sábado, 30 de noviembre de 2013

Cuento de Jorge Dávila Vázquez

EL COQUETEO SILENCIOSO
 
Jorge Dávila Vázquez
A Diego Araujo Sánchez
 
Jorge Dávila Vázquez nació en Cuenca en 1947. Es autor de las novelas María Joaquina en la vida y en la muerte (1976), La vida secreta (1999), Piripipao (2000), De rumores y sombras (1991). Los libros de cuentos Los tiempos del olvido (1977); Este mundo es el camino (1980); Cuentos breves y fantásticos y Acerca de los ángeles (1995); Historias para volar, Entrañables y Arte de la brevedad (2001); Minimalía (2005). Poesía: Memoria de la poesía (1999) Río de memoria (2004). Ensayo: César Dávila Andrade, combate poético y suicidio (1998).

Todo comenzó con la llegada de la prima Lety.
Esa prima, de la que todos en la familia habían hecho una fuente de silencio.
Por ejemplo, si alguien decía, las hijas del primo Alberto son la Lucía, la Rosita y la otra, ya se sabía quién era «la otra», porque hasta su nombre se disolvía en aguas de disimulo, tersamente.
Al principio, ni Rafaela ni Elida alcanzaban a entender el porqué de ese callarse repentino, de esa omisión insegura, de esas toses de hipocresía que rodeaban como pantalla a una pariente casi invisible; ni entendían las razones de un olvido, que incluso recortó fotografías, dejando horribles, inexplicables huecos, volvió imprecisas las fechas y sembró de contradicciones la conversación sobre el tema.
Lety se volvió visible la vez que la abuela, medio chocheante a ratos, les dijo algo como que la pobre chica, Dios sabe por qué, de pronto, tal vez el arte, a lo mejor quienes se dedicaban a maromas y oficios de saltimbanqui, pues, éste, no, o al menos creo que pueden ser honestas, pero que, en fin de cuentas, cosas eran que se daban hasta en las mejores familias.
¡Así que la prima Lety no era muy honesta! Fue una revelación que llegó a sus vidas en una época inquieta, llena de suspicacias y sobresaltos, que les hacían adivinar misterios a cada instante y en todo aquello que antes fuera inocente, sin importancia, de cada día; que les hacían correr a la ventana, apenas se escuchaba el ruido de un auto deteniéndose o pasando por la calle, apenas se adivinaba el paso de alguien esperado, que no llegaba más que en la imaginación, apenas había sonado el timbre de la puerta, como si la mujer que traía diariamente la leche o el hombre que entregaba verduras anunciasen una presencia irreal y mágica. Época de suspiros inmotivados, de miradas lánguidas y de fotos de actores de cine, recortadas prolijamente y guardadas con celo entre las páginas de los cuadernos de historia o en el Álgebra de Baldor.
Y poco tiempo después de la revelación, súbitamente, zas, como un rayo en un trigal, el telegrama «mañana ésa, Lety». Ella, la prima en persona, y no sola, no.
Lo presentó como «un amigo». Él se alojó en el Hotel Margarita. Era rubio, alto, con un rostro de niño y unos labios que recordaban escondidas fotos, un bigote de evocar suspiros inmotivados y un porte que hacía pensar en inquietas carreritas al balcón.
Elida y Rafaela decidieron bien pronto que la prima Lety, pese a ser encantadora, usar cosméticos caros y perfumes finos, pese a unos ojos entrenados, tanto para entornarse cual abanicos de poemas rubendarianos, cuanto para abrirse desmesurados o quedar fijos como los de un ternero manso; pese a sus vestidos de telas suntuosas, a sus ademanes de actriz en escena y a su modo de hablar, que recordaba a las amantes de radionovela, que ellas conocían tan bien; pese a todo, era una vieja.
Una vieja, sí señor, ahhh, y él, tan guapo, Dios mío, tan cara de criatura que dan ganas de cuidarle, de hacerle cariños, tan simpático, tan...
—Culto es tu amiguito —decía la abuela, con un tono entre socarrón y satisfecho—. Suavito, tiene buenos modales.
Las primeras visitas del lindo don Diego —como le llamaron ellas, aprovechando sus pocos conocimientos de literatura en sus juegos de casiamor— fueron de lo más corteses y distantes. Pero, poco a poco, la atmósfera se fue llenando de pájaros encendidos, moscardones y libélulas que sobrenadaban estanques tibios y silentes, olorosos a malva y azahar.
Por supuesto, en la casa, sólo cuatro personas respiraban ese aire de aves, insectos y susurro azaharado: Diego, Leticia y aquellas que fueron quizás las que lo generaron: Elida y Rafaela, que no decían más que una que otra palabra, sonreían apenas, rozaban el dorso de la mano de Diego, al pasar, así, como por casualidad, o soltaban su cabello en presencia del huésped, con un ademán ingenuo, inocente y maligno; o se pasaban la lengua por los labios frescos, perversamente; todo en medio de un gozo y una fruición que no lograban ni querían explicarse, riendo, secreteando, melosas, panal, en el perfume denso de la miel mañanera.
Diego, que se limitaba a sonreír, entre ignorante del juego que lo envolvía y halagado, secretamente halagado.
Y Leticia, que se sofocaba, que no lograba disimular el amargor, la angustia que le producía tanta juventud, tanto derroche de vida, y que empezaba a recordarles a las muchachas esas mujeres tremendas de los libros, que matan por amores o por celos, esas mujeres que en los cuadros viejos aparecían con unos ojos muy semejantes a los suyos, en alguna foto de las que les enseñara, entresacándolas de su álbum de recuerdos artísticos.
Los otros seres de la familia seguían viviendo en otro mundo, en el cual ningún pájaro de ensueño parecía aletear, ninguna mariposa dejaba un polvillo vano y plateado en las pestañas; un mundo, en fin, donde la única libélula capaz de poner un toque de breve sonoridad, el solo abejorro que revoloteaba con un zumbido negro y destellante, era la abuela en susurro con alguno de los tíos o tías, sobre la extrema juventud del amiguito de la Lety, sobre la forma en que ésta lo miraba, casi con veneración, como a los santos cuando niña, y él, tan indiferente como esos mismos santos, ¿no?, ropa tan cara, ¿no?, y el olor, esta mujer sí que huele como decía en el Don Quijote, a ámbar y algalia, aunque no sabemos ni qué es lo uno, ni qué es lo otro. Ay, mamita, ya otra vez no está tomando los remedios, ya está, de nuevo hablando tonterías. La vejez no tiene remedio.
Pero, salvo ese insecto bisbisante, todos, en apariencia, inmunes al viento de fiebre que temblaba entre las paredes de la casa y que sacudía a los cuatro desde dentro, poniendo colores arrebolados en las caras de las chicas, empalideciendo mortalmente a Leticia, azotando el rubio bigotito del lindo don Diego, sus levitas claras, sus pantalones a la moda, sus pañuelos de seda.
La crisis febricitante alcanzó su grado más alto la mañana siguiente a una noche de pesadillas, en la que Leticia soñó que se hundía en un pantano cubierto de flores. Ella quería sentir asco por toda esa lozanía flotando sobre aguas descompuestas y sólo sentía algo vago, como un temor inexpresable. Fue la noche aquella en que había pasado dando manotazos para volver al aire y a la conciencia, tornando a dormirse y cayendo en la tembladera, sumiéndose y saliendo bruscamente a la oscuridad, al semisueño, al insomnio, hasta las cuatro de la madrugada.
A las nueve, hora de la diaria llegada del lindo don Diego, las muchachas se percataron de que la prima dormía profundamente.
Hubo un juego de miradas cómplices, silentes, felices.
Rafaela se instaló en la puerta, mientras Elida descendía, luego de cuidadosa inspección del terreno y cerciorándose de total ausencia de tíos y tías, éxtasis de la abuela, mercado de la servidumbre, a apostarse en el jardín.
—Está dormida —dijo, franqueando la entrada al visitante, en el momento justo en que éste iba a timbrar.
—Volveré... —dudaba él.
—¿No quieres esperarla... no quieres entrar? —en algo de esa voz vacilante había una invitación secreta, creyó percibirla.
—Bueno —aceptó.
Cerca de la sala, Diego sentía el roce febril de la mano, la respiración agitada, ya en la puerta, el pecho, el cuerpo, el rostro.
—Yo... —murmuró.
Elida sonreía, turbada, con los ojos entrecerrados, apretándose anhelante contra él.
—Cuidado —advirtió Diego, pero ya la boca cálida estaba junto a la suya, los labios en sus labios, buscándolos, jugueteando con su bigote rubio. Sus manos temblaban en el cuerpo de la muchacha, que escapó casi enseguida, para montar guardia en el piso alto, junto al dormitorio de Leticia.
—Está dormida —dijo Rafaela, tendiéndole la mano. Diego, en ese instante, tuvo plena conciencia del aire enrarecido. Luego, la misma febrilidad, el temblor, el miedo fugaz, la boca, el cuerpo, las manos que buscaban sin saber qué, en ese huir jovencito y dulzón, tan pasajero como el de Elida, Elida, que murmuraba al oído de Leticia en la falsa oscuridad del dormitorio.
—Lety, Diego está aquí, ¿qué le decimos?
—¡Ah! —la vio asustada, como saliendo de una breve muerte, abrir los ojos enormemente, e incorporarse—. Dile que me espere, que ya bajo.
Y se desperezaba, bostezando.
Elida salió del cuarto. Silbaba. Tenía un canario en el pecho, y en la boca un sabor de loción, de ésa tan fuerte, que al percibirla en Diego su abuela había dicho «pero, este amigo de Lety es más perfumado que mujer».
Su trino rompió una caricia apenas iniciada en la sala, y el resto del tiempo se disolvió en risitas, juegos de palabras y sobrentendidos, hasta que Leticia descendió las escaleras, cual si fuera la heroína de esas viejas películas románticas —que a veces les permitían ir a admirar, cuando mamita se había cerciorado de que no eran para «mayores con reparos»—, con el cabello suelto, el salto de cama con los encajes del pecho entreabiertos y una pierna todavía hermosa, descubriéndose a cada paso.
—Mi amor —dijo Lety, besando al lindo don Diego junto a la boca, en la punta del bigotito rubio—, mañana nos vamos, así que, si quieres comprar algunas de esas cosas hechas por nuestra gente, qué sé yo, bordados, tejidos para tu mamá, o una joya en filigrana, algo de lo que tú llamas «maravillas», tienes que hacerlo hoy.
Ellas se miraron en silencio y abandonaron la habitación sin hacer ruido, sintiendo sobre sus figuras frescas, palpitantes e indecisas la mirada de Diego; ligeras turbaciones lo sacudían aún, ellas las percibieron, tanto como la intranquilidad en los ojos de Lety, su casi temor.
Los vieron partir al otro día.
La familia en pleno fue a decirles adiós en la estación.
Las muchachas jugueteaban, ambas, con un dedo en los labios, como invitando a guardar silencio, o enviando besitos volados, furtivos. Diego sonreía, con una leve tristeza. Leticia, aliviada por el presente, pero insegura, desconfiada, con un algo amargo revolando sobre el futuro, cotorreaba, prometía escribir, se acomodaba un horrible sombrero que llamó la atención de todo el mundo; besos a la abuela; cariños, que algo de arañazos tenían, a ellas; abrazos a tíos y tías.
Él, al estrechar sus manos, apretó, dulce, cómplicemente.
Las dos tenían los ojos brillantes cuando el autobús partió, levantando una polvareda luminosa.
La familia caminaba hacia la casa, en medio de una conversación sin trascendencia, insulsa en apariencia, pero colmada de alivio. Un alivio que se resumió en las frases de la abuela, a la que todos hicieron callar, aunque expresaban sus pensamientos:
—¡Vaya, antes se fueron! ¡Ya mucho estaba durando la visita!
—¡Hermoso día! —suspiró Elida.
—Así es —confirmó Rafaela, echando a volar sus ojos y su pensamiento en pos de un gusano polvoroso que se perdía ya en una curva distante—. Así es.
Y se sonrieron una a la otra, en silencio. Un silencio cargado de mínimos secretos.

Cuento de Bryce Echenique

Con Jimmy en Paracas
Lo estoy viendo; realmente es como si lo estuviera viendo; allí está sentado, en el amplio comedor veraniego, de espaldas a ese mar donde había rayas, tal vez tiburones. Yo estaba sentado al frente suyo, en la misma mesa, y, sin embargo, me parece que lo estuviera observando desde la puerta de ese comedor, de donde ya todos se habían marchado, ya sólo quedábamos él y yo, habíamos llegado los últimos, habíamos alcanzado con las justas el almuerzo. Esta vez me había traído; lo habían mandado sólo por el fin de semana. Paracas no estaba tan lejos: estaría de regreso a tiempo para el colegio, el lunes. Mi madre no había podido venir; por eso me había traído. Me llevaba siempre a sus viajes cuando ella no podía acompañarlo, y cuando podía volver a tiempo para el colegio. Yo escuchaba cuando le decía a mamá que era una pena que no pudiera venir, la compañía le pagaba la estadía, le pagaba hotel de lujo para dos personas. "Lo llevaré", decía, refiriéndose a mí. Creo que yo le gustaba para esos viajes.
Y a mí, ¡cómo me gustaban esos viajes! Esta vez era a Paracas. Yo no conocía Paracas, y cuando mi padre empezó a arreglar la maleta, el viernes por la noche, ya sabía que no dormiría muy bien esa noche, y que me despertaría antes de sonar el despertador.
Partimos ese sábado muy temprano, pero tuvimos que perder mucho tiempo en la oficina, antes de entrar en la carretera al sur. Parece que mi padre tenía todavía cosas que ver allí, tal vez recibir las últimas instrucciones de su jefe. No sé; yo me quedé esperándolo afuera, en el auto, y empecé a temer que llegaríamos mucho más tarde de lo que habíamos calculado.
Una vez en la carretera, eran otras mis preocupaciones. Mi padre manejaba, como siempre, despacísimo; más despacio de lo que mamá le había pedido que manejara. Uno tras otro, los automóviles nos iban dejando atrás, y yo no miraba a mi padre para que no se fuera a dar cuenta de que eso me fastidiaba un poco, en realidad me avergonzaba bastante. Pero nada había que hacer, y el viejo Pontiac, ya muy viejo el pobre, avanzaba lentísimo, anchísimo, negro e inmenso, balanceándose como una lancha sobre la carretera recién asfaltada.
A eso de la mitad del camino, mi padre decidió encender la radio, Yo no sé qué le pasó; bueno, siempre sucedía lo mismo, pero sólo probó una estación, estaba tocando una guaracha, y apagó inmediatamente sin hacer ningún comentario. Me hubiera gustado escuchar un poco de música, pero no le dije nada. Creo que por eso le gustaba llevarme en sus viajes; yo no era un muchachillo preguntón; me gustaba ser dócil; estaba consciente de mi docilidad. Pero eso sí, era muy observador.
Y por eso lo miraba de reojo, y ahora lo estoy viendo manejar. Lo veo jalarse un poquito el pantalón desde las rodillas, dejando aparecer las medias blancas, impecables, mejores que las mías, porque yo todavía soy un niño; blancas e impecables porque estamos yendo a Paracas, hotel de lujo, lugar de veraneo, mucha plata y todas esas cosas. Su saco es el mismo de todos los viajes fuera de Lima, gris, muy claro, sport; es norteamericano y le va a durar toda la vida. El pantalón es gris, un poco más oscuro que el saco, y la camisa es la camisa vieja más nueva del mundo; a mí nunca me va durar una camisa como le duran a mi padre.
Y la boina; la boina es vasca; él dice que es vasca de pura cepa. Es para los viajes; para el aire, para la calvicie. Porque mi padre es calvo, calvísimo, y ahora que lo estoy viendo ya no es un hombre alto. Ya aprendí que mi padre no es un hombre alto, sino más bien bajo. Es bajo y muy flaco. Bajo, calvo y flaco, pero yo entonces tal vez no lo veía aun así, ahora ya sé que sólo es el hombre más bueno de la tierra, dócil como yo, en realidad se muere de miedo de sus jefes; esos jefes que lo quieren tanto porque hace siete millones de años que no llega tarde ni se enferma ni falta a la oficina; esos jefes que yo he visto cómo le dan palmazos en la espalda y se pasan la vida felicitándolo en la puerta de la iglesia los domingos; pero a mí hasta ahora no me saludan, y mi padre se pasa la vida diciéndole a mi madre, en la puerta de la iglesia los domingos, que las mujeres de sus jefes son distraídas o no la han visto, porque a mi madre tampoco la saludan, aunque a él, a mi padre, no se olvidaron de mandarle sus saludos y felicitaciones cuando cumplió un millón de años más sin enfermarse ni llegar tarde a la oficina, la vez aquella en que trajo esas fotos en que, estoy seguro, un jefe acababa de palmearle la espalda, y otro estaba a punto de palmeársela; y esa otra foto en que ya los jefes se habían marchado del cocktail, pero habían asistido, te decía mi padre, y volvía a mostrarte la primera fotografía.
Pero todo esto es ahora en que lo estoy viendo, no entonces en que lo estaba mirando mientras llegábamos a Paracas en el Pontiac. Yo me había olvidado un poco del Pontiac, pero las paredes blancas del hotel me hicieron verlo negro, ya muy viejo el pobre, y tan ancho. "Adónde va a caber esta mole", me preguntaba, y estoy seguro de que mi padre se moría de miedo al ver esos carrazos, no lo digo por grandes, sino por la pinta. Si les daba un topetón, entonces habría que ver de quién era ese carrazo, porque mi padre era muy señor, y entonces aparecería el dueño, veraneando en Paracas con sus amigos, y tal vez conocía a los jefes de mi padre, había oído hablar de él "no ha pasado nada, Juanito" (así se llamaba, se llama mi padre), y lo iban a llenar de palmazos en la espalda, luego vendrían los aperitivos, y a mí no me iban a saludar, pero yo actuaría de acuerdo a las circunstancias y de tal manera que mi padre no se diera cuenta de que no me habían saludado. Era mejor que mi madre no hubiera venido.
Pero no pasó nada. Encontramos un sitio anchísimo para el Pontiac negro, y al bajar, así sí que lo vi viejísimo. Ya estábamos en el hotel de Paracas, hotel de lujo y todo lo demás. Un muchacho vino hasta el carro por la maleta. Fue la primera persona que saludamos. Nos llevó a la recepción y allí mi padre firmó los papeles de reglamento, y luego preguntó si todavía podíamos "almorzar algo" (recuerdo que así dijo). El hombre de la recepción, muy distinguido, mucho más alto que mi padre, le respondió afirmativamente: "Claro que sí señor. El muchacho lo va a acompañar hasta su "bungalow", para que usted pueda lavarse las manos, si lo desea. Tiene usted tiempo, señor; el comedor cierra dentro de unos minutos, y su 'bungalow' no está muy alejado." No sé si mi papá, pero yo todo eso de 'bungalow" lo entendí muy bien, porque estudio en colegio inglés y eso no lo debo olvidar en mi vida y cada vez que mi papá estalla, cada mil años, luego nos invita al cine, grita que hace siete millones de años que trabaja enfermo y sin llegar tarde para darle a sus hijos lo mejor, lo mismo que a los hijos de sus jefes.
El muchacho que nos llevó hasta el "bungalow" no se sonrió mucho cuando mi padre le dio la propina, pero ya yo sabía que cuando se viaja con dinero de la compañía no se puede andar derrochando, si no, pobres jefes, nunca ganarían un céntimo y la compañía quebraría en la mente respetuosa de mi padre, que se estaba lavando las manos mientras yo abría la maleta y sacaba alborotado mi ropa de baño. Fue entonces que me enteré, él me lo dijo, que nada de acercarme al mar, que estaba plagado de rayas, hasta había tiburones. Corrí a lavarme las manos, por eso de que dentro de unos minutos cierran el comedor, y dejé mi ropa de baño tirada sobre la cama. Cerramos la puerta del "bungalow" y fuimos avanzando hacia el comedor. Mi padre también, aunque menos, creo que era observador; me señaló la piscina, tal vez por eso de la ropa de baño. Era hermoso Paracas; tenía de desierto, de oasis, de balneario; arena, palmeras, flores, veredas y caminos por donde chicas que yo no me atrevía a mirar, pocas ya, las últimas, las más atrasadas, se iban perezosas a dormir esa siesta de quien ya se acostumbró al hotel de lujo. Tímidos y curiosos, mi padre y yo entramos al comedor.
Y es allí, sentado de espaldas al mar, a las rayas y a los tiburones, es allí donde lo estoy viendo, como si yo estuviera en la puerta del comedor, y es que en realidad yo también me estoy viendo sentado allí, en la misma mesa, cara a cara a mi padre y esperando al mozo ese, que a duras penas contestó a nuestro saludo, que había ido a traer el menú (mi padre pidió la carta y él dijo que iba por el menú) y que según papá debería habernos cambiado de mantel, pero era mejor no decir nada porque, a pesar de que ése era un hotel de lujo, habíamos llegado con las justas para almorzar. Yo casi vuelvo a saludar al mozo cuando regresó y le entregó el menú a mi padre que entró en dificultades y pidió, finalmente, corvina a la no sé cuántos, porque el mozo ya llevaba horas esperando. Se largó con el pedido y mi padre, sonriéndome, puso la carta sobre la mesa, de tal manera que yo podía leer los nombres de algunos platos, un montón de nombres franceses en realidad, y entonces pensé, aliviándome, que algo terrible hubiera podido pasar, como aquella vez en ese restaurante de tipo moderno, con un menú que parecía para norteamericanos, cuando mi padre me pasó la carta para que yo pidiera, y empezó a contarle al mozo que él no sabía inglés, pero que a su hijo lo estaba educando en colegio inglés, a sus otros hijos también, costara lo que costara, y el mozo no le prestaba ninguna atención, y movía la pierna porque ya se quería largar.
Fue entonces que mi padre estuvo realmente triunfal. Mientras el mozo venía con las corvinas a la no sé cuántos, mi padre empezó a hablar de darnos un lujo, de que el ambiente lo pedía, y de que la compañía no iba a quebrar si él pedía una botellita de vino blanco para acompañar esas corvinas. Decía que esa noche a las siete era la reunión con esos agricultores, y que le comprarían los tractores que le habían encargado vender; él nunca le había fallado a la Compañía. En ésas estaba cuando el mozo apareció complicándose la vida en cargar los platos de la manera más difícil, eso parecía un circo, y mi padre lo miraba como si fuera a aplaudir, pero gracias a Dios reaccionó y tomó una actitud bastante forzada, aunque digna, cuando el mozo jugaba a casi tirarnos los platos por la cara, en realidad era que los estaba poniendo elegantemente sobre la mesa y que nosotros no estábamos acostumbrados a tanta cosa. "Un blanco no sé cuántos", dijo mi padre. Yo casi lo abrazo por esa palabra en francés que acababa de pronunciar, esa marca de vino, ni siquiera había pedido la carta para consultar, no, nada de eso; lo había pedido así no más, triunfal, conocedor, y el mozo no tuvo más remedio que tomar nota y largarse a buscar.
Todo marchaba perfecto. Nos habían traído el vino y ahora recuerdo ese momento de feliz equilibrio: mi padre sentado de espaldas al mar, no era que el comedor estuviera al borde del mar, pero el muro que sostenía esos ventanales me impedía ver la piscina y la playa, y ahora lo que estoy viendo es la cabeza, la cara de mi padre, sus hombros, el mar allá atrás, azul en ese día de sol, las palmeras por aquí y por allá, la mano delgada y fina de mi padre sobre la botella fresca de vino, sirviéndome media copa, llenando su copa, "bebe despacio, hijo", ya algo quemado por el sol, listo a acceder, extrañando a mi madre, buenísimo, y yo ahí, casi chorreándome con el jugo ese que bañaba la corvina, hasta que vi a Jimmy. Me chorreé cuando lo vi. Nunca sabré por qué me dio miedo verlo. Pronto lo supe.
Me sonreía desde la puerta del comedor, y yo lo saludé, mirando luego a mi padre para explicarle quién era, que estaba en mi clase. etc.: pero mi padre, al escuchar su apellido, volteó a mirarlo sonriente, me dijo que lo llamara, y mientras cruzaba el comedor, que conocía a su padre, amigo de sus jefes, uno de los directores de la compañía, muchas tierras en esa región...
-Jimmy, papá. -Y se dieron la mano.
-Siéntate, muchacho -dijo mi padre, y ahora recién me saludó a mí.
Era muy bello; Jimmy era de una belleza extraordinaria: rubio, el pelo en anillos de oro, los ojos azules achinados, y esa piel bronceada, bronceada todo el año, invierno y verano, tal vez porque venía siempre a Paracas. No bien se había sentado, noté algo que me pareció extraño: el mismo mozo que nos odiaba a mi padre y a mí, se acercaba ahora sonriente, servicial, humilde, y saludaba a Jimmy con todo respeto; pero éste, a duras penas le contestó con una mueca. Y el mozo no se iba, seguía ahí, parado, esperando órdenes, buscándolas, yo casi le pido a Jimmy que lo mandara matarse. De los cuatro que estábamos ahí, Jimmy era el único sereno.
Y ahí empezó la cosa. Estoy viendo a mi padre ofrecerle a Jimmy un poquito de vino en una copa. Ahí empezó mi terror.
-No, gracias -dijo Jimmy-. Tomé vino con el almuerzo. -Y sin mirar al mozo, le pidió un whisky.
Miré a mi padre: los ojos fijos en el plato, sonreía y se atragantaba un bocado de corvina que podía tener millones de espinas. Mi padre no impidió que Jimmy pidiera ese whisky, y ahí venía el mozo casi bailando con el vaso en una bandeja de plata, había que verlo sonreírse al hijo de puta. Y luego Jimmy sacó un paquete de Chesterfield, lo puso sobre la mesa, encendió uno, y sopló todo el humo sobre la calva de mi padre, claro que no lo hizo por mal, lo hizo simplemente, y luego continuó bellísimo, sonriente, mirando hacia el mar, pero mi padre ni yo queríamos ya postres.
-¿Desde cuándo fumas? -le preguntó mi padre, con voz temblorosa.
-No sé; no me acuerdo -dijo Jimmy, ofreciéndome un cigarrillo.
-No, no, Jimmy; no...
-Fuma no más, hijito; no desprecies a tu amigo.
Estoy viendo a mi padre decir esas palabras, y luego recoger una servilleta que no se le había caído, casi recoge el pie del mozo que seguía ahí parado. Jimmy y yo fumábamos, mientras mi padre nos contaba que a él nunca le había atraído eso de fumar, y luego de una afección, a los bronquios que tuvo no sé cuándo, pero Jimmy empezó a hablar de automóviles, mientras yo observaba la ropa que llevaba puesta, parecía toda de seda, y la camisa de mi padre empezó a envejecer lastimosamente, ni su saco norteamericano le iba a durar toda la vida.
-¿Tú manejas, Jimmy? -preguntó mi padre.
-Hace tiempo. Ahora estoy en el carro de mi hermana; el otro día estrellé mi carro, pero ya le va a llegar otro a mi papá. En la hacienda tenemos varios carros.
Y yo muerto de miedo, pensando en el Pontiac; tal vez Jimmy se iba a enterar que ése era el de mi padre, se iba a burlar tal vez, lo iba a ver más viejo, más ancho, más feo que yo. "¿Para qué vinimos aquí?" Estaba recordando la compra del Pontiac, a mi padre convenciendo a mamá, "un pequeño sacrificio", y luego también los sábados por la tarde, cuando lo lavábamos, asunto de familia, todos los hermanos con latas de agua, mi padre con la manguera, mi madre en el balcón, nosotros locos por subir, por coger el timón, y mi padre autoritario: "Cuando sean grandes, cuando tengan brevete", y luego, sentimental: "Me ha costado años de esfuerzo".
-¿Tienes brevete, Jimmy?
-No; no importa; aquí todos me conocen. Y entonces fue que mi padre le preguntó que cuántos años tenía y fingió creerle cuando dijo que dieciséis, y yo también, casi le digo que era un mentiroso, pero para qué, todo el mundo sabía que Jimmy estaba en mi clase y que yo no había cumplido aún los catorce años.
-Manolo se va conmigo -dijo Jimmy-; vamos a pasear en el carro de mi hermana.
Y mi padre cedió una vez más, nuevamente sonrió, y le encargó a Jimmy saludar a su padre.
-Son casi las cuatro -dijo-, voy a descansar un poco, porque a las siete tengo una reunión de negocios. -Se despidió de Jimmy, y se marchó sin decirme a qué hora debía regresar, yo casi le digo que no se preocupara, que no nos íbamos a estrellar.
Jimmy no me preguntó cuál era mi carro. No tuve por qué decirle que el Pontiac ese negro, el único que había ahí, era el carro de mi padre. Ahora sí se lo diría y luego, cuando se riera sarcásticamente le escupiría en la cara, aunque todos esos mozos que lo habían saludado mientras salíamos, todos esos que a mí no me hacían caso, se me vinieran encima a matarme por haber ensuciado esa maravillosa cara de monedita de oro, esas manos de primera enamorada que estaban abriendo la puerta de un carro de jefe de mi padre.
A un millón de kilómetros por hora, estuvimos en Pisco, y allí Jimmy casi atropella a una mujer en la Plaza de Armas; a no sé cuántos millones de kilómetros por hora, con una cuarta velocidad especial, estuvimos en una de sus haciendas, y allí Jimmy tomó una Coca-Cola, le pellizcó la nalga a una prima y no me presentó a sus hermanas; a no sé cuántos miles de millones de kilómetros por hora, estuvimos camino de Ica, y por allí Jimmy me mostró el lugar en que había estrellado su carro, carro de mierda ese, dijo, no servía para nada.
Eran las nueve de la noche cuando regresamos a Paracas. No sé cómo, pero Jimmy me llevó hasta una salita en que estaba mi padre bebiendo con un montón de hombres. Ahí estaba sentado, la cara satisfecha, ya yo sabía que haría muy bien su trabajo. Todos esos hombres conocían a Jimmy; eran agricultores de por ahí, y acababan de comprar los tractores de la compañía. Algunos le tocaban el pelo a Jimmy y otros se dedicaban al whisky que mi padre estaba invitando en nombre de la compañía. En ese momento mi padre empezó a contar un chiste, pero Jimmy lo interrumpió para decirle que me invitaba a comer. "Bien, bien; dijo mi padre. Vayan nomás."
Y esa noche bebí los primeros whiskies de mi vida, la primera copa llena de vino de mi vida, en una mesa impecable, con un mozo que bailaba sonriente y constante alrededor de nosotros. Todo el mundo andaba elegantísimo en ese comedor lleno de luces y de Carcajadas de mujeres muy bonitas, hombres grandes y colorados que deslizaban sus manos sobre los anillos de oro de Jimmy, cuando pasaban hacia sus mesas. Fue entonces que me pareció escuchar el final del chiste que había estado contando mi padre, le puse cara de malo, y como que lo encerré en su salita con esos burdos agricultores que venían a comprar su primer tractor. Luego, esto sí que es extraño, me deslicé hasta muy adentro en el mar, y desde allí empecé a verme navegando en un comedor en fiesta, mientras un mozo me servía arrodillado una copa de champagne, bajo la mirada achinada y azul de Jimmy.
Yo no le entendía muy bien al principio; en realidad no sabía de qué estaba hablando, ni qué quería decir con todo eso de la ropa interior. Todavía lo estaba viendo firmar la cuenta; garabatear su nombre sobre una cifra monstruosa y luego invitarme a pasear por la playa. "Vamos", me había dicho, y yo lo estaba siguiendo a lo largo del malecón oscuro, sin entender muy bien todo eso de la ropa interior. Pero Jimmy insistía, volvía a preguntarme qué calzoncillos usaba yo, y añadía que los suyos eran así y asá, hasta que nos sentamos en esas escaleras que daban a la arena y al mar. Las olas reventaban muy cerca y Jimmy estaba ahora hablando de órganos genitales, órganos genitales masculinos solamente, y yo, sentado a su lado, escuchándolo sin saber qué responder, tratando de ver las rayas y los tiburones de que hablaba mi padre, y de pronto corriendo hacia ellos porque Jimmy acababa de ponerme una mano sobre la pierna. "¿Cómo la tienes, Manolo?" dijo, y salí disparado.
Estoy viendo a Jimmy alejarse tranquilamente; regresar hacia la luz del comedor y desaparecer al cabo de unos instantes. Desde el borde del mar, con los pies húmedos, miraba hacia el hotel lleno de luces y hacia la hilera de "bungalows", entre los cuales estaba el mío. Pensé en regresar corriendo, pero luego me convencí de que era una tontería, de que ya nada pasaría esa noche. Lo terrible sería que Jimmy continuara por allí, al día siguiente, pero por el momento, nada; sólo volver y acostarme.
Me acercaba al "bungalow" y escuché una carcajada extraña. Mi padre estaba con alguien. Un hombre inmenso y rubio zamaqueaba el brazo de mi padre, lo felicitaba, le decía algo de eficiencia, y ¡zas! le dio el palmazo en el hombro. "Buenas noches, Juanito", le dijo. "Buenas noches, don Jaime", y en ese instante me vio.
-Mírelo; ahí está. ¿Dónde está Jimmy, Manolo?
-Se fue hace un rato, papá.
-Saluda al padre de Jimmy.
-¿Cómo estás muchacho? O sea que Jimmy se fue hace rato; bueno, ya aparecerá. Estaba felicitando a tu padre; ojalá tú salgas a él. Lo he acompañado hasta su "bungalow".
-Don Jaime es muy amable.
-Bueno, Juanito, buenas noches. -Y se marchó, inmenso.
Cerramos la puerta del "bungalow" detrás nuestro. Los dos habíamos bebido, él más que yo, y estábamos listos para la cama. Ahí estaba todavía mi ropa de baño, y mi padre me dijo que mañana por la mañana podría bañarme. Luego me preguntó que si había pasado un buen día, que si Jimmy era mi amigo en el colegio, y que si mañana lo iba a ver; y yo a todo: "Sí, papá, sí papá", hasta que apagó la luz y se metió en la cama, mientras yo, ya acostado, buscaba un dolor de estómago para quedarme en cama mañana, y pensé que ya se había dormido. Pero no. Mi padre me dijo, en la oscuridad, que el nombre de la compañía había quedado muy bien, que él había ' hecho un buen trabajo, estaba contento mi padre. Más tarde volvió a hablarme; me dijo que don Jaime había estado muy amable en acompañarlo hasta la puerta del "bungalow" y que era todo un señor. Y como dos horas más tarde, me preguntó: "Manolo, ¿qué quiere decir 'bungalow' en castellano?"

domingo, 24 de noviembre de 2013










EL DESPERTAR DE LA SEÑORITA PRIM

Autora: Natalia Sanmartín Fenollera  










Este anuncio es el que lee Prudencia Prim y acude a la entrevista, a un pueblecito -San Ireneo de Arnois- alejado de la civilización.  Allí sus habitantes viven un estilo de vida peculiar donde prima el interés por el conocimiento y las personas y donde se tiene tiempo para pensar.

La Señorita Prim es aceptada para cubrir la plaza de bibliotecaria de El Señor del sillón (nunca aparece su nombre) que es quien la contrata y con quien se establece una buena relación, atípica y siempre agradable y curiosa

Como curiosas y atípicas son las personas que habitan en el pueblo.  Todas ellas reciben cordialmente a la Señorita Prim y cada una de ellas aporta una peculiar visión del mundo en el que viven, cada una de ellas aporta una función a la comunidad y son imprescindibles: pastelería, carpintería, maestra…todos se complementan y todos vienen de un mundo de desengaños y en busca de algo mejor.

Los niños del pueblo no asisten a clase, son educados por El Señor del sillón, éste les proporciona todo el saber (y más) que necesitan, saben de lenguas y escritos antiguos, son unos niños muy reflexivos y, claro está, felices y también peculiares

El libro nos ha gustado a todos, es de fácil lectura y comprensión y bien escrito y ofrece una serie de personajes con características bien descritas y complementarias.

La llegada de Prudencia Prim de la ciudad al pueblo armónico, nos cuenta cómo cada persona reacciona ante la nueva aportación a la comunidad y cómo todos la reciben con cordialidad y se preocupan por su bienestar.  Incluso están dispuestos a encontrarla marido…es ahí en donde la señorita Prim se da cuenta de que la relación que mantiene con el Hombre del Sillón, va más allá de lo meramente profesional, es un amor incipiente

Nos ha sorprendido que sea una escritora española quien haya escrito esta novela porque todo el argumento se desarrolla en algún sitio parecido a la Bretaña Francesa, por ejemplo, en cualquier caso, no parece de España, es curioso y eso también le hace fascinante.

Otro punto a señalar es la referencia que se hace de la comida, todo se centra en torno a bizcochos y pasteles y tes, cualquier recepción se hace en torno a la comida.  Otro aspecto típico de los anglosajones, la típica recepción con la tarta.

En fin, un libro muy agradable de leer y fácil de comprender y con unos protagonistas que dan para analizar.


Por supuesto, el final es feliz, agraciadamente