —intervino un viejo cochero—. Tu comportamiento es indigno. Las botas bien que las llevas.
            —¿Y de dónde saco yo una cruz? No voy a hacerla de un leño.
            —¿Qué quieres decir? ¿No puedes hacerla de un leño? Pues coge un hacha y vete al bosque a primera hora. Tala un fresno, por ejemplo, y ya tienes con qué hacer la cruz. Tendrás que invitar a vodka al guardabosques; no puede uno dejar de invitarlo por cualquier fruslería. Hact unos días rompí una vara del coche y me he tallado una estupenda sin que nadie me diga nada.
            Por la mañana temprano, en cuanto amaneció, Serioga cogió el hacha y se fue al bosquecillo.
            Todo estaba cubierto de una capa fría y opaca de rocío, que aún seguía cayendo y que el sol no iluminaba todavía. A oriente clareaba una luz débil, imperceptible, que se reflejaba en la bóveda celeste, cubierta de sutiles nubes. No se movía ni una brizna de hierba ni una sola hoja de las ramas superiores de los árboles. Sólo un rumor de alas en la espesura o algún crujido en el suelo rompían de vez en cuando el silencio. De pronto un ruido extraño y ajeno a la naturaleza resonó y se extinguió en el lindero del bosque. Al cabo de un momento se oyó de nuevo y empezó a repetirse regularmente al pie del tronco de uno de los inmóviles árboles. Una de las copas se estremeció de un modo insólito; las jugosas hojas emitieron un susurro y el petirrojo que estaba posado en una de las rama dio dos saltitos, silbó y, agitando la cola, pasó a otro árbol.
            Abajo el rumor del hacha se hacía cada vez más sordo; las blancas y jugosas astillas volaban sobre la hierba cubierta de rocío; a cada nuevo golpe se oía un ligero crujido. El árbol se estremeció de arriba abajo, se inclinó y en seguida volvió a enderezarse, balanceándose atemorizado sobre las raíces. Por un instante todo calló; luego el árbol volvió a inclinarse, se oyó otro crujido en el tronco, y la copa, rompiendo ramitas y doblando ramas, se desplomó sobre la tierra húmeda. El rumor del hacha y de los pasos cesaron. El petirrojo silbó y voló más alto. La rama que rozó con sus alas se balanceó un momento y luego se quedó quieta, con todas sus hojas, como las otras. Los árboles descollaban con sus ramas inmóviles, en ese nuevo espacio abierto, aún más alegres que antes.
            Los primeros rayos del sol, filtrándose a través de una nube transparente, brillaron en el cielo y recorrieron la tierra y el aire. La neblina empezó a difundirse en oleadas sobre los valles; el rocío resplandecía y destellaba sobre el follaje; las nubes transparentes y blanquecinas se dispersaban presurosas por la bóveda celeste. Las aves revoloteaban en la espesura y goleaban alegres, con cierta perplejidad; las jugosas hojas susurraban gozosas y serenas en las copas, y las ramas de los árboles vivos empezaron a agitarse lenta y majestuosamente sobre el ejemplar muerto y caído.

Uno de barbas

Los candidatos


Mug shot of John Walter Ford and Oswald Clive Nash, June 1921, possibly North Sydney Police Station, Sydney

El barbero

En Dilton los liberales lo tienen crudo.
Después de las elecciones primarias del Partido Demócrata, reservadas solo para los blancos, Rayber se cambió de barbero. Tres semanas antes, mientras lo afeitaba, el barbero le preguntó:
-¿Por quién vas a votar?
-Por Darmon -contestó Rayber.
-¿Qué? ¿Aficionao a los negros?
Rayber se revolvió en el sillón. No había esperado un planteamiento tan brutal.
-No -dijo.
De no haberlo pillado desprevenido, le habría contestado: «No soy aficionado ni a los negros ni a los blancos». Eso mismo le había dicho en otra ocasión a Jacobs, el de filosofía, y, para demostrarte lo crudo que lo tienen en Dilton los liberales, Jacobs, un hombre preparado como él, había mascullado: «Vaya postura más tibia la tuya».
«¿Por qué?», había preguntado Rayber a bocajarro. Sabía que era capaz de ganarle la discusión a Jacobs.
Jacobs le había contestado: «Dejémoslo». Tenía clase. Rayber se dio cuenta de que, con frecuencia, las clases de Jacobs empezaban justo cuando le iba a ganar una discusión.
«No soy aficionado ni a los negros ni a los blancos», le habría dicho Rayber al barbero.
El barbero dibujó una senda limpia en la capa de espuma y luego apuntó a Rayber con la navaja.
-Te lo digo yo -le comentó-, ahora no hay más que dos bandos, los blancos y los negros. En esta campaña lo ve to el mundo. ¿Sabes lo que dijo Hawk? Qu'hace ciento cincuent'años los negros se perseguían pa comerse, que a los pájaros los mataban con piedras preciosas y a los caballos l'arrancaban el pellejo con los dientes. Un día va un negro a una barbería blanca de Atlanta y dice: «Córteme'l pelo». Lo echaron a patadas, pa que veas, es como yo te digo. Y te cuent'otra, el mes pasao, en Mulford, tres hienas negras se cargaron a un blanco y se llevaron la mitá de las cosas que tenía en la casa, ¿y sabes ande están ahora? Sentaos en la cárcel del condao, jalando como el presidente de Estados Unidos... ¿en la cadena de presos ellos?, eso sí que no, porque ojo que podrían ensuciarse o podría venir uno d'esos aficionaos a los negros y morirse de pena viéndolos juntar piedras. Te voy a decir una cosa... Na volverá estar en su sitio hasta que nos saquemos d'encima a esos parapocos y consigamos un hombre que ponga estos negros en su sitio. Te lo digo yo.
»¿M'has oído, George? -le gritó al chico moreno que limpiaba el suelo alrededor de los lavabos.
-Sí -contestó George.
Era hora de que Rayber dijese algo, pero no se le ocurría nada adecuado. Quería decir algo que George entendiera. Se quedó asombrado de que hubiesen metido a George en la conversación. Se acordó de Jacobs cuando le contó que había dado clases durante una semana en una universidad para negros. No podían decir «negro, moreno, gente de color». Jacobs le contó que todas las noches, cuando volvía a casa, se asomaba a la ventana de atrás y gritaba: «NEGRO, NEGRO, Y NEGRO». Rayber se preguntó cuál sería la tendencia de George. Era un chico de aspecto limpio y ordenado.
-Si un negro entra en mi barbería con esa prepotencia y me pide un corte de pelo, ya verías tú cómo se lo cortaba. -El barbero hizo un ruido con los dientes-. ¿Qué? ¿Y tú tamién eres un parapoco? -le preguntó.
-Voto por Darmon, si a eso te refieres -contestó Rayber.
-¿Y de Hawkson no oístes hablar nunca?
-Tuve ese placer -respondió Rayber.
-¿Escuchastes s'último discurso?
-No, tengo entendido que sus declaraciones no cambian de un discurso a otro -comentó Rayber, tajante.
-¿Ah, no? -dijo el barbero-. ¡Pues s'último discurso fue pa alquilar balcones! El viejo Hawk les cantó las cuarenta a esos parapocos.
-Hay mucha gente -dijo Rayber- que considera que Hawkson es un demagogo.
Se preguntó si George sabría qué significaba «demagogo». Debería haber dicho «político mentiroso».
-¡Demagogo! -El barbero se dio una sonora palmada en la rodilla y gritó-: ¡Justo lo que dijo Hawk! -aulló-. ¡Vaya patada les dio! «Amigos -les dice-, estos parapocos andan diciendo que soy un demagogo.» Después da un paso atrás y pregunta así, suavito: «Decidme vosotros, ¿soy un demagogo?». Y la gente grita: «¡Nooo, Hawk, no eres ningún demagogo!». Y ahí s'adelanta gritando: «¡Claro que sí, soy el mejor demagogo del estado!». ¡Tenías que ver cómo rugía la gente! ¡Pa alquilar balcones!
-Todo un espectáculo -comentó Rayber-, pero eso no quiere decir que...
-Parapoco -masculló el barbero-. Te has dejao engañar por ellos, y cómo. Deja que te diga una cosa...
Hizo un repaso del discurso que Hawkson había pronunciado el Cuatro de Julio. También había sido para alquilar balcones y había terminado con una poesía. ¿Y quién era Darmon? Quiso saber Hawk. Eso, ¿y quién era Darmon?, había rugido la multitud. Pero ¿cómo? ¿No lo sabían? Era el pastorcito del cuento que toca el cuerno. Sí. Los niños van al prado y los negros al infierno. ¡Ja! Rayber tendría que haber oído ese discurso. Ni un solo parapoco habría aguantado aquel chaparrón.
Rayber pensó que si el barbero leyera unos cuantos...
Pues no, no tenía por qué leer nada. Lo único que tenía que hacer era pensar. Ese era el problema de la gente de hoy en día, que no pensaba, no usaba el sentido común. ¿Por qué no pensaba Rayber? ¿Dónde estaba su sentido común?
«¿Para qué me agobio así?», se dijo Rayber, irritado.
-¡No, señor! -exclamó el barbero-. Las grandes palabras no le sirven de na a nadie. Lo qu'hay qu'hacer es pensar.
-¡Pensar! -gritó Rayber-. ¿Y lo que haces tú es pensar?
-Escúchame -le dijo el barbero-, ¿sabes lo que le dijo Hawk a la gente en Tilford?
En Tilford, Hawk les había dicho que a él los negros le caían bien siempre que se quedaran en su sitio, y que, si no se quedaban en su sitio, él sabía dónde mandarlos. ¿Qué tal?
Rayber quiso saber qué tenía aquello que ver con pensar. El barbero creía que estaba más claro que el agua lo que aquello tenía que ver con pensar. Y creía unas cuantas cosas más y se las dijo a Rayber. Le dijo que debería haber escuchado los discursos de Hawkson en Mullin's Oak, Bedford y Chickerville. Rayber volvió a reclinarse en el sillón y le recordó al barbero que estaba allí para que lo afeitaran.
El barbero puso otra vez manos a la obra. Le dijo a Rayber que debería haber escuchado el de Spartasville.
-No quedó un solo parapoco en pie, y a tos los pastorcitos se les rompieron los cuernos. Y Hawk dijo -comentó el barbero- que había llegao la hora de pararles los...
-Tengo una cita -dijo Rayber-. Tengo prisa.
¿Qué necesidad tenía de quedarse a escuchar todas esas sandeces?
Por más paparruchas que fuesen, aquella sarta de necedades lo acompañó el resto del día, y esa noche volvió a oírlas con machacona insistencia cuando ya se había metido en la cama. Comprobó indignado que repasaba la conversación e iba intercalando lo que habría dicho si hubiera podido prepararse. Se preguntó cuál habría sido la reacción de Jacobs. Jacobs tenía un modo de comportarse que inducía a la gente a pensar que sabía más de lo que Rayber creía que sabía. Era un buen truco en su profesión. Rayber se divertía analizándolo. Jacobs se habría enfrentado al barbero con mucha calma. Rayber volvió a repasar la conversación pensando de qué manera lo habría hecho Jacobs. Y acabó haciendo lo mismo que él.
Cuando le tocó ir otra vez a la barbería, ya se le había olvidado la polémica. Al parecer, al barbero también se le había olvidado. Liquidó el tema del tiempo y se quedó callado. Rayber se preguntaba qué habría esa noche para cenar en su casa. A ver... era martes. Los martes, su mujer preparaba conserva de carne. Abría una lata de carne y la horneaba con queso, un trozo de carne y un trozo de queso, quedaba a rayas, ¿por qué todos los martes tenemos que comer siempre lo mismo? Si no te gusta, nadie te...
-¿Qué? ¿Sigues siendo un parapoco?
Rayber volvió la cabeza de sopetón.
-¿Cómo?
-Que si sigues a favor de Darmon.
-Sí -contestó Rayber, y su mente acudió rauda a la reserva de respuestas.
-A ver, vosotros, los maestros, sois... no sé...
Lo notaba confundido. Rayber se dio cuenta de que no estaba tan seguro de sí mismo como la vez anterior. Probablemente se sintiera en el deber de hacer hincapié en una nueva cuestión.
-Se comenta que, después de lo que Hawk dijo sobre los sueldos de los maestros, a lo mejor lo votáis a él. Bueno, parece que ahora os conviene. ¿Por qué no? ¿No quieres más dinero?
-¡Más dinero! -rió Rayber-. ¿Es que no sabes que un gobernador de porquería me haría perder más dinero del que puede llegar a darme? -Se dio cuenta de que finalmente se había puesto a la misma altura del barbero-. Vaya, que son demasiados los tipos de personas que no le gustan -adujo-. Me costaría el doble que Darmon.
-¿Y qué si costara el doble? -le soltó el barbero-. Yo no soy un agarrao con el dinero cuando es pa algo bueno. Aquí donde me ves, pagaría por la calidá sin problemas.
-¡No me refería a eso! -intentó explicarse Rayber-. ¡No es...!
-De tos modos, el aumento que prometió Hawk no es pa los maestros como él -aclaró alguien desde el fondo de la barbería. Un gordo con el aire y la seguridad de un ejecutivo se acercó a Rayber-. Él enseña en la universidad, ¿no?
-Sí -contestó el barbero-, es verdá. A él no le tocaría el aumento de Hawk, pero tampoco le tocaría aumento si ganara Darmon.
-Baah, algo le tocaría. Toas las escuelas están a favor de Darmon. Pueden llegar a sacar tajada... libros gratis, escritorios nuevos, cosas d'esas. Así son las reglas del juego.
-Unas escuelas mejores -farfulló Rayber, indignado-, beneficiarían a todos.
-Huy, eso lo vengo oyendo yo desde hace un montón de tiempo -adujo el barbero.
-Ya lo ves -explicó el hombre-, no hay manera que las escuelas carguen con nada. Y después, pasa lo que pasa... benefician a tos.
El barbero se echó a reír.
-Si alguna vez pensaras en... -comenzó a decir Rayber.
-A lo mejor a ti te ponen un escritorio nuevo en el aula -se carcajeó el hombre-. ¿Tú cómo lo ves, Joe? -Le dio un codazo al barbero.
A Rayber le entraron ganas de darle una patada en la mandíbula a aquel hombre.
-¿Tú tienes idea de lo que es razonar? -masculló.
-Tú habla to lo que quieras -le dijo el hombre-. Pero de lo que no te das cuenta es qu'esto es un asunto serio. ¿Qué tal te sentaría tener un par de caras negras mirándote desd'el fondo del aula?
Rayber tuvo un momento de ceguera cuando notó como si algo invisible lo hubiese derribado a golpes. Entró George y se puso a limpiar los lavabos.
-Estoy dispuesto a enseñarle a cualquiera que esté dispuesto a aprender, sea blanco o negro -contestó Rayber. Se preguntó si George había levantado la vista del suelo.
-Pos muy bien -convino el barbero-, pero no revueltos, ¿eh? ¿A ti te gustaría ir a una escuela pa blancos, George? -gritó.
-Ni loco -contestó George-. S'han acabao los polvos. Los d'aquí son los últimos. -Los esparció por el lavabo.
-Ves a por más -le ordenó el barbero.
-Ha llegao la hora -prosiguió el ejecutivo-, tal como dijo Hawkson, de pararles los pies a base de bien.
A continuación, hizo un repaso del discurso que Hawkson había pronunciado el Cuatro de Julio.
A Rayber le entraron ganas de estamparlo contra el lavabo. El día estaba bochornoso y las moscas no daban tregua, lo único que le faltaba era tener que escuchar a un gordo imbécil. Por el cristal ahumado de la ventana, alcanzaba a ver la plaza del juzgado envuelta en un frescor azul verdoso. ¿Por qué no se daría prisa el barbero? Se concentró en la plaza de allá fuera y se imaginó que estaba justo allí donde, tras mirar a los árboles, adivinaba que corría algo de brisa. Varios hombres recorrieron tranquilos el sendero que iba al juzgado. Rayber miró con más atención y creyó reconocer a Jacobs. Pero Jacobs tenía una clase a última hora de la tarde. Pero era Jacobs, seguro. ¿O no? Si era él, ¿con quién estaría hablando? ¿Con Blakeley? ¿Sería Blakeley? Entrecerró los ojos. Tres muchachos de color, vestidos con trajes de barbilindos, se paseaban por la acera. Uno de ellos se agachó de manera que Rayber solo alcanzó a verle la cabeza, y los otros dos se repantigaron contra la ventana de la barbería y le taparon la vista. «¿Por qué diablos no se irán a otra parte?», pensó Rayber con rabia.
-Date prisa -le ordenó al barbero-, que tengo una cita.
-¿A qué viene tanta prisa? -le preguntó el gordo-. Mejor te quedas a defender al pastorcito.
-Por cierto, todavía no nos dijistes por qué vas a votar por él. -El barbero se rió entre dientes mientras le quitaba a Rayber la toalla que llevaba alrededor del cuello.
-Es verdá -comentó el gordo-, a ver si lo esplica sin decir que va hacer un buen gobierno.
-Tengo una cita -insistió Rayber-. No puedo quedarme.
-Lo que pasa es que ya sabes que Darmon es un desastre y no vas a poder decir na bueno d'él -aulló el gordo.
-Escúchame bien -dijo Rayber-, la semana que viene voy a volver y te daré todas las razones que quieras para votar por Darmon... mejores de las que me diste tú a mí para votar por Hawkson.
-Ya me gustaría a mí verlo -intervino el barbero-. Porque te digo una cosa, no vas a poder.
-Eso ya lo veremos -dijo Rayber.
-Y no te olvides -le recordó el gordo, insidioso-, na d'hablar de buen gobierno.
-No diré nada que no puedas entender -masculló Rayber, y a continuación se sintió como un idiota por mostrarse irritado. El gordo y el barbero sonreían-. Os veré el martes. -Se despidió y salió.
Estaba disgustado consigo mismo por haber dicho que les daría razones. Habría que elaborar esas razones... sistemáticamente. Las ideas no le venían a la cabeza en un pispás como a ellos. Ojalá le vinieran así como así. Ojalá el término «parapoco» no fuera tan acertado. Ojalá Darmon mascara tabaco y lanzara salivazos. Habría que elaborar esas razones... Le costaría tiempo y esfuerzo. ¿Qué diablos estaba pensando? ¿Por qué no iba a elaborarlas? Si se lo proponía, era capaz de poner de vuelta y media a todos los de la barbería.
Cuando llegó a casa, ya tenía un esquema de la argumentación. Debía completarlo sin palabras superfluas, sin palabras grandilocuentes... No era tarea fácil, ya lo veía.
Puso manos a la obra enseguida. Trabajó hasta la hora de la cena y consiguió escribir cuatro oraciones... las cuatro llenas de tachones. En mitad de la cena, se levantó para ir a su escritorio y cambiar una. Después de la cena, tachó la corrección.
-¿Se puede saber qué te pasa a ti? -le preguntó su mujer,
-A mí nada -contestó Rayber-. ¿Por? Tengo que trabajar, es todo.
-No seré yo quien te lo impida -dijo ella.
Cuando su esposa hubo salido, le dio una patada a la placa suelta del fondo del escritorio. A las once de la noche había escrito una página. A la mañana siguiente, le resultó más fácil y a mediodía lo había terminado. Le pareció que era bastante categórico. Empezaba así: «Hay dos razones por las que los hombres eligen a otros para que manden». Y terminaba así: «Los hombres que usan las ideas sin medirlas caminan en el viento». Le pareció que la última frase era bastante efectiva. Le pareció que todo el conjunto era bastante efectivo.
Por la tarde llevó lo que había escrito al despacho de Jacobs. Blakeley también estaba, pero se fue. Rayber le leyó el trabajo a Jacobs.
-Bien -dijo Jacobs-. ¿Y? ¿Qué es lo que te propones?
Mientras Rayber le leía su trabajo, Jacobs anotaba cifras en un registro. Rayber se preguntó si no estaría ocupado.
-Defenderme de los barberos -le contestó-. ¿Alguna vez intentaste discutirle a un barbero?
-Yo nunca discuto -le dijo Jacobs.
-Eso es porque no has topado con este tipo de ignorancia -le explicó Rayber-. Nunca la has experimentado.
-Por supuesto que sí -bufó Jacobs.
-¿Y cómo te fue?
-Yo nunca discuto.
-Pero sabes que tienes razón -insistió Rayber.
-Yo nunca discuto.
-Pues yo sí, yo voy a discutir -le dijo Rayber-. Voy a decir lo apropiado con la misma rapidez que ellos dicen lo que no deben. Entiéndeme -aclaró-, no se trata de convertir a nadie, sino de defenderme.
-Te entiendo -dijo Jacobs-. Ojalá lo consigas.
-¡Ya lo he hecho! Lee mi trabajo. Aquí lo tienes. -Rayber se preguntó si Jacobs era un poco burro o si estaría preocupado.
-De acuerdo, déjamelo por aquí. No se te vaya a estropear el cutis de tanto discutir con los barberos.
-Se ha de hacer -dijo Rayber.
Jacobs se encogió de hombros.
Rayber había confiado en poder analizarlo a fondo con él.
-Yo me voy, hasta la vista -lo saludó.
-Adiós-contestó Jacobs.
Rayber se preguntó para qué se habría molestado en leerle su trabajo.
El martes por la tarde, antes de ir a la barbería, Rayber estaba nervioso y se le ocurrió que, para ir practicando, ensayaría con su mujer. Lo ignoraba, pero ella estaba a favor de Hawkson. Cada vez que él le hablaba de las elecciones, ella se las arreglaba para decirle: «El hecho de que enseñes no significa que lo sepas todo». ¿Alguna vez había dicho que sabía algo? Tal vez fuera mejor no llamarla. Pero quería oír qué tal sonaría dicho así, como quien no quiere la cosa. No era largo; no la entretendría demasiado. Probablemente a su mujer le iba a molestar que la llamara. Pese a ello, tal vez lo que le dijera podía ejercer algún efecto en ella. Tal vez... La llamó.
Su mujer le dijo que sí, pero que tendría que esperar a que acabara lo que estaba haciendo; daba la impresión de que siempre estaba ocupada con algo, o tenía que marcharse o hacer algún recado.
Él le dijo que no podía esperar todo el día, faltaban tres cuartos de hora para que la barbería cerrara, le pidió que le hiciera el favor de darse prisa.
Su mujer llegó secándose las manos y le dijo que de acuerdo, que ahí estaba, ¿o acaso no estaba ahí? Adelante.
Empezó a decirlo con fluidez, como quien no quiere la cosa, mirando por encima de la cabeza de su mujer. El sonido de su voz al pronunciar las palabras no estaba mal. Se preguntó si eran las palabras o su tono lo que las hacía sonar como sonaban. Hizo una pausa en mitad de una frase y de reojo observó a su mujer para ver si su expresión le daba alguna pista. Ella tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia la mesa que estaba junto a su silla, donde había una revista abierta. En cuanto se calló, ella se levantó.
-Ha estado bien -dijo, y volvió a la cocina. Rayber salió para la barbería. Caminaba despacio, pensando en lo que iba a decir, de vez en cuando se detenía para mirar distraídamente algún escaparate. En el de Block's Feed Company exponían unos matagallinas automáticos, «Para que hasta el más tímido pueda matar sus propias aves», rezaba el cartel colocado en lo alto de los aparatos. Rayber se preguntó si lo utilizarían muchos tímidos. Cuando ya estaba cerca de la barbería, por la puerta vio de refilón que el tipo con la seguridad de un ejecutivo estaba sentado en el rincón, leyendo el periódico. Rayber entró y colgó el sombrero.
-¡Hola! -lo saludó el barbero-. No es el día que ha hecho más calor, ¿verdá?
-Ya hace bastante -contestó Rayber.
-Pronto s'acaba la temporada de caza -comentó el barbero.
Pues muy bien, tuvo ganas de decir Rayber, empecemos de una vez. Pensó que elaboraría sus razones a partir de los comentarios de ellos. El gordo ni se había fijado en él.
-Si hubieras visto el nido de codornices que encontró mi perro el otro día -siguió diciendo el barbero mientras Rayber ocupaba el sillón-. Salieron volando la primera vez y cogimos cuatro, luego volvieron a levantar el vuelo y cogimos dos. No'stá mal.
-Nunca he cazado codornices -comentó Rayber con voz ronca.
-No hay na mejor qu'ir a cazar codornices con un negro, un sabueso y una escopeta -dijo el barbero-. Te has perdió mucho en la vida si no lo has probao.
Rayber carraspeó y el barbero siguió trabajando. En el rincón, el gordo pasó una página. «¿Para qué se piensan que he venido?», se preguntó Rayber. No era posible que se hubiesen olvidado. Esperó, y, mientras tanto, escuchaba el zumbido de las moscas y el murmullo de los hombres que conversaban en el fondo. El gordo pasó otra página. Rayber oyó a George barrer el suelo en algún lugar del local, detenerse, volver a barrer y entonces.
-Esto... ¿Sigues apoyando a Hawkson? -le preguntó
Rayber al barbero.
-¡Sí! -rió el barbero-. ¡Claro! Se m'había olvidao. Ibas a esplicarnos por qué vas a votar a Darmon. ¡Eh, Roy! -le gritó al gordo-, vente pa acá. Nos va contar por qué tenemos que votar al pastorcito.
Roy gruñó, pasó otra página y murmuró:
-Ya voy, déjame terminar este artículo.
-¿A quién tienes ahí, Joe? -preguntó a los gritos uno de los hombres del fondo-, ¿a uno de los muchachos q'hacen un buen gobierno?
-Sí -dijo el barbero-. Nos va dar un discurso.
-Anda que no me he tragao yo discursos -dijo el hombre.
-Pero ninguno de Rayber -dijo el barbero-. Rayber es buen tipo. Votar no sabe, pero es buen tipo.
Rayber se puso colorado. Dos de los hombres se acercaron.
-No es ningún discurso -pretextó Rayber-. Yo solo quiero discutirlo con vosotros... con sensatez.
-Anda, Roy, vente pa acá -gritó el barbero.
-¿En qué tratas de convertir esto? -masculló Rayber; y luego añadió de sopetón-: Si llamas a todo el mundo, ¿por qué no llamas también a tu chico, a George? ¿Tienes miedo de que se entere?
El barbero miró a Rayber un momento sin decir nada. Rayber sintió como si se hubiese tomado demasiadas libertades.
-Ya se entera -dijo el barbero-. Desde ande está ya se entera.
-He pensado que a lo mejor le podía interesar -dijo Rayber.
-Ya se entera -repitió el barbero-. Ya se entera de lo que se entera y es capaz de enterarse del doble. Es capaz de enterarse de lo que dices y tamién de lo que no dices.
Roy se acercó doblando el periódico.
-Hola, muchacho -saludó poniéndole la mano en la cabeza a Rayber-, a ver ese discurso.
Rayber se sintió como si estuviera atrapado en una red y luchara por salir. Lo miraban desde arriba con las caras rojas y sonrientes. Oyó las palabras salir con dificultad... «Pues bien, tal como yo lo entiendo, los hombres eligen...» Sintió que le salían de la boca como vagones de carga, traqueteando, atropellándose, frenando despacio, deslizándose con un chirrido hasta detenerse de repente, bruscamente, como habían empezado. Se había acabado. A Rayber le crispó que acabara tan pronto. Por un segundo, todos se quedaron en silencio, como si esperasen que continuara.
Y luego:
-¡A ver! ¿De tos los qu'estáis aquí cuántos vais a votar al pastorcito? -gritó el barbero.
Algunos de los hombres se volvieron y rieron por lo bajo. Uno se desternilló.
-Yo -contestó Roy-. Yo me voy ahora mismo pa allá, mañana quiero ser el primero en votar al pastorcito.
-¡Un momento! -gritó Rayber-, yo no trato de...
-George -aulló el barbero-, ¿has oído ese discurso?
-Sí, jefe -contestó George.
-¿Por quién vas a votar, George?
-Yo no trato de... -chilló Rayber.
-Y... me se ocurre que a lo mejor no me dejan votar -continuó diciendo George-. Si me dejan, yo por el señor Hawkson.
-¡Un momento! -chilló Rayber-, ¿os pensáis que trato de haceros cambiar de parecer? ¿Quién os creéis que soy -Agarró al barbero del hombro y lo obligó a darse la vuelta-. ¿Te crees que yo iba a hacer algo para tratar de remediar vuestra maldita ignorancia?
El barbero se quitó la mano de Rayber del hombro.
-No te pongas nervioso -le dijo-, a tos nos ha pareció un buen discurso. Lo vengo diciendo desde el principio... tienes que pensar, tienes que...
Se echó hacia atrás cuando Rayber lo golpeó y acabó sentado en el reposapiés del sillón de al lado.
-Nos ha pareció un buen discurso -concluyó el barbero sin apartar la vista de la cara blanca y medio enjabonada de Rayber, que lo miraba colérico desde arriba-. Es lo que vengo diciendo desd'el principio.
Rayber se encendió; se le puso el cuello rojo. Se dio la vuelta, se abrió paso rápidamente entre los hombres que lo rodeaban y fue a la puerta. Fuera, el sol hacía que todo flotara en un charco de calor; y antes de que acabara de doblar la primera esquina, casi corriendo; la espuma comenzó a colársele por el cuello y a caer sobre el peinador que le colgaba a la altura de las rodillas.

Cuento con gato


Giant Cat Pickles - Catasaurus Rex

When Pickles the puss grew to the size of a dog, he found himself in a bit of a pickle. At 21 pounds and more than three-feet long, he couldn’t find an owner with a heart – or home – big enough to take him in – so he was forced to roam the streets in search of scraps to suppress his almighty appetite. But the monster moggy – nicknamed Catasaurus Rex – has finally found a place to live after a young Boston couple saw an advert online and took pity on him. Andrew Milicia and girlfriend Emily Zarvos say it was love at first sight when they met Pickles at the Massachusetts Society for the Prevention of Cruelty to Animals last month. And now he couldn’t be happier as he spends most of his days squeezing sleepily onto their three-man sofa or guzzling platefulls of cat food to his heart’s content.

Los invasores

Desde que mamá se fue, la única presencia viva aparte de nosotros dos en la casa que nos mantiene unidos es el gato Amenofis. A mi hermano Héctor no le guardo rencor por lo que hizo. La gente se extraña de que siendo ¡guales seamos tan diferentes. Tan ásperos. Qué sabrán ellos. No pueden ni imaginarse lo que es crecer en un caserón aislado, lejos de todo, con goteras en el techo, con platos de leche en el suelo, a muchos kilómetros de la ciudad, separados de toda forma de civilización humana que comporte educación, buenos modales, respeto al prójimo.
Siempre fui dos. Saber que no se está solo. Saber que siempre hay otro que anda con uno, que siempre hubo otro, que la casa es simétrica y huidiza desde el principio y cada gesto tiene su reflejo tembloroso en otro gesto idéntico repetido al otro lado de los biombos y los gruesos cortinajes y las pantallas y el gato. El gato, sobre todo.
Entonces, cuando desde el principio se ha sido dos, cuando no se puede ser sino dos, jugar se convierte en el espacio onírico de un sueño, en la devastación del espejo, en su terrible y dulce baile de perspectivas en las que al fondo siempre se superpone una sombra, una sombra pequeña, casi neutra, casi triste, vestida como nosotros, con traje de marinero, que nos ofrece una flor.

Había paz en el campo. Una paz inmensa, definitiva. Nada, ni la muerte, podía turbar esa paz. La casa estaba rodeada de ciénagas. Oíamos relinchar los caballos. La finca, empotrada entre dos valles, era un criadero de nieblas. La vista que se divisaba era hermosa: campo desnudo por todas partes y un repetidor de televisión. La casa nos agotaba con sus mil puertas correderas, con sus cerrojos, con sus grifos relucientes de los que manaba agua, o barro, o nada. La leña ardía en el fuego. Recuerdo a mamá ahora, vestida con su uniforme azul de azafata de congresos -una mujer débil, enferma-, luchando por mantener encendidas todas las chimeneas. Se levantaba temprano. Tomaba su desayuno en la cocina, su taza de té sin azúcar, a oscuras, de pie, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente fruncida, examinándonos con desaprobación.
Después se marchaba al trabajo, en su Citroen de cuatro puertas, y pasábamos días sin vernos. Los dos solos. Aislados en medio del campo. Ciénagas, niebla y caballos. Sin otra distracción que la del gato Amenofis y la visita de una doncella por horas llamada Marcia Irasema que venía a cocinar de cuando en cuando y que no nos comprendía ni a mi hermano ni a mí y nos irritaba y siempre confundía nuestros nombres como la tonta que era.
Buscaba las gafas y las llevaba puestas. Buscaba la funda de las gafas y la tenía en la mano. No atinaba con nada. Más que tonta, parecía ciega, sorda y muda. Nos irritaba. Tenía una colección asombrosa de guantes de fregar platos. De todos los colores posibles. Rosas. Negros. Amarillos. Lo que más rabia nos daba era su costumbre de llevar siempre los zapatos sin cordones. Y nunca encontraba las gafas. Así era Marcia Irasema, nuestra doncella por horas.
-Mis gafas. Dónde están mis gafas.
-Toma -decía yo-. Aquí están. Las he encontrado en tu bolso.
-¿Eh? Dame mi bolso. Tú no tienes derecho a... Y no te muevas tanto y estáte ahí quieto, so niño.
Dos veces por semana venía el repartidor con los víveres tocando el claxon y después bajaba las cestas y él mismo o Marcia Irasema con sus guantes de colores, como la tonta que era, lo amontonaba todo sin orden en las repisas de la despensa.
Y un día, de repente, Marcia Irasema murió.

Siempre fui dos. Jamás conocí la soledad. No teníamos ningún motivo de queja. Toda idea de individualidad había sido extirpada de nuestras jóvenes mentes y su lugar ocupado por una especie de goma elástica, un coágulo pegajoso dentro del cual el ademán que uno esbozaba por la mañana era completado por el otro al caer la tarde y la frase iniciada por uno de los dos hermanos era llevada a su límite por el otro par de labios.
No necesitábamos hablar. Cualquier antojo, cualquier capricho, pasaba de inmediato de uno a otro, con naturalidad telepática, hasta la compenetración absoluta. Bastaba una ojeada, una mueca, una caída de párpados, y uno de los dos ya se encontraba ejecutando la orden sin discusión, trepando a lo alto del tejado o descendiendo al fondo del sótano, porque así tenía que ser para seguir siendo hermanos.

El mundo estaba al revés. Desde aquellos días yo siempre he sentido que la civilización se encontraba fuera, al aire libre, en el campo, y que entre las cuatro paredes de nuestro domicilio anidaba la barbarie. Era un ambiente algo tenso, fosilizado. Los recuerdos se petrificaban en objetos de museo y baúles y en una galería de retratos de nuestros antepasados donde Héctor y yo contemplábamos boquiabiertos a la luz de una linterna nuestras caras repetidas hacia atrás en el tiempo a lo largo de un vértigo premonitorio pintado siglos antes y que ya nos concernía, nos devoraba, nos convertía en muertos prematuros con trajes de marineros.

Había habitaciones en la casa, bastantes, sumidas en la penumbra, cerradas con doble vuelta de llave, en las cuales nadie nunca había entrado, condenadas a perpetuidad desde el suicidio del primo Tal o la desaparición de la tía Cual, protegidas con candados, inaccesibles, remotas, que se conservaban intactas tal como estaban en el momento de producirse el incidente. Una vez pudimos asomarnos a una por una rendija y Héctor dijo que nos recordaba el camarote de un náufrago.

Ser dos. Vivir dos veces. Tener el doble de hambre, el doble de sueño, sentir dolor al cuadrado. Ser dos. Acostumbrarse a cerrar los ojos cuando el otro los abría, y viceversa. Establecer con tu propio hermano un pacto de sangre, una competición de anverso y reverso, de mano y guante, de arco y flecha, de música y oído. Jugar al escondite contigo mismo, durante días, agotadoramente, acurrucado a solas en el hueco de un árbol del parque mientras la lluvia decapitaba el follaje o arrancaba las hojas muertas y las restregaba en tu boca. Ser dos. Vivir a medias. Chupar hormigas. No saber dónde terminas ni y dónde comienza lo otro, sentir que tus propios dedos son la prolongación húmeda de otra mano, que un latido de tu corazón corresponde a una pausa del otro, y al tic de tu segundero replica el tac de tu hermano. Lluvia, lluvia en los ojos, sentir la ropa pegada al cuerpo, masa de tejido y carne, notar la frente empapada, el pelo chorreante, los calzoncillos fríos, el pecho, todo, los zapatos inundados, los pies de pergamino, la piel blanda, las orejas de estornudo, notar que tienes un brazo más largo que el otro, correr a refugiarte en casa. Mi casa. La casa es mía. Tengo una casa. Madre mía. La que está cayendo.
Si ahora somos dos es porque una vez fuimos uno. Tenemos esa experiencia. El cuchillo del cirujano penetró en la noche del cuerpo y nos desgarró en dos mitades, y una mitad se hizo Héctor y la otra mitad me hice Víctor y a cada trozo del organismo vivo nos vistió de marineros. Es imposible explicarlo. No se puede entender que a alguien le arranquen un pie del cuerpo y ese pie se ponga a vivir por su cuenta. Tener amigos es bueno. Pero jugar, jugar al escondite entre los arbustos con tu propio pie cortado, ah, eso es distinto.
Yo soy el pie de Héctor. Y Héctor, a su vez, es lo que me permite caminar. Si uno se enfría, el otro tiene fiebre, si uno se hiere, el otro llora sus lágrimas. Hemos hecho la prueba: los pensamientos de uno también los piensa el otro, al mismo tiempo pero al revés, leídos de derecha a izquierda, algo empañados de vaho, envueltos en un arco iris sucio, y es triste.
Pese a todo, hay diferencias sutiles. Mínimos desajustes. Puede decirse que nos complementamos. Yo soy rubio y él moreno. Yo madrugo y él trasnocha. Él es friolero y yo soy caluroso. Él no soporta la sangre y yo sí: su sabor insípido me inspira. Entre nosotros dos no hay secretos, no puede haberlos. Cada vez que me doy la vuelta hay alguien quieto, observándome. Entre los dos, formamos un ser unitario, un ente capicúa que bien podría llamarse: «Ctor».
Héctor sabe poner inyecciones. Conoce el secreto para clavar la aguja con suavidad en la carne, y si duele no te enteras.
A Héctor, de pequeño, me han dicho que le picó una avispa en un ojo y el aguijón se le quedó metido dentro. Eso me han dicho. Ni los médicos pudieron sacarlo. El ojo se le infectó y a punto estuvo de morirse o de quedarse ciego. Por eso creo que es malo. Porque dentro del cuerpo tiene metido un veneno, una cosa, una especie de alfiler peligroso que echó a correr por su sangre. Cuando le miro a los ojos fijamente a veces aunque no quiera veo pasar, por detrás de su pupila, una sombra roja, una veladura siniestra, y yo creo que es la avispa que todavía vive allá dentro, en el interior de su cuerpo, y de cuando en cuando se asoma para ver si puede escaparse.

Mamá desaparecida, una criada muerta y un gato que se llamaba Amenofis. ¿Es eso infancia? Siempre fui dos. De alguna forma había que poblar la nada, había que llenar el terror de aquel domingo infinito que zumbaba en los oídos y por eso mismo nunca nos estábamos quietos y corríamos y corríamos de un lado para otro hasta quedar sin aliento, y la casa también corría, detrás de nosotros, también quedaba extenuada la casa, el desván retumbaba con el sonido de nuestros pasos, cada vez éramos más gente, una muchedumbre nos perseguía, apenas quedaba sitio para movernos, y el sótano se llenaba del susurro de aquella multitud jadeante.
El que más corría era Héctor. Héctor podía pasarse perfectamente corriendo sin descansar una semana entera, mañana, tarde y noche. Decía que se estaba entrenando para las olimpiadas, cualquiera sabe si era verdad. A base de autocontrol sabía correr con los ojos cerrados y había aprendido a dormir mientras corría, comer mientras corría, soñar mientras corría, sin tropezar con los muebles y sin caerse. Pero esto es sólo una hipótesis. Nunca pude comprobarlo. De noche, desde la cama, yo escuchaba fascinado aquel interminable correr para las olimpiadas de Héctor, le imaginaba dormido, con los ojos cerrados, mientras sus zancadas le impulsaban cada vez más lejos hacia la línea de meta. Así imagino a mi hermano: está dormido y corre esquivando los muebles de la casa y salta a cámara lenta por encima de los platos de leche fría del gato y yo detengo ese salto y congelo a mi hermano en el aire.

¿Por qué la gente de la comarca nos apoda «chupasangres» y nos lanza piedras al vernos, si puede saberse? Con franqueza, estoy cansado de la maldad de la gente. No entiendo a esta humanidad. A nuestro alrededor lo que abunda es la incultura y, por desgracia, muy buena puntería. Nosotros dos no nos metemos con nadie. No sabemos mentir. No somos más que una pareja de hermanos metidos en su guarida, abstraídos en sus cosas, en sus experimentos, que no hacemos daño a nadie. Lo único que pedimos es que nos dejen en paz.
Tengo miedo por el gato, no vayan a hacerle algo. A veces sucedían crímenes espeluznantes allí mismo, a un paso de nosotros. Para evitar que ocurriesen más desgracias, a Amenofis le colocamos un collar con cascabel en el cuello y desde ese momento se distingue a todas horas, sobre el fondo de nuestros juegos, un tintineo constante. Cuando el gato se abalanza de mis brazos a los de Héctor, o viceversa, da la sensación de salir de un espejo y entrar en otro. El gato duerme en una caseta que es una réplica exacta, a escala reducida, de este caserón en que nosotros vivimos.
Las piedras duelen. Son duras. Tienen salientes afilados. Escuecen. Dejan tatuajes morados en la carne que no se borran ni frotándolos con lejía.

Hace poco tiempo que descubrimos el libro. Estaba tirado por ahí, detrás de algún armario ropero. No tiene título. No sabemos de qué trata. Suponemos que cuenta una historia, pero ni siquiera estamos seguros. El libro tiene una lámina. Un dibujo a todo color. Sí se mira mucho rato, resulta imposible que no se te humedezcan los ojos de la emoción. Es una gran obra de arte, el mejor cuadro jamás pintado. Es el retrato de un gato. Pero el gato está de pie. Y va calzado con botas. Las botas llevan hebillas. Es rarísimo todo. No entendemos cómo un gato puede comprarse unas botas; entrar en la zapatería, hablar con el dependiente, pedir su número, probarse las botas, comparar precios, pagarlas a la cajera, recoger el cambio, marcharse llevando la caja debajo de la pata. Si existe un gato asi, yo quiero saber dónde vive. Que me lo presenten. En serio. Daría cualquier cosa por conocerlo.

Mi hermano es la persona a la que más quiero en el mundo. Se lo digo en la cocina, con toda humildad, mientras cenamos nuestra tostada untada con mantequilla a la que añadimos una gruesa capa de mayonesa. Un verdadero manjar para sibaritas. «Te quiero», le digo a Héctor, y él se ríe a carcajadas. Nos daba risa comer. Nos daba risa querernos. Aquello estaba buenísimo. La salsa de mayonesa nos chorreaba en el traje, qué poca importancia tenía. Reímos con la boca llena. Nos gusta. Comer nos gusta mucho. Tanto como correr, o cavar. Te quiero, hermanito. Eché un vistazo a mi alrededor, me apreté la nariz haciendo pinza con dos dedos y dije, imitando la voz nasal de mamá: «Cuánta suciedad. Pfff, aquí hay mil cosas que hacer.» No pude terminar la frase. Miré la cara de Héctor y me callé asustadísimo, al ver cómo esa avispa que tiene dentro le asomaba a las pupilas.

Hoy me he enterado de que fue Héctor el que lo hizo. Él sabe poner inyecciones. No con mala intención, que conste. Él tenía sus razones, y todas las razones son igual de respetables. La criada insistió en que cenase un yogur y, ay, eso sí que no podía consentirlo.
Lo hizo con la criada. Le puso una inyección, supongo. Con dulzura, sin daño. El líquido penetra poco a poco en la carne y no se siente. Yo no vi nada, lo juro. Pongo al gato por testigo. Oí sólo un ruido leve, nada, algo parecido a un frotamiento, ras ras, pero pensé que otra vez había ratones en la leñera y que habría que fumigarlos con matarratas y en lo desagradable que era el olor de ese polvillo. Fuera de eso, no me preocupé en lo más mínimo. Eran cosas que pasaban a diario, no había que darle más vueltas. Si uno va a preocuparse de todos los ruidos que oye a lo largo del día, de todos los frotamientos (ras ras) y de todas las criadas, entonces no nos quedaría tiempo para preocuparnos de otras preocupaciones.

Pongamos que en algún lugar del mundo hay un gato capaz de comprarse unas botas. Es difícil de creer, pero bueno. Quizá no sea imposible. Imposible del todo, quiero decir. Tal vez exista una posibilidad entre un billón. O incluso menos. Pero hagamos como si fuese posible. Ya está. Un gato compra unas botas. Entra en la tienda y las paga. Ahora, lo que bajo ningún concepto estoy dispuesto a admitir, lo que ya me parece de locos, es que un gato, por mucho carisma que tenga, sea capaz de abrocharse él solo las hebillas. Eso sí que no. Por ahí no paso. Me creo todo, menos lo de la hebilla. La hebilla no puede ser. No cuela. A mí que no me vengan con cuentos. No te fastidia. Es imposible, la hebilla.

Me dirigí a la cocina. Encima de Ja mesa había unas tijeras usadas, abiertas. Proyectaban sobre el tablero una sombra malva en forma de minúscula bicicleta. Debajo de la mesa sobresalía un zapato sin cordones, y al lado un guante de goma de color amarillo canario, con un delicado copo de espuma entre los dedos. No había más.
Era fácil, casi cómodo, sentirte triste por dentro. Me negué. Qué tranquilo estaba todo. No se movía una hoja. Los crímenes, pienso yo ahora, sólo ocurren en los espejos. Sólo es posible matar lo que nos refleja. Lo que en cierto modo nos duplica. Un asesinato es el intento desesperado de parar, de frenar, de abrir un claro siquiera mínimo en la lujuriosa proliferación de imágenes que nos ahogan.
Todo en orden. Las tijeras sobre la mesa. Un tablero horizontal sujeto por cuatro patas. Yo pienso así en la demencia: como algo que en el fondo es muy vulgar, muy cotidiano, como un jarrito de leche.

Debe de haber alguien que controla el mundo. Una especie de inteligencia cósmica superior o algo así. No somos libres. Nos vigilan todo el tiempo desde el espacio, estoy seguro de ello. En algunos momentos he llegado a sentir su presencia, aquí, en la nuca, justo aquí. Me he sentido observado por la espalda, y ellos lo saben. Los árboles nos miran, las piedras nos acechan, las hojas nos espían. Los satélites artificiales envían ondas desde millones de años luz y en todo momento están informados de qué hacemos, dónde estamos, qué pensamos, qué sentimos. Intentan teledirigirnos por control remoto mediante sus rayos alfa y omega y no hay escapatoria posible. Invaden nuestros nervios, invaden nuestras mentes, añaden drogas a los yogures para tener la llave de nuestras almas y dominarnos cuando llegue el gran día del Apocalipsis, para el que ya falta poco. Entonces darán una señal y conquistarán el planeta. Sin violencia. Ordenadamente. Avanzarán todos juntos por tierra, mar y aire y ocuparán nuestras casas, dormirán en nuestras camas, se calzarán nuestras botas. Nos convertirán en sus esclavos y nadie podrá impedirlo. Por eso no hay que comer yogures, todo el que come yogur forma parte de una conspiración universal para acabar con nosotros dos, mi hermano y yo, y derrocar nuestra raza. Cuando vemos que alguien se acerca y nos ofrece sonriendo un yogur, como la criada, ya sabemos que es uno de ellos y forma parte de la conjura, procuramos disimular y cambiar de tema, pero tomamos nota, memorizamos su cara, mentalmente lo tachamos.

Pronto vendrán a buscarnos. Los invasores nunca descansan, No duermen. Trabajan día y noche para lograr sus propósitos. Ya están infiltrados entre nosotros. El enemigo vive dentro. Están muertos y de repente resucitan para la ocasión, igual que los superhéroes.
Yo también soy bastante superhéroe, creo. El mundo me oculta algo. Recuerdo que cerré las tijeras y me las guardé en el bolsillo, no fuera a herirse alguien por accidente. Bebí agua directamente del grifo. Me sequé la boca con la manga. Seguí sintiendo sed, pero renuncié a beber más agua del grifo porque dice mamá que no es sano beber tanto cuando se está sofocado.
Arriba, sobre mi cabeza, en frenético desorden, se escuchaban las zancadas rítmicas de Héctor, quizá dormido corriendo, entrenándose para las olimpiadas. Descanse en paz la criada. Sentí una repentina tristeza por él y también una especie de alivio por mí, al pensar que ya no haría falta fumigar el sótano con matarratas.

Poco después mamá volvió del trabajo. Por eso sé que era sábado. Llegaba precedida del sonido del motor, igual que el cascabeleo anuncia las correrías del gato. El gato estaba castrado. No cazaba ratones. No sabía cazarlos. Nadie le había enseñado. Nadie lo lava nunca. Apesta.
Pasó una cosa rara. Los faros del automóvil alumbraron de modo brutal la fachada, y el interior de la casa fue barrido por una iluminación de teatro. Fue la primera vez que hubo luz. La luz de mamá me rebotó en los ojos. Por primera vez en mi vida vi la casa tal como era. No parecía una casa. Parecía otra cosa. Con montones de ropa sucia por los rincones. Con dos niños sonrientes sentados cada uno en un extremo del sofá, vestidos con ropa de calle.

Entró mamá encendiendo luces y disipando sombras, vestida con su uniforme azul de azafata de congresos, y al verme se llevó la mano al pecho.
-Ah, estás ahí. Qué susto. ¿Dónde está Marcia Irasema? ¿Has cenado ya?
Y, sin darme tiempo a responder, revolvió en su bolso, sacó algo de su interior y me dijo:
-Toma. Lo he comprado para ti. Cómetelo de postre.
Y al decirlo agitó el envase entre sus dedos, como si el yogur fuese una campanilla y yo pudiese oír su sonido.

Entonces la luz se apagó de pronto, y fue como cerrar un libro de golpe. Fue igual que cuando una persona cierra los ojos y se queda dormida al instante. Desmayada. O tal vez muerta.

El campo es grande. Nos gusta jugar con la tierra. La tierra es tierna y no tiene nombre. Se llama tierra, sin mas. Puedes llamarla mamá, si te apetece. A mí no me apetece, pero se puede. La tierra siempre obedece tus órdenes, no opone resistencia. Se deja amasar con las manos como algo vivo y anónimo, como cera blanda o turrón de chocolate o banderas, como si la tierra fuese un organismo inteligente e inofensivo, pongamos que un gato con botas o una criada con guantes. No hay nada malo en cavar, ningún pecado del que luego tengas que confesarte. Se cava un hoyo. A continuación se cava otro al lado. Se juntan. La tierra no se enfada por eso. Es plana. Está llena de tierra y batallas y trincheras. Por mucha que saques o que te comas, por más tierra que mastiques y te tragues, siempre hay más tierra y más y más y más. Qué sé yo cuánta, hasta hartarse. Lo que ya no sirve, se entierra.

Desde que mamá se fue, la única presencia viva aparte de nosotros dos en la casa que nos mantiene unidos, mientras cavamos, es el gato Amenofis. Cava uno y cava otro, con movimientos perfectos, sincronizados. Da gusto vernos cavar. Siendo dos se pasa mejor. Se avanza el doble de rápido con la mitad de esfuerzo. En el fondo, ambos sabemos que sólo uno de los dos sobrevivirá. Nuestra única duda está en saber quién llegará antes a la meta, quién ganará esta olimpíada, si venceré yo o vencerás tú, que sabes poner inyecciones. Y cavamos sin descanso. Nos miramos de reojo, mi hermano Héctor y yo, mientras cavamos. Unas veces nos da la risa, otras nos entra pánico. Arriba, desde lo alto del ciclo, alguien o algo nos vigila con disimulo, no sabemos por qué. Y siempre, siempre, cuenta uno con más tierra para cualquier imprevisto que surja. Eso es lo bueno de vivir aquí, en la sociedad rural. Que el campo nunca se acaba.