sábado, 25 de enero de 2014

Cuento inglés


Must See Places - Germany

El Lejano Oeste
En esa época yo tenía doce años: inmensurablemente mayor que Mimile, quien tan sólo tenía ocho. Aún después de veinte años puedo recordar esa pequeña figura robusta coronada con una enorme cabeza en forma de bala, el peso de la cual, cuando corría, provocaba que con frecuencia perdiera el equilibrio y se cayera, raspándose una vez más sus desnudas rodillas ya cubiertas de cicatrices y de las costras pardo-doradas de heridas a medio cicatrizar.
Entonces se ponía de pie con lentitud, el rostro se le contraía y se enrojecía y, mientras se incorporaba, se le escapaba un apesadumbrado bramido de dolor, apretaba los mugrientos puños con firmeza, las lágrimas formaban canales entre el polvo de las mejillas, que se inflaban del tamaño de globos cuando él gritaba; los ojos hinchados se convertían en dos ranuras.
Tenía una voz poderosa y su alarido, cuando se caía y se lastimaba, perturbaba la concentración de los chicos mayores que, después de la escuela, jugaban a las bolitas en la Place, yo uno de ellos.
-Ta gueule!-gritaba alguno de ellos, incorporándose a gatas, furioso al haber errado un tiro difícil a causa del inesperado estallido de la desgracia de Mimile cerca de su oído. "¡Cierra la bocaza, tarado! ¡Te daré algo por lo cual gritar en serio si no te callas al instante!"
Estas amenazas estaban a menudo acompañadas por un golpe que, debido a la dureza del cráneo de Mimile, provocaba que la mano de quien lo emitía se estremeciera. Pero un golpe de este tipo rara vez tenía el efecto deseado de que Mimile se callara. Por el contrario, su alarido redoblaba el volumen, con una nota añadida de absoluta desesperación que hacía que todos los jugadores se levantaran en grupo y lo dejaran (a menos que volviera a caerse) a una distancia desde la cual su voz se escuchaba apenas como un quejido.
Los padres de Mimile, ahora jubilados, habían sido dueños de un café y habían hecho dinero. Mimile era el único hijo, nacido a la edad avanzada de una mujer delgada, amarga y con ambiciones sociales, y de un tipo que alardeaba jovialidad y vestía de alpaca negra, con un sombrero de paja y una cadena de un reloj cruzándole la barriga. Le compraban a su pequeño hijo juguetes caros que los demás chicos le destrozaban y ropa de buenas telas que pronto se desgarraba y se convertía en jirones.
Su madre estaba en contra de que se le permitiera jugar en la Place, en donde podía trabar amistad con chicos de la escuela pública, pero el padre, que era menos esnob, no veía daño alguno en ello. Recordaba haber tenido ocho años, aunque eso había ocurrido hacía ya algún tiempo.
Los domingos por la mañana se podía ver a la pareja escoltando a Mimile de regreso a su casa después de asistir a un servicio religioso en la iglesia. Eran protestantes, originariamente de Lille; y eso, en una comunidad católica, era un punto más en contra de Mimile. Rara vez se mencionaba la religión pero, a pesar de todo, lo hacía diferente. ¡Incluso yo, el inglés, era católico como los demás!
A veces yo sentía compasión por Mimile. Mi nacimiento en el extranjero también podía haberme convertido con facilidad en un marginal. Y en realidad, es algo que no me habían dejado olvidar durante mucho tiempo. Luego, también, una inmoderada precocidad en el colegio había provocado que me colocaran en una clase con chicos dos años mayores que yo. A veces, el profesor me mostraba como ejemplo para avergonzar a los demás: "Que un extranjero, menor que ustedes, escriba en vuestro idioma con menos faltas que ustedes...", y así continuaba. Al principio esto no me acarreó popularidad, aunque me las ingenié para no darle importancia. Al mismo tiempo había recibido una buena cantidad de bravuconadas y, por lo tanto, rara vez me unía a los demás para pegarle a Mimile o para darle un savon (se sostenía la cabeza de la víctima sobre la rodilla de uno de los chicos mientras otro le frotaba sus nudillos por el cráneo en un feroz lavado seco). La mayoría de las veces yo me quedaba quieto y observaba. No intervenía en su favor. No yo. No quería que me rompieran la cara. Esperaba crecer para golpear a los otros chicos.
Fue Gaston Lagardere, cuyo padre era el dueño del anticuario de la esquina, el primero que le puso a Mimile el sobrenombre con el cual pronto sería conocido por todos. La cabeza de Mimile fue inicialmente la responsable.
Como ya he mencionado, su cabeza era enorme, gruesa y pesada; uno podía haber derribado una puerta con ella. También estaba afeitada por completo, como la de un general prusiano: al cabello no se le permitía formar más que un rubio rastrojo. La áspera sensación velluda bajo la mano apretada hacía que propinarle un savon fuera una peculiar delicia.
Un día, cuando no tenían nada mejor que hacer, los chicos formaron un círculo alrededor de Mimile y empezaron a preguntarle por qué tenía la cabeza afeitada de ese modo. Mimile no lo sabía. Pensó que un savon era inminente y abrió la boca para gritar por anticipado.
-¡Cállate! -gritó Gaston Lagardere-. No empieces con ese bochinche. Contesta de inmediato y no te pasará nada. Si no...
Mimile no podía responder. Sólo murmuró que su maman se lo había hecho hacer.
Yo dije: -En la escuela de curas a la que solía asistir también nos hacían llevar la cabeza rapada. Por si había bichos.
-¡Bichos! -repitió Gaston encantado-. ¡Bichos! ¡Eso es, por eso! La mamá de Mimile le afeita la cabeza todas las semanas, de otro modo tendría bichos. ¡Infestada de bichos!
-Les morpions!-rugió otro, que no sabía qué eran y se los imaginaba piojos.
Mimile empezó a llorar. Bañado en lágrimas, negó la existencia de bichos en su hogar. Algunos de los chicos empezaron a revisarle la cabeza para asegurarse de que dijera la verdad. Dijeron que mentía. Simularon y dijeron que su cabeza era una selva.
-¡Como las planicies! -gritó Marcel Sansault, mientras hundía los dedos en el cráneo cubierto de cerdas de Mimile.
-¡Como el Lejano Oeste! -gritó Gaston, que para colmo pronunciaba "Ueste". La escena se llenó de aplausos. Los chicos se doblaban de la risa, se palmeaban los desnudos muslos. Formaron un círculo alrededor del sollozante Mimile y bailaron encantados.
-¡El Lejano "Ueste"! -gritaban-. ¡Mimile es el Lejano "Ueste"!
Incluso inventaron una canción con esto, con la melodía de Je cherche aprés Titine. Mimile no sabía qué era el Lejano Oeste, pero se imaginó que era un insulto. Algo conectado con bichos. Comenzó a gritar desaforadamente. Los chicos estaban de tan buen humor que no les importó.
A partir de ese momento a Mimile se lo nombró sólo como el Lejano Oeste. Cada vez que aparecía se lanzaban vítores al estilo de los vaqueros. Los chicos corcoveaban montados en potros invisibles y al mismo tiempo se rascaban la cabeza de modo ostentoso. Fragmentos de la canción del Lejano Oeste lo perseguían durante el recorrido dominical con sus padres por la Place.
Los domingos, todos los chicos llevaban gorras de tela a cuadros. Le rogué a mi padre que me dejara llevar una también, pero se negó. Dijo que no permitiría que su hijo anduviera por ahí con el aspecto de un sinvergüenza.
Mimile tuvo más éxito. Un día apareció una gorra encasquetada sobre su enorme cabeza podada. Los chicos mayores se horrorizaron ante tal atrevimiento. Primero, le bajaron la gorra hasta los ojos, de modo que se tambaleó de un lado a otro sin poder ver y pegando alaridos, luego jugaron al fútbol con ella y le quitaron el forro. Cuando sucedía esto, apareció su madre, y todo el mundo salió disparando.
Para consolarlo por la pérdida de la gorra, le compraron a Mimile una gran pelota de goma, pintada de rojo, amarillo y azul, con un increíble rebote. Rebotó muy cerca de Marcel Sansault, que posó sus manos en ella, seguido por el lamento de Mimile. De una patada, Marcel la envió volando por encima de la verja hasta la calle. La aplastó un coche, y uno de sus flancos pintados se desinfló de modo irreparable. Los aullidos de pena que lanzó Mimile fueron los más fuertes que hasta el momento habíamos escuchado. Fueron tan fuertes que temimos que pudieran atraer nuevamente a su madre. Todos desaparecimos de la Place de inmediato.
Cosas de este tipo le sucedían siempre a él. No es necesario hablar de la locomotora a cuerda o de la réplica de un automóvil con una capota que se podía levantar y bajar. Después de que estas cosas dejaron de existir, él se interesó en nuestro juego de bolitas. No se le permitía participar, por supuesto, pero se quedaba dando vueltas y observando. Sus ojos redondos seguían, absorbían el trayecto de las bolitas: aquellas hechas de vidrio y ágata; aquellas de yeso: mientras los chicos que esperaban su turno observaban con esa misma expresión perspicaz de un juez con la que observarían, en los años venideros, las bolas de billar desplazándose por la mesa de tapete verde, apoyados sobre sus tacos en el café de la esquina.
Mimile estaba fascinado. Se dirigió a maman y la convenció de que le comprara bolitas. Por supuesto, le compró las del tipo equivocado. Enormes cosas desmesuradas como balas de cañón, hechas de piedra. Mimile apenas podía rodearlas con sus pequeñas manos. No las tuvo mucho tiempo. Gaston se deshizo de ellas, bajaron rechinando por la alcantarilla. Aun así, venía a vernos jugar. Intentamos alejarlo, pero no había caso. Siempre regresaba.
Entonces, un día, levantamos la vista y había otro observador junto a Mimile. Era Luc, un muchacho grandote de la escuela pública, no de la escuela a la que todos asistíamos. Era bien recio. Ni siquiera Gaston se atrevía a pelear con él.
Durante un rato se quedó allí con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos, mascando chicle Spearmint sin parar: una costumbre que había tomado de mirar películas americanas en el cine del barrio.
-¿Quieres participar? -le preguntamos, incómodos bajo su mirada despectiva.
-No -dijo, cambiando el chicle de una mejilla a la otra-. Es un juego de niños, eso es. Lo que ustedes quieren es algo así.
Sacó una mano del bolsillo. Sostenía algo que tenía un cordel a su alrededor. Lo lanzó al aire. Un trompo de madera cayó al suelo y comenzó a dar vueltas, libre de un extremo del cordel. Todos nos levantamos a gatas para observar: era como magia.
-Tengo otro aquí -dijo Luc sin la menor expresión, mientras mascaba chicle. Sacó un trompo aún más grande y lo arrojó despreocupadamente para que girara junto al otro. Estábamos subyugados.
-¿Cómo lo haces? -le preguntamos.
-Muy simple. -Nos mostró cómo enrollar el cordel, cómo sostener el trompo entre un dedo y el pulgar, cómo lanzarlo al aire. Nos dejó que lo hiciéramos nosotros mismos; hicimos un desastre.
-No, no así, así...
Mimile, el Lejano Oeste, también estaba subyugado. Estaba en cuclillas y observaba con los ojos salidos de las órbitas. Más tarde nos siguió hasta el bazar en donde todos compramos trompos. Lo dejamos que nos siguiera, estábamos demasiado entusiasmados como para preocuparnos por él. Una vez que nos vio comprar los trompos, salió trotando feliz a su casa, a ver a su maman; la enorme cabeza se meneaba de un lado a otro. Ni siquiera se cayó.
Al día siguiente estábamos todos en la Place. Lanzábamos los trompos al aire: ya nos habíamos hecho expertos en el asunto. Entonces Sansault se nos acercó corriendo.
-¿Vieron lo que tiene Lejano Oeste? Un trompo fantástico. No como los nuestros. ¡Esperen a verlo!
En ese instante Mimile se hizo visible, venía al trote. Llevaba con ambas manos un paquete envuelto en papel de seda. Le faltaba el aliento de tan excitado que estaba. Vino derecho a nosotros.
-¿Qué tienes ahí? -le preguntó Gaston con firmeza-. ¡Muéstralo rápido, Lejano Oeste!
Mimile estaba muy impaciente por hacerlo. Desgarró el papel de seda y dejó al descubierto un trompo lisa y llanamente gigantesco, hecho de hojalata y pintado de manera sensacional, como la pelota de goma que tenía antes. Debía de haberle costado un ojo de la cara a maman. Nos quedamos mirándolo atónitos, mientras Mimile acariciaba con ternura la superficie de hojalata.
-Pero ¿cómo funciona? -dijo Gaston por fin-. ¿Dónde está la cuerda?
Mimile colocó el enorme trompo pintado sobre el suelo. Sus ojos resplandecían de orgullo. Entonces emitió una sola palabra:
-¡Mecánicamente! Miren -dijo-. Les mostraré.
Primero dio cuerda al trompo con una llave de hojalata, luego apretó un botón de bronce. El trompo salió de su mano con un fuerte zumbido y comenzó a girar sin parar justo delante de nuestros pies. Giró incluso el doble que el trompo de madera más grande de Luc, con cuerda y todo. Parecía que podía zumbar y girar por toda la eternidad. Pero Marcel Sansault detuvo esto. Se adelantó y le dio una sonora patada que levantó el trompo del suelo y lo hizo volar a través de la Place. Cuando aterrizó, no daba más vueltas. Yacía quieto: como la pelota de goma, uno de sus flancos estaba abollado.
La cara de Mimile se contrajo de inmediato. Luego se hinchó enrojecida. Su boca se abrió húmeda en un rugido infernal. Cerró los ojos por completo, sus pequeños dedos retorcidos formaban puños en vano. Gritó como si los pulmones fueran a estallarle.
Todos nosotros observábamos sin la menor expresión, excepto Luc, que de pronto se adelantó de una zancada.
-¿Qué le hacen a este pobre chico? -gritó.
-¡Déjenlo solo! -Rodeó a Sansault-. ¡Tú! ¡Para qué tuviste que patear el trompo, enano insignificante! ¿Eh?
Tomó a Sansault del cuello de su suéter y le dio una buena bofetada en plena cara, arrojándolo contra la verja.
-¡Esto te enseñará! ¡Deja al chico solo!
El resto de nosotros estaba demasiado perplejo como para moverse. Incluso Mimile estaba tan sorprendido que dejó de aullar.
-Aquí, nene -dijo Luc, volviéndose hacia él-, no sigas... Quizá no esté roto. Quizá funcione. Ven y veámoslo.
Mimile todavía sollozaba con fuerza, pero las lágrimas se habían secado con rapidez en sus mejillas ardientes. Se tambaleó y se agachó con Luc junto a su preciado trompo. Ay, no funcionaba. Observamos en silencio mientras trataban en vano de resucitarlo. Inútil. Mimile apretó los puños. Parecía que empezaría a gritar nuevamente. Pero Luc metió la mano en el bolsillo y extrajo su trompo de madera más grande.
-Mira aquí, ten este en su lugar. Verás, girará tan bien como el otro, no bromeo. Ya lo verás.
Mimile no esperó. Ni siquiera dijo gracias. Asió sin mirar el trompo y, con él en la mano, se marchó con un trote tambaleante por la Place, camino a su casa. Se cayó una vez, pero no lloró. Sólo se levantó en silencio y continuó su marcha tambaleante.
Luc nos dijo: -Ahora, no dejen que los encuentre de nuevo haciendo llorar al chico, ¡o será peor para ustedes, ya verán! -Y con la cabeza en alto, se marchó. Ni siquiera Gaston dijo algo para detenerlo.
Pero las desventuras de Mimile ese día no habían terminado en absoluto: más tarde nos enteramos de que mamanle salió al paso cuando llegaba, y primero le sacó el trompo de madera y lo arrojó a la basura, y luego le dio una buena paliza por haber cambiado su flamante y caro trompo por uno de esos mugrientos objetos con los cuales jugaban los chicos de la escuela pública.
Después de eso, durante un tiempo a Mimile no se le permitió jugar en la Place.
Algo bueno para él, quizá. Una vez pasado el incidente con el trompo, comencé a crecer a mucha velocidad. Me puse enorme y de inmediato fui el jefe del grupo. El sentimiento de compañerismo que sentía por Mimile se desvaneció de un día para el otro. Incluso hubiera podido hacerlo mi víctima, pero en ese entonces ya no estaba: sus padres lo habían enviado a la escuela en otra ciudad.
No sé qué pasó con él. Quizá -quién lo sabe- creció bien grande y pudo fastidiar a otros chicos menores. Ojalá haya pasado eso.

viernes, 24 de enero de 2014

Cuento argentino

Carne

Mariana Espina

So some of him lived
but the most of him died

Rudyard Kipling


Todos los programas, los diarios, las revistas y las radios querían hablar con ellas. Los móviles de la televisión se instalaron afuera de la clínica psiquiátrica donde quedaron internadas durante más de una semana, pero no consiguieron nada. Cuando fueron dadas de alta, los camarógrafos las persiguieron corriendo, algunos se enredaron en los cables y muchos cayeron sobre el pavimento; pero ellas no huyeron. Sólo los miraron con una sonrisa que después fue descripta como “aterradora” y “mística”, y se fueron en el auto que manejaba el padre de Mariela, la mayor. Los padres tampoco hablaban: las cámaras sólo pudieron registrar sus nerviosos paseos por los pasillos de la clínica, sus miradas temerosas, y el llanto de la madre de Julieta, la menor, cuando salía de su casa con un bolso lleno de ropa.
El silencio provocó la mayor histeria jamás vista. Las tapas de los diarios hablaban del caso de fanatismo adolescente más impactante no sólo de Argentina, sino del mundo. La noticia fue levantada por las cadenas de noticias internacionales. Fueron convocados expertos psiquiatras y psicólogos, el tema monopolizó los noticieros, los programas de chimentos, los magazines y talk shows de la tarde; en la radio no se hablaba de otra cosa. Julieta y Mariela, dieciséis y diecisiete años, dos chicas de Mataderos fanáticas de Santiago Espina, la estrella de rock que en menos de un año había dejado atrás el suburbio para llenar teatros y estadios del centro de Buenos Aires; Santiago, a quien la prensa especializada amaba y odiaba en partes iguales: genio, pretencioso, artista inclasificable, artefacto comercial para hipnotizar niñas alienadas, futuro de la música argentina, idiota caprichoso. El Espina, como lo llamaban idólatras y detractores, dejó estupefacta a la crítica con su segundo disco, Carne, once canciones que dividieron las aguas aún más: de un lado lo llamaban obra maestra, del otro anacronismo autoindulgente. Las ventas se dispararon, y la discográfica empezó a soñar con un lanzamiento internacional; Santiago Espina era extraño, sí, era impredecible y casi nunca daba entrevistas, pero, ¿cómo podría negarse a giras promocionales por México, Chile, España? Sólo tenían que convencerlo de que hiciera un videoclip de una vez por todas, para que el mundo pudiera ver sus ojos y el modo en que el pantalón le rozaba los punzantes huesos de la cadera.
Un mes después de que Carne se agotara, la ciudad empapelada con el rostro del Espina recibía la noticia de su desaparición, días antes de la presentación del disco superexitoso en el Estadio Obras. Las entradas estaban agotadas. Las fans –porque eran sobre todo chicas, lo que aumentaba el desprecio de los detractores– lloraban en espontáneas reuniones callejeras, organizaban marchas y recitaban las letras de Carne en una letanía extática, arrodilladas frente a posters del Espina pegados con cinta scotch a monumentos y árboles en todas las plazas de Buenos Aires, como si le rezaran a un dios moribundo.
Cuando la desesperación se contagió a las adolescentes del interior del país, el hallazgo del cuerpo del Espina provocó un terror desconocido en los padres desorientados. Santiago apareció en una habitación de hotel de Once, con todo el cuerpo cortajeado: había usado una gillette y un Tramontina a conciencia para despellejarse los brazos, las piernas, el vientre. En el brazo izquierdo, había cortado hasta el hueso. En el pecho era posible ver el esternón. Y, posiblemente semiinconsciente, se había cortado la yugular con un tajo audaz y preciso. No se había mutilado la cara. Uno de los policías encargado de forzar la cerradura de la habitación abajo declaró que le había recordado a una cámara frigorífica: era pleno invierno, y además Santiago había dejado encendido el aire acondicionado. Hubo teorías conspirativas sobre un posible asesinato, pero fueron desechadas cuando trascendió que la habitación estaba cerrada con llave desde adentro y se difundió la nota suicida, casi ilegible por la letra nerviosa y las manchas de sangre. Decía: “Carne es comida. Carne es muerte. Ustedes saben cuál es el futuro”. Delirios agónicos, dijeron los expertos. Y las fans callaron y lloraron encerradas en habitaciones donde se mezclaban los osos de peluche, los diarios íntimos con tapas rosas, las mochilas siempre sobrecargadas y las fotos del Espina más hermoso que nunca, ahora que la muerte le brillaba en los ojos.
El país esperó una epidemia de suicidios adolescentes que nunca llegó. Las chicas volvieron al colegio y a los boliches, y apenas se registró un caso de depresión grave en Mendoza, aunque todas escuchaban Carne como la última voluntad y testamento de su ídolo, tratando de descifrar las letras en foros de Internet y largas conversaciones telefónicas. La prensa despidió a Santiago Espina con titulares y elegías, y por un tiempo sólo se habló de suicidio, drogas y rocanrol. El entierro en la Chacarita fue mucho menos concurrido y más triste de lo esperado, y el duelo se aplacó una vez terminado el desfile del entorno de la estrella por los programas de televisión. La cirugía estética de una modelo resultó desastrosa; un galán declaró ser gay; secuestraron a un adolescente de San Fernando y renunció el director técnico de River. Santiago Espina pasó a las efémerides, listo para ser desenterrado cuando se cumpliera un año de su nacimiento, o de su muerte.
Nadie podía suponer que algo se estaba gestando en Mataderos, entre dos chicas, una foto arrugada de la nota suicida y Carne en el equipo, de principio a fin, una y otra vez.
Mariela había sido una de las primeras “espinosas” (así llamaban los medios a las fans, las chicas con los ojos delineados de negro mortuorio, baratas boas de plumas al cuello y pantalones que imitaban la piel de los leopardos). Lo había seguido durante un año, noche tras noche, por donde el Espina tocara. Conocía todos los trenes y colectivos suburbanos, y había pasado madrugadas heladas en andenes temblando de frío, con la lista de temas en el bolsillo, acariciando el papel con los ojos cerrados. El Espina la conocía y a veces –muy pocas, porque casi nunca se comunicaba con su público, ni siquiera para anunciar los temas o decir buenas noches– le daba algún pequeño obsequio: la púa de la guitarra o un vaso de plástico con restos de cerveza. En el baño de un local de Burzaco conoció a Julieta, la más célebre de las espinosas porque se había tatuado el nombre del ídolo en el cuello; de lejos, las letras parecían una cicatriz, como si la cabeza estuviera cosida al cuello. Ella había logrado sacarse una foto con el Espina: los dos aparecían muy serios, no se tocaban, y el flash les había enrojecido los ojos. Julieta y Mariela vivían a apenas diez cuadras de distancia y el suicidio del Espina las unió tanto que empezaron a parecerse físicamente, como las parejas que conviven durante décadas o los solitarios que adquieren la expresión de sus mascotas.
Ese parecido mimético había sorprendido al cuidador del cementerio que las encontró de madrugada, cuando trataban de saltar el paredón. “Estaba oscuro todavía –dijo–, pero nunca pensé que eran chorros. De lejos se notaba que eran pibitas, y cuando me acerqué vi que además eran gemelas.” Julieta y Mariela no lucharon con el cuidador. Aparentemente atontadas, se dejaron llevar hasta la oficina; el hombre creía que estaban drogadas, y supuso que habían pasado la noche en el cementerio para velar al Espina. El y sus compañeros habían encontrado chicas antes, escondidas en los pasillos de los nichos y detrás de los árboles cerca de la hora del cierre, pero ninguna logró acompañar al ídolo hasta el amanecer. El cuidador creyó que Julieta y Mariela habían tenido suerte, pero mientras las retaba y les pedía el teléfono de sus padres, observó que las chicas estaban sucias de tierra, sangre y una película de mugre que apestaba y les cubría las manos y la ropa y los rostros. Entonces llamó a la policía.
Por la tarde, la noticia se filtró a los medios. Dos adolescentes habían desenterrado el cajón de Santiago Espina con una pala y sus propias manos. La sepultura, apenas un mes después de su entierro, aún no tenía el mármol definitivo que les hubiera dificultado la tarea. Pero la exhumación era apenas el principio. Las chicas habían abierto el féretro para alimentarse de los restos del Espina con devoción y asco; alrededor del hueco daban testimonio de su esfuerzo los charcos de vómito. Uno de los policías también vomitó. “Dejaron los huesos limpios”, le dijo a la televisión, y el conductor, estremecido, se quedó sin palabras por primera vez en su carrera. Las chicas fueron llevadas en un patrullero hasta la comisaría y allí se decidió su internación en una clínica privada. Los policías dijeron que Julieta y Mariela nunca habían llorado, ni hablado con ellos; sólo se susurraban cosas al oído y estuvieron todo el tiempo tomadas de la mano. Trascendió que, cuando quisieron bañarlas en la clínica, se resistieron con tanta furia que una de las enfermeras acabó mordida y arañada; hubo que medicarlas y limpiarlas dormidas.
Hablar con ellas, con sus familias, con sus médicos, se convirtió en una prioridad. Pero todos callaban. La familia del Espina decidió no demandar a Julieta y Mariela “para que no siga este horror”. La madre de la estrella, decían, vivía sobrecargada de tranquilizantes. Las versiones de un intento de suicidio previo no pudieron confirmarse; tampoco se encontró a ninguna novia del Espina, sólo amantes que no habían pasado más de una noche con él, y poco tenían para contar. Los músicos de la banda se negaron a hablar con la prensa, pero quienes los conocían afirmaban que estaban shockeados y, sobre todo, asqueados. Se supo que todos abandonarían la música para siempre. Nunca habían tenido una buena relación con Santiago, eran empleados, o más bien esclavos que aceptaban sus caprichos con resignación, por ambición y una admiración distante.
Las fans se sentaron malhumoradas en livings y paneles televisivos a pelear con conductores y psicólogos. Habían decidido evitar la ropa negra, y aparecían despatarradas sobre los sillones con los labios rojos, pantalones de leopardo, remeras brillantes y las uñas rojas, azules, verdes, rosadas. Contestaban a las preguntas con monosílabos y a veces con risitas irónicas. Una de ellas, sin embargo, lloró abiertamente cuando le preguntaron qué pensaba de las chicas que habían comido del ídolo. Desafiante, gritó: “¡Las envidio! ¡Ellas lo entendieron!”. Y balbuceó algo sobre la carne y el futuro, dijo que Julieta y Mariela estaban más cerca que cualquiera de ellas del Espina, lo tenían en su cuerpo, en su sangre. Hubo un programa especial sobre los adolescentes soldados caníbales de Liberia que creen obtener la fuerza de sus enemigos devorados y usan collares de huesos. El canal que lo emitió fue denostado como ejemplo de mal gusto y simplismo. Se habló de la necrofilia como perversión nacional, y los canales de cable programaron ¡Viven!” y Voraz. Hasta Carlitos Páez Vilaró participó de una mesa redonda y se vio obligado a diferenciar su antropofagia “por necesidad” de “esta locura”. Especialistas en cultura rock y sociólogos desmenuzaron las letras de Carne; algunos compararon al Espina con Charles Manson, otros, horrorizados, denunciaron ignorancia y simplismo, y elevaron al Espina a la categoría de poeta y visionario.
Julieta y Mariela, mientras tanto, permanecían en sus casas de Mataderos, separadas por diez cuadras; les habían prohibido volver a comunicarse. Dejaron el colegio. El padre de Mariela amenazó a los camarógrafos con un arma desde la terraza, y los medios retrocedieron hasta la esquina. Los vecinos sí hablaban y decían lo predecible: buenas chicas, adolescentes un poco rebeldes, qué barbaridad, esto no puede volver a pasar. Muchos se mudaron. La sonrisa de las chicas, congelada en las pantallas de sus televisores y las tapas de los diarios, les daba miedo.
Mientras tanto, en todo el país, en cada cybercafé, las espinosas se reunían frente a las pantallas de las computadoras, porque comenzaron a llegar los mails. Ninguna podía jurar que fueran de Julieta y Mariela, no sabían si ellas tenían acceso a Internet en su aislamiento, pero todas lo sabían, lo deseaban, y guardaban el secreto celosamente. Los mails hablaban de dos chicas que pronto cumplirían dieciocho años y se liberarían de padres y médicos para tocar las canciones de Carne en sótanos y garages. Hablaban de un culto subterráneo imparable, de Ellas Las Que Tenían Espinas en el cuerpo. Las fans esperaban con brillantina en las mejillas, las uñas pintadas de negro y los labios manchados de vino tinto el mensaje que les diera la fecha y el lugar de la segunda venida, el mapa de una tierra prohibida. Y escuchaban la última canción de Carne (donde el Espina susurraba “Si tenés hambre, comé de mi cuerpo. Si tenés sed, bebé de mis ojos”) soñando con el futuro.

Hoy nos vamos al Paraguay


Such Iran you haven't seen!


El prisionero
Los disparos se respondían intermitentemente en la fría noche invernal. Formaban una línea indecisa y fluctuante en torno al rancho; avanzaban y retrocedían, en medio de largas pausas ansiosas, como los hilos de una malla que se iba cerrando cautelosa, implacablemente, a lo largo de la selva y los esteros adyacentes a la costa del río. El eco de las detonaciones pasaba rebotando a través de delgadas capas acústicas que se rompían al darle paso. Por su duración podía calcularse el probable diámetro de la malla cazadora tomando el rancho como centro: eran tal vez unos cuatro o cinco kilómetros. Pero esa legua cuadrada de terreno rastreado y batido en todas direcciones, no tenía prácticamente límites.
En todas partes estaba ocurriendo lo mismo.
El levantamiento popular se resistía a morir del todo. Ignoraba que se le había escamoteado el triunfo y seguía alentando tercamente, con sus guerrillas deshilachadas, en las ciénagas, en los montes, en las aldeas arrasadas.
Más que durante los propios combates de la rebelión, al final de ellos el odio escribió sus páginas más atroces. La lucha de facciones degeneró en una bestial orgía de venganzas. El destino de familias enteras quedó sellado por el color de la divisa partidaria del padre o de los hermanos. El trágico turbión asoló cuanto pudo. Era el rito cíclico de la sangre. Las carnívoras divinidades aborígenes habían vuelto a mostrar entre el follaje sus ojos incendiados; los hombres se reflejaban en ellos como sombras de un viejo sueño elemental. Y las verdes quijadas de piedra trituraban esas sombras huyentes. Un grito en la noche, el inubicable chistido de una lechuza, el silbo de la serpiente en los pajonales, levantaban paredes que los fugitivos no se atrevían a franquear. Estaban encajonados en un embudo siniestro; atrapados entre las automáticas y los máuseres, a la espalda, y el terror flexible y alucinante, acechando la fuga. Algunos preferían afrontar a las patrullas gubernistas. Y acabar de una vez.
El rancho incendiado, en medio del monte, era un escenario adecuado para las cosas que estaban pasando. Resultaba lúgubre y al mismo tiempo apacible; una decoración cuyo mayor efecto residía en su inocencia destruida a trechos. La violencia misma no había completado su obra; no había podido llegar a ciertos detalles demasiado pequeños en que el recuerdo de otro tiempo sobrevivía. Los horcones quemados apuntaban al cielo fijamente entre las derruidas paredes de adobe. La luna bruñía con un tinte de lechosa blancura los cuatro carbonizados muñones. Pero no era esto lo principal. En el reborde de una ventana, en el cupial del rancho, por ejemplo, persistía una diminuta maceta: una herrumbrada latita de conservas de donde emergía el tallo de un clavel reseco por las llamas; persistía allí a despecho de todo, como un recuerdo olvidado, ajena al cambio, rodeada por el brillo inmemorial de la luna, como la pupila de un niño ciego que ha mirado el crimen sin verlo.
El rancho estaba situado en un punto estratégico; dominaba la única salida de la zona de los esteros donde se estaban realizando las batidas y donde se suponía permanecía oculta la última montonera rebelde de esa región. El rancho era algo así como el centro de operaciones del destacamento gubernista.
Las armas y los cajones de proyectiles se hallaban amontonados en la que había sido la única habitación del rancho. Entre las armas y los cajones de proyectiles había un escaño viejo y astillado. Un soldado con la gorra puesta sobre los ojos dormía sobre él. Bajo la débil reverberación del fuego que, pese a la estricta prohibición del oficial, los soldados habían encendido para defenderse del frío, podían verse los bordes pulidos del escaño, alisados por años y años de fatigas y sudores rurales. En otra parte, un trozo de pared mostraba un solero casi intacto con una botella negra chorreada de sebo y una vela a medio consumir ajustada en el gollete. Detrás del rancho, recostado contra el tronco de un naranjo agrio, un pequeño arado de hierro con la reja brillando opacamente, parecía esperar el tiro tempranero de la yunta en su balancín y en las manceras los puños rugosos y suaves que se estarían pudriendo ahora quién sabe en qué arruga perdida de la tierra. Por estas huellas venía el recuerdo de la vida. Los soldados nada significaban; las automáticas, los proyectiles, la violencia tampoco. Sólo esos detalles de una desvanecida ternura contaban.
A través de ellos se podía ver lo invisible; sentir en su trama secreta el pulso de lo permanente. Por entre las detonaciones, que parecían a su vez el eco de otras detonaciones más lejanas, el rancho se apuntalaba en sus pequeñas reliquias. La latita de conserva herrumbrada con su clavel reseco estaba unida a unas manos, a unos ojos. Y esas manos y esos ojos no se habían disuelto por completo; estaban allí, duraban como una emanación inextinguible del rancho, de la vida que había morado en él. El escaño viejo y lustroso, el arado inútil contra el naranjo, la botella negra con su cabo de vela y sus chorreaduras de sebo, impresionaban con un patetismo más intenso y natural que el conjunto del rancho semidestruido. Uno de los horcones quemados, al cual todavía se hallaba adherido un pedazo de viga, continuaba humeando tenuemente. La delgada columna de humo ganaba altura y luego se deshacía en azuladas y algodonosas guedejas que las ráfagas se disputaban. Era como la respiración de la madera dura que seguiría ardiendo por muchos días más. El corazón del timbó es testarudo al fuego, como es testarudo al hacha y al tiempo. Pero allí también estaba humeando y acabaría en una ceniza ligeramente rosada.
En el piso de tierra del rancho los otros tres soldados del retén se calentaban junto al raquítico fuego y luchaban contra el sueño con una charla incoherente y agujereada de bostezos y de irreprimibles cabeceos. Hacía tres noches que no dormían. El oficial que mandaba el destacamento había mantenido a sus hombres en constante acción desde el momento mismo de llegar.
Un silbido lejano que venía del monte los sobresaltó. Era el santo y seña convenido. Aferraron sus fusiles; dos de ellos apagaron el fuego rápidamente con las culatas de sus armas y el otro despertó al que dormía sobre el escaño, removiéndolo enérgicamente:
-¡Arriba..., Saldívar! Epac-pue... Oúma jhina, Teniente... Te va arrelar la cuenta, recluta kangüeaky...
El interpelado se incorporó restregándose los ojos, mientras los demás corrían a ocupar sus puestos de imaginaria bajo el helado relente.
Uno de los centinelas contestó el peculiar silbido que se repitió más cercano. Se oyeron las pisadas de los que venían. Un instante después, apareció la patrulla. Se podía distinguir al oficial caminando delante, entre los cocoteros, por sus botas, su gorra y su campera de cuero. Su corta y gruesa silueta avanzaba bajo la luna que un campo de cirros comenzaba a enturbiar. Tres de los cinco soldados que venían detrás traían arrastrando el cuerpo de un hombre. Probablemente otro rehén -pensó Saldívar-, como el viejo campesino de la noche anterior a quien el oficial había torturado para arrancarle ciertos datos sobre el escondrijo de los montoneros. El viejo murió sin poder decir nada. Fue terrible. De pronto, cuando le estaban pegando, el viejo se puso a cantar a media voz, con los dientes apretados, algo así como una polca irreconocible, viva y lúgubre a un tiempo. Parecía que había enloquecido. Saldívar se estremeció al recordarlo.
La caza humana no daba señales de acabar todavía. Peralta estaba irritado, obsedido, por este reducto fantasma que se hallaba enquistado en alguna parte de los esteros y que continuaba escapándosele de las manos.
El teniente Peralta era un hombre duro y obcecado; un elemento a propósito para las operaciones de limpieza que se estaban efectuando. Antiguo oficial de la Policía Militar, durante la guerra del Chaco, se hallaba retirado del servicio cuando estalló la revuelta. Ni corto ni perezoso, Peralta se reincorporó a filas. Su nombre no sonó para nada durante los combates, pero empezó a destacarse cuando hubo necesidad de un hombre experto e implacable para la persecución de los insurrectos. A eso se debía su presencia en este foco rebelde. Quería acabar con él lo más pronto posible para volver a la capital y disfrutar de su parte en la celebración de la victoria.

Evidentemente Peralta había encontrado una pista en sus rastreos y se disponía a descargar el golpe final. En medio de la atonía casi total de sus sentidos, Saldívar oyó borrosamente la voz de Peralta dando órdenes. Vio también borrosamente que sus compañeros cargaban dos ametralladoras pesadas y salían en la dirección que Peralta les indicó. Algo oyó como que los guerrilleros estaban atrapados en la isleta montuosa de un estero. Oyó que Peralta borrosamente le decía:
-Usté, Saldívar, queda solo aquí. Nosotro' vamo' a acorralar a eso' bandido' en el estero. Lo dejo responsable del prisionero y de lo' pertrecho'.
Saldívar hizo un esfuerzo doloroso sobre sí mismo para comprender. Sólo comprendió un momento después que los demás ya se habían marchado. La noche se había puesto muy oscura. El viento gemía ásperamente entre los cocoteros que rodeaban circularmente el rancho. Sobre el piso de tierra estaba el cuerpo inmóvil del hombre. Posiblemente dormía o estaba muerto. Para Saldívar era lo mismo. Su mente se movía entre difusas representaciones cada vez más carentes de sentido. El sueño iba anestesiando gradualmente su voluntad. Era como una funda de goma viscosa en torno a sus miembros. No quería dormir. Pero sabía de alguna manera muy confusa que no debía dormir. Sentía en la nuca una burbuja de aire. La lengua se le había vuelto pastosa; tenía la sensación de que se le iba hinchando en la boca lentamente y que en determinado momento le llegaría a cortar la respiración. Trató de caminar alrededor del prisionero, pero sus píes se negaban a obedecerle; se bamboleaba como un borracho. Trató de pensar en algo definido y concreto, pero sus recuerdos se mezclaban en un tropel lento y membranoso que planeaba en su cabeza con un peso muerto, desdibujado e ingrávido. En uno o dos destellos de lucidez,
Saldívar pensó en su madre, en su hermano. Fueron como estrías dolorosas en su abotagamiento blando y fofo. El sueño no parecía ya residir en su interior; era una cosa exterior, un elemento de la naturaleza que se frotaba contra él desde la noche, desde el tiempo, desde la violencia, desde la fatiga de las cosas, y lo obligaban a inclinarse, a inclinarse...
El cuerpo del muchacho tiritaba menos del frío que de ese sueño que lo iba doblegando en una dolorosa postración. Pero aún se mantenía en pie. La tierra lo llamaba; el cuerpo inmóvil del hombre sobre el piso de tierra, lo llamaba con su ejemplo mudo y confortable, pero el muchachuelo se resistía con sus latidos temblorosos, como un joven pájaro en la cimbra de goma.
Hugo Saldívar era con sus dieciocho años uno de los tantos conscriptos de Asunción que el estallido de la guerra civil había atrapado en las filas del servicio militar. La enconada cadena de azares que lo había hecho atravesar absurdas peripecias lo tenía allí, absurdamente, en el destacamento de cazadores de cabezas humanas que comandaba Peralta, en los esteros del Sur, cercanos al Paraná.
Era el único imberbe del grupo; un verdadero intruso en medio de esos hombres de diversas regiones campesinas, acollarados por la ejecución de un designio siniestro que se nutría de sí mismo como un cáncer. Hugo Saldívar pensó varias veces en desertar, en escaparse. Pero al final decidió que era inútil. La violencia lo sobrepasaba, estaba en todas partes. Él era solamente un brote escuálido, una yema lánguida alimentada de libros y colegio, en el árbol podrido que se estaba viniendo abajo.
Su hermano Víctor sí había luchado denodadamente. Pero él era fuerte y recio y tenía sus ideas profundas acerca de la fraternidad viril y del esfuerzo que era necesario desplegar para lograrla. Sentía sus palabras sobre la piel, pero hubiera deseado que ellas estuviesen grabadas en su corazón:
-Todos tenemos que unirnos, Hugo, para voltear esto que ya no da más, y hacer surgir en cambio una estructura social en la que todos podamos vivir sin sentirnos enemigos, en la que querer vivir como amigos sea la finalidad natural de todos...
Víctor había combatido en la guerra del Chaco y de allí había traído esa urgencia turbulenta y también metódica de hacer algo por sus semejantes. La transformación del hermano mayor fue un fenómeno maravilloso para el niño de diez años que ahora tenía ocho más y ya estaba viejo. Víctor había vuelto de la inmensa hoguera encendida por el petróleo del Chaco con una honda cicatriz en la frente. Pero detrás del surco rojizo de la bala, traía una convicción inteligente y generosa. Y se había construido un mundo en que más que recuerdos turbios y resentimientos, había amplia fe y exactas esperanzas en las cosas que podrían lograrse.
Por el mundo de Víctor sí sería hermoso vivir, pensó el muchacho muchas veces, emocionado, pero distante de sí mismo. Después vio muchas cosas y comprendió muchas cosas. Las palabras de Víctor estaban entrando lentamente de la piel hacia el corazón. Cuando volvieran a encontrarse, todo sería distinto. Pero eso todavía estaba muy lejos.
No sabía siquiera dónde podía hallarse Víctor en esos momentos. Tenía sin embargo la vaga idea de que su hermano había ido hacia el sur, hacia los yerbales, a levantar a los mensúes. ¿Y si Víctor estuviese entre esos últimos guerrilleros perseguidos por Peralta a través de los esteros? Esta idea descabellada se le ocurrió muchas veces, pero trató de desecharla con horror. No; su hermano debía vivir, debía vivir... Necesitaba de él.
El mandato imperioso del sueño seguía frotándose contra su piel, contra sus huesos; se anillaba en torno a él como una kuriyú viscosa, inexorable, que lo iba ahogando lentamente. Iba a dormir, pero ahí estaba el prisionero. Podía huir, y entonces sería implacable Peralta con el centinela negligente. Ya lo había demostrado en otras ocasiones.
Moviéndose con torpeza en su pesada funda de goma, Saldívar hurgó en la oscuridad en busca de un trozo de alambre o de soga para amarrar al prisionero. Podía ser un cadáver, pero a lo mejor se estaba fingiendo muerto para escapar en un descuido. Sus manos palparon en vano los rincones de la casucha incendiada. Al final encontró un trozo de ysypó, reseco y demasiado corto. No servía. Entonces, en un último y desesperado destello de lucidez, Hugo Saldívar recordó que frente al rancho había un hoyo profundo que se habría cavado tal vez para plantar un nuevo horcón que nunca sería levantado. En el hoyo podría entrar un hombre parado hasta el pecho. Alrededor del agujero, estaba el montículo de la tierra excavada. Hugo Saldívar apoyó el máuser contra un resto de tapia y empezó a arrastrar al prisionero hacia el hoyo.
Con un esfuerzo casi sobrehumano consiguió meterlo en el agujero negro que resultó ser un tubo hecho como de medida. El prisionero quedó erguido en el pozo. Sólo sobresalían la cabeza y los hombros. Saldívar empujó la tierra del montículo con las manos y los reyunos, hasta rellenar mal que mal todos los huecos alrededor del hombre. El prisionero en ningún momento se resistió; parecía aceptar con absoluta indiferencia la operación del centinela. Hugo Saldívar apenas se fijó en esto. El esfuerzo desplegado lo reanimó artificialmente por unos instantes. Aún tuvo fuerzas para traer su fusil y apisonar con la culata el relleno de tierra. Después se tumbó como una piedra sobre el escaño, cuando el tableteo de las ametralladoras arreciaba en la llanura pantanosa.

El teniente Peralta regresó con sus hombres hacia el mediodía. La batida había terminado.
Una sonrisa bestial le iluminaba el rostro oscuro de ave de presa. Los soldados arreaban dos o tres prisioneros ensangrentados. Los empujaban con denuestos e insultos obscenos, a culatazos. Eran más mensúes del Alto Paraná. Solamente sus cuerpos estaban vencidos. En sus ojos flotaba el destello de una felicidad absurda. Pero ese destello flotaba ya más allá de la muerte. Ellos sólo se habían demorado físicamente un rato más sobre la tierra impasible y sedienta.
Peralta llamó reciamente:
-¡Saldívar!
Los prisioneros parpadearon con resto de dolorido asombro. Peralta volvió a llamar con furia:
-¡Saldívar!
Nadie contestó. Después se fijó en la cabeza del prisionero que sobresalía del hoyo.
Parecía un busto tallado en una madera mugrosa; un busto olvidado allí hacía mucho tiempo. Una hilera de hormigas guaikurú trepaba por el rostro abandonado hasta la frente, como un cordón oscuro al cual el sol no conseguía arrancar ningún reflejo. En la frente del busto había una profunda cicatriz, como una pálida media luna.
Los ojos de los prisioneros estaban clavados en la extraña escultura. Habían reconocido detrás de la máscara verdosa, recorrida por las hormigas, al compañero capturado la noche anterior. Creyeron que el grito de Peralta nombrando al muerto con su verdadero apellido, era el supremo grito de triunfo del milicón embutido en la campera de cuero.
El fusil de Hugo Saldívar estaba tumbado en el piso del rancho como la última huella de su fuga desesperada. Peralta se hallaba removiendo en su estrecha cabeza feroces castigos para el desertor. No podía adivinar que Hugo Saldívar había huido como un loco al amanecer perseguido por el rostro de cobre sanguinolento de su hermano a quien él mismo había enterrado como un tronco en el hoyo.
Por la cara de Víctor Saldívar, el guerrillero muerto, subían y bajaban las hormigas.
Al día siguiente, los hombres de Peralta encontraron el cadáver de Hugo Saldívar flotando en las aguas fangosas del estero. Tenía el cabello completamente encanecido y de su rostro había huido toda expresión humana.

jueves, 23 de enero de 2014

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Must See Places – Best Places to Travel!
BILENIO
J.G. Ballard
DURANTE TODO EL DIA, y a menudo en las primeras horas de la mañana, se oía
el ruido de los pasos que subían y bajaban por la escalera. El cubículo de Ward había
sido instalado en un cuarto estrecho, en la curva de la escalera entre el cuarto piso y el
quinto, y las paredes de madera terciada se doblaban y crujían con cada paso en las
vigas de un ruinoso molino de viento. En los tres últimos pisos de la vieja casa de
vecindad vivían más de cien personas, y a veces Ward se quedaba despierto hasta las
dos o tres de la mañana, tendido de espaldas en el catre, contando mecánicamente el
número de inquilinos que regresaban del estadio cinematográfico nocturno a tres
cuadras de distancia. A través de la ventana alcanzaba a oír unos largos fragmentos de
diálogo amplificado que resonaban sobre los techos. El estadio no estaba nunca vacío.
Durante el día la grúa alzaba el vasto cubo de la pantalla, despejando el terreno donde
se sucederían luego los partidos de fútbol y las competencias deportivas. Para la gente
que vivía alrededor del estadio el estruendo debía de ser insoportable.
Ward, por lo menos, disfrutaba de cierta intimidad. Hacía dos meses, antes de venir
a vivir a la escalera, había compartido un cuarto con otros siete en un piso bajo de la
calle 755, y la marea incesante que pasaba junto a la ventana le había dejado un
agotamiento crónico. La calle estaba siempre colmada de gente: un clamor
interminable
de voces y de pies que se arrastraban. Cuando Ward despertaba a las seis y
media, y corría a ocupar su sitio en la cola del baño, las multitudes ya cubrían la calle
de acera
a acera, y los trenes elevados que pasaban sobre las tiendas de enfrente
puntuaban el estrépito cada medio minuto. Tan pronto como Ward vio el anuncio que
describía el cubículo decidió mudarse, a pesar de lo elevado del alquiler. Como todos
se pasaba la mayor parte del tiempo libre examinando los avisos clasificados en los
periódicos, cambiando de vivienda por lo menos una vez cada dos meses. Un cubículo
en una escalera seria con certeza algo privado.
Sin embargo, el cubículo tenía también sus inconveniencias. La mayoría de las
noches los compañeros de la biblioteca iban a visitar a Ward, necesitando descansar
los codos luego de los apretujones de la sala de lectura. El piso del cubículo tenia una
superficie de poco más de cuatro metros cuadrados y medio, medio metro cuadrado
más del máximo establecido para una persona, los carpinteros habían aprovechado,
ilegalmente, el hueco dejado por el tubo de una chimenea empotrada. Esto había
permitido poner una sillita de respaldo recto entre la cama y la puerta, de modo que no
era necesario que se sentara más de una persona por vez en la cama. En la mayor
parte de los cubículos simples el anfitrión y el huésped tengan que sentarse en la cama
uno al lado del otro, conversando por encima del hombro y cambiando de lugar de
cuando en cuando para evitar que se les endureciera el cuello.
2
—Has tenido suerte en encontrar este sitio—no se cansaba de decir Rossiter, el
más asiduo de los visitantes. Se reclinó en la cama señalando el cubículo—. Es
enorme, una perspectiva que da vértigos. No me sorprendería que tuvieras aquí cinco
metros por lo menos, quizá seis.
Ward meneó categóricamente la cabeza. Rossiter era su amigo más íntimo, pero la
búsqueda de espacio vital había desarrollado reflejos poderosos.
—Sólo cuatro y medio. Lo he medido cuidadosamente. No hay ninguna duda.
Rossiter alzó una ceja.
—Me asombras. Tiene que ser el cielo raso entonces.
El manejo de los cielos rasos era un recurso favorito de los propietarios
inescrupulosos. E] alquiler se establecía a menudo por el área del cielo raso, e
inclinando un poco hacia afuera las particiones de madera terciada se incrementaba la
superficie del cubículo, para beneficio de un presunto inquilino (muchos matrimonios se
decidían por este motivo a alquilar un cubículo simple) o se la reducía temporalmente
cuando llegaba algún inspector de casas. Unas marcas de lápiz limitaban en los cielos
rasos las posibles reclamaciones de los inquilinos vecinos. Si alguien no defendía
firmemente sus derechos corría el peligro de perder la vida literalmente exprimido. En
realidad los avisos "clientela tranquila" era comúnmente una invitación a actos de
piratería semejantes.
—La pared se inclina un poco —admitió Ward—. Unos cuatro grados... Lo
comprobé con una plomada. Pero aún queda sitio en las escaleras para que pase la
gente.
Rossiter sonrió torciendo la boca.
—Por supuesto, John. Qué quieres, te tengo envidia. Mi cuarto me está volviendo
loco.
Como todos Rossiter empleaba la palabra "cuarto" para describir los cubículos
minúsculos, un doloroso recuerdo de los días de cincuenta años atrás cuando la gente
vivía de veras en un cuarto, a veces, increíblemente, en una casa. Los microfilms de
los catálogos de arquitectura mostraban escenas de museos, salas de concierto y otros
edificios públicos, aparentemente muy comunes entonces, a menudo vacíos, donde
dos o tres personas iban de un lado a otro por pasillos y escaleras enormes. El tránsito
se movía libremente a lo largo del centro de las calles, y en los barrios más tranquilos
era posible encontrar cincuenta metros o más de aceras desiertas.
Ahora, por supuesto, los edificios más viejos habían sido demolidos, y
reemplazados por edificios de habitaciones. La vasta sala de banquetes de la
Municipalidad había sido dividida horizontalmente en cuatro cubiertas de centenares de
cubículos.
En cuanto a las calles, no había tránsito de vehículos desde hacía tiempo. Excepto
unas pocas horas antes del alba cuando la gente se apretaba sólo en las aceras, las
calles estaban continuamente ocupadas por una multitud que se arrastraba lentamente
3
y no podía tener en cuenta los innumerables avisos de "conserve la izquierda"
suspendidos en el aire, mientras se abría paso a empujones hacia las casas o las
oficinas, vistiendo ropas polvorientas y deformes. Muy a menudo ocurrían
"embotellamientos", cuando el gentío se encontraba en una bocacalle, y a veces esto
duraba varios días. Dos años antes Ward había quedado aprisionado en las afueras del
estadio, y durante cuatro días no pudo desprenderse de una jalea gigantesca de veinte
mil personas, alimentada por las gentes que dejaban el estadio desde un lado y las que
se acercaban del otro. Todo un kilómetro cuadrado del barrio había quedado
paralizado, y Ward recordaba aún vívidamente aquella pesadilla: cómo había tenido
que esforzarse por mantener el equilibrio mientras la jalea se movía y empujaba.
Cuando al fin la policía cerró el estadio y dispersó a la multitud, Ward se arrastró a su
cubículo y durmió una semana, el cuerpo cubierto de moretones.
—Oí decir que redujeron los espacios disponibles a tres metros y medio —señaló
Rossiter.
Ward esperó a que unos inquilinos del sexto piso bajaran la escalera, sosteniendo
la puerta para que no se saliera de quicio.
—Eso dicen siempre—comentó—. Recuerdo haber oído ese rumor hace diez años.
—No es un rumor —admitió Rossiter—. Pronto será inevitable. Treinta millones
apretujados en esta ciudad, y un millón más cada año. Ha habido serias discusiones en
el Departamento de Vivienda.
Ward sacudió la cabeza.
—Una resolución drástica de ese tipo es casi imposible. Habría que desmantelar
todos los cuartos y clavar de nuevo los tabiques. Sólo las dificultades administrativas
son inimaginables. Nuevos diseños y certificados para millones de cubículos,
otorgamiento de nuevas licencias, y la redistribución de todos los inquilinos. Desde la
ultima resolución la mayor parte de los edificios fueron diseñados de acuerdo con un
módulo de cuatro metros. No puedes quitarle así como así medio metro a cada
cubículo y establecer de ese modo que hay tantos nuevos cubículos. Habría algunos
de no más de una pulgada de ancho.—Ward se rió.—Además, ¿quién puede vivir en
tres metros y medio?
Rossiter sonrió.
—¿Te parece un buen argumento? Hace veinticinco años, en la última resolución,
dijeron lo mismo, cuando bajaron el mínimo de cinco a cuatro. No es posible, dijeron
todos, nadie aguantaría vivir en cuatro metros. Cabría una cama y un armario pero no
habría sitio para abrir la puerta. —Rossiter cloqueó.— Se equivocaban. Bastó decidir
que desde entonces todas las puertas se abrirían hacia afuera. Y así nos quedamos
con cuatro metros.
Ward miró el reloj pulsera. Eran las siete y media.
—Hora de comer. Veamos si podemos llegar al bar de enfrente.
4
Gruñendo ante la perspectiva, Rossiter se levantó de la cama. Salieron del cubículo
y bajaron por la escalera. Las pilas de valijas, baúles y cajones dejaban apenas
espacio libre junto al pasamano, pero algo más que en los pisos bajos. Los corredores,
bastante anchos, habían sido divididos en cubículos simples. Había olor a cerrado, y en
las paredes de cartón colgaban ropas húmedas y despensas improvisadas. En cada
una de las cinco habitaciones de cada piso había doce inquilinos y las voces
reverberaban atravesando los tabiques.
La gente estaba sentada en los escalones del segundo piso, utilizando la escalera
como vestíbulo informal, aunque esto estaba prohibido en las normas contra incendios,
y las mujeres charlaban con los hombres que esperaban turno frente a los baños,
mientras los niños se movían alrededor. Cuando llegaron a la planta baja, Ward y
Rossiter tuvieron que abrirse paso entre los inquilinos que se apretaban en los últimos
escalones, alrededor de los tableros de noticias, o que venían empujando desde la
calle.
Tomando aliento, Ward señaló el bar del otro lado de la calle. Estaba sólo a treinta
metros, pero la multitud fluía calle abajo como un río crecido, de derecha a izquierda.
La primera función en el estadio comenzaba a las nueve, y la gente ya se había puesto
en camino para no quedarse afuera.
—¿No podemos ir a otra parte?—preguntó Rossiter, torciendo la cara. No sólo
encontrarían colmado el bar, de modo que pasaría media hora antes que los
atendieran,
sino que la comida era además insulsa y poco apetecible. El viaje de cuatro
cuadras desde la biblioteca le había abierto el apetito.
Ward se encogió de hombros.
—Hay un sitio en la esquina, pero me parece difícil que podamos llegar.
El bar estaba a doscientos metros calle arriba, y tendrían que luchar todo el tiempo
contra la corriente.
—Quizá tengas razón. —Rossiter apoyó la mano en el hombro de Ward.— Sabes,
John, lo que ocurre contigo es que no vas a ninguna parte, no pones interés en nada, y
no ves qué mal andan las cosas.
Ward asintió. Rossiter tenía razón. A la mañana, cuando salía para la biblioteca, el
tránsito de peatones se movía junto con él hacia el barrio de oficinas; a la noche, de
vuelta, fluía en la otra dirección. En general no dejaba esta rutina. Criado desde los
diez años en una residencia municipal de pupilos había ido perdiendo contacto con sus
padres, poco a poco. Vivían en el extremo este de la ciudad y no podían ir a visitarlo, o
no tenían ganas. Habiéndose entregado voluntariamente a la dinámica de la ciudad,
Ward se resistía a rebelarse en nombre de una mejor taza de café. Por fortuna, el
trabajo en la biblioteca lo ponía en contacto con mucha gente joven de intereses afines.
Tarde o temprano se casaría, encontraría un cubículo doble cerca de la biblioteca, e
iniciaría otra vida.
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Si tenían bastantes hijos (tres era el mínimo requerido) hasta podrían vivir un día
en un cuarto propio.
Ward y Rossiter entraron en la corriente de peatones, se dejaron llevar unos veinte
o treinta metros, y luego apresuraron el paso y fueron avanzando de costado a través
de la multitud, hasta llegar al otro lado de la calle. Allí, al amparo de los frentes de las
tiendas, volvieron hacia el bar, cruzados de brazos para defenderse de las
innumerables colisiones.
—¿Cuáles son las últimas cifras de población?—preguntó Ward mientras
bordeaban un kiosco de cigarrillos, dando un paso adelante cada vez que descubrían
un hueco.
Rossiter sonrió.
—Lo siento, John. Me gustaría decírtelo, pero podrías desencadenar una
estampida. Además, no me creerías.
Rossiter trabajaba en el departamento municipal de seguros, y tenía fácil acceso a
las estadísticas del censo. Durante los últimos diez años estas estadísticas habían sido
clasificadas como secretas, en parte porque se consideraban inexactas, pero sobre
todo porque se temía que provocaran un ataque masivo de claustrofobia. Ya habían
sobrevenido algunas crisis de pánico, y la política oficial era ahora declarar que la
población mundial había llegado a un nivel estable de veinte mil millones. Nadie lo
creía, y Ward pensaba que el crecimiento anual del tres por ciento seguía
manteniéndose desde 1960.
Durante cuánto tiempo se mantendría así era imposible decirlo. A pesar de las
sombrías profecías de los neomaltusianos, la agricultura había crecido adecuadamente
junto con la población mundial, aunque los cultivos intensivos habían obligado a que el
noventa y cinco por ciento de la población viviera permanentemente encerrada en
vastas zonas urbanas. El área de las ciudades había sido limitada al fin, pues la
agricultura había reclamado las superficies suburbanas de todo el mundo, y el exceso
de habitantes había sido confinado en los ghettos urbanos. El campo como tal ya no
existía. En cada metro cuadrado de tierra crecía algún tipo de planta comestible. Los
prados y praderas del mundo eran ahora terrenos industriales tan mecanizados y
cerrados al público como cualquier área de fábricas. Las rivalidades económicas e
ideológicas se habían desvanecido ante el problema fundamental: la colonización
interna de la ciudad.
Ward y Rossiter llegaron al bar y entraron a empellones uniéndose al montón de
clientes que se apretaba en seis filas contra el mostrador.
—Lo malo con este problema de la población—le confió Ward a Rossiter— es que
nadie ha tratado nunca de enfrentarlo de veras. Hace cincuenta años un nacionalismo
miope y la expansión industrial alentaron el crecimiento de la población, y aun ahora el
incentivo oculto es tener una familia numerosa para ganar así una cierta intimidad. La
gente soltera es la más castigada, pues no sólo es la más numerosa sino que además
no se la puede meter adecuadamente en cubículos dobles o triples. Pero el villano de
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la historia es la familia numerosa, que necesita el auxilio de una logística de ahorro de
espacio.
Rossiter asintió, acercándose al mostrador, preparado para gritar su pedido.
—Demasiado cierto. Todos deseamos casarnos para conseguir los seis metros
propios.
Dos muchachas se volvieron y sonrieron.
—Seis metros cuadrados —dijo una de ellas, una muchacha morena, de bonito
rostro oval—. Me parece que es usted la clase de joven que necesito conocer.
¿Decidido a entrar en el negocio inmobiliario, Peter?
Rossiter sonrió con una mueca y le apretó el brazo.
—Hola, Judith. Estoy pensándolo de veras. ¿Me acompañas en esta empresa
privada?
La muchacha se apoyó contra Rossiter mientras llegaban al mostrador.
—Bueno, me agradaría. Necesitaríamos un contrato legal, sin embargo.
La otra muchacha, Helen Waring, una ayudanta de la biblioteca, tiró de la manga
de Ward.
—¿Oíste la última noticia, John? A Judith y a mí nos echaron del cuarto. Estamos
literalmente en la calle.
—¿Qué?—gritó Rossiter. Juntaron las sopas y los cafés y fueron al fondo del bar—
. ¿Qué diablos ha pasado?
Helen explicó:
—¿Recuerdas el armarito de las escobas frente a nuestro cuarto? Judith y yo
estábamos utilizándolo como una especie de refugio, y nos metíamos allí a leer. Es
tranquilo y cómodo, si te acostumbras a no respirar. Bueno, la vieja nos descubrió y
armó un alboroto, diciendo que quebrantábamos la ley y cosas parecidas. —Helen hizo
una pausa.— Luego supimos que alquilará el armario como cuarto para uno.
Rossiter golpeó el borde del mostrador.
—¿Un armario de escobas? ¿Alguien va a vivir ahí? Pero a la vieja no le darán un
permiso.
Judith meneó la cabeza.
—Ya se lo dieron. Tiene un hermano que trabaja en el Departamento de Vivienda.
Ward rió inclinado sobre la sopa.
—¿Pero cómo podrá alquilarlo? Nadie querrá vivir en un armario de escobas.
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Judith lo miró sombríamente.
—¿Lo crees de veras, John?
Ward dejó caer la cuchara.
—No, supongo que tienes razón. La gente vivirá en cualquier sitio. Cielos, no sé
quién me da más lástima. Vosotras dos, o el pobre diablo que vivirá en ese armario.
¿Qué vais a hacer?
—Una pareja a dos manzanas de aquí nos subalquilan un cubículo. Han colgado
una sábana en el medio y Helen y yo dormimos por turno en un catre de campaña. No
es broma; nuestro cuarto tiene sesenta centímetros de ancho.
— Le dije a Helen que podríamos subdividirlo también en dos y subalquilarlo al
doble de lo que nos cuesta.
Todos rieron de buena gana, y Ward se despidió y volvió a su casa.
Allí se encontró con problemas parecidos.
El administrador se apoyó en la puerta endeble, moviendo en la boca una colilla
húmeda de cigarro, y mirando a Ward con una expresión de fatigado aburrimiento.
—Usted tiene cuatro metros setenta y dos —dijo cerrándole el paso a Ward que
estaba de pie en la escalera. Dos mujeres de bata discutían tironeando furiosamente
de la pared de baúles y valijas. De cuando en cuando el administrador las miraba
enojado—. Cuatro setenta y dos. Lo medi dos veces.
Lo dijo como si esto eliminara toda posibilidad de discusión.
—¿Techo o piso? —preguntó Ward.
—Techo, por supuesto. ¿Cómo podría medir el piso con todos estos trastos?
El administrador pateó la caja de libros que asomaba debajo de la cama.
Ward se hizo el distraído.
—La pared está bastante inclinada —dijo—. Tres o cuatro grados por lo menos.
El administrador asintió vagamente.
—Ha superado usted el límite de los cuatro. Es indiscutible. —Se volvió hacia Ward
que había descendido varios escalones para dar paso a una pareja.— Yo podría
alquilarlo como doble.
—¿Qué? ¿Un cuarto de cuatro y medio?—dijo Ward, incrédulo—. ¿Cómo?
El hombre que acababa de pasar junto a Ward miró por encima del hombro del
administrador y vio todos los detalles del cuarto en una ojeada de un segundo.
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__________¿Alquila aquí un doble, Louie?
El administrador lo apartó con un ademán, hizo entrar a Ward en el cuarto y cerró
la puerta.
—Equivale nominalmente a uno de cinco —le dijo a Ward—. Nuevas normas,
acaban de salir. Más de cuatro y medio es ahora un doble. —Miró astutamente a
Ward.— Bueno, ¿qué quiere? Un buen cuarto, hay espacio de sobra, casi podría ser un
triple. Tiene acceso a la escalera, ranura—ventana...—El administrador se interrumpió.
Ward se había dejado caer en la cama y se había echado a reír.—¿Qué pasa? Mire, si
quiere un cuarto grande como este tiene que pagarlo. Me da medio alquiler más o se
larga de aquí.
Ward se secó los ojos, luego se incorporó cansadamente y llevó las manos a los
estantes.
—Tranquilícese, ya me marcho. Me voy a vivir a un armario de escobas. "Acceso a
la escalera", verdaderamente un lujo. Dígame, Louie, ¿hay vida en Urano?
Por un tiempo, él y Rossiter decidieron alquilar juntos un cubículo doble en una
casa semiabandonada a cien metros de la biblioteca. El barrio era sucio y descolorido,
y las casas de vecindad estaban atestadas de inquilinos. La mayoría de esas casas
pertenecían a personas que estaban ausentes o a la corporación municipal, y
empleaban a administradores de la peor calaña, simples cobradores que no se
preocupaban en lo más mínimo por la forma en que los inquilinos dividían el espacio
vital, y nunca se arriesgaban más allá de los primeros pisos. Había botellas y latas
vacías esparcidas por los pasillos, y los retretes parecían sumideros. Muchos de los
inquilinos eran viejos achacosos, sentados con indiferencia en los estrechos cubículos,
espalda contra espalda a los lados de los delgados tabiques, consolándose
mutuamente.
El cubículo doble de Ward y Rossiter estaba en el tercer piso, al final de un pasillo
que rodeaba la casa. La arquitectura era imposible de seguir; por todas partes
asomaban habitaciones, y afortunadamente el pasillo terminaba en el cubículo doble.
Los montones de cajas llegaban a un metro de la pared y un tabique dividía el cubículo,
dejando el espacio justo para dos camas. Una ventana alta daba al pozo de aire entre
ese edificio y el siguiente.
Tendido en la cama, debajo del estante donde tenían las pertenencias de los dos,
Ward observaba pensativo el techo de la biblioteca entre la bruma del atardecer.
—No se está mal aquí—dijo Rossiter, vaciando la valija—. Sé que no hay una
verdadera intimidad y que nos enloqueceremos mutuamente dentro de una semana,
pero por lo menos no tenemos a seis personas respirándonos en las orejas a cincuenta
centímetros de distancia.
El cubículo más cercano, uno individual, había sido construido con cajas a lo largo
del corredor, a media docena de pasos, pero el ocupante, un hombre de setenta años,
estaba postrado en cama y era sordo.
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—No se está mal —remedó Ward de mala gana—. Ahora dime cuál es el último
índice de —crecimiento demográfico. Quizá me consuele.
Rossiter hizo una pausa, bajando la voz.
—El cuatro por ciento. Ochocientos millones de personas por año, poco menos que
la población total de la tierra en 1950.
Ward silbó lentamente.
—Entonces harán un reajuste. ¿Cuánto? ¿Tres y medio?
—Tres. Desde los primeros días del año próximo.
—¡Tres metros cuadrados! —Ward se incorporó y miró alrededor.— ¡Es increíble!
El mundo está enloqueciendo, Rossiter.—Dios mío, ¿cuándo pararán? ¿Te das cuenta
que dentro de poco no habrá sitio para sentarse, y mucho menos para acostarse?
Exacerbado, golpeó la pared junto a él; al segundo golpe desprendió un pequeño
tablero empapelado.
—¡Eh!—gritó Rossiter—. Estás destrozando el cuarto.
Se lanzó por encima de la cama para volver a poner en su sitio el tablero que
colgaba ahora de una tira de papel. Ward deslizó la mano en el hueco negro, y
cuidadosamente tiró del tablero hacia la cama.
—¿Quién vivirá del otro lado?—susurró Rossiter—. ¿Habrán oído?
Ward atisbó por el hueco, examinando la penumbra. De pronto soltó el tablero,
tomó a Rossiter por el hombro y tiró de él hacia la cama.
—¡Henry! ¡Mira!
Rossiter se sacó la mano de Ward de encima y acercó la cara a la abertura; enfocó
lentamente la mirada y luego ahogó una exclamación.
Directamente delante de ellos, apenas iluminado por un tragaluz sucio, se abría un
cuarto mediano, tal vez de una superficie de cuatro metros y medio, donde no había
otra cosa que el polvo acumulado contra el zócalo. El piso estaba desnudo, atravesado
por unas pocas rayas de linóleo gastado; un diseño floral monótono cubría las paredes.
El papel se había despegado en algunos sitios, pero fuera de eso el cuarto parecía
habitable.
Conteniendo la respiración, Ward cerró con un pie la puerta del cubículo, y luego se
volvió hacia Rossiter.
—Henry, ¿te das cuenta de lo que hemos descubierto? ¿Te das cuenta, hombre
—Cállate. Por el amor de Dios, baja la voz.—Rossiter examinó el cuarto
cuidadosamente.— Es fantástico. Estoy tratando de ver si alguien lo ha usado en los
últimos tiempos.
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—Desde luego que no—señaló Ward—. Es evidente. Ese cuarto no tiene puerta.
La puerta es donde nosotros estamos ahora. Seguramente la taparon con el tablero
hace años, y se olvidaron. Mira cuánta suciedad.
Rossiter contemplaba el cuarto, y aquella inmensidad le producía vértigos.
—Tienes razón —murmuró—. Bueno, ¿cuándo nos mudamos?
Arrancaron uno por uno los tableros de la parte inferior de la puerta, y los clavaron
en un marco, que podían sacar y poner rápidamente, disimulando la entrada.
Luego escogieron una tarde en que la casa estaba prácticamente vacía y el
administrador dormido en la oficina del subsuelo, e irrumpieron por primera vez en el
cuarto; entró Ward solo mientras Rossiter montaba guardia en el cubículo.
Durante una hora se turnaron, caminando silenciosamente por el cuarto
polvoriento, estirando los brazos para sentir aquel vacío ilimitado, descubriendo la
sensación de una libertad espacial absoluta. Aunque más reducido que la mayoría de
los cuartos subdivididos donde habían vivido antes éste parecía infinitamente mayor,
las paredes unos acantilados inmensos que subían hacia el tragaluz.
Finalmente, dos o tres días después, se mudaron al nuevo cuarto.
Durante la primera semana Rossiter durmió solo allí, y Ward en el cubículo, donde
pasaban el día entero juntos.
Poco a poco fueron introduciendo algunos muebles: dos sillones, una mesa, una
lámpara que conectaron al portalámparas del cubículo. Los muebles eran pesados y
victorianos, los más baratos que encontraron, y su tamaño acentuaba el vacío de la
habitación. El orgullo principal era un enorme armario de caoba, con ángeles tallados y
espejos encastillados, que tuvieron que desarmar y llevar a pedazos en las valijas. Se
elevaba ahora junto a ellos, y a Ward le recordaba unos microfilrns de catedrales
góticas, —unos órganos inmensos que cubrian paredes de naves.
Luego de tres semanas dormían los dos en el cuarto, el cubículo les parecía
insoportablemente estrecho. Una imitación de biombo japonés dividía adecuadamente
el cuarto, sin quitarle espacio. Sentado allí a las tardes, rodeado de libros y álbumes,
Ward iba olvidando poco a poco la ciudad de allá afuera. Afortunadamente llegaba a la
biblioteca por un callejón escondido y evitaba así las calles atestadas. Rossiter y él
mismo le comenzaron a parecer las dos únicas personas reales, todos los demás un
inane producto lateral, réplicas casuales que ambulaban ahora por el mundo.
Fue Rossiter quien sugirió pedirles a las dos muchachas que compartiesen el
cuarto.
—Las han vuelto a echar, y quizá tengan que separarse —le diJo a Ward,
evidentemente preocupado de que Judith cayese en mala companía—. Siempre hay
congelación de alquileres después de una revaluación, pero todos los propietarios lo
saben y entonces no alquilan hasta que les conviene. Se está volviendo muy difícil
encontrar sitio.
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Ward asintió, y fue al otro lado de la mesa circular de madera roja. Se puso a jugar
con una borla de la pantalla verde arsénico de la lámpara, y por un momento se sintió
como un hombre de letras victoriano que llevaba una vida cómoda y espaciosa en una
sala atestada de muebles.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo, señalando los rincones vacíos—. Hay sitio
de sobra aquí. Pero tendremos que asegurarnos de que no se les escapará una
palabra.
Luego de tomar las debidas precauciones, hicieron participar del secreto a las dos
muchachas, que contemplaron embelesadas aquel universo privado. —Pondremos un
tabique en el medio —explicó Rossiter—, y lo sacaremos todas las mañanas. Podrán
mudarse aquí en un par de días. ¿Qué les parece?
—¡Maravilloso!
Las jóvenes miraron el armario con ojos muy abiertos, y bizquearon ante las
infnitas irnágenes reflejadas en los espejos.
No tuvieron dificultades para entrar y salir. El movimiento de inquilinos era continuo
y las facturas las ponían en el buzón. A nadie le importó quiénes eran las muchachas y
nadie prestó atención a aquellas visitas regulares al cubículo.
Sin embargo, media hora después de la llegada, ninguna de las muchachas había
vaciado las valijas.
—¿Qué pasa, Judith?—preguntó Ward, caminando de lado entre las camas de las
jóvenes hasta el estrecho hueco entre la mesa y el armario.
Judith vaciló, mirando a Ward y luego a Rossiter, que estaba sentado en su cama,
terminando de preparar el tabique de madera.
—John, lo que pasa es que...
Helen Waring, más directa, tomó la palabra, mientras alisaba el cubrecama con los
dedos.
—Lo que Judith está tratando de decir es que nuestra posición aquí es un poco
embarazosa. El tabique es...
Rossiter se puso de pie.
—Por amor de Dios, Helen, no te preocupes —la tranquilizó, hablando en aquella
especie de susurro fuerte que todos habían cultivado sin darse cuenta—. Nada de
cosas raras, podéis confiar en nosotros. El tabique es sólido como una roca.
Las dos muchachas asintieron.
—Sí —explicó Helen—, pero no está puesto todo el tiempo. Pensamos que si
hubiera aquí una persona mayor, por ejemplo la tía de Judith, que no ocuparía mucho
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espacio y no causaría ninguna molestia porque es muy agradable, no tendríamos que
preocuparnos del tabique... más que a la noche—agregó rápidamente.
Ward lanzó una mirada a Rossiter, que se encogió de hombros y se puso a
estudiar el suelo.
—Bueno, es una solución —dijo Rossiter—. John y yo sabemos cómo se sienten.
¿Por qué no?
—Sí, claro —coincidió Ward. Señaló el espacio entre las camas de las muchachas
y la mesa—. Uno más no se notará.
Las muchachas estallaron en gritos de alegría. Judith se acercó a Rossiter y lo
besó en la mejilla.
—Perdóname que sea tan pesada, Henry.—Judith sonrió.— Qué tabique más
maravilloso has hecho. ¿No podrías hacer otro para mi tía, uno pequeño? Es muy
dulce pero se está volviendo vieja.
—Naturalmente—dijo Rossiter—. Te entiendo. Me queda madera de sobra.
Ward miró el reloj.—Son las siete y media, Judith. Deberías ponerte en contacto
con tu tía. No sé si tendrá tiempo de llegar esta noche.
Judith se abotonó el abrigo.
—Oh, sí —le aseguró a Ward—. Volveré en un instante.
La tía llegó a los cinco minutos, con tres pesadas valijas.
—Es asombroso —observó Ward a Rossiter tres meses después—. El tamaño de
este cuarto todavía me produce vértigos. Es casi más grande cada día que pasa.
Rossiter asintió rápidamente, evitando mirar a una de las muchachas que se
estaba cambiando detrás del tabique central. Ahora nunca sacaban ese tabique,
porque desarmarlo todos los días se había vuelto pesado. Además, el tabique
secundario de la tía estaba pegado a ese, y a ella no le gustaba que la molestasen.
Asegurarse de que entrara y saliera correctamente por la puerta camuflada ya era
bastante difícil.
A pesar de eso parecía improbable que los descubriesen. Evidentemente el cuarto
había sido un agregado construido sobre el pozo central del edificio, y las valijas
apiladas en el pasillo circundante amortiguaban todos los ruidos. Directamente debajo
había un pequeño dormitorio ocupado por varias mujeres mayores, y la tía de Judith,
que las visitaba regularmente, juraba que no oía ningún sonido a través del grueso
cielo raso. Arriba, la luz que salía por el tragaluz no se podía distinguir de los otros
cientos de lámparas encendidas en las ventanas de la casa.
Rossiter terminó de preparar el nuevo tabique y lo levantó entre su cama y la de
Ward, ajustándolo en las ranuras de la pared. Habían coincidido en que eso les daría
un poco más de intimidad.
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—Seguramente tendré que hacerles uno a Judith y Helen —le confió a Ward.
Ward se acomodó la almohada. Habían devuelto los dos sillones a la mueblería
porque ocupaban demasiado espacio. La cama, en cualquier caso, era más cómoda.
Nunca se había acostumbrado del todo a la tapicería blanda.
—No es mala idea. ¿Y qué te parece si instaláramos unos estantes en las
paredes? No hay sitio donde poner algo.
La instalación de los estantes ordenó considerablemente el cuarto, despejando
grandes zonas del piso. Separadas por los tabiques, las cinco camas estaban
dispuestas en fila a lo largo de la pared del fondo, mirando al armario de caoba. Entre
las camas y el armario había un espacio libre de poco más de un metro, y dos metros a
cada lado del armario.
La visión de tanto espacio fascinaba a Ward. Cuando Rossiter comentó que la
madre de Helen estaba enferma y que necesitaba urgente cuidado personal, él supo en
seguida dónde podrían ponerla: al pie de su propia cama, entre el armario y la pared
lateral.
Helen rebosaba de alegría.
—Eres tan bueno, John —le dijo—; pero, ¿te importaría que mamá durmiese a mi
lado? Hay espacio suficiente para meter otra cama.
Rossiter desarmó los tabiques y los puso más juntos. Ahora había seis camas a lo
largo de la pared. Eso daba a cada cama un intervalo de unos setenta y cinco
centímetros, lo justo para sacar los pies por el costado. Tendido boca arriba en la
última cama de la derecha, los estantes a medio metro por encima de la cabeza, Ward
casi no podía ver el armario, pero nada interrumpía el espacio que tenía delante, unos
dos metros hasta la pared.
Entonces llegó el padre de Helen.
Ward golpeó en la yuerta del cubiculo y le sonrió a la tía de Judith mientras ella lo
hacía pasar. La ayudó a poner en su sitio la cama que guardaba la entrada, y luego
llamó en el panel de madera. Un momento después el padre de Helen, un hombre
pequeño y canoso, de camiseta y tirantes sujetos con un cordel a los pantalones,
apartó la madera.
Ward lo saludó con una inclinación de cabeza y caminó por encima de las pilas de
valijas que había en el suelo, al pie de las camas. Helen estaba en el cubículo materno,
ayudando a la anciana a tomar el caldo de la tarde. Rossiter, arrodillado junto al
armario, transpiraba copiosamente tratando de sacar con una palanca de hierro el
marco del espejo central. Sobre la cama y en el suelo había pedazos del armario.
—Tendremos que empezar a sacar todo esto mañana —le dijo Rossiter. Ward
esperó a que el padre de Helen pasara y entrara en su cubículo. Se había fabricado
una pequeña puerta de cartón, y la cerraba por dentro con un tosco gancho de
alambre.
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Rossiter lo miró y arrugó el ceño, furioso.
—Alguna gente es feliz. Este armario da un trabajo enorme. ¿Cómo se nos habrá
ocurrido comprarlo?
Ward se sentó en la cama. El tabique le apretaba las rodillas y casi no podía
moverse. Miró hacia arriba mientras Rossiter estaba ocupado y descubrió que la línea
divisoria que él había marcado a lápiz estaba tapada por el tabique. Apoyándose en la
pared, trató de empujarlo y volverlo a su lugar, pero aparentemente Rossiter había
clavado el borde inferior contra el suelo.
Hubo un golpe seco en la puerta del cubículo que daba al pasillo: Judith que volvía
de la oficina. Ward comenzó a levantarse y se sentó de nuevo.
—Señor Waring—dijo suavemente. Era la noche que le tocaba hacer guardia al
anciano.
Waring se acercó a la puerta del cubículo arrastrando los pies y la abrió haciendo
bastante ruido, cloqueando entre dientes.
—Arriba y abajo, arriba y abajo —murmuró. Tropezó con la bolsa de herramientas
de Rossiter y lanzó un juramento en voz alta; luego agregó por encima del hombro, de
mal humor—: Si me preguntan les diré que hay aquí demasiadas personas. Abajo hay
sólo seis, no siete como aquí, y en un cuarto del mismo tamaño.
Ward asintió vagamente y se volvió a estirar sobre la cama estrecha, tratando de
no golpearse la cabeza contra los estantes. Waring no era el primero en sugerirle que
se fuera. La tía de Judith le había hecho una insinuación similar dos días antes. Desde
que había dejado el empleo de la biblioteca (el alquiler que cobraba a los demás le
alcanzaba para comprarse los pocos alimentos que necesitaba) Ward se pasaba la
mayor parte del tiempo en el cuarto, viendo al viejo más de lo que deseaba, pero había
aprendido a tolerarlo.
Tratando de calmarse, descubrió que alguien había desmontado la espira derecha
del armario, todo lo que él había podido ver en los dos últimos meses.
Habia sido una hermosa pieza, que simbolizaba de algún modo todo ese mundo
privado, y el vendedor le había dicho en la tienda que quedaban pocos muebles como
ese. Por un instante Ward sintió un repentino espasmo de dolor, como cuando era niño
y el padre le quitaba algo en un arrebato de exasperación y él sabía que nunca volvería
a tenerlo.
En seguida se tranquilizó. Era un hermoso armario, sin duda, pero cuando no
estuviese allí el cuarto parecería todavía más grande.
FIN
...