Mr. Jones
Míster Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque míster Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y por lo visto, le hacían pequeños regalos de dinero por su conversación y consejo. De no ser así, carecía de medios manifiestos para mantenerse.
Yo nunca entablé conversación con míster Jones, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido; de cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un lunar en la mejilla izquierda, un pequeño defecto carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales oscuros como boca de lobo: era ciego, y también inválido; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas. Siempre iba vestido con un recién planchado traje de tres piezas gris oscuro o azul, y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.
Sin embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se sentaba en su alegre habitación, en un cómodo sillón, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y yo estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para extrañarme de ello. Cuando me picaba la curiosidad, me figuraba que sus amigos habrían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar bien y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una mezcla entre sacerdote y terapeuta.
Míster Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.
Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su «salón» de cortinas de encaje, pregunté por míster Jones.
Carraspeando, una de ellas dijo:
-Eso está en manos de la policía.
La otra explicó:
-Hemos dado parte de él como persona desaparecida.
La primera añadió:
-El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana le subió el desayuno a míster Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.
-Qué raro...
-...que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico...
Diez años pasan.
Ahora es una tarde de diciembre, con un frío de cero grados, y estoy en Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.
Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras, no hay equivocación sobre aquel rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el lunar rojo en forma de estrella.
Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y míster Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.
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