lunes, 29 de diciembre de 2014

Desde el destierro









(Codo, Zaragoza, 1888 – Madrid, 1949)
La Nación (Buenos Aires, 29/VI/1941)

I

El baile ha terminado. De la tómbola, apenas queda el esqueleto del que cuelgan aquí y allá —cómicamente— jirones de percalina azul, blanca, roja. Rosas de papel, guirnaldas de hiedra —todo un efímero decorado carnavalesco— yace en la grava del jardín, mezclado a trozos de cordel, de cordón, de cinta, de papel de seda, de cuanto sirvió para envolver los regalos. El último «premio» desapareció con el último papelote afortunado. Los concurrentes, ya destrozada, desnuda, la tómbola, van también desapareciendo. El baile, el vino y la coquetería acabaron por fatigar a los hombres; pero el alfilerado palique, la implacable —y general— revisión de trajes, no acabaron de fatigar a las damas. Quedan grupos de invitadas mariposeando en torno a los escasos héroes masculinos que siguen manteniendo la dignidad del acto...
¡Se trataba, al fin, de allegar fondos para infelices refugiados! ¡Primorosa fiesta de caridad, de esa caridad para elegantes, para refinados, inventada por la coquetería para exaltar, sin esfuerzo alguno, el heroísmo, el dolor humano; para llegar a cualquier sacrificio por el camino del placer!
¡Una tómbola! Es delicioso describirla. ¡Cómo los objetos agrupados en ella pierden su valor real para adquirir uno quimérico! Aquel busto de Nerón, inadmisible, inadmitido en ocho tiendas de anticuarios, ¡cómo ha crecido en interés histórico, al caer en manos de una anciana marquesa que comenzó por confundirlo con el busto de Petrarca! Aquel tapiz isabelino —quizá del gabinete de Cánovas—, ¡con qué agilidad retrocedió tres siglos!
Porque en una tómbola caritativa, el cobre se convierte en oro, el cristal en diamante, Nerón en Petrarca, el siglo XIX en el XV, Grilo en Góngora, la percalina en damasco... La caridad todo lo exalta, todo lo nimba, todo lo transforma. ¡Qué voracidad la suya, y qué poder de exaltación!
Voracidad —repito—, porque toda aquella oronda cartera de documentos bancarios, apretada contra el corazón de Lucio, ¡con qué vehemencia pasó a las manos de las damas organizadoras! Pero, al mismo tiempo, ¡qué ancho su pecho —el de Lucio— al descargar su cartera en obsequio al «ideal»! Aun no sabiendo de qué «ideal» se trataba, ¡qué exaltación juvenil la de Lucio, al verse acariciado por la miel de aquellas palabras, por la luz de aquellos ojos!... Sobre todo por la luz y la miel de los ojos y la boca de Titania.

II

Titania... ¿Por qué comenzó a llamar Titania a aquella joven —la más linda— de la comisión? Verdad es que también a él, a Lucio, comenzaron a llamarle «el borriquito de oro»... ¡Bah! Él conoce bien al atolondrado cronista de salones que lanzó el mote. Pero Lucio no se inquieta por tal cosa. El cronista de salones es un joven «bohemio» que nunca logró tener acceso a la cartera de Lucio. Es un defraudado... Y ¿por qué le llaman Puck?
Lucio nada llega a comprender, excepto la eficacia sobrenatural de su cuenta corriente. Lucio es tosco, muy tosco —y él lo sabe—, pero ¡con qué jubilo admiten su tosquedad en los salones, en este mismo jardín de Armida, en las tómbolas de caridad y de buen tono!... Claro es que apenas sabe hablar, pero ¡qué provocativos brillantes luce en su pechera! Claro es que ignora las artes de la coquetería, pero ¡qué taumatúrgica su firma en cualquier papelote! El borriquito de oro tartamudea, se aturde, se pierde en un mar de confusiones; y toma al barroco por el egipcio y a Churriguera por Fidias, pero ¡qué vehemencia la suya en la Bolsa, qué gracioso el ímpetu de su firma en cualquiera de sus cheques!
Un ligero vientecillo arremolina los jirones de papel, las cintas, los guiñapos de cadeneta; mece los gallardetes, las banderolas, después de remover jovialmente las ramas —cuajadas de los usuales frutitos multicolores, luminosos— de donde arrancan oleadas de perfume auténtico que desvanecen todos los residuos de perfumes artificiales. La noche avanza. Los invitados van despejando la escena. Alguna pareja de enamorados se retrasa, ya un poco mustia por los excesos del tango...
Es entonces cuando ve Lucio a Titania como derrumbada en un sillón de mimbre, al parecer dormida. El sillón está un poco retirado del centro, ya medio oculto entre dos bruñidos troncos de álamo. Instintivamente, Lucio se va acercando al sillón, en el que —a pesar de la sombra— está dando gritos un puñado de rosas prendido a aquel pecho que asciende y desciende con un suave ritmo encantador. Lucio clava sus ojos en aquella doble colina en movimiento, y...

III

No recuerda Lucio haber escuchado la risa de Mefistófeles, pero sí la de Puck, el cronista insoportable. La oye entonces, a dos pasos: una risa menuda, fraguada para confidencias procaces, para rincones de salón, de jardín, de palco...
Bruscamente vuelve Lucio la cabeza, pero se contiene frente al gesto pícaro —y amable— de Puck. Quien le dice:
—Lucio: debe usted realizar la hazaña más graciosa de cuantas pueden ocurrir en el país de las hadas. ¡No vacile un momento!
Suavemente se aparta Lucio del sillón de mimbre, llevando consigo a Puck. A quien contesta:
—Es usted el hombre más impertinente que conozco. No le abofeteo por no despertar a Titania. Le tengo miedo al escándalo.
—Yo también. Pero usted no me ha comprendido. Le dije que realizase aquí mismo, esta noche, la hazaña más linda del país de las hadas. ¿Eso le ofende?
—No entiendo ese galimatílo entiendo el lenguaje ele mi libro mayor, el de las cifras.
—Todo es cifra, en cualquier idioma, Lucio. Su mismo nombre, el mío, el de Titania...
—¿También ese mote imbécil que usted me ha inventado?
—¡Oh! ¿El de «borriquito de oro»?
—Sí.
—Es aquí, precisamente, el más apetecible... ¡Quién pudiera ser, frente a esa mujer, un borriquito de oro! Escúcheme. Yo quisiera descifrarle.
Lucio se exaspera, está a punto de abofetear —definitivamente— a Puck. Pero el cronista —siempre riendo— logra apaciguarlo. Con gran astucia lo va lentamente hundiendo en la maraña de su propio ser, del que jamás se dio cuenta. Porque Lucio se cree un negociante, nada más: pero ¿no es también —insinúa pérfidamente Puck— un héroe de leyenda? Es el verdadero «héroe contemporáneo» del más precioso cuento de hadas. ¿Por qué? ¡Ah!
Puck se dio en seguida cuenta de todo cuando atisbo en Lucio ese obstinado afán de comer rosas, las frescas rosas del rostro, de los hombros de Titania. Persiguió y halló en Lucio un oscuro afán de ser hombre, no máquina de calcular. Hombre plenamente, por el amor a Titania, que había de hacer de él un titán donde se armonizasen la fuerza y la dulzura.
Aquella misma noche Puck había sorprendido en Lucio un gran empeño en salir de su dura corteza de hombre de Bolsa para, «sembrando el oro», crecer, de algún modo, ante los ojos de Titania: un gran empeño en alzarse ante ella como tal o cual hombre extraordinario y verdadero, con sus puños y su corazón, con su tenacidad y su blandura. ¡Y qué sagacidad la de Titania para comprender a Lucio! ¿Sería verdad que Titania admiraba al «borriquito»?... ¡Bah! ¿Qué importa la dura corteza si unas finas manos hunden en ella los dedos? ¡Un manojo de rosas convierte al más fosco animalejo en un legítimo poeta!
Puck, como burlándose, pregunta a Lucio:
—¿Quería usted comerse las rosas de Titania?
Lucio —ya más humanizado— insiste:
—No entiendo ese galimatías.
—Son también cifras... Yo le descifraré...
Corno a un niño, Puck —alborozado— le cuenta las fábulas de Apuleyo. Lucio escucha —asombrado— y le interrumpe:
—¡Es usted el mismo demonio!
—No soy más que Puck.
Y le cuenta la fábula de Puck, de Oberón, de Titania... Lucio sigue escuchando, embelesado.

IV

Sigue Titania —en su gabinete de hada revoltosa— escribiendo al astuto, al maligno Puck:
«... En verdad te agradezco esa endiablada crónica; tal vez así podamos repetir —de otro modo más eficaz— estos esfuerzos por enviar allá dinero. No hacía falta que subrayases tan líricamente mis trabajos de organización: las gentes se atienen al resultado, a lo que, en fin de cuentas, es brillo y aliciente.
Muy aguda tu alusión al borriquito. Seguramente le habrá gustado mucho..En seguida le envié el periódico, con tu frase subrayada ele rojo; y le invité a tomar el té conmigo y con las amigas de la junta esta misma tarde. Ya te diré lo que ocurra. Precisamente te escribo una hora antes de la cita: creo que el borriquito será puntual... Naturalmente, le guardo rosas. He llenado mis dos jarrones.
Y óyeme: ¿por qué pusiste entonces tanto empeño en explicar a Lucio nuestros nombres? Hubiera querido hacerlo yo misma. Con ello has precipitado quizás esta sabrosa novela del pintoresco borriquito, que ya va teniendo demasiados comentadores.
Porque, naturalmente, yo no dormía. ¿Cómo pudiste suponer que yo dormía? Nunca más vigilante. Sabes —¿por qué no decirlo?— cuánto me interesa Lucio. ¿Por qué? No conozco varón más tenaz, más firme en cuanto se propone. Creo que, si se lo propusiera, nos daría a todos lecciones de historia mitológica. De tan clara visión para los negocios de dinero, ¿cómo es posible que tanto se le obscurezca en todos los demás? ¿Sus modales? ¿Qué valen los modales, qué toda la faramalla retórica exterior, sin un sólido tuétano en que apoyarse? Y bien se ve que él no lleva dentro un blandengue jovenzuelo de "cabaret", sino un titán. Y los titanes no son finos oradores; hablan con sus músculos, no con almibaradas sonrisas.
Claro es que a Lucio le faltan unas manos de mujer —¿por qué no las de Titania?— que le adiestren en esos banquetes de rosas donde acabe de humanizarse para el gran público... Para mí —lo confieso— ya lo está; en la noche de la tómbola ya le aguardaba impaciente mi manojo de rosas. Tú, por afán de revelar estos sencillos enigmas, lo desviaste un poco de mí. ¿Hubiera él resistido mi... invitación? Creo que no, aun siendo tan callado...
En este momento oigo su voz, la de Lucio. Se ha anticipado media hora... Buena señal».

V

Penetra Lucio mejor vestido que nunca, pero más que nunca despojado de todo aquello que suele encubrir a los hombres cuando se deciden a un primer encuentro con el «eterno femenino». Es un hombre sin defensas. Trae en sus manos un estuche, que deposita en las de Titania, previo un balbuciente saludo. Ella, no poco nerviosa, retiene el estuche sin dar las gracias, sin cumplir el más leve requisito social de los que el momento exige. Ha visto en los encandilados ojos de Lucio una firme decisión, ha sorprendido en las manos de Lucio un temblor que en seguida prendió en las suyas.
Momento difícil. No sabe Titania, en definitiva, si reír o llorar, si sentarse o quedar en pie, tal es su azoramiento. Y Lucio se mantiene en la misma actitud, sin adelantar ni retrasar un paso... Por fin, sin palabras, señala con el dedo el estuche, que Titania despoja de sus papeles de seda, atropelladamente, hasta ver el contenido.
—¡Ah!
Lanza Titania un grito de sorpresa, de júbilo, de admiración... No es fácil determinar su calidad. Absorta, contempla unos momentos el fondo del estuche, hasta que, a una señal de Lucio, extrae de allí... ¡un lindo borriquito de oro!
Lucio queda pendiente de los ojos de Titania, a los que pregunta angustiosamente su opinión, de los que tal vez aguarda una implacable sentencia. Transcurre otro minuto. La escena debe proseguir, tanta mudez debe romperse, disolverse en un turbión de palabras. Pero ninguno de los dos acierta con la llave del grifo, con la palabra mágica.
El borriquito está allí, sobre el piano, junto a un opulento jarrón colmado de rosas blancas y rojas, recién abiertas. Excepto algunas que entonces realizan el supremo esfuerzo para estallar. Titania, erguida junto al piano, toda trémula, corta uno de los capullos rojos y lo muestra —sonriente— a Lucio.
Y el borriquito de carne, alborozado, frenético, acude al reclamo, se aproxima a Titania como dispuesto a recibir un beso, un insulto, un abrazo, una bofetada... Ella se inclina sobre él, va a prenderle el capullo en el ojal...

No acierta a prenderlo, no acierta a nada. Su boca, sus mejillas, su frente, su pecho, se acercan tanto a Lucio que...as. Só

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