lunes, 17 de febrero de 2014

Cuento médico


“Raining! No problem. I'v my Umbrella”. (Photo by Kutub Uddin)

Alumbramiento
Y era cierto que la luz entraba deshecha, cálida por los ventanales, o seamos sinceros, digamos ventanucos, y había algo más urgente que la belleza, una nueva belleza, en esa fuerza simple con que la luz colmaba la habitación del sanatorio, en cómo nos gratificaba, bienvenidos, anunciaba, toda esta claridad es porque sí, y había una violenta dulzura en aquella otra manera de sentirme hombre, yo gritaba, mi mujer me apretaba las muñecas, me iba orientando igual que a una bicicleta y yo corría, notaba que pedirle ayuda era posible, por qué no compartir también este dolor, pensaba, y aquellas enfermeras de pechos temblorosos, la cara blanca y seria del doctor Riquelme, las sábanas ásperas de tiempo, la almohada perfumada varias veces e impregnada de sudor, mi mujer hablándome al oído, todos me ayudaban a ser fuerte pidiéndoles auxilio porque un túnel corría dentro de mí, una prisa milagrosa me arrancaba la respiración para entregarme otra, dos respiraciones, así, mi amor, así, suelta despacio el aire, me llamaban los labios contraídos de mi mujer, así, así, gritaba aquella noche en la oscuridad mojada de ese hotel de no sé dónde que nos salvó de pronto, hemos recuperado la inocencia, me susurró ella después, unidos por los hombros como dos siameses, así, invádeme gritaba, y yo ya no sabía quién estaba dentro de quién es difícil amar para los hombres, es un riesgo ser el primero en conmoverse, en lanzarse al vacío sin saber cuál será la respuesta o hacia dónde irá la bicicleta, ser amado es distinto, nos contemplan, tan cómodo y helado, en tercera persona, ella me ama, y una tercera persona era precisamente lo que desde aquella noche iba a gestarse como una telaraña microscópica, así, vamos, invádeme, y yo pude decir al fin, por una vez en esta puta vida, que la quería sin contemplaciones y daba igual el resto, incluso la respuesta, y tan extraño darse, tómame, le dije, y ella me dio el espejo de su vientre y el ancla de su lengua y sus muslos izados pero no, había sido yo quien pronunciaba tómame, dejándome mezclar también por el remo de la noche, hemos recuperado la inocencia, me decía, con su hombro hundido en mi hombro, y era cierto que la luz entraba tímida,  deshecha por debajo de la puerta como un intruso leve y un poco anaranjado, tal vez amanecía, y entonces resultó que era la hora, me vistieron despacio, me observaban en silencio, las enfermeras se ceñían unos guantes de goma como para oficiar un sacrificio, es la hora, señor, nos anunció una de las enfermeras, y la palabra hora se le colgó juguetona de un pezón por el canal inesperado de su bata, y aquel pezón era una o, la aureola de la hora de la vida, hemos recuperado la inocencia, había dicho, y su gesto de placer consagrado era el gesto de una mujer posterior, como si ya supiera, y me abrazó despacio como nunca antes nadie, soy tan feliz, le dije, y sentí un poco de vergüenza, y luego me sentí feliz de esa vergüenza, de aquel escalofrío hasta la punta de los pies, y me besaba, me besaba los pies y era yo muy pequeño y aprendía a caminar, como cuando ella intentó enseñarme a bailar y no quise, te mueves como un pato, me decía riéndose, vamos, ven a bailar, moverse así es ridículo, le contesté, o no le contesté pero me lo dije a mí mismo y la dejé sola con el baile, así beben los hombres que no van en bicicleta, mírame, aferrado a la barra con mi cara de examen y el corazón desparramado, señor, ya es la hora, y en ese momento pensé que lo que más deseaba era enseñarle a mi hijo a caminar, no tengas miedo, le diría, esta es nuestra música y este es tu cuerpo, muévelo, tendrás que explicarle a tu madre que bailarás conmigo porque no va a creerte, vamos, mi vida, muévete, haz más fuerza, al principio todo había ido tan lento, la telaraña se gestaba minuciosa y parecía alimentarse de mí a cambio de la alegría de todas las promesas, todo tan lento entonces y ahora de pronto vamos, empuja fuerte, amor, empuja, me decía también aquella noche de oscuridad tangible en el hotel de no sé dónde que nos salvó de pronto, y yo encontré un canal que le ascendía por el vientre y nos colmaba de una luz blanca y espesa, ella gritaba mi nombre, gritábamos los dos, ¿qué nombre le pondrán?, quiso distraernos el doctor Riquelme al ver cómo sufríamos o cómo me asustaba, no lo hemos pensado, respondió mi mujer, ni siquiera estábamos seguros de si iba a ser un niño o una niña, añadió, aunque antes ella había sabido sin dudarlo qué nombre pronunciar al final del túnel que se abría ante nosotros esa noche, dijo el mío, como si me bautizase, como si hasta aquel momento yo me hubiese llamado de prestado, como si no me hubiera merecido un nombre hasta que esa mujer lo pronunció de otra manera, hemos recuperado la inocencia, dijo encendiendo el cigarrillo que encendía también la noche blanda y mi corazón a oscuras, pero no por el placer, que por supuesto redime, no ya por el placer sino por la verdad, ese canal, lo supe, había tocado fondo y se había doblado para regresar entero, rebosante de dos, pleno de luz, hasta mi propio vientre, hasta el pecho asombrado, alguien me había dado aire, no era el mío de siempre, era un aire compartido, una respiración dentro de otra, vamos, mi vida, empuja que ya viene, y respiraban alto también las enfermeras sosteniéndome los muslos, y se agitaba la nariz pigmentada del doctor Riquelme, una nariz, seamos sinceros, fea, adelante, señor, levante la cabeza y le será más fácil, dijo, y mi abdomen con surcos, germinado, y un rastrillo de sol arañándome la piel ahí muy al centro, igual que me arañaban sus uñas sin pintar, hasta el fondo, amor, me gritó aquella noche y me gritaba ahora en la habitación despintada, perfumada con ese disimulo un poco culpable de los hospitales, falta poco, señor, clavándome las uñas, y nuestras voces se unían, y uno entendía que la vida es más o menos un amor en equipo, que no existe por sí sola, qué es la vida si no hay dos voluntades enredadas y un dolor compartido, me desgarraba, la luz me desgarraba y también aquella noche las sábanas se abrían y era otro el perfume, menos disimulado, orgulloso, sin culpas, estos somos nosotros y estos son nuestros olores, ¿cómo será el olor de mi hijo?, ¿olerá sobre todo a la crema aturdida y pegajosa con que la primera vida nos entrega?, ¿resbalará contento o más bien desconcertado por el tobogán del tiempo?, ¿me aceptará?, ¿seré digno de su comienzo?, ¿y qué hacer con estas mezquindades y toda la crueldad que uno arrastra cuando un hijo nos nace, cuando un hijo nos hace, qué hacer para sentir que pese a todo nos merecemos otro principio?, pero eso también, la crueldad, las mezquindades, tendremos que ofrecérselas, son nuestras, serán suyas, hemos recuperado la inocencia, dijo ella ofreciéndome el cigarrillo a medio consumir para que yo también participara de ese humo secreto que iba tomando forma en nuestros vientres, al principio en el suyo, colmado por mi ingreso, y después ya en el mío, abriéndome canales, así es como serás, hijo, escucha, limpio como esta luz y sucio como estos ventanales, digamos ventanucos, y me darás salud y aprenderemos juntos a hablar en este idioma que no alcanza, menos que nunca alcanza ahora para decirte ven, bailemos, ponte en pie y camíname, vamos en bicicleta, aquí tienes el mundo, hijo, limpio y mezquino, fragante y pútrido, sincero y engañoso, dámelo a cambio nuevo, vamos, corre, vamos, rápido, chillaba mi mujer corno si hasta aquel momento hubiéramos vivido mudos, repitiendo mi nombre como un descubrimiento, vamos, rápido, amor, un poco más, respira, abre bien las piernas, no te asustes, un poco más, señor, insistía la enfermera, y el esfuerzo de dar empezaba a quebrarme, a pedirme tanto que admito que dudé, que creí no poder, que me vencían, y todos los caminos apuntaron a ese instante, los recuerdos deshechos, las palabras no dichas, las coincidencias, las armas empuñadas, los lugares, las mentiras, unas pocas franquezas, todos los ángulos del tiempo convergieron en el pequeño eje de mi barriga tensa, raramente redonda, y después descendieron a mi miembro enrojecido que vibraba apuntado hacia el techo de la habitación del sanatorio como había apuntado al ventilador antiguo de aquel hotel de no sé dónde en el que nos reencontramos, yo entrando en ella, ella entrando en mí, ya viene, amor, no pares, y era mi cuerpo entero y un globo de luz oprimida los que iban a estallar, un abismo dual que deseaba cruzar cuanto antes y a la vez quedarme contemplando durante la caída, contemplando el río blanco y espeso que corría por debajo, debajo de mi cuerpo ella corría buscando la salida, no me sostengo más, termíname, mi amor, acabemos con esto, me desplomo, no lo soporto más, grité pidiéndole auxilio y contrayendo así una nueva fortaleza, ¿tienes miedo?, me preguntó de pronto durante una pausa mientras recuperábamos el resuello, sí, tengo mucho miedo, tengo tanto miedo que incluso tengo miedo de perder el habla y todo lo que tengo, lo entiendes, sí, mi vida, el doctor Riquelme dijo empuje, sí, te entiendo, por eso estamos vivos, porque tememos, y el hombre temeroso que yo era pudo empujar de nuevo en contra del dolor que tiraba hacia adentro, que escondía la cabeza, y el doctor Riquelme apartó a mi mujer y me miró a los ojos y me dijo no podemos demorarlo demasiado, empuje más, no ceda, y con su mano enguantada tomó mi miembro hinchado y presionó el contorno, distribuyó los dedos y apretó hasta el fondo con una facilidad inesperada, como si nada hubiera en medio excepto aire, yo grité, grité el nombre del doctor y mi nombre y el nombre de mi esposa y otro nombre cualquiera, y entonces comprendí que aquel sería el nombre de mi hijo, que acababa de llamarlo, ven, ven, hijo, me llamaba mi padre intentando enseñarme a disparar las tardes de verano, toma esta escopeta, ven, voy a enseñarte bien para que nunca nadie te haga daño, ¿ves aquella lata?, ¿sí?, vamos,  dispárale, vamos, mi vida, empuja un poco más que ya aparece, y yo cerré los ojos, no quería ver cómo salía aquella bala camino del destino y perforaba la lata de cerveza que habíamos colocado entre las ramas, mi padre sonreía, soy muy feliz, gritaba yo con la voz de mi mujer que repetía soy feliz con mi voz raptada, un momento, le indicó el doctor a una de las enfermeras, un momento, dije mirando el rostro risueño de mi padre con su escopeta al hombro, un momento, y entonces vi que humeaba, que su escopeta grande humeaba junto con la mía y vi la lata de cerveza con su impecable agujero en el centro y no estuve seguro, yo apenas podía sostener el arma pero la bala había volado exactamente hasta la lata y mi padre sonreía travieso, me acariciaba la cabeza y la enfermera forzó un poco la abertura del glande, un agujero perfecto, cálido, en el centro de la lata, casi como un ombligo, mi miembro se erguía a ratos y se desmayaba debajo del ombligo y entendí que el dolor era otra costumbre, que en el dolor también late un esbozo de placer al abrirse en dos mitades para que brote un amor sin nombre, ahí, ahí llega, y era una bendición la herida de sus uñas sin pintar en mis muñecas, y la noche envolvía la boca desdibujada de mi mujer aullando vamos, y la cama se aguaba y nos hundíamos, te quiero tanto, tan mezquinamente, y en medio del desmayo sentí cómo uno de los pechos triangulares de la enfermera joven me rozaba una pierna dejándome un surco de luz blanca y nutritiva sobre el muslo, y mi entrepierna dio un respingo y se rehizo en otra flor más roja, en una flor de pétalos arrancados, y aquello fue lo último que vi porque enseguida me atropello el torrente, había sido tan hermoso, tan mezquino llevarlo dentro de mí como se esconde un secreto que poco a poco habrá que compartir, sale, sale, tenerlo haciendo tramas en las paredes interiores, rozar tal vez sus dedos a través de la membrana, escuchar sus quejas submarinas, su bucear impaciente, sus patadas al mundo, así es como te tratan, hijo, ya lo ves, dijo mi padre el día de mi primera pelea, a patadas siempre, y mi madre le decía calla, déjalo, y mi padre le contestaba tú qué sabes, que el niño sepa cómo es el mundo, así van a tratarte siempre, pero tal vez esas patadas en el vientre, pienso, eran los primeros pasos de un futuro hombre tímido al que le gustaría aprender a bailar, ser fuerte de otro modo como esa belleza urgente que entraba por los ventanales, digamos ventanucos del sanatorio, muévase señor, muévete, hijo, verás qué buen lugar para bailar, por supuesto que también hay escopetas y patadas, eso ya lo verás más tarde, pero ahora entrégate, ofrécele tu boca al aire, siente a tu madre apretándonos la muñeca para acompañarnos a ver el miedo, el dulce acantilado, ella ha trabajado tanto, sabes, hijo, mientras tú te tejías, mientras me hacías hombre girando entre mi corazón y mis pulmones, ahora sí que sí, respire hondo, y algo se deslizó también por mis esfínteres, algo como una tersa serpentina, ya no tenía nada, me estaba vaciando, y estuve un rato quieto, muerto, enorme, con todas las entrañas y la vida al aire hasta que sí, estalló mi miembro entre los nudos de las sábanas, incluso más que cuando abrimos el canal aquella noche, más de lo que estallaba la mañana en la ventana o de lo que explota una escopeta que pretende defenderse disparando primero, el doctor Riquelme retiraba la mano deslumbrado por el chorro de luz y el festival de gritos y el concierto de sangre que resonaba como un órgano en toda la habitación hasta donde esperaba mi mujer diciéndonos: hemos abandonado la inocencia, y un llanto que no era nuestro alborotó las sábanas, el dolor, las membranas, las paredes, todo lo atravesó para surgir desde el canal de mis venas dilatadas como cordeles, para rozar los bultos expectantes de los testículos y derramarse entre las manos del doctor Riquelme, que lo mira y me mira y comprende que aquel niño es el mismo que seré, el que aún no he sido, el que no pude ser, y que aquella es mi cara y es idéntica y es otra y que acabo de engendrarme, y por eso la mujer que amé y me amó hasta el fondo de una noche veloz llora conmigo, hoy o mañana, abrazando a las enfermeras.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Cuento italiano

A “supermoon” rises behind roadside plants growing in Prattville, Ala., Saturday, June 22, 2013. The biggest and brightest full moon of the year graces the sky early Sunday as our celestial neighbor swings closer to Earth than usual. While the moon will appear 14 percent larger than normal, sky watchers won't be able to notice the difference with the naked eye. Still, astronomers say it's worth looking up and appreciating the cosmos. (Photo by Dave Martin/AP Photo)




Yo me enamoré del aire
El taxi se detuvo ante una verja de hierro forjado pintada de verde. Éste es el jardín botánico, dijo el conductor. Él pagó y se bajó del coche. ¿Sabe desde qué lado se ve un edificio de los años veinte?, le preguntó al taxista. El hombre no conseguía entenderle. Tiene unos frisos modernistas en la fachada, especificó, debe de ser un edificio de cierto valor arquitectónico, no creo que lo hayan derribado. El taxista meneó la cabeza y arrancó. Debían de ser casi las once y empezaba a notar el cansancio, el viaje había sido largo. El portal estaba abierto de par en par y un letrero informaba a los visitantes de que los domingos la entrada era gratuita y el cierre a las catorce horas. No le quedaba mucho tiempo, a fin de cuentas. Entró en un paseo orlado de palmeras de tronco altísimo y grácil, con un exiguo penacho de verde. Pensó: ¿serán éstas las burití?, en casa se hablaba siempre de las palmeras burití. Al final del paseo empezaba el jardín con una explanada empedrada de la que arrancaban pequeños senderos en dirección a los cuatro puntos cardinales. Sobre las losas del empedrado estaba dibujada una rosa de los vientos. Perplejo, se detuvo sin saber qué dirección tomar: el jardín botánico era grande y no le iba a resultar posible encontrar lo que buscaba antes de la hora de cierre. Escogió el Mediodía. Nunca había dejado de buscar el Mediodía durante toda su vida, y ahora que había llegado a esa ciudad del sur le parecía justo proseguir en la misma dirección. Sin embargo, por dentro, sentía una brisa de tramontana. Pensó en los vientos de la vida, porque hay vientos que acompañan la vida: el céfiro suave, el viento cálido de la juventud que más tarde el maestral se encarga de refrescar, ciertos ábregos, el siroco que te abate, el viento gélido de tramontana. Aire, pensó, la vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más; después, un día, la máquina se detiene y el aliento se termina. Se detuvo él también porque estaba jadeando. Menudo resuello el tuyo, se dijo. El sendero se empinaba rápidamente, en dirección a unas terrazas que se divisaban por detrás de las sombras de magnolias gigantes. Se sentó en un banco y sacó del bolsillo una libreta. Iba apuntando en ella los nombres de los lugares de proveniencia de las plantas que lo rodeaban: Azores, Canarias, Brasil, Angola. Dibujó con el lápiz algunas hojas y algunas flores, después, utilizando las dos páginas centrales de la libreta, dibujó la flor de un árbol que tenía un nombre muy extraño, que provenía de las Canarias-Azores. Era un gigante majestuoso con largas hojas lanceoladas y unas enormes flores túrgidas en forma de panocha que parecían frutos. La edad de aquel gigante era realmente respetable, echó cuentas: en tiempos de la Comuna de París ya debía de ser adulto.
Sintió que había recobrado el aliento y se encaminó a paso ligero hacia el final del sendero. El sol lo embistió de lleno, deslumbrándolo. Hacía mucho calor, y sin embargo, la brisa que venía del océano era fresca. La zona sur del jardín botánico terminaba en aquella enorme terraza cortada a pico sobre la ciudad, desde donde se veía una panorámica completa, el valle ocupado por los barrios más antiguos en una densa cuadrícula de calles y callejuelas, con la mayoría de casas blancas, amarillas y azules. Desde allí arriba podía abrazarse todo el horizonte, y al fondo, a la derecha, más allá de las grúas del puerto, el mar abierto. La terraza estaba delimitada por un muro que le llegaba hasta el pecho, sobre el que estaba representada la ciudad con un mosaico de azulejos1 amarillos y azules. Se puso a descifrar la topografía intentando orientarse en aquel dibujo de trazo ingenuo: el arco de triunfo de la ciudad baja desde donde arrancaban las tres arterias principales, con aquella arquitectura ilustrada debida a la reconstrucción que siguió al terremoto; el centro, con las dos grandes plazas una pegada a la otra, a la izquierda la rotonda con el enorme monumento de bronce, la zona nueva más hacia el norte, con una arquitectura tipo años cincuenta y sesenta. ¿Para qué has venido aquí, se dijo, qué estás buscando?, todo ha desaparecido, todo se ha evaporado, ¡te chinchas! Se dio cuenta de que había hablado en voz alta y se rió de sí mismo. Hizo un gesto hacia la ciudad, como si saludara a alguien. Una campana, a lo lejos, dio tres tañidos. Miró el reloj, faltaba un cuarto de hora para el mediodía, decidió visitar otra zona del jardín botánico y giró sobre sí mismo para encaminarse hacia el otro sendero. En aquel momento llegó hasta él una voz. Era la voz de una mujer que cantaba, pero no conseguía saber dónde. Se detuvo e intentó localizarla. Retrocedió, se asomó al muro y miró hacia abajo. Sólo entonces se dio cuenta de que a su izquierda, casi al abrigo de la escarpada pendiente del jardín botánico, se erguía una casa. Era un edificio viejo cuyo lateral daba al jardín botánico, pero la fachada, bien visible, daba a entender que se trataba de un edificio de principios de siglo, al menos a juzgar por sus grandes cornisas de piedra y por los frisos de estuco que representaban máscaras teatrales enlazadas por coronas de laurel. Estaba coronado por una terraza, una enorme terraza sobre la que se asomaban las chimeneas y por donde corrían las cuerdas para tender la ropa. La mujer le daba la espalda, vista por detrás parecía una muchacha, estaba tendiendo unas sábanas y para llegar a las cuerdas se ponía de puntillas, con los brazos levantados hacia lo alto, como una bailarina. Llevaba un vestido de algodón estampado que dibujaba su cuerpo delgado, y estaba descalza. La brisa hinchaba la sábana contra ella como una vela y parecía como si ella la estuviera abrazando. Ahora había dejado de cantar, se había inclinado sobre una cesta de mimbre, colocada sobre un taburete, de la que sacaba ropa de color, camisetas, le parecía, como si escogiera la que debía tender primero. Se dio cuenta de que estaba ligeramente sudado. La voz que había oído y que ahora ya no oía no se había apagado, aún la sentía por dentro, como si hubiera dejado un eco que continuaba, y al mismo tiempo sentía una especie de extraña conmoción, una sensación realmente curiosa, como si su cuerpo hubiera perdido peso y estuviera huyendo hacia una lejanía que no sabía dónde estaba. Sigue cantando, murmuró, por favor, sigue cantando. La muchacha se había puesto un pañuelo en la cabeza, había retirado la cesta de la ropa del taburete y se había sentado en él, intentando protegerse del sol bajo la escasa sombra que formaban las sábanas. Le daba la espalda y no podía verlo, pero él, como magnetizado, la contemplaba fijamente sin ser capaz de aparrar la mirada. Sigue cantando, dijo a flor de labios. Encendió un cigarrillo y se percató de que la mano le temblaba ligeramente. Pensó que había tenido una alucinación sonora, a veces creemos oír aquello que querríamos oír, esa canción ya no la cantaba nadie, quienes la cantaban habían muerto todos, y, además, ¿qué canción era ésa, a que época se remontaba? Era muy antigua, del siglo dieciséis o más tardía, vaya usted a saber, ¿era una balada, una canción de caballería, una canción de amor, una canción de despedida? Él se la sabía en otros tiempos, pero esos tiempos ya habían dejado de ser suyos. Rebuscó en la memoria, y en un instante, como si un instante pudiera absorber los años, regresó al tiempo en el que alguien lo llamaba Migalha. Migalha quiere decir migaja, se dijo, tú eras entonces una migaja. De repente llegó una ráfaga de brisa más fuerte, las sábanas restañaron al viento, la mujer se levantó y empezó a tender unas diminutas camisetas de colores y un par de pantalones cortos. Sigue cantando, susurró él, por favor. En aquel momento las campanas de la iglesia cercana se pusieron a tocar sin pausa el mediodía y, como si hubiera sido evocado por ese sonido, de la pequeña garita donde estaban sin duda las escaleras que conducían a la terraza se asomó un niño y corrió a su encuentro. Tendría cuatro o cinco años, llevaba el pelo rizado, dos sandalias con dos ojos de luneta en las puntas y los pantalones cortos sujetos por los tirantes. La muchacha dejó la cesta en el suelo, se acuclilló, gritando: ¡Samuele!, y abrió los brazos y el niño se arrojó a ellos, la muchacha se levantó y empezó a dar vueltas sobre sí misma abrazada al niño, giraban ambos como un carrusel, las piernas del niño estaban extendidas en horizontal, y ella cantaba: Yo me enamoré del aire, del aire de una mujer, como la mujer era aire, con el aire me quedé.2
Él se dejó resbalar hasta el suelo con la espalda apoyada contra el muro y miró hacia lo alto. El azul del cielo era un color que pintaba un espacio abierto de par en par. Abrió la boca, para respirar aquel azul, para engullirlo, y después lo abrazó, estrechándolo contra su pecho. Decía: Aire que lleva el aire, aire que el aire la lleva, como tiene tanto rumbo no he podido hablar con ella, como lleva polisón el aire la bambolea.3
 
En portugués en el original. (N. del T.)
En español en el original. (N. del T.)
3 En español en el original. (N. del T.)