domingo, 19 de enero de 2014

Otro cuento




El doble
Todas las mañanas, al afeitarme, me examino en el espejo para encontrarme un poco más viejo que el día anterior; no sé bien, una hebra, un diminuto tejido desesperado que cruje, un pelo ayer oscuro y hoy canoso. Es una operación melancólica que llevo a cabo como un rito que celebrara mi destrucción. A veces, contemplándome atentamente, llego a adivinar bajo la piel, contraída y tirante por la jabonadura, cierta forma de calavera inmóvil y anónima como permanecerá desde un día para siempre. La historia es cotidiana, semejante y repetida. Acerco el rostro al cristal aún grisáceo y saliendo de entre las nieblas matinales; paso los dedos por las mejillas arrugadas donde germinan los cañones de la barba; guiño los ojos soñolientos, entreabro los labios y contemplo mis dientes y encías. La nariz, vista de cerca, parece demasiado grande; no parece, lo es. Unas ojeras curvas como dos arcos de arada, redondean y agrandan las órbitas. El pelo, escaso y alborotado; las orejas con pelusa en sus alvéolos. Un poco más viejo, una partícula de mi tiempo deslizándose hacia atrás con el arte ladino y furtivo del hipócrita que trata de engañar.
Esta mañana el nuevo huésped ha entrado en el cuarto de baño casi al mismo tiempo que yo. -Perdón -he murmurado apenas, y empujándole sin cortesía, he podido llegar antes que él al lavabo, de modo que al reflejarse en el espejo dos rostros, el suyo y el mío, la luz parda y soñolienta y dos pijamas de análogo rayado, dieron lugar a comprensibles analogías. Su rostro me pareció el mío, un poco más viejo quizás; sí, quizás más viejo indudablemente, con la diferencia de que yo siempre estoy serio y él se sonrió.
Llegó anoche bastante tarde. El criado arrastró una pesada maleta por el suelo de la habitación que está junto a la mía; más bien se trata de una sola habitación partida en dos por un endeble tabique de madera; un cuarto doble para familias que la patrona aprovecha de este modo. Por debajo de la puerta se filtró un rayo de luz. Escuché un murmullo apagado, el mover de una silla y las buenas noches del fámulo. Ya estaba acostado desde hacía rato, pero aquello me desveló. Escuché el ajetreo de la llegada y una fatigosa respiración. -Tiene pólipos nasales como yo -deduje. Anduvo algo por la habitación, sin duda colocando sus ropas en el armario, prendió un cigarrillo como deduje del frotar del fósforo, se quitó los zapatos, se tendió a fumar en la cama (sonaron los muelles), volvió a respirar afanosamente, oí más tarde el inconfundible crujido del papel: estaba leyendo un periódico. Después, un largo silencio. ¿Se habría dormido ya? Me removí en la cama fatigado por la postura a que me obligaba el inmóvil acecho. Después debí quedarme dormido, pero unas punzadas en la vejiga me despertaron y me levanté a orinar. El cuarto de baño estaba ocupado. ¿Cómo se habría levantado sin oírle? Estos accidentes que perturban el insensible deslizamiento de la vida diaria, hacen incómoda la convivencia. Golpeé la puerta con los nudillos para advertir mi presencia y mi urgencia. Desde dentro me respondió el otro de idéntico modo, con idéntico número de golpes, y aquel telégrafo, por lo que parecía tener de valor convenido, me ofendió, así que regresé a mi habitación, sintiéndome a disgusto por la insolencia que suponía: introducirse en mi vida sin yo desearlo, vivir junto a mí, obrar como si estuviera en su casa, leer el periódico, ocupar el baño con tal impertinencia.
Tuve una noche de sueños violentos y entrecortados de los que no recuerdo la secuencia ni los temas, aunque sí estuvo presente en ellos el huésped, sin rostro, como sucede siempre en el ámbito onírico. De pronto me desperté, quizás amaneciendo, y me dije: -Tengo que verlo ahora mismo.
Llegué a oscuras a la puerta que separa ambas habitaciones y levanté el picaporte. No me fue posible contener la curiosidad, aun comprendiendo que iba a llevar a cabo un acto impropio, pero la habitación me atraía como un pecado. Es muy semejante a la mía, diríamos igual, amueblada como todos los cuartos de casas de huéspedes en todo el mundo; una mesa pequeña, un armario, unas sillas y la cama del fondo. Allí estaba él y su cuerpo se hundía en la oscuridad, mejor dicho, se hundía todo en la oscuridad más completa, porque ambas habitaciones no tienen otra luz que la proveniente de un tragaluz al corredor, cerrado de noche. Anduve a tientas y reconocí familiarmente el lugar, sus obstáculos y sus accesos. Quise examinarle de cerca, ver su cara un momento, sorprender su sueño, no sé bien por qué urgente razón que en el insomnio de la madrugada, fluido y turbio, se me mostraba confusa. Así me fui acercando con cuidado. Es probable que tampoco tratara de verle, sino de sentir su presencia, ya que mis ojos no acertaban a distinguir los perfiles de las cosas. Sin embargo, llegué hasta la cabecera de su cama y me incliné con cuidado en busca de su respiración y olor. Mi mano, apoyada en la mesita de noche, tropezó con la caja de fósforos. La abrí y encendí uno.
La cama estaba vacía y el descubrimiento me asustó. Comprendí la inexplicable insensatez de permanecer en una habitación que no era la mía, mientras el otro, acaso, me observaba desde la oscuridad, silencioso y burlón, amparado en el hueco de la puerta y dispuesto a golpearme sencillamente y sin más, con el puño cerrado, en la nuca, como a un ladrón, mientras la mortecina llama del fósforo me quemaba los dedos. Así que soplé la llamita hundiéndome de nuevo en la sombra y escuché en ese momento su peculiar respiración producida por los pólipos nasales. El  breve momento de claridad producida por el fósforo había espesado más la tiniebla y a tientas traté de volver a mi habitación, tropecé con una silla, tanteé la pared, anduve entre los muebles guiado por el pánico y después de considerables esfuerzos, medio paralizado por el miedo, conseguí dar con la puerta que comunica con mi habitación y acercarme, también a tientas, a mi cama.
Allí estaba. Oí su respiración y obtuve, de este modo, la constatación de su presencia en las tinieblas. Estaba en mi cuarto, acostado en mi cama, durmiendo tranquilamente. ¿Durmiendo? Yo diría que por un instante, en la densa oscuridad, noté el brillo alegre de una pupila que me contemplaba; una sola, con maligno mirar de tuerto. Y, además, la respiración me pareció demasiado ruidosa para no ser fingida. ¿Qué hacer? Si le golpeaba aprovechando la ventaja que suponía estar de pie, junto a él, corría el riesgo de que gritara, alarmando a los demás huéspedes. Y, ¿cómo justificar el absurdo? ¿No debería ser yo, sin duda, quien gritase? También pudiera suceder que en vez de gritar me golpeara. Hasta quién sabe: podría acusarme de ladrón. ¿Cuándo se agotan las probabilidades y soluciones de los sucesos que acaecen en el mundo de lo oscuro? Me sentí asustado y cansado, con una fatiga que me pareció de años. Calculé que también podía salir al pasillo, llamar a otros huéspedes, abrumar de vergüenza al intruso y con ello conseguir, quizás, su expulsión inmediata. Pero la satisfacción que me produjo esta idea se desvaneció al darme cuenta de que resultaría difícil y hasta equívoco explicar las razones de su estancia en mi habitación y en mi cama, salvo que explicase la previa y culpable exploración por la suya, lo que sin duda aquel malvado sujeto estaba deseando. ¡Qué astuto era! En vez de caer a golpes sobre mí, al descubrirme en su cuarto, prefirió trasladarse sigilosamente al mío y esperar agazapado el inevitable regreso del curioso, a fin de darme entonces una lección. Quizás trataba de que me fuera del hospedaje para disfrutar él solo de ambas habitaciones. Sí, ¡esto era! El descubrimiento me descompuso. También podía molerme a golpes, sin compasión. Estaba, ahora, bien seguro de su innata maldad. Y obraría así de un momento a otro. ¡Iba a hacerlo ya! Me cubrí la cabeza con el brazo y retrocedí en la oscuridad.
Entonces cesó la respiración y me pareció que se removía en la cama para levantarse. Como pude, pensando a la vez en escapar y rehuir los golpes que sobrevendrían, traté de buscar a tientas la puerta. Así, durante un tiempo incalculable, volví sobre mis pasos desandando el oscuro círculo de ambas habitaciones, quizás entrando y saliendo en ellas diversas veces sin apercibirlo, hasta que encontré un lecho vacío, el mío o el suyo, de uno u otro lado, puesto que él podía estar acostado, de pie, dando vueltas por las dos habitaciones detrás de mí. Al escurrirme entre las sábanas y cubrir mi cabeza, conseguí un poco de tranquilidad, pero la reflexión que sobrevino a esta calma fue mas angustiosa que el miedo. Él, sabiéndome en seguridad, había decidido permanecer en el otro lecho y hasta dormir, acaso, dada su respiración pesada, pero estaba burlándose y disimulando tras los falsos ronquidos, el plan artero con que me sorprendería cuando amaneciese del todo, entrando de pronto y preguntándome: -¿Qué hace en mi cama? (porque no tenía dudas ahora: era su cama aquélla) para cogerme en vilo por el cuello y arrastrarme, sin más, hasta el comedor a la vista de todos. Un individuo así, capaz de fingir de tal modo; que tan tranquilamente se encontraba en medio de la oscuridad; apto para continuar semejante burla en frío, debía confiar demasiado en su fuerza física, tanto como en su inteligencia y equilibrio interior. La certeza de tanto aplomo me obligó de nuevo a saltar de la cama y correr a oscuras la aventura de encontrar la puerta para cerrarla con llave, consiguiendo con ello un mínimo de seguridad.
Pero la puerta estaba ya cerrada. ¡Artero -pensé- hasta esa ventaja quieres quitarme! Se había levantado antes que yo, pensando acaso de igual modo, había cerrado silenciosamente la puerta y estaría ahora, tras ella, oyéndome temblar del susto y riéndose de mis precauciones. De modo que me volví a la cama tiritando de frío para cubrir mi cabeza con las sábanas y no pensar más, aturdido por los acontecimientos; esperando que la mañana, y su dulce luz familiar me sacasen del extraño mundo del miedo. Así fue. Cuando amaneció del todo, destapé la cabeza sudorosa: nada sucedía alrededor. Una habitación tranquila como siempre: una mesa, un armario, una silla con mis pantalones caídos sobre el respaldo.
Todavía no sé. Quizás aceptó para siempre el cambio de habitación, lo que acaso justifique la sonrisa de suficiencia y picardía con que me ha recibido esta mañana. He pensado también en otra posibilidad: que todo sucedió exactamente, pero a la inversa, comenzando por la inspección de mi propia cama vacía. La oscuridad genera tales confusiones y muchas otras. Como sea, he tenido un gesto de valor al empujarle, entrando hoy juntos en el baño, y demostrando con ello al apoderarme antes que él del lavabo que estoy dispuesto a mantenerme en el lugar que por tradición y costumbre se me concede en esta casa. Mientras me afeitaba he oído a la patrona ordenar a uno de los sirvientes: -¿Prepara ese cuarto vacío!, refiriéndose a la habitación contigua a la mía. ¿Vacío? He sonreído. Sonrío aún con suficiencia. Ella no sabe. ¿No sabe? Me miro en el espejo y me encuentro más viejo que el día anterior; no sé bien, una hebra, un diminuto tejido desesperado que cruje, un pelo ayer invisible y hoy canoso.
Sí, más viejo, indudablemente.

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