lunes, 29 de diciembre de 2014

Con chispa







El que inventó la pólvora

Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.
Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumino y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).
Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor, rosa, palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.
La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.
Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.
¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.
No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero: 
«USEN TODO... TODO... TODO» 
Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos... 
Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...

Payaso







Piuma al vento

¡Qué gran payaso aquel "Pass-key"! Cuando concluían los saltos mortales de doble tumbo por sobre una fila de doce caballos y tres hombres encimados, en un silencio casi solemne de la orquesta; cuando remataba sus proezas de fuerza, asiendo un piquete de la barra con su brazo rígido, para bajar, girando en espiral sobre este único apoyo, hasta dar sentado en el piso; cuando terminaban los vuelos vertiginosos de los trapecios y las serenatas grotescas, rasgueadas con un pie tras de la nuca, venía la suerte clásica.
El colega Arlequín soplaba hacia el techo, por medio de una cerbatana, una pluma de pavo real. La pluma surgía veloz, como un cohete, llegaba al techo casi; luego, describiendo una lenta curva, caía, caía titubeando, y el payaso la recibía en la punta de su nariz. Cambiaba sus posturas, se descoyuntaba en todas las formas, sosteniéndola siempre; simulaba la cacería de un ratón por toda la pista, manteniendo el sutil equilibrio: llegaba hasta ponerse de espaldas y erguirse otra  vez, sin perderlo,  mientras  Ios  violines susurraban un airecillo  tirolés. Y lo  infalible de su acierto  sorprendía.
Ni los juegos ecuestres que la húngara de lozanas piernas ejecutaba, ni los equilibristas japoneses, ni los excéntricos yanquis, ni el ciclista francés con sus paradójicas geometrías, ni el parque zoológico con sus curiosidades entusiasmaban tanto al público como aquella suerte de la pluma. Había de veras algo artístico en el juego fino y elegante de aquel payaso, que vestía todo de blanco como el Gilles de Watteau; una especie de flexible esgrima, en complicación de curvas silenciosas como los trazos de un blando lápiz, cierta vaga angustia en aquella destreza obligada a luchar con el aire, como con un duende invisible, y hasta cierto incentivo de azar en la indecisa levedad de esa pluma...
-¿...Te acuerdas  Gabriela?
El payaso estaba enamorado, sin embargo; y este "sin embargo" es un mérito que le agrego, pues bien se sabe cuánto rompen el equilibrio las palpitaciones de corazón. Estaba enamorado de una muchacha rubia que una noche le tiró flores a la pista. Sola en su palco, afrontó sin desconcertarse el murmullo de asombro canallesco que semejante acto produjo: y el payaso, admirado de aquel heroísmo que le llenó el pecho con un calor de buen vino, la adoró.
Nunca había amado en serio, absorto desde chico por la preocupación de su arte, distrayendo apenas tal cual noche en parrandas de camaradería, cuya torpeza no incitaba a reincidir.
Pero aquella muchacha galante, con su excesivo perfume de flor estrujada, su fugacidad de capricho v sus intrínsecas maldades de ponzoña, le enloquecía. Llegó a querer todos sus artificios - sus artificios más que sus encantos - las falsas ojeras, el carmín comprado, el lunar postizo y hasta el ceceo que acaramelaba sus palabras. Y el idilio duró un mes, al cabo del cual tuvieron una disputa.
Berta sostuvo (se llamaba Berta) que aquello de la pluma no podía ser. Que tenía un peso en la punta y por esto caía tan bien, o alguna pega, o algo, ¡qué sabía ella!... ¡Nunca había estado en circos!... Dijo mil disparates hirientes, y por último sostuvo que debía  tratarse  de un imán.
En vano intentó su amante disuadirla, riendo de sus tonterías al principio; después ofendido hasta el alma por esa duda. Tres años de trabajo obscuro le había costado aquello, de cólera, de desazones, de torturados abandonos: aquella futilidad que hacía reír. Y ella, ella tan luego, ¿no creía?...
Por último Berta propuso que la próxima vez, acabado el juego, le diese la pluma para verla bien; pues ¡qué quería!... No se alcanzaba a convencer. Pero allá, en el circo mismo ¿eh?... Y si la pluma no tenía nada, ¡vería cómo erraba  el golpe!
El  despechado  artista aceptó.
Dos días después llegó el momento. Berta resplandecía en su palco. Pasaron los malabaristas, los yanquis, el trapecio, la barra, los saltos, los perros sabios que aquella noche estrenaban una nueva habilidad, concertando y llevando a cabo un duelo por los amores de una doncella. Pasó la húngara en su caballo negro, pasó la familia Bill con sus palomas amaestradas... hubo un silencio... un ondulante cuchicheo.... y el director de la compañía avanzó hasta la mitad del circo.
-Respetable público: por una indisposición repentina del payaso "Pass-key", se suspende la suerte de la pluma.
Y como en previsión del murmurado descontento, apareció, en su azulino traje de marquesita Luis XV, Mlle. Olivie la bailarina.
Loa diarios de la mañana siguiente anunciaron que "Pass-key'" se había suicidado, ignorándose las causas de su fatal resolución: y hasta escribieron necrologías, muy filosóficas por cierto.
La pluma, que yo vi, no tenía artificio alguno.

Apellido








Dos palabras

Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allá, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido, sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y los ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo más que su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.
-¿Qué es esto? -preguntó.
-La página deportiva del periódico -replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.
-Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Negro Tiznao en el tercer round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.
-A ti te busco -le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
-Por fin despiertas, mujer -dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.
Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.
-¿Eres la que vende palabras? -preguntó.
-Para servirte -balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo.
-Quiero ser Presidente -dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.
-Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso? -preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.
-¿Qué carajo dice aquí? -preguntó por último.
-¿No sabes leer?
-Lo que yo sé hacer es la guerra -replicó él.
Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.
-Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel -aprobó el Mulato.
-¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer? -preguntó el jefe.
-Un peso, Coronel.
-No es caro -dijo él abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del último botín.
-Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas -dijo Belisa Crepusculario.
-¿Cómo es eso?
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusivo. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde él estaba sentado y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.
-Son tuyas, Coronel -dijo ella al retirarse-. Puedes emplearlas cuanto quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.
En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allá donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por él. Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del Candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus f rases, y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos.
-Vamos bien, Coronel -dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo del olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
-¿Qué es lo que te pasa, Coronel? -le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.
-Dímelas, a ver si pierden su poder -le pidió su fiel ayudante.
-No te las diré, son sólo mías -replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.
-Tú te vienes conmigo -ordenó. Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco estaba dispuesto a comentarle que el
Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron el campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.
-Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría -dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.


Mediterráneo





Joaquín Dicenta(1863–1917)
La casa quemada

En Elche la oriental, que triunfa de Efraim con sus palmas, y evoca, por su paisaje y sus costumbres, el Hedjaz de Mahoma, hay un campo, donde los granados arraigan y abren las higueras sus hojas y reprietan los naranjos sus ramas. En Abril se cubren los árboles de flor. Una esmeralda es cada botón en las higueras; una gota de sangre, cada capullo en los granados; cada brote de azahar un copo de nieve. El aire huele a incienso música de amor tañen las ondas de la acequia, nupciales himnos cantan, entre matas y arbustos, los verderones y jilgueros; las hierbas cuchichean lascivamente en los bancales. La luz del sol cae sobre la tierra como una lluvia de oro; la de la luna como un polvo de nácar. Cinturonean los frutales una planicie. De ella arrancan los muros de una casería que el incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negrean. De un boquete, que fue ventana, descuelgan astillas a medio calcinar. Entre ellas se retuerce un clavo. Diríase que este clavo interroga.
Macizos de tierra, extendidos por la planicie y cubiertos de vegetaciones salvajes, hablan de algo que era jardín. Entre dos macizos blanquea la fábrica de un pozo. Una cadena pende de un soporte, cariado por la herrumbre, junto al pozo se yergue una palmera. Su tronco, frontero a la casa, se doblaba bruscamente hacia atrás, como estremecido por una trágica visión. En las noches obscuras, los ojos del búho relampaguean tras las palmeras. Las lechuzas van y vienen chirriando por cima de las ruinas.
—¿Mira usted La casa quemada? —me dijo un labrador.
—Sí —le contesté—. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.
—No es leyenda. Es historia.

I

Eran los macizos del jardín canastillas de flores. Como plata brillaban, el soporte que ascendía desde el aljibe, la cadena de anchos eslabones y el cubo a los eslabones sujeto, los azulejos del brocal, despedían reflejos metálicos al choque de la luz. La casita, enjabelgada con esmero, parecía un cubo gigantesco de sal. Sobre su blancura se abrían una ventana y una puerta de color verde claro. De la azotea a la ventana se extendía una enredadera bordada de azules campanillas. En lo alto de la puerta campeaba una parra. Por entre sus hojas saltaban los gorriones.
En la casa vivían un matrimonio y un niño de seis años.
El marido, alto, cetrino, enjuto, de negros y celadores ojos, contaría veinticinco años; veinte la mujer.
Era blanca, pálida; con esa palidez de pasión que caracteriza a las valencianas. Sus ojos verdes, tenían pérfidas transparencias de ola. Su pelo era azuloso; flores de granado sus labios; sus dientes pétalos de azahar: a azahares transcendía su aliento. El talle teníalo juncal; el seno alto; la cadera potente; áurea y calzada la nuca.
Hijo de los dos, el chicuelo de los seis años, alegraba el hogar con sus voces, el jardín con sus juegos, la acequia con el chapoteo de sus pies. Cuando reía, los pájaros asomaban por el ramaje sus cabezas curiosas y quedaban inmóviles, en planta de escuchar al chiquillo
El padre se llamaba Nelo; la madre Roseta; el chiquillo Tonet.
Además estaba el abuelo, el padre de Roseta. No habitaba con el matrimonio, pero casi todas las tardes iba al domicilio de su nieto, para recrearse con las diabluras de éste, echar un párrafo con Nelo a propósito de las campesinas labores y embobarse mirando a su hija, la moza más guapa que, según su decir, topaban los ojos desde Santa Pola a Alicante.
El señor Chimo —nombre del abuelo— residía dos kilómetros a distancia de la heredad sin otra compañía que una sirvienta y un entre criado y jornalero —tan ancianos como él— en una barraca, pintarrajeada de azul.
Inútil fue que Nelo y Roseta le suplicaran una vez y otra y otra que se fuera a vivir con ellos. No quiso. Ni el nieto torció su negativa
—Cada pájaro en su nidal —replicaba el octogenario.
Y en su nidal seguía, no obstante la parálisis que le agarrotaba las manos y los pies, dejándole apenas movimiento. Apoyándose en un cayado y arrastrando las piernas, podía caminar. Sus ojos permanecían jóvenes, reluciendo enérgicamente en su rostro de berebere, coronado de albos mechones.
Algunas veces paraba en la casería de Nelo, a echar un trago de agua o a encender un cigarro, Chaume, patrón de la más brava lancha que pescaba al bou en las aguas de Santa Pola.
Situada la finca, a medio camino, entre Elche y Santa Pola, servía de apeadero a Chaume. Amarraba éste su caballejo a un árbol, echábase a ojos la gorra de seda con botones de nácar y, remetiendo sus manos en la faja de estambre, rebasaba la puerta. Si era apetecible la frescura, asentaba con el matrimonio bajo el ancho parral.
Hacía punta Chaume entre los buenos mozos de la marinería y era hábil en tañer la guitarra, maestro en cantares y conversador ingenioso para las gentes campesinas, fáciles a cualquier retórica. Murmurábase que, antes de Nelo, fue novio de Roseta. En ley de verdad, nunca, por lo menos a vista de personas, hizo cosa o dijo palabra que permitieran sospechar en él resquemores, del fallido noviazgo o restos de amor por la ex–novia. Tampoco en ella daba muestra el pasado de revivir. Hasta alguien paró mientes en que cuando Chaume iba a casa de Nelo y Nelo no estaba, se volvía desde la puerta, sin entablar con Roseta diálogo.
Veces había, ello no obstante, cuando Chaume parlaba con la elchera, en que Nelo, cuidando no ser visto, ponía sus pupilas, recogiéndolas contra los párpados, en el rostro del mozo; luego las giraba escudriñadoras para contemplar a Roseta. Fuera esto, ni con palabras ni con obras dio señal de molestia por las visitas del patrón; menos hizo a su mujer requerimientos o advertencias a propósito del asunto.
Muchas tardes, tras acompañar al joven hasta el árbol donde amarraba su caballo, le veía Nelo partir e iba siguiéndole con ojos tercos carretera adelante. Luego tornaba hacia el jardín, repeinaba con sus dedos la cabellera de Tonet, atraíale con fuerza a su pecho y, al cabo de una pausa, abría su navajilla podadora y limpiaba de ramas muertas los macizos.
Entre corte y corte, solía quedar pensativo, pasando y repasando el dorso de la mano siniestra por el filo de la navaja.

II

El negocio era provechoso y merecía la pena de emprenderlo, aunque ello significara un año de separación. Al cabo del año estaría bien vendido el esparto, a que obligaba la contrata y Nelo podría abandonar Orán volviendo a Elche con algunos billetes de a mil.
Bienestar presente y futuro le significaba el negocio. Mejor vida para su Roseta y más seguro porvenir para Tonet y para los hijos que cariño y tiempo aportaran. De suerte que Nelo aceptó las proposiciones. Aquella noche era la fijada para tomar la carretera de Alicante y embarcarse a bordo de un vapor que al amanecer haría rumbo a Orán.
Mientras Roseta, que, con Tonet, acompañaría a Nelo en la tartana, arreglaba el equipaje del marido, éste, inclinándose hacia el señor Chimo, murmuró:
—Véngase junto al pozo, que hemos de hablar a solas sin que nadie, más que las estrellas, nos escuche.
—¿Qué es?
—Allí lo sabrá.
—Andando.
Arrastrando los pies y apoyándose en la recia cayada llegó el anciano, seguido por su yerno hasta el brocal del pozo. Sentóse con auxilio de Nelo, aguardó a que éste asentara junto a él y le dijo concisamente:
—Habla.
—Me voy; y me voy por un año. Grande fuera mi pena siempre; pero nunca tanto como ahora. Al irme llevo una sospecha engarfiada en el corazón.
—¿Cómo?... ¿Qué sospecha es la tuya?
—A nadie acuso, porque nada sé de fijo. Óigame lo que quiero decirle. Usted es el padre de Roseta, pero es el abuelo de mi hijo, de Tonet. La honra de este hijo no es la mía sólo, es la de usted, la de toda la sangre de usted y todas las mías revueltas, que revueltas van las dos sangres por las venas del niño. Yo no estaré aquí, abuelo, para guardar esa honra. A usted le confío su guarda.
—Ve tranquilo —respondió el viejo que se había ido deslizando por la fábrica del aljibe, hasta ponerse en pie—. Ve tranquilo. Yo quedo.
En la noche, bajo el fulgor de las estrellas, la figura del señor Chimo, parecía más alta; en su cabeza destocada, relucían los ojos desafiadores, enérgicos.

III

Era cierto. Tras múltiples acechos, realizados con la terquedad del árabe, el viejo tuvo segura prueba de la traición de su hija.
Grandes fueron los disimulos y las artes empleadas por los amantes para ocultar su culpa. Celebraban sus entrevistas a las horas altas de la noche, cuando los seres y las cosas dormían, cuando las tinieblas desdibujaban las imágenes y Tonet, rendido por las travesuras diurnas, dormía con profundo y reparador sueño.
Entonces, a campo traviesa, evitando el paso por otros caseríos, llegaba a la de Nelo, Chaume. Arrastrándose por entre los macizos, acercábase a la ventana, abríase ésta, la saltaba el galán; volvía la ventana a cerrarse y antes de clarear la aurora, mostrábase en Santa Pola el gallardo patrón, arreglando los aparejos de su lancha.
El viejo lo supo. Escondido en un cañaveral vió deslizarse a Chaume por el cauce fangoso de la acequia. No quedan huellas en el agua. Desde el cañaveral le vió; pegado al muro, poniendo su oído en la ventana, recogió cuchicheos que rubricaban la perfidia. Acaso, mezclada con estos cuchicheos, llegó hasta el anciano la respiración tranquila de Tonet.

IV

—Mira —decía el señor Chimo, conversando con su hija al pie del parral, en un mediodía de los fines de Agosto—, en cuanto caiga unas miajas el sol, me llevo a Tonet. Hay en la higuera que enfrenta mi barraca, brevas maduras ya. ¡Algunas comiste de chicuela!... Quiero que este año las primeras sean para Tonet. De suerte que viene conmigo y esta noche se queda a dormir en mi casa. Mañana, de que sean las nueve, te le traigo con un cesto de brevas que te van a saber a gloria.
—Tonet, ¿oyes al «yayo»? —preguntó Roseta al chiquillo que jugaba cerca de ella.
—Y quiero irme con él. Las brevas de «yayo» son las más dulces y las más gordas que hay.
—No quede por mí. Vete.
A media tarde se despidieron el anciano y el niño. Una hora después, pasaba a caballo por frente a la casa, en dirección a Santa Pola, Chaume. Se detuvo sin apearse, saludando a Roseta que estaba al borde del camino. Ella dijo muy quedo:
—Esta noche puedes venir antes y marcharte después. El chico no vuelve hasta mañana. Estaremos solos. Adiós

V

Era noche de obscuridad. Nubes anchas cubrían las estrellas; el aire callaba; las aguas de las acequias, corrían en silencio.
A las doce entró Chaume por la ventana. Dieron las dos en los relojes de Elche. Por entre las cañas se deslizó una sombra alta, rígida, fantasmal; llegó a la ventana y pegó el oído a sus rendijas. Un gran silencio reinaba en la vivienda. La sombra fue alejándose hasta llegar a un bosque de naranjos. Ocultos en él estaban una mula y un niño. El animal traía a lomos haces de leña sarmentosa; el chiquillo asentaba encima del latón.
—Aguarda y no hables —dijo el que llevaba al muchacho—. Aún no es tu hora.
Su voz sonaba húmeda como si la mojase el llanto. Descargó la mula de los haces y uno a uno fue transportándolos al pie de la casa. Rodeó con ellos los muros; tapiando la ventana cegando la puerta hasta el dintel. Después amontonó sarmientos contra las vigas que sustentaban el parral.
Todo lo hizo sin ruido, sin que un sarmiento restallase, sin que una astilla rozase la pared.
Terminada la faena, retornó al bosque de naranjos.
—Ven conmigo —dijo al muchacho—. Procura ir de puntillas, sin dar tropezones.
Y llegaron a la casa.
Alzando con sus dos brazos el latón, dio vuelta al edificio deteniéndose de trecho en trecho. Hizo altos más largos en la puerta y en la ventana.
—¡A lo que falta! —dijo por fin a la criatura. Y llevándola hasta la puerta, cubriendo con su ancho sombrero una tea impregnada de alcohol, que ardió súbitamente, ordenó con voz perentoria:
—¡Arrima eso a la leña!
Primero fue una llama azul; después una chispeante neblina, pronto hoguera que ardió por igual, a lo largo de la pared, en el hueco de la ventana, en el quicio amurallado de la puerta. Dentro se oyeron gritos. La ventana se abrió. Las llamas entraron por ella. A su lumbre se recortaron dos imágenes angustiosas. Tendían sus brazos al incendio. Pronto se borraron entre espirales de humo.
El viejo en pie, erguido, sujetando al niño con sus manos convulsas y puestos los ojos en las llamas, seguía el viaje del incendio.
—¡Hecho! —gritó al desplomarse la techumbre.

VI

Del vapor saltó un hombre vestido de luto. Un viejo y un niño, enlutado como él, le aguardaban junto a la plancha.
—¡Ni casa, ni mujer! —sollozó el viajero echándose en brazos del anciano.
—Queda el hijo —repuso el viejo con voz firme—. Y queda mi barraca —añadió—. ¡Allí cabemos todos!

Desde el destierro









(Codo, Zaragoza, 1888 – Madrid, 1949)
La Nación (Buenos Aires, 29/VI/1941)

I

El baile ha terminado. De la tómbola, apenas queda el esqueleto del que cuelgan aquí y allá —cómicamente— jirones de percalina azul, blanca, roja. Rosas de papel, guirnaldas de hiedra —todo un efímero decorado carnavalesco— yace en la grava del jardín, mezclado a trozos de cordel, de cordón, de cinta, de papel de seda, de cuanto sirvió para envolver los regalos. El último «premio» desapareció con el último papelote afortunado. Los concurrentes, ya destrozada, desnuda, la tómbola, van también desapareciendo. El baile, el vino y la coquetería acabaron por fatigar a los hombres; pero el alfilerado palique, la implacable —y general— revisión de trajes, no acabaron de fatigar a las damas. Quedan grupos de invitadas mariposeando en torno a los escasos héroes masculinos que siguen manteniendo la dignidad del acto...
¡Se trataba, al fin, de allegar fondos para infelices refugiados! ¡Primorosa fiesta de caridad, de esa caridad para elegantes, para refinados, inventada por la coquetería para exaltar, sin esfuerzo alguno, el heroísmo, el dolor humano; para llegar a cualquier sacrificio por el camino del placer!
¡Una tómbola! Es delicioso describirla. ¡Cómo los objetos agrupados en ella pierden su valor real para adquirir uno quimérico! Aquel busto de Nerón, inadmisible, inadmitido en ocho tiendas de anticuarios, ¡cómo ha crecido en interés histórico, al caer en manos de una anciana marquesa que comenzó por confundirlo con el busto de Petrarca! Aquel tapiz isabelino —quizá del gabinete de Cánovas—, ¡con qué agilidad retrocedió tres siglos!
Porque en una tómbola caritativa, el cobre se convierte en oro, el cristal en diamante, Nerón en Petrarca, el siglo XIX en el XV, Grilo en Góngora, la percalina en damasco... La caridad todo lo exalta, todo lo nimba, todo lo transforma. ¡Qué voracidad la suya, y qué poder de exaltación!
Voracidad —repito—, porque toda aquella oronda cartera de documentos bancarios, apretada contra el corazón de Lucio, ¡con qué vehemencia pasó a las manos de las damas organizadoras! Pero, al mismo tiempo, ¡qué ancho su pecho —el de Lucio— al descargar su cartera en obsequio al «ideal»! Aun no sabiendo de qué «ideal» se trataba, ¡qué exaltación juvenil la de Lucio, al verse acariciado por la miel de aquellas palabras, por la luz de aquellos ojos!... Sobre todo por la luz y la miel de los ojos y la boca de Titania.

II

Titania... ¿Por qué comenzó a llamar Titania a aquella joven —la más linda— de la comisión? Verdad es que también a él, a Lucio, comenzaron a llamarle «el borriquito de oro»... ¡Bah! Él conoce bien al atolondrado cronista de salones que lanzó el mote. Pero Lucio no se inquieta por tal cosa. El cronista de salones es un joven «bohemio» que nunca logró tener acceso a la cartera de Lucio. Es un defraudado... Y ¿por qué le llaman Puck?
Lucio nada llega a comprender, excepto la eficacia sobrenatural de su cuenta corriente. Lucio es tosco, muy tosco —y él lo sabe—, pero ¡con qué jubilo admiten su tosquedad en los salones, en este mismo jardín de Armida, en las tómbolas de caridad y de buen tono!... Claro es que apenas sabe hablar, pero ¡qué provocativos brillantes luce en su pechera! Claro es que ignora las artes de la coquetería, pero ¡qué taumatúrgica su firma en cualquier papelote! El borriquito de oro tartamudea, se aturde, se pierde en un mar de confusiones; y toma al barroco por el egipcio y a Churriguera por Fidias, pero ¡qué vehemencia la suya en la Bolsa, qué gracioso el ímpetu de su firma en cualquiera de sus cheques!
Un ligero vientecillo arremolina los jirones de papel, las cintas, los guiñapos de cadeneta; mece los gallardetes, las banderolas, después de remover jovialmente las ramas —cuajadas de los usuales frutitos multicolores, luminosos— de donde arrancan oleadas de perfume auténtico que desvanecen todos los residuos de perfumes artificiales. La noche avanza. Los invitados van despejando la escena. Alguna pareja de enamorados se retrasa, ya un poco mustia por los excesos del tango...
Es entonces cuando ve Lucio a Titania como derrumbada en un sillón de mimbre, al parecer dormida. El sillón está un poco retirado del centro, ya medio oculto entre dos bruñidos troncos de álamo. Instintivamente, Lucio se va acercando al sillón, en el que —a pesar de la sombra— está dando gritos un puñado de rosas prendido a aquel pecho que asciende y desciende con un suave ritmo encantador. Lucio clava sus ojos en aquella doble colina en movimiento, y...

III

No recuerda Lucio haber escuchado la risa de Mefistófeles, pero sí la de Puck, el cronista insoportable. La oye entonces, a dos pasos: una risa menuda, fraguada para confidencias procaces, para rincones de salón, de jardín, de palco...
Bruscamente vuelve Lucio la cabeza, pero se contiene frente al gesto pícaro —y amable— de Puck. Quien le dice:
—Lucio: debe usted realizar la hazaña más graciosa de cuantas pueden ocurrir en el país de las hadas. ¡No vacile un momento!
Suavemente se aparta Lucio del sillón de mimbre, llevando consigo a Puck. A quien contesta:
—Es usted el hombre más impertinente que conozco. No le abofeteo por no despertar a Titania. Le tengo miedo al escándalo.
—Yo también. Pero usted no me ha comprendido. Le dije que realizase aquí mismo, esta noche, la hazaña más linda del país de las hadas. ¿Eso le ofende?
—No entiendo ese galimatílo entiendo el lenguaje ele mi libro mayor, el de las cifras.
—Todo es cifra, en cualquier idioma, Lucio. Su mismo nombre, el mío, el de Titania...
—¿También ese mote imbécil que usted me ha inventado?
—¡Oh! ¿El de «borriquito de oro»?
—Sí.
—Es aquí, precisamente, el más apetecible... ¡Quién pudiera ser, frente a esa mujer, un borriquito de oro! Escúcheme. Yo quisiera descifrarle.
Lucio se exaspera, está a punto de abofetear —definitivamente— a Puck. Pero el cronista —siempre riendo— logra apaciguarlo. Con gran astucia lo va lentamente hundiendo en la maraña de su propio ser, del que jamás se dio cuenta. Porque Lucio se cree un negociante, nada más: pero ¿no es también —insinúa pérfidamente Puck— un héroe de leyenda? Es el verdadero «héroe contemporáneo» del más precioso cuento de hadas. ¿Por qué? ¡Ah!
Puck se dio en seguida cuenta de todo cuando atisbo en Lucio ese obstinado afán de comer rosas, las frescas rosas del rostro, de los hombros de Titania. Persiguió y halló en Lucio un oscuro afán de ser hombre, no máquina de calcular. Hombre plenamente, por el amor a Titania, que había de hacer de él un titán donde se armonizasen la fuerza y la dulzura.
Aquella misma noche Puck había sorprendido en Lucio un gran empeño en salir de su dura corteza de hombre de Bolsa para, «sembrando el oro», crecer, de algún modo, ante los ojos de Titania: un gran empeño en alzarse ante ella como tal o cual hombre extraordinario y verdadero, con sus puños y su corazón, con su tenacidad y su blandura. ¡Y qué sagacidad la de Titania para comprender a Lucio! ¿Sería verdad que Titania admiraba al «borriquito»?... ¡Bah! ¿Qué importa la dura corteza si unas finas manos hunden en ella los dedos? ¡Un manojo de rosas convierte al más fosco animalejo en un legítimo poeta!
Puck, como burlándose, pregunta a Lucio:
—¿Quería usted comerse las rosas de Titania?
Lucio —ya más humanizado— insiste:
—No entiendo ese galimatías.
—Son también cifras... Yo le descifraré...
Corno a un niño, Puck —alborozado— le cuenta las fábulas de Apuleyo. Lucio escucha —asombrado— y le interrumpe:
—¡Es usted el mismo demonio!
—No soy más que Puck.
Y le cuenta la fábula de Puck, de Oberón, de Titania... Lucio sigue escuchando, embelesado.

IV

Sigue Titania —en su gabinete de hada revoltosa— escribiendo al astuto, al maligno Puck:
«... En verdad te agradezco esa endiablada crónica; tal vez así podamos repetir —de otro modo más eficaz— estos esfuerzos por enviar allá dinero. No hacía falta que subrayases tan líricamente mis trabajos de organización: las gentes se atienen al resultado, a lo que, en fin de cuentas, es brillo y aliciente.
Muy aguda tu alusión al borriquito. Seguramente le habrá gustado mucho..En seguida le envié el periódico, con tu frase subrayada ele rojo; y le invité a tomar el té conmigo y con las amigas de la junta esta misma tarde. Ya te diré lo que ocurra. Precisamente te escribo una hora antes de la cita: creo que el borriquito será puntual... Naturalmente, le guardo rosas. He llenado mis dos jarrones.
Y óyeme: ¿por qué pusiste entonces tanto empeño en explicar a Lucio nuestros nombres? Hubiera querido hacerlo yo misma. Con ello has precipitado quizás esta sabrosa novela del pintoresco borriquito, que ya va teniendo demasiados comentadores.
Porque, naturalmente, yo no dormía. ¿Cómo pudiste suponer que yo dormía? Nunca más vigilante. Sabes —¿por qué no decirlo?— cuánto me interesa Lucio. ¿Por qué? No conozco varón más tenaz, más firme en cuanto se propone. Creo que, si se lo propusiera, nos daría a todos lecciones de historia mitológica. De tan clara visión para los negocios de dinero, ¿cómo es posible que tanto se le obscurezca en todos los demás? ¿Sus modales? ¿Qué valen los modales, qué toda la faramalla retórica exterior, sin un sólido tuétano en que apoyarse? Y bien se ve que él no lleva dentro un blandengue jovenzuelo de "cabaret", sino un titán. Y los titanes no son finos oradores; hablan con sus músculos, no con almibaradas sonrisas.
Claro es que a Lucio le faltan unas manos de mujer —¿por qué no las de Titania?— que le adiestren en esos banquetes de rosas donde acabe de humanizarse para el gran público... Para mí —lo confieso— ya lo está; en la noche de la tómbola ya le aguardaba impaciente mi manojo de rosas. Tú, por afán de revelar estos sencillos enigmas, lo desviaste un poco de mí. ¿Hubiera él resistido mi... invitación? Creo que no, aun siendo tan callado...
En este momento oigo su voz, la de Lucio. Se ha anticipado media hora... Buena señal».

V

Penetra Lucio mejor vestido que nunca, pero más que nunca despojado de todo aquello que suele encubrir a los hombres cuando se deciden a un primer encuentro con el «eterno femenino». Es un hombre sin defensas. Trae en sus manos un estuche, que deposita en las de Titania, previo un balbuciente saludo. Ella, no poco nerviosa, retiene el estuche sin dar las gracias, sin cumplir el más leve requisito social de los que el momento exige. Ha visto en los encandilados ojos de Lucio una firme decisión, ha sorprendido en las manos de Lucio un temblor que en seguida prendió en las suyas.
Momento difícil. No sabe Titania, en definitiva, si reír o llorar, si sentarse o quedar en pie, tal es su azoramiento. Y Lucio se mantiene en la misma actitud, sin adelantar ni retrasar un paso... Por fin, sin palabras, señala con el dedo el estuche, que Titania despoja de sus papeles de seda, atropelladamente, hasta ver el contenido.
—¡Ah!
Lanza Titania un grito de sorpresa, de júbilo, de admiración... No es fácil determinar su calidad. Absorta, contempla unos momentos el fondo del estuche, hasta que, a una señal de Lucio, extrae de allí... ¡un lindo borriquito de oro!
Lucio queda pendiente de los ojos de Titania, a los que pregunta angustiosamente su opinión, de los que tal vez aguarda una implacable sentencia. Transcurre otro minuto. La escena debe proseguir, tanta mudez debe romperse, disolverse en un turbión de palabras. Pero ninguno de los dos acierta con la llave del grifo, con la palabra mágica.
El borriquito está allí, sobre el piano, junto a un opulento jarrón colmado de rosas blancas y rojas, recién abiertas. Excepto algunas que entonces realizan el supremo esfuerzo para estallar. Titania, erguida junto al piano, toda trémula, corta uno de los capullos rojos y lo muestra —sonriente— a Lucio.
Y el borriquito de carne, alborozado, frenético, acude al reclamo, se aproxima a Titania como dispuesto a recibir un beso, un insulto, un abrazo, una bofetada... Ella se inclina sobre él, va a prenderle el capullo en el ojal...

No acierta a prenderlo, no acierta a nada. Su boca, sus mejillas, su frente, su pecho, se acercan tanto a Lucio que...as. Só

Sanguino



Una tarde plena

El saguino1 es tan pequeño como un ratón, y del mismo color.
La mujer, después de sentarse en el autobús y de lanzar una mirada tranquila de propietaria sobre los asientos, ahogó un grito: a su lado, en la mano de un hombre gordo, estaba lo que parecía un ratón inquieto y que en verdad era un vivísimo saguino. Los primeros momentos de la mujer versus el saguino se consumieron en intentar sentir que no se trataba de un ratón disfrazado.
Cuando hubo llegado a eso, comenzaron momentos deliciosos e intensos: la observación del animal. Todo el autobús, además, no hacía otra cosa.
Pero era privilegio de la mujer estar al lado del personaje principal. Desde donde estaba podía, por ejemplo, reparar en la pequeñez de la lengua del saguino: un trazo de lápiz rojo.
Y estaban los dientes, también: casi se podían contar millares de dientes dentro de la raya de la boca, y cada pedacito menor que el otro, y más blanco. El saguino no cerró la boca ni un instante.
Los ojos eran redondos, hipertiroideos, combinando con un ligero prognatismo, y esa mezcla, que le daba un aire extrañamente impúdico, formaba una cara medio desvergonzada de niño de calle, de esos que están permanentemente resfriados y que al mismo tiempo chupan un caramelo y sorben la nariz.
Cuando el saguino dio un brinco sobre el cuello de la señora, ésta contuvo un frisson, y el placer escondido de haber sido elegida.
Pero los pasajeros la miraron con simpatía, aprobando el acontecimiento, y, un poco ruborizada, ella aceptó ser la tímida favorita. No lo acarició porque no sabía si ése era el gesto que debía hacer.
Y sin embargo, el animal sufría de la falta de cariño. En verdad su dueño, el hombre gordo, sentía por él un amor sólido y severo, de padre a hijo, de amo a mujer. Era un hombre que, sin una sonrisa, tenía el llamado corazón de oro. La expresión de su rostro era hasta trágica, como si él tuviera una misión. ¿La misión de amar? El saguinoera su cachorro en la vida.
El autobús, en la brisa, como embanderado, avanzaba. El saguino comió un bizcocho. El saguino se rascó rápidamente la redonda oreja con la pierna fina de atrás. Elsaguino gritó. Se colgó de la ventana, y espió lo más rápidamente que pudo, despertando en el autobús opuesto caras que se espantaban y que no tenían tiempo de averiguar lo que habían visto.
Mientras tanto, cerca de la mujer, una señora contó a otra señora que tenía un gato.
Que el gato tenía actitudes amorosas, contó.
Fue en ese ambiente de familia feliz cuando un camión quiso adelantar al autobús, y casi ocurrió un accidente fatal. Hubo gritos. Todos saltaron deprisa.
La mujer, retrasada, a punto de llegar tarde, cogió un taxi.
Sólo en el taxi se acordó de nuevo del saguino.
Y lamentó con una sonrisa sin gracia que, estando los días que corrían tan llenos de noticias en los diarios que no la concernían, los acontecimientos se distribuyeran tan mal, al punto de que un saguino y casi un accidente sucedieran al mismo tiempo.
«Apuesto -pensó- a que nada más me ocurrirá durante mucho tiempo, apuesto a que ahora voy a entrar en la época de las vacas flacas.» Que era, en general, su tiempo.
Pero ese mismo día sucedieron otras cosas. Todas en la categoría de bienes declarables. Sólo que no eran comunicables. Esa mujer era, además, un poco silenciosa consigo misma y no se entendía muy bien a sí misma.
Pero así es. Y nunca se supo de un saguino que haya dejado de nacer, vivir y morir, sólo por no entenderse o no ser entendido.
De todos modos fue una tarde embanderada.


1 Especie de mono. (N. de la T.)







Reposo





Convalecencia

Casi en el mediodía, el hombre me rociaba de arena, empujando con el pie desnudo. Me volvía, medio dormida, desperezándome a la sombra de la cara inclinada y sonriente. El hombre cambiaba o alteraba un poco, con frecuencia, sus mallas de baño. Pero la aguda cara permanecía igual e incomprensible, sonriéndome. La cara recordaba con intensidad a un animal desconocido. Y, al mismo tiempo, siguiendo sin esfuerzo las líneas del rostro había allí una expresión de inteligencia humana y maliciosa.
Sólo a fines de abril, lejos, en un otoño destemplado, pude comprender cuán semejante era la cara a la de un fauno pequeño y jovial.
Extendida en la hondonada llena de hierbas, no podía divisar los extremos del hotel y las rocas. La playa se reducía a un triángulo cuyas puntas se clavaban con firmeza en el horizonte.
Una mañana el mar era azul, grave, alzando repentinas olas contra la arena. Las tres muchachas iban paseando por la orilla, despacio. Sólo me llegaban las risas, sin concierto, menudas risas líquidas, con la misma música que hacían las aguas al amanecer, en la lejana punta rocosa.
Nada más que a una hora, en el alba, podía escucharse la música. Desde cualquier punto en que me colocara, la sentía acercarse oblicuamente, nerviosa, con el mismo andar soslayado de los caballos de raza que paseaban por la arena en el alba.
Los colores de las mallas de las tres muchachas aparecían, en el sol enfurecido, fríos y extraños. Azul oscuro las de los dos extremos, pantalones azules y camisilla blanca vestía la más alta, que iba a largos pasos entre las amigas, desprendiéndose un trecho, alcanzada en seguida.
Hubiera querido vestir a las muchachas con naranjas y amarillos, rojos violentos. Pero luego descubrí que los graves azules de las mallas y la blancura de la camisilla se correspondían con el mar, en una réplica amistosa que sólo muchachas en la mañana podían dar. Las vi, al regreso, pasear por la orilla de diminuta y mansa ola, con el sonido de las risas, manchas de agua y de luz en los pies descalzos, que empujaban e iban formando con los colores de sus trajes.
Desde la carpa del club alemán, próxima e invisible, llegó una voz masculina. Arrulló, alegre y misteriosa, una risa de mujer. Y en seguida entre carcajadas:
-¡No miréis donde el sol no miró!...
Podía imaginarme sola hasta las diez. Por el camino retorcido entre tamarices se acercaban pasos y una voz sajona. Desembocaban a mi derecha y tomaban posesión de su pedazo de playa, clavando una enorme sombrilla de colores. El hombre era rubio o canoso, atlético, con una risa que quería decir: "Lindo, a la mañana, en la playa, el aire y el sol, ¿eh?". Su risa terminaba siempre en pregunta, levemente. La mujer no contestaba. Desnudaba al niño y le azuzaba después para que la persiguiera, gateando. Llevaba pantalones cortos, blancos sobre la malla, y anteojos oscuros. Avanzaba en línea recta hacia el mar, las manos en la espalda. Era visible su fe en el alma del agua. Avanzaba, siempre recta, hasta la orilla para saludar el mar y tributarle alguna cosa.
Una vez el hombre llamó a la mujer de pantalones blancos: "Tuca". Era cercano el mediodía y las gaviotas, al sonar el nombre, iniciaron el vuelo de reconocimiento, chillando sobre el pedazo desierto de playa.
Cuando llegaba el momento de tostarme la espalda, buscaba despedirme de la playa con una rápida mirada. Una nueva y poderosa sabiduría mandaba ahora en mi cuerpo y era forzosa la obediencia. Quedaba con la cara escondida entre los codos, pasando en seguida al mundo de los filosos pastos amarillos y las hormigas. Pero nunca pude comprender la actividad de los insectos, sus carreras indecisas, eternamente buscando. Les sonreía, soplando unos pocos granos de arena para cubrirlos y verlos resucitar, a la tercera tentativa, de entre los muertos.
Atrás y arriba mío el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mí la playa perdida. Y, cuando no era posible soportar el sol en los hombros y en los riñones, una sombra venía de cualquier parte.
-¿Dormía?
Yo levantaba entonces la mejilla arenosa para
saludar. Todas las tardes, al anochecer había olvidado la cara del vecino de playa. Ahora, en la mañana, volvía a conocerla. La risa, alargándole los ojos, prometía revelar la clave del rostro, el signo que permitiría recordarlo siempre.
-¿Cómo se siente hoy?
Yo me sentía siempre bien, aunque un poco menos cuando él se acercaba. Lo veía como a un mensajero de mil cosas que me molestaba recordar. Llegaba siempre el momento en que, estirado, apoyado el cuerpo en los codos, el hombre sonreía a su propio pie en movimiento y murmuraba:
-¿Sabe lo que me dice en la carta de hoy?
-¿Eduardo? ¡Una carta por día! A veces pienso que usted las inventa.
-Si quiere verlas... De lejos, claro. No todo es hablar de usted.
-No. Ni de lejos. ¿Pero no es posible que entienda lo que significa no tener relación con nadie? Hombre o mujer, en ninguna parte del mundo. No hay nada más que la playa y yo.
-Gracias.
-Bah. Usted no existe, como individuo. Está en la playa simplemente.
-Bueno. ¿No piensa escribirle más?
-No puedo. Mire: soy feliz. ¿Qué puedo decirle a Eduardo?
El hacía una mueca de burla y se callaba. Antes de irse, insistía:
-Claro que Eduardo es inteligente y puede comprenderlo. Pero usted ya está bien. Tendrá que volverse. Si se fabrica complicaciones por adelantado...
Lo despedía moviendo la mano y volvía a echarme.
Recién una mañana en que la sombrilla de colores fue clavada más temprano, pude conocer el secreto de la mujer de los pantaloncitos blancos. Caminaba hacia el mar, como siempre, con las manos unidas en la espalda. Segura de la soledad en aquella hora, se hizo traición: la vi ofrecer al mar las piernas, el movimiento de las piernas en marcha.
En cuatro patas, el niño se había detenido y contemplaba inmóvil, con un pequeño y confuso espanto, los pasos de su madre. Comprendí la calidad marina de aquellos pasos, un poco entrecortados, repentinamente veloces, con la marcha disparada de los crustáceos. Suspendidos, en suaves movimientos donde participaba la totalidad de las piernas, como curvas de peces en luz. Acariciando con calma el aire, hasta no ser más que un puro contacto. Y en seguida el mar rodeaba las piernas, trepando, y era allí donde se quebraba con más fuerza, con un ronquido de bestia que reconoce después de olfatear.
Recuerdo que tuve desde entonces un gran cariño por la marcha de aquellas piernas flacas. Había presentido, anteriormente, aquella libertad, el sentimiento de libertad que me llenaba la playa en las mañanas iluminadas.
Era como si alguno, diestramente, aflojara todas mis ligaduras. Me sentía instalada en un tiempo remoto, segura en mi tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses.
Una embarcación pasaba entre la isla y el horizonte. Oía a un pájaro picotear la madera de un árbol. Aquella mañana, la última, me dijo el hombre:
-Hola. Estaba dormida, ¿eh? Bien, distinguida y apreciada señorita... Sucede que... La carta de hoy.. Ultimátum, damisela. Inaplazable. Se le da plazo para telefonear hasta la una. Puede hacer lo que quiera. ¿Se fijó en las nubes a la izquierda? Tormenta. Lo dice un viejo lobo de mar. Le debe quedar una media hora de plazo. Estoy seguro de que se va a arrepentir. De todos modos, ya está curada. Día más o menos, tendrá que volver. ¿Entonces? Ya relampaguea del lado del hotel. No le conviene resfriarse.
Se levantó riendo, mirando las nubes que se acercaban. Antes de irse volvió a sonreírme. En la cara, entonces, no tuvo más que una expresión de burla mezquina, un desprecio agresivo. Estaba segura de que iba a telefonear a Eduardo.
Me levanté un poco después, envolviéndome en la bata. Recuerdo haber mirado el cielo oscurecido y, en seguida, la playa. Mi mirada fue sostenida y devuelta por el mar, la orilla húmeda y lisa, la mujer de los pantalones blancos, el niño, los pastos humildes y alargados. Todo aquello, tan antiguo y tercamente puro, todo aquello que me había alimentado con su sustancia, día tras día.
Mientras esperaba la comunicación en la cabina del teléfono, ya en el hotel, oía el ruido de los truenos y los primeros golpes de agua en las vidrieras. La voz de Eduardo empezó a repetir, lejana: "Hola, hola... ¿Quién? Hola...". Detrás de la voz, más allá del rostro que la voz formaba, imaginé percibir el zumbido de la ciudad, el pasado, la pasión, el absurdo de la vida del hombre.
Desde el coche, yendo a la estación, derrumbada entre maletas, busqué el pedazo de playa donde había vivido. La arena, los colores amigos, la dicha, todo estaba hundido bajo un agua sucia y espumante. Recuerdo haber tenido la sensación de que mi rostro envejecía rápidamente, mientras, sordo y cauteloso, el dolor de la enfermedad volvía a morderme el cuerpo.