lunes, 9 de junio de 2014

de Polonia


“Lover of the Light”, Red Union Jack Mini Cooper, Bern, Switzerland, October 2012. (Photo by Kim Leuenberger)

El sentido de la vida

I. Padua
Nos llevó allí el chiquillo Mauro (filólogo polaco, como nosotros, no, disculpen, filólogo italiano, bueno, fuera como fuese, el caso es que los dos llevábamos gafas iguales), nos vendió que debíamos ir a Padua y nos dejó allí en la calle de Dante y que nos fuera bonito en esa desesperación nuestra compartida (los tres no teníamos perspectivas para el futuro). Y ya no volvimos a verlo más, pero qué más da, en los autoestopistas es de lo más normal. Lo único que nos dio un poco de pena era que junto con su pequeño Fiat1 rojo (italiano) perdíamos de vista la habitación en la residencia de estudiantes en la que él vivía y con la que contábamos en secreto. Al poco tiempo, en forma de una tímida recompensa por aquella vista, apareció ante nuestros ojos la famosa plaza de Padua, y la iglesia contigua (señalada por Diablo como lugar de un posible encuentro) se convirtió de algo abstracto en nuestra guía a algo pétreo y del todo real. Además, provisto de escalera. Allí pudimos sentarnos y recobrar el aliento. (A los otros compañeros había que esperarlos hasta las seis). Monika Piech se sentó y así se quedó sentada ella, pero a mí, después de un rato, me dio por visitar la ciudad. La dejé para que vigilara nuestros trastos y yo me fui sólo, y libre como un pájaro, todo recto por una calle estrecha intentando mantener un orden mínimamente lógico en cada giro (por si no lo soportaba mi memoria que a cada paso había de dar abasto a nuevas curiosidades). Las calles eran estrechas así que, sin querer, me convertí en un testigo, por no decir partícipe (pasivo) de unos cuantos accidentes de coches. Se armó la marimorena, los albaricoques eran aún más caros que en Verona.
A la vuelta vi la plaza mayor más próspera por estar allí Matulska y Diablo. Monika les estaba contando todos los intentos de cortejos (básicamente italianos) de los que había tenido tiempo de ser objeto en la escalera. Ellos, por su parte, le relataron su experiencia como autoestopistas. Se había parado un camión. Habían subido. Primero Magda. El conductor le preguntó si por casualidad no era un chico. Ella lo negó. Y si Diablo era su novio. No. A lo mejor hermano. Tampoco. El conductor vio que tenía el terreno ganado. La mano derecha del conductor se apartó suavemente de la manilla de la caja de cambios y, como si fuera un satélite controlado a distancia, emprendió un vuelo de reconocimiento rumbo a los indicios de la jovialidad femenina ocultos bajo la camiseta de Magda. Para evitar, ante todo, un conflicto abierto, Diablo y Magda realizaron una maniobra táctica de cambiar de asientos, dejando de este modo aquella mano desorientada y a ciegas (la parte restante del conductor seguía concentrada en conducir el camión a toda marcha). No obstante, la mano seguía desesperadamente con los esfuerzos convulsivos para alcanzar lo que ahora quedaba separado por el abominable cuerpo de Diablo. Al final el conductor entendió que había pasado algo incomprensible. Dio un frenazo enfurecido y a gritos obligó a los pasajeros a bajarse de la cabina2. Luego me tocó hablar a mí, así que les dije que la ciudad estaba llena de carteles pegados por todas partes en los que se ensalzaba un evento cultural que, de hecho, podíamos ir a ver. Al fin y al cabo, estábamos en Padua, ciudad en la que había pasado los años dorados de su dulce juventud el mismísimo Jan Kochanowski, nuestro vate polaco, quién si no. Mi propuesta fue aceptada sin objeción constructiva alguna, así que con entusiasmo (exceptuando a Mónica que a la hora de ponerse de nuevo la mochila pensó por un momento que se iba a morir) fuimos a buscar primero un cartel, luego la calle y al final también el edificio que prestaba sus muros para dicho acontecimiento.
Se trataba, según pudimos ver, de una presentación bastante multidisciplinar del nuevo arte italiano. En el patio, una orquestra, seguramente estudiantil, tocaba Vivaldi. Dentro, en una sala, se proyectaban cortos seleccionados para el festival de Venecia (aquella Venecia nos parecía algo muy lejano aún). En otra sala había una exposición de los logros más recientes de la vanguardia plástica italiana (en su lengua aquello se llamaba «monstra»). Vivaldi, lo que siempre nos pasa con Vivaldi, pronto acabó aburriéndonos. Los cortos eran así así, aunque uno me emocionó. Primero presentaba a un chico sentado en la mesa, el chico decía algo, en italiano por supuesto. Luego toda la secuencia se repetía pero, en lugar de la voz del niño, sólo se escuchaba un trasfondo musical. Aquello no hacía dudar que el chico estaba muerto. El estarlo viendo pasaba a ser de algún modo comprometedor y uno empezaba a tener mala conciencia por no haber escuchado aquellas palabras, como si el hecho de haberlas escuchado pudiera ayudar en algo. Otra película empezaba con un fragmento de Psicosis que un jardinero estaba viendo en la televisión. Un jardinero que seguramente era el encargado del espacio verde contiguo a la universidad, ya que la siguiente escena nos mostraba a dos estudiantes que paseaban del brazo por el pasillo (por el que antes debía de haber pasado sigilosamente3 Jan Kochanowski). Las estudiantes se acercan a la ventana y contemplan la rosaleda esplendorosamente cuidada. Una le dice algo a la otra. Luego la misma estudiante en el jardín, agazapada, intenta cortar una rosa, eso no le sale demasiado bien. Vemos al jardinero que se asoma detrás del arbusto, la estudiante también lo ve -y sale por pies. Las dos estudiantes en la ventana de nuevo. Las ve el jardinero ocupado con los rosales. Levanta las manos armadas con una podadera y en el aire hace dos veces tris tras imitando la poda. Las estudiantes se retiran de la ventana atemorizadas. Luego de nuevo una estudiante paseando por el pasillo, esta vez sola. De repente en una esquina aparece el jardinero como si fuera el espíritu de Jan Kochanowskí, En su cara se dibuja la saña, las manos las lleva escondidas detrás del cuerpo. La estudiante pone los pies en polvorosa. Salimos de la sala soñando con un laberinto de un sinfín de pasillos.

II. Monstra
Hay que empezar contando que allí no había guardarropas. Ni nada que se le pudiera parecer en lo más mínimo. Ni una portería, ni una mujer ociosa encargada del mantenimiento de los aseos, nada. Y una persona con una mochila en la espalda no es la misma que cuando no la lleva (¿podría expresarlo con más destreza?) Tiene otros caprichos, otras añoranzas, el tiempo le va transcurriendo de otra forma. Ve el mundo diferente. Y también otros la ven diferente (no sólo las personas, también los perros). En nuestro caso, lo principal era evitar que se aumentara, a la ligera, nuestro bagaje, que ya por sí tenía un peso insoportable (aunque esta vez sólo se tratara de nuestro bagaje común de experiencias de carácter estético). Así que, sin sentir excesivo afecto hacia la mayoría de las obras allí reunidas, de entrada el olfato inequívoco de nuestras espaldas nos llevó instintivamente hacia lo más importante. Y lo más importante eran las cámaras4, eso no dejaba lugar a dudas. Había dos: una de dos y otra de cuatro personas. A la primera dejaba entrar el propio artista pero, como había que hacer cola, en un primer impulso de nuestro maximalismo minimalista consideramos que nos bastaba con la segunda, que no estaba tan solicitada pero al menos contemplaba el número que éramos. Era un cuarto pequeño, oscuro y dividido con una especie de barrera o reclinatorio parecido a los de la Primera Comunión. Al principio me pareció totalmente vacía, pero con el tiempo, en el rincón más lejano, mi ojo empezó a divisar algo así como migajas brillando con una luz pálida.
-Y, ¿qué puede significar esto? -nos pusimos a cavilar como si fuera en serio, pero en el fondo ya estábamos preparando nuestras mofas y befas, anticipando el regodeo.
-Trata del sentido de la vida -de repente constató Matulska con la naturalidad propia de una persona que sabe. Nadie se atrevió a llevar la contraria. La mejor burla ya se daba al principio mismo. No nos quedaba más que tomárnosla en serio.
Así que aquello era el sentido de la vida. Casi de inmediato se despertó en nosotros el deseo de escrutarlo bien de cerca. Palpamos los cuatro costados con nuestros ojos y saltamos la barrera. El sentido de la vida, tal como lo percibimos, se veía relacionado con pequeños trozos de un laminado fosforescente dispuestos sin orden ni concierto. Partiendo de que, incluso tras haberse desprendido de un todo, el sentido de la vida seguía siendo el sentido de la vida, cogimos uno cada uno, para disponer de él más adelante5.
Ahora sería una estupidez imperdonable por nuestra parte renunciar a la posibilidad de ver la cámara de cuatro personas que prometía atracciones a un mayor nivel (con todo, ¿puede haber algo más atractivo para un ser humano que el sentido de la vida? ¿El sentido del mundo? ¿O a lo mejor el sentido de la muerte? Nos pusimos en la cola y miramos algo distraídos la instalación cercana. Su mensaje artístico se creaba entre dos televisores que flotaban por el agua. En uno de ellos ponían la película Easy Rider (doblada en italiano) mientras que en el otro pasaban videoclips de Jesús Jones. Esperábamos nuestro turno. Que por fin llegó. Primero les tocó a Diablo y Monika Piech. Magda y yo seguíamos fuera. El tiempo previsto para estar en la cámara quedaba limitado a unos cinco minutos. El autor (un barbudo sombrío), que se encontraba a la entrada, no cesaba en su monólogo (como sólo lo sabe facilitar el idioma italiano). Le rodeaba un grupito de privilegiados que ya habían conocido la experiencia de la cámara. (Ahora tal vez se convertían en sus adeptos, quién sabe). Cada unos cuantos segundos (al parecer rigurosamente contados) apretaba una tecla u otra de un pequeño magnetófono del que salían, en dirección evidente, unos cables secretos.
Por fin están aquí. Salen. Llevan una cara bastante turbia.
 -No hay nada que pueda compararse con esta experiencia -nos dice Diablo-. Haced el esfuerzo de recordar como sois ahora porque al salir no vais a ser iguales.
Pero cómo íbamos a tener tiempo para recordar algo. Teníamos una larga cola atrás y al artista que, como si fuera un encantador de serpientes, nos lanzó una mirada de soslayo y luego la dirigió hacia la cortina de terciopelo detrás de la cual íbamos a encontrar el misterio. Antes de entrar todavía pude ver a Peter Fonda gozando de sus visiones. Y ya estábamos dentro o, para ser más exactos, en el Cielo (tal como precisó Magda nada más entrar, lo cual iba con su carácter). Y era verdad, ningún lugar de este mundo podía ser tan azul. Las paredes eran azules, el suelo azul, del techo evidentemente azul pendían de unos hilos los cuerpos celestes; lunas, estrellas, aros de Saturno. Nosotros, también de azul celeste en una luz azul que provenía de los cuatro confines del mundo (digámoslo así). No puede cuestionarse que lo que vimos representaba con un descarado rigor la visión más estereotipada del más allá, la visión que, sin duda, tenemos más inculcada (dejemos al margen si alguien quisiera pasar allí un momento o vivir allí). Muchos elementos de aquel lugar despertaban una inquietud o, como mínimo, irritación en cualquier alma cristiana: paredes hechas de láminas, cuerpos astrales recortados de pórex6, música árabe de lamentos. Era pobre, hortera y de lo más chapucera. Pero aquello aún se podía soportar, se podía atribuir a una convención artística, escasez de recursos (o de buen gusto; aunque es discutible si el artista o Dios tienen que tener buen gusto necesariamente) o a la intención de demostrarnos el carácter ferial de nuestra imaginería religiosa, siempre que no hubiera allí en el suelo aquellos tres objetos, llamémoslos esculturas, de masa de papel. Independientemente de lo que pensáramos de aquel Cielo que estaba allí preparado para nosotros, esperábamos que ante todo se nos revelara el Sentido que pudiera abarcar y explicar todo y que además nos satisficiera en todos los aspectos. Pero, ¿puede ser estúpido el Sentido? ¿Ridículo? Es decir, ¿aceptamos que nos pueda hacer reír? (Y no me refiero aquí a unas bromas crueles que nos gasta el Ser Supremo según sugieren los filósofos). Por supuesto, teóricamente hay quien se conformaría con el Sentido así entendido, pero hay que recapacitar y ver que una vez conocido ese sentido, el ser humano anhelaría el Sentido Verdadero y entonces todo el juego empezaría desde el principio. Así pues, desde el punto de vista formal, el Sentido tendría que ser serio, por no decir, elevado, sí, para que no hubiera dudas de que por medio de éste habla el máximo Saber. De todas formas, lo cual ya se entiende por sí, no puede ser ni mínimamente sin sentido. Cada Sentido tiene su sentido, lo saben hasta los niños. Y el sentido del Sentido (pues no esperemos demasiado del Sentido como tal) tiene que verse a simple vista, reconocerse fácilmente y comprenderse para que uno tenga claro que se trata del Sentido. Ahora bien, imagínense aquel Cielo que tenía en el suelo un cisne, al lado un puente un poco más pequeño que este y en el rincón opuesto, un patito.
Por supuesto, todas estas reflexiones no las hicimos allí. Es más, seguramente nos habríamos indignado si alguien se atreviera a sospechar que ocupábamos nuestro intelecto en la exégesis de una tontería descubierta en aquella cámara. Con todo, en algunas ocasiones el ser humano se deja llevar por un impulso inequívoco y entonces la primera impresión tiene más peso que en otros años de disquisiciones. Así que no necesitamos ni veinte segundos para comprender que, pese a la apariencia celeste, la cámara se encontraba bajo el dominio de un sinsentido sombrío y agresivo. Se desvanecieron las razones para tratarlo en serio. Magda enseguida se hizo cargo de la bóveda celeste y de pronto todos los soles, planetas y estrellas empezaron a mecerse por encima nuestro, jugueteando y retozando como un rebaño de liebres inofensivas y adoptando de esta forma el aspecto del caos anterior a la implantación del orden. Yo intenté colocar el cisne patas arriba pero aquel siempre acababa venciéndose hacia los lados; pronto dejó de hacerme gracia. Las posibilidades de la cámara se agotaron pues no había nada sagrado que pudiéramos profanar a gusto. Salimos antes de tiempo lo que causó una decepción indescriptible en la cara del artista. Queríamos compartir con él nuestras impresiones pero nuestras lenguas extranjeras no habían madurado lo suficiente como para no acabar siendo objeto de burlas y mofas ala hora de burlarnos y mofarnos nosotros.
Estábamos tontos. Pero, de todas formas, tengo curiosidad por saber cuál será vuestra reacción a lo que voy a contar ahora (desgraciadamente se trata de la verdad). Parece que tenemos no sabemos cuántas posibilidades pero en realidad son sólo siete:
patito, puente y cisne;
cisne, puente y patito;
patito, cisne y puente;
puente, cisne y patito;
puente, patito y cisne;
cisne, patito y puente;
y si no os gusta, fuera,

III. Venecia
Esta vez habíamos elegido como punto de encuentro el león alado7 que estaba en un capitel de la Plaza de San Marcos. Cada día, entre las seis y las ocho de la tarde, quedábamos allí esperando a los Skolas que habíamos perdido de vista por el camino. Al final incluso contemplamos la posibilidad de izar la bandera blanquirroja y proclamar territorio polaco aquel lugar bajo el león (cercado con unas gruesas cadenas). Aquello conllevaría una intervención inevitable de los carabinieri y, por consiguiente, una resonancia en la prensa no sólo a nivel local. Por otra parte, a nuestra vuelta al país (seguramente de forma forzosa pero, al menos, gratuita) nos esperarían medallas y honores. Pero de momento estábamos allí por primera vez y solamente comíamos paté de jabalí de una lata de medio litro sirviéndonoslo con cuchillos mientras los carabinieri daban vueltas mirándonos con conmiseración. De repente:
-Mirad, ¡el sentido de la vida! -gritaron las chicas. Nosotros miramos. Desde la parte de la ciudad venían unas personas agitando, sin demasiado interés, sus sentidos de la vida, alargados y, al parecer, flexibles, que hasta podían asociarse con colas de unos perros regocijados o con gusanos intestinales (digamos que aportados por los propios animales, ya que los hemos mencionado). De forma paulatina pudimos advertir cada vez más y más sentidos de la vida que se divisaban en la penumbra vespertina. Tenían diferentes formas, algunos adoptaban la forma de figuras geométricas, otros, amarrados a una cuerda, funcionaban a modo de un yoyó (y de algún modo eran como aquel juguete infantil). Todos brillaban con una pálida luz fría en rojo, verde y azul. Al poco tiempo el centelleo de su presencia8 hormigueó alrededor nuestro.
Por la noche se levantó una tormenta y en una inesperada armonía callaron las cuatro orquestras que antes habían llenado el aire sobre San Marcos con sus zumbidos espontáneamente aleatorios y, pasado un instante ya sólo el viento arrastraba por la oscura plaza prendas de ropa y papeles blancos9.


1 -Sólo me puedo permitir este.
-Yo también -contestamos, lo cual resultó ser nuestro gran éxito lingüístico ya que le hizo reír a Mauro.
2 En otro autostop le preguntaron a Magda:
-What do you do?
-I do nothing -contestó ella.

3 Qué le vamos a hacer si es que me lo imagino así: como un estudiante flacucho y barbudo, con unas medias que le ocultaban las pantorrillas atemorizadas.
4 «Habitaciones» (it.).
5 A la vuelta a casa pegué el mío al mueble plegable de armario-cama donde hizo un servicio loable hasta mi traslado, que fue cuando vendí el armario-cama a la vecina Stodolna y, al no estar yo allí presente, mi sentido de la vida a partir de entonces también pertenecía a su hijo Marcin.
6 Al salir de la cámara Magda manifestó ostentosamente que llevaba una estrella en el bolso (era un modo de venganza sobre el artista, pero este no se percató de nada).
7 Más tarde, cuando nos refugiamos ante la lluvia bajo los pórticos, teniendo enfrente la Basílica que reverberaba una y otra vez con la luz de los relámpagos, vimos un escaparate con fotos del león. Estaba allí lleno de ronchas asquerosas, y en aquel estado \o llevaban en una góndola a motor. Enseguida me vino a la memoria Igor Stravinski, llevado a la isla de San Michele en aquel mismo medio de transporte pero, en cambio, en un ataúd. Mientras tanto Diablo leyó en alguna parte que el león apenas una semana antes había vuelto a su sitio tras un largo período de restauración, así que por poco nos vimos condenados a buscarnos hasta la muerte en aquel Leningrado del Sur. La cohesión del grupo por un momento se reforzó.
8 Al día siguiente por la tarde, cuando yo comía una pizza con Diablo, las chicas se compraron dos sentidos de aquellos y nos saludaron llevándolos en las cabezas como aureolas.
-¡Oh, Santa Mónica!
-¡Oh, Santa Magdalena! -exclamamos con deferencia y, acto seguido, elaboramos un plan sobre la milagrosa aparición de aquellas dos santas en una aldea polaca de mala muerte. Desgraciadamente, al cabo de dos días los dos sentidos dejaron de brillar.
Después de una frase como esta sería realmente inoportuno que le siguiera otra.


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