jueves, 16 de enero de 2014

Cuento alemán

Strange Wanderings By Andy Kehoe

La ciudad de los extranjeros en el Mediodía
Esta ciudad es una de las empresas más ingeniosas y lucrativas del genio moderno. Su surgimiento e instalación se basan en una síntesis genial que sólo pudo ser ideada por conocedores muy profundos de la psicología de los habitantes de las grandes ciudades, si no se la quiere definir tan luego como una irradiación directa del alma metropolitana, como su sueño hecho realidad, pues esta fundación materializa con perfección ideal las aspiraciones vacacionales y de contacto con la naturaleza de toda alma metropolitana mediocre. Como es sabido, el habitante de las grandes urbes no sueña sino con la naturaleza, el idilio, la paz y la belleza, pero como es sabido, todas estas cosas bellas que tanto ansia y de las que la Tierra estaba colmada hasta hace poco tiempo le resultan del todo indigestas, no las puede tolerar. Sin embargo, como a pesar de todo las quiere tener porque se le metió en la cabeza la naturaleza, le han construido aquí una naturaleza desnaturalizada, así como existe el café descafeinado y los cigarros sin nicotina, una naturaleza anodina e higiénica. Para ello, hubo que observar el principio máximo del moderno arte industrial, a saber, el requisito de absoluta "autenticidad". Con derecho, la industria moderna destaca este requisito que en otros tiempos no se conocía porque en aquel entonces toda oveja era en verdad una oveja auténtica que daba lana auténtica y toda vaca era en verdad auténtica y daba leche auténtica. Todavía no se habían inventado las ovejas y las vacas artificiales. Pero una vez que las inventaron y estuvieron a punto de desplazar a las auténticas, no tardó en inventarse el ideal de la autenticidad. Ya pasó la época en que ingenuos príncipes mandaban construir en algún vallecito alemán ruinas artificiales, la imitación de una ermita, una pequeña réplica de Suiza o de Posilipo. Lejos está de los empresarios actuales la absurda idea de engañar al conocedor metropolitano con una Italia en las proximidades de Londres, una Suiza cerca de Chemnitz, una Sicilia junto al lago de Constanza. El sucedáneo de la naturaleza que exige el citadino actual debe ser necesariamente genuino, genuino como la plata que luce en su mesa, genuino como las perlas que adornan a su mujer y genuino como el amor que alimenta en su pecho por el pueblo y por la República.
No fue fácil materializar todo esto. El acomodado habitante de las grandes urbes exige para la primavera y el otoño un Mediodía que responda a sus expectativas y necesidades, un auténtico Mediodía con palmeras y limoneros, lagos azules y pintorescas villas y, por cierto, todo eso es fácil de conseguir, pero además exige vida social, exige higiene y limpieza, exige atmósfera urbana, exige música, tecnología y elegancia, espera una naturaleza rendida incondicionalmente al hombre y transformada por él, una naturaleza que le garantice encantos e ilusiones, pero que sea gobernable y no le exija nada a él, una naturaleza en la que pueda instalarse cómodamente con todas sus costumbres, usos y pretensiones de habitante de una gran ciudad. Ahora bien, como la naturaleza es lo más inexorable que conocemos, satisfacer esas exigencias parecería casi imposible, pero es sabido que para la iniciativa humana no hay nada imposible y el sueño se cumplió.
Naturalmente, la ciudad de los extranjeros en el Mediodía no podía fabricarse en un solo ejemplar. Se erigieron treinta o cuarenta de estas ciudades ideales. Las vemos alzarse en cualquier lugar apropiado y cuando intento describir una de ellas, por supuesto no es ésta o aquélla, no tiene nombre propio, al igual que un automóvil Ford. Es un ejemplar, una de muchas.
Entre largos malecones de suaves curvas está encerrado un mar de aguas azules, rizadas por pequeñas olas cortas y en su orilla se celebra el goce de la naturaleza. En la costa flotan incontables botes de remo con toldos rayados de vivos colores y banderitas polícromas, bonitas y elegantes embarcaciones con graciosos almohadones y más limpias que una mesa de operaciones. Sus dueños se pasean por el muelle y ofrecen incesantemente a los transeúntes sus botecitos en alquiler. Esos hombres van vestidos a la usanza de los marineros, con el torso y los curtidos brazos desnudos, hablan genuino italiano, pero están en condiciones de proporcionar información en cualquier otra lengua. Tienen los brillantes ojos de los meridionales, fuman largos y finos cigarros y se ven pintorescos.
A lo largo de la costa flotan los botes; a lo largo de la orilla del mar se extiende la costanera, una calle doble: la calzada más cercana al mar, sombreada por árboles podados con prolijidad, está reservada a los peatones, mientras que la calzada interior, cegadora y caliente, destinada al tránsito vehicular, está colmada de transportes pertenecientes a los hoteles, automóviles, tranvías y camiones. A la vera de esa calle se levanta la ciudad de los extranjeros, que tiene menor dimensión que las demás ciudades. Se extiende sólo en longitud y altura, no en profundidad. Consiste en un denso y orgulloso cinturón de hoteles, pero detrás de ese cinturón, una atracción imposible de pasar por alto, se encuentra el verdadero Mediodía. Allí se levanta realmente una antigua villa italiana, en cuyo estrecho y maloliente mercado se venden hortalizas, aves y pescados, donde niños descalzos juegan al fútbol con latas de conserva y mujeres con el cabello suelto y voces estridentes gritan los armoniosos nombres clásicos de sus hijos. Allí huele a salame, a vino, a retretes, a tabaco y artesanías. Allí, hombres joviales en mangas de camisa se muestran a las puertas de sus tiendas y los zapateros remendones trabajan en la calle batiendo el cuero a cielo abierto. Todo es auténtico, muy colorido y original. Con esta escena podría iniciarse el primer acto de una ópera. Allí se ve a los forasteros hacer descubrimientos con gran curiosidad y a menudo se escuchan los razonables comentarios de los instruidos sobre el extraño pueblo. Los vendedores de helados recorren las angostas callejas con sus carritos traqueteantes voceando sus golosinas. En algún patio o alguna plazoleta empieza a sonar un organito. Todos los días, el extranjero pasa una o dos horas en esta pequeña ciudad sucia e interesante, compra artesanías de paja y tarjetas postales, intenta hablar italiano y recoge impresiones del Mediodía. Allí se fotografía mucho también.
Un poco más lejos, detrás de la antigua villa, se extiende la campiña. Allí hay aldeas y prados, viñas y bosques. La naturaleza se conserva como siempre fue, agreste y sin pulimento, pero los extranjeros ven poco de ella, porque si de tanto en tanto recorren esa naturaleza en sus automóviles, ven al borde de las rutas las aldeas y los prados tan polvorientos y hostiles como en cualquier otra parte.
Por consiguiente, el extranjero retorna pronto de esas excursiones a la ciudad ideal, donde lo esperan los grandes hoteles de muchos pisos, administrados por directores inteligentes y dotados de personal servicial y bien educado. Primorosos vapores surcan el mar y coches elegantes, las calles. En todas partes el pie pisa asfalto y cemento, en todas partes se ha acabado de barrer y rociar con agua. En todas partes se ofrecen artículos de fantasía y refrescos. En el hotel Bristol se aloja el ex presidente de Francia y en el Parkhotel el canciller del Reich. Uno frecuenta elegantes cafés y se encuentra allí con conocidos de Berlín, Francfort y Munich, uno lee los periódicos de su país y de la Italia de las operetas, de la ciudad antigua vuelve a entrar en la buena y sólida atmósfera del lugar natal, la metrópoli, estrecha manos recién lavadas, intercambia invitaciones para disfrutar de un refrigerio y de paso se comunica por teléfono con la firma en la cual trabaja. Uno se mueve graciosamente y de manera amena entre personas agradables, bien vestidas y divertidas. En las terrazas de los hoteles, detrás de balaustradas y árboles de laurel rosa, se sientan escritores famosos para contemplar meditabundos el espejo del mar, a veces reciben a representantes de la prensa, y pronto se entera uno en qué obra está trabajando a la sazón tal o cual maestro. En un pequeño y fino restaurante uno descubre a la actriz predilecta de su gran ciudad, ataviada con un traje que la muestra como una visión. Le da de comer postre a un perrito pequinés. También la fascina la naturaleza, a menudo la mueve a recogimiento cuando al atardecer abre la ventana de la habitación 178 del hotel Palace y observa la interminable hilera de luces centelleantes que se extiende a lo largo de la costa y se pierde soñadora más allá de la bahía.
Uno se pasea tranquilo y contento por la costanera. También están allí los Müller de Darmstadt y uno se entera de que al día siguiente un tenor italiano se presentará en el casino, el único al que vale la pena escuchar después de Caruso. Al atardecer, ve regresar los vaporcitos, pasa revista a los que desembarcan, vuelve a encontrar conocidos, se detiene un rato frente a un escaparate lleno de muebles viejos y bordados y cuando refresca vuelve al hotel, se refugia detrás de las paredes de hormigón y vidrio, donde el comedor resplandece de porcelana, cristal y plata, y donde más tarde habrá un pequeño baile. La música ya está presente de todos modos. Apenas concluido el acicalamiento para ir a cenar, uno es recibido por dulces y mecedoras melodías.
Frente al hotel, el crepúsculo va apagando poco a poco la magnificencia de las flores.
En los arriates encerrados entre parapetos de hormigón crecen tupidos y llenos de color los arbustos florales más pródigos: camelias y rododendros, y alguna que otra palmera auténtica y las frondosas hortensias, llenas de bolas de tenue tinte liláceo. Al día siguiente, se organizará un gran crucero hasta -aggio, noticia recibida con beneplácito. Y, si por inadvertencia, al día siguiente no se llega a -aggio, sino a otro lugar, a -iggio o -ino, no habrá que lamentarse porque allí uno encontrará la misma ciudad ideal, el mismo mar, el mismo muelle, la misma ciudad antigua ideal, pintoresca y graciosa, los mismos buenos hoteles con sus altas paredes de vidrio, detrás de las cuales las palmeras nos mirarán mientras cenamos y habrá la buena música suave y todo eso que forma parte de la vida del citadino que quiere pasarla bien.

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