sábado, 30 de noviembre de 2013

Cuento de Jorge Dávila Vázquez

EL COQUETEO SILENCIOSO
 
Jorge Dávila Vázquez
A Diego Araujo Sánchez
 
Jorge Dávila Vázquez nació en Cuenca en 1947. Es autor de las novelas María Joaquina en la vida y en la muerte (1976), La vida secreta (1999), Piripipao (2000), De rumores y sombras (1991). Los libros de cuentos Los tiempos del olvido (1977); Este mundo es el camino (1980); Cuentos breves y fantásticos y Acerca de los ángeles (1995); Historias para volar, Entrañables y Arte de la brevedad (2001); Minimalía (2005). Poesía: Memoria de la poesía (1999) Río de memoria (2004). Ensayo: César Dávila Andrade, combate poético y suicidio (1998).

Todo comenzó con la llegada de la prima Lety.
Esa prima, de la que todos en la familia habían hecho una fuente de silencio.
Por ejemplo, si alguien decía, las hijas del primo Alberto son la Lucía, la Rosita y la otra, ya se sabía quién era «la otra», porque hasta su nombre se disolvía en aguas de disimulo, tersamente.
Al principio, ni Rafaela ni Elida alcanzaban a entender el porqué de ese callarse repentino, de esa omisión insegura, de esas toses de hipocresía que rodeaban como pantalla a una pariente casi invisible; ni entendían las razones de un olvido, que incluso recortó fotografías, dejando horribles, inexplicables huecos, volvió imprecisas las fechas y sembró de contradicciones la conversación sobre el tema.
Lety se volvió visible la vez que la abuela, medio chocheante a ratos, les dijo algo como que la pobre chica, Dios sabe por qué, de pronto, tal vez el arte, a lo mejor quienes se dedicaban a maromas y oficios de saltimbanqui, pues, éste, no, o al menos creo que pueden ser honestas, pero que, en fin de cuentas, cosas eran que se daban hasta en las mejores familias.
¡Así que la prima Lety no era muy honesta! Fue una revelación que llegó a sus vidas en una época inquieta, llena de suspicacias y sobresaltos, que les hacían adivinar misterios a cada instante y en todo aquello que antes fuera inocente, sin importancia, de cada día; que les hacían correr a la ventana, apenas se escuchaba el ruido de un auto deteniéndose o pasando por la calle, apenas se adivinaba el paso de alguien esperado, que no llegaba más que en la imaginación, apenas había sonado el timbre de la puerta, como si la mujer que traía diariamente la leche o el hombre que entregaba verduras anunciasen una presencia irreal y mágica. Época de suspiros inmotivados, de miradas lánguidas y de fotos de actores de cine, recortadas prolijamente y guardadas con celo entre las páginas de los cuadernos de historia o en el Álgebra de Baldor.
Y poco tiempo después de la revelación, súbitamente, zas, como un rayo en un trigal, el telegrama «mañana ésa, Lety». Ella, la prima en persona, y no sola, no.
Lo presentó como «un amigo». Él se alojó en el Hotel Margarita. Era rubio, alto, con un rostro de niño y unos labios que recordaban escondidas fotos, un bigote de evocar suspiros inmotivados y un porte que hacía pensar en inquietas carreritas al balcón.
Elida y Rafaela decidieron bien pronto que la prima Lety, pese a ser encantadora, usar cosméticos caros y perfumes finos, pese a unos ojos entrenados, tanto para entornarse cual abanicos de poemas rubendarianos, cuanto para abrirse desmesurados o quedar fijos como los de un ternero manso; pese a sus vestidos de telas suntuosas, a sus ademanes de actriz en escena y a su modo de hablar, que recordaba a las amantes de radionovela, que ellas conocían tan bien; pese a todo, era una vieja.
Una vieja, sí señor, ahhh, y él, tan guapo, Dios mío, tan cara de criatura que dan ganas de cuidarle, de hacerle cariños, tan simpático, tan...
—Culto es tu amiguito —decía la abuela, con un tono entre socarrón y satisfecho—. Suavito, tiene buenos modales.
Las primeras visitas del lindo don Diego —como le llamaron ellas, aprovechando sus pocos conocimientos de literatura en sus juegos de casiamor— fueron de lo más corteses y distantes. Pero, poco a poco, la atmósfera se fue llenando de pájaros encendidos, moscardones y libélulas que sobrenadaban estanques tibios y silentes, olorosos a malva y azahar.
Por supuesto, en la casa, sólo cuatro personas respiraban ese aire de aves, insectos y susurro azaharado: Diego, Leticia y aquellas que fueron quizás las que lo generaron: Elida y Rafaela, que no decían más que una que otra palabra, sonreían apenas, rozaban el dorso de la mano de Diego, al pasar, así, como por casualidad, o soltaban su cabello en presencia del huésped, con un ademán ingenuo, inocente y maligno; o se pasaban la lengua por los labios frescos, perversamente; todo en medio de un gozo y una fruición que no lograban ni querían explicarse, riendo, secreteando, melosas, panal, en el perfume denso de la miel mañanera.
Diego, que se limitaba a sonreír, entre ignorante del juego que lo envolvía y halagado, secretamente halagado.
Y Leticia, que se sofocaba, que no lograba disimular el amargor, la angustia que le producía tanta juventud, tanto derroche de vida, y que empezaba a recordarles a las muchachas esas mujeres tremendas de los libros, que matan por amores o por celos, esas mujeres que en los cuadros viejos aparecían con unos ojos muy semejantes a los suyos, en alguna foto de las que les enseñara, entresacándolas de su álbum de recuerdos artísticos.
Los otros seres de la familia seguían viviendo en otro mundo, en el cual ningún pájaro de ensueño parecía aletear, ninguna mariposa dejaba un polvillo vano y plateado en las pestañas; un mundo, en fin, donde la única libélula capaz de poner un toque de breve sonoridad, el solo abejorro que revoloteaba con un zumbido negro y destellante, era la abuela en susurro con alguno de los tíos o tías, sobre la extrema juventud del amiguito de la Lety, sobre la forma en que ésta lo miraba, casi con veneración, como a los santos cuando niña, y él, tan indiferente como esos mismos santos, ¿no?, ropa tan cara, ¿no?, y el olor, esta mujer sí que huele como decía en el Don Quijote, a ámbar y algalia, aunque no sabemos ni qué es lo uno, ni qué es lo otro. Ay, mamita, ya otra vez no está tomando los remedios, ya está, de nuevo hablando tonterías. La vejez no tiene remedio.
Pero, salvo ese insecto bisbisante, todos, en apariencia, inmunes al viento de fiebre que temblaba entre las paredes de la casa y que sacudía a los cuatro desde dentro, poniendo colores arrebolados en las caras de las chicas, empalideciendo mortalmente a Leticia, azotando el rubio bigotito del lindo don Diego, sus levitas claras, sus pantalones a la moda, sus pañuelos de seda.
La crisis febricitante alcanzó su grado más alto la mañana siguiente a una noche de pesadillas, en la que Leticia soñó que se hundía en un pantano cubierto de flores. Ella quería sentir asco por toda esa lozanía flotando sobre aguas descompuestas y sólo sentía algo vago, como un temor inexpresable. Fue la noche aquella en que había pasado dando manotazos para volver al aire y a la conciencia, tornando a dormirse y cayendo en la tembladera, sumiéndose y saliendo bruscamente a la oscuridad, al semisueño, al insomnio, hasta las cuatro de la madrugada.
A las nueve, hora de la diaria llegada del lindo don Diego, las muchachas se percataron de que la prima dormía profundamente.
Hubo un juego de miradas cómplices, silentes, felices.
Rafaela se instaló en la puerta, mientras Elida descendía, luego de cuidadosa inspección del terreno y cerciorándose de total ausencia de tíos y tías, éxtasis de la abuela, mercado de la servidumbre, a apostarse en el jardín.
—Está dormida —dijo, franqueando la entrada al visitante, en el momento justo en que éste iba a timbrar.
—Volveré... —dudaba él.
—¿No quieres esperarla... no quieres entrar? —en algo de esa voz vacilante había una invitación secreta, creyó percibirla.
—Bueno —aceptó.
Cerca de la sala, Diego sentía el roce febril de la mano, la respiración agitada, ya en la puerta, el pecho, el cuerpo, el rostro.
—Yo... —murmuró.
Elida sonreía, turbada, con los ojos entrecerrados, apretándose anhelante contra él.
—Cuidado —advirtió Diego, pero ya la boca cálida estaba junto a la suya, los labios en sus labios, buscándolos, jugueteando con su bigote rubio. Sus manos temblaban en el cuerpo de la muchacha, que escapó casi enseguida, para montar guardia en el piso alto, junto al dormitorio de Leticia.
—Está dormida —dijo Rafaela, tendiéndole la mano. Diego, en ese instante, tuvo plena conciencia del aire enrarecido. Luego, la misma febrilidad, el temblor, el miedo fugaz, la boca, el cuerpo, las manos que buscaban sin saber qué, en ese huir jovencito y dulzón, tan pasajero como el de Elida, Elida, que murmuraba al oído de Leticia en la falsa oscuridad del dormitorio.
—Lety, Diego está aquí, ¿qué le decimos?
—¡Ah! —la vio asustada, como saliendo de una breve muerte, abrir los ojos enormemente, e incorporarse—. Dile que me espere, que ya bajo.
Y se desperezaba, bostezando.
Elida salió del cuarto. Silbaba. Tenía un canario en el pecho, y en la boca un sabor de loción, de ésa tan fuerte, que al percibirla en Diego su abuela había dicho «pero, este amigo de Lety es más perfumado que mujer».
Su trino rompió una caricia apenas iniciada en la sala, y el resto del tiempo se disolvió en risitas, juegos de palabras y sobrentendidos, hasta que Leticia descendió las escaleras, cual si fuera la heroína de esas viejas películas románticas —que a veces les permitían ir a admirar, cuando mamita se había cerciorado de que no eran para «mayores con reparos»—, con el cabello suelto, el salto de cama con los encajes del pecho entreabiertos y una pierna todavía hermosa, descubriéndose a cada paso.
—Mi amor —dijo Lety, besando al lindo don Diego junto a la boca, en la punta del bigotito rubio—, mañana nos vamos, así que, si quieres comprar algunas de esas cosas hechas por nuestra gente, qué sé yo, bordados, tejidos para tu mamá, o una joya en filigrana, algo de lo que tú llamas «maravillas», tienes que hacerlo hoy.
Ellas se miraron en silencio y abandonaron la habitación sin hacer ruido, sintiendo sobre sus figuras frescas, palpitantes e indecisas la mirada de Diego; ligeras turbaciones lo sacudían aún, ellas las percibieron, tanto como la intranquilidad en los ojos de Lety, su casi temor.
Los vieron partir al otro día.
La familia en pleno fue a decirles adiós en la estación.
Las muchachas jugueteaban, ambas, con un dedo en los labios, como invitando a guardar silencio, o enviando besitos volados, furtivos. Diego sonreía, con una leve tristeza. Leticia, aliviada por el presente, pero insegura, desconfiada, con un algo amargo revolando sobre el futuro, cotorreaba, prometía escribir, se acomodaba un horrible sombrero que llamó la atención de todo el mundo; besos a la abuela; cariños, que algo de arañazos tenían, a ellas; abrazos a tíos y tías.
Él, al estrechar sus manos, apretó, dulce, cómplicemente.
Las dos tenían los ojos brillantes cuando el autobús partió, levantando una polvareda luminosa.
La familia caminaba hacia la casa, en medio de una conversación sin trascendencia, insulsa en apariencia, pero colmada de alivio. Un alivio que se resumió en las frases de la abuela, a la que todos hicieron callar, aunque expresaban sus pensamientos:
—¡Vaya, antes se fueron! ¡Ya mucho estaba durando la visita!
—¡Hermoso día! —suspiró Elida.
—Así es —confirmó Rafaela, echando a volar sus ojos y su pensamiento en pos de un gusano polvoroso que se perdía ya en una curva distante—. Así es.
Y se sonrieron una a la otra, en silencio. Un silencio cargado de mínimos secretos.

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