jueves, 5 de diciembre de 2013

Cuento serbio


El maratoniano y el juez de carrera
Aunque no coincide exactamente en el plano cronológico estoy convencido de que oí esta historia por primera vez de boca del difunto Leonid Sejka, pintor, que se denominaba a sí mismo «clasificador». Si había leído el manuscrito de Terts o a él también se la habían contado, lo ignoro. Lo único que creo saber es que fue él el primero que me la contó. (Seguía con la mirada a los corredores jadeantes que se adelantaban uno a otro haciendo un terrible esfuerzo físico y mental, deslizándose por un paisaje imaginario, al que él daba forma y color. Juntando tres dedos de la mano derecha, buscaba la palabra y expresión, como si palpase bajo las yemas la finura del pigmento o el espesor de los colores, mientras que la mano izquierda permanecía inmóvil, extrañamente inmóvil, como paralizada: en ella se consumía el cigarrillo y la columna de ceniza siguió hasta el final recta, intacta).
La historia dice así:
Vestidos con pantalones cortos de deporte y camisetas con enormes dorsales, los corredores del maratón se preparan para la carrera. Entre ellos, hay algunos que compiten por primera vez, pero también otros que son campeones experimentados del maratón, así como un señor de unos cincuenta años, alto y huesudo, veterano famoso, antiguo campeón múltiple, una gloria de la patria.
Son los primeros días del otoño o los últimos de la primavera. En la plaza mayor, entre el edificio barroco del ayuntamiento y el restaurante, cuelga una pancarta de tela con la inscripción START. Las señoras vuelven de la misa matutina, llevando de la mano a unos niños impecablemente peinados. Las señoritas vestidas con faldas largas y cuellos de encaje palmotean alegremente, sin quitarse los guantes blancos.
Cuando el juez de carrera baja el banderín, los corredores arrancan con una fingida indiferencia: les esperan veinticinco largos kilómetros, e incluso los novatos saben que la maquinaria del cuerpo y del espíritu no debe forzarse al máximo hasta más tarde.
Así, en pelotón, recorren las calles de la ciudad, unas veces iluminados por el sol matutino (en esos momentos se protegen los ojos con las viseras de caucho), otras, cuando los edificios altos les ocultan el sol, sumidos en cuadros de sombra. Inmóviles en el bordillo de la acera, los funcionarios aplauden tibiamente, los caballeros blanden con fuerza sus bastones, señalando a sus favoritos, los barberos dejan por un instante a sus enjabonados clientes, y los aprendices, apoyados en el quicio de la puerta, siguen a los corredores con una mirada nostálgica y piensan que el destino les ha dado la libertad como alas y que uno de ellos se llevará la gloria del campeón.
Todavía corren en grupo, y a través de los aplausos cada vez más escasos oyen el ruido rítmico de sus pasos y de su propia respiración. Luego, la ciudad se aleja lentamente. Han pasado por los suburbios ahogados por el humo, por la papelera, la fábrica de cerveza; a la izquierda queda el hangar ferroviario; cruzan el puente, y aquí ya empiezan los campos, los prados y el cañaveral, que, al sol de la mañana, exhalan el olor a hierbas mezclado con la neblina. Este aroma los obliga a entornar los ojos, como si la fuerza divina de la naturaleza, los jugos arcaicos de la tierra, abrieran entre los jadeos un camino más fácil hasta los pulmones y la sangre.
El recorrido está marcado con banderas, y la motocicleta, que soltando gases serpentea delante de ellos, los guía para que no se pierdan. La masa compacta ya se ha dispersado. Por supuesto, sólo se trata de medir las fuerzas o las primeras crisis (pasajeras), antes de que el cuerpo se someta a la fuerza de la voluntad, de la razón y de la ambición; o hasta que los traicione por completo.
Valdemar D., con el dorsal número veinticinco, un hombre alto de unos treinta años, el pelo rubio muy corto y las piernas largas y delgadas, siente que por fin ha logrado dominar la inercia del cuerpo, que al llegar al linde del bosque ha vencido el entumecimiento de los músculos, la indiferencia de los huesos, la desgana de las plantas de los pies, que ha domado a la postre a este animal físico que un santo denominó «asno mío». Corría sin dificultad, sus piernas se movían como dos pistones en marcha bien engrasados. El olor del bosque, el aroma de las coníferas, parecía que le daba nuevas fuerzas. El sonido de una sierra mecánica, los golpes de un hacha contra un árbol sonoro, el olor a serrín húmedo semejante al tufo de la orina, eran como un lejano eco de su infancia.
A pesar de lo acordado con el entrenador, que ahora ya era un recuerdo vago y casi olvidado, en la pendiente del bosque imprimió a su cuerpo una aceleración digna de un finish, y se colocó a la cabeza del primer grupo en el que se encontraba también el famoso veterano, corriendo su última carrera, la de honor. Por un instante, le pareció que el veterano lo miraba extrañado e incluso que había movido la cabeza, probablemente para indicarle que las cosas no se hacían así, que aún no había llegado la hora de tomar posiciones, pues acababan de abandonar la ciudad: todavía se oía con claridad el repicar de las campanas de la iglesia.
Al llegar a campo abierto, se dio la vuelta. Detrás de él se alzaba la pared verde del bosque y un sendero estrecho en el que no había nadie. (Los imaginaba subiendo, sin aliento, la última cuesta en el corazón del bosque, descubriendo las huellas de sus pies en el barro).
El paisaje le resultaba familiar, demasiado familiar; tenía la suerte de que el itinerario en el que solía entrenar era justo el mismo por el que ahora corría impulsado por un viento alegre, por un entusiasmo olvidado hacía mucho tiempo.
Al llegar al kilómetro seis, le arrojaron un cubo de agua a la cara; en el siete le pasaron una botella y él, sin dejar de correr, vació el líquido que olía a saúco y sabía a agua de lluvia; en el kilómetro diez, alguien le gritó que debería reducir la velocidad y guardar fuerzas para el finish; en el kilómetro once, se hundió hasta los tobillos en el fango a la orilla de un lago.
Con la sorpresa de un hombre acostumbrado y bien entrenado-un corredor experto, que empezó a competir en distancias cortas antes de encontrar, siguiendo los consejos del entrenador, su verdadera vocación en las carreras de larga distancia en las que la intervención de la suerte queda reducida al mínimo y en las que deciden la fuerza de voluntad, la experiencia y el entrenamiento-, se dio cuenta de que estaba corriendo la carrera de su vida, a punto de conquistar el trofeo que anhelan cientos, miles de atletas. Emocionado por este hecho-porque su cuerpo se doblegaba sin esfuerzo, sin resistencia, por la armonía perfecta que había alcanzado con esta máquina humana, porque había roto su rebeldía, la había domesticado y sometido-, meditaba sobre el milagro biológico que le había permitido domar la inercia del cuerpo, la resistencia de la materia, la gravedad de la Tierra, y la forma en que conseguía, como un faquir de la India, dominar la actividad de su corazón, controlar su ritmo. ¿Cómo se había producido, se preguntaba, esta armonía mágica, este equilibrio ideal entre voluntad, fuerza, años, días?
Volvía la cabeza en vano. Tras él no había más que extensiones de campos verdes y ondulados, colinas boscosas, el reflejo rosado del lago; pero no había ni rastro de los que estaban con él en la línea de salida.
Sólo lo seguía el sol describiendo un gran arco.
La cruz incandescente de la torre del pueblo se le aproximaba cada vez más. En los mojones apoyados en los árboles al borde del camino, veía pasar los kilómetros, y por fin descubrió, no sin asombro, que en uno de ellos, arrimado ahora a un poste de teléfono, figuraba el número doce. Esto suponía un tiempo récord, incluso para una carrera de cinco mil metros, pensó, y una gran alegría inundó su alma, una felicidad que lo asustaba un poco, como si él mismo presenciase un fenómeno desconocido, prodigioso, que rayaba con lo inhumano, con lo imposible. Pues si a mitad de la carrera aún conservaba esta frescura, entonces sólo un percance imprevisto, una caída torpe, una torcedura de tobillo, podría impedirle establecer un récord fantástico que entraría en los anales del deporte, una victoria digna del mito maratoniano.
A poca distancia del pueblo, la motocicleta redujo la velocidad y se metió en el recinto de un campo de fútbol, invadido por la maleza crecida. (El ruido del motor se apagó de repente y él pensó que se había producido una avería). En ese instante advirtió que, junto a la ruinosa portería alguien agitaba un banderín amarillo. Miró hacia atrás, pensando que probablemente la señal estaba dirigida a otro, a los niños que le pisaban los talones o a un ciclista curioso que se le había acercado demasiado. Detrás de él no había nadie. La moto dio una vuelta y se paró justo al lado de la portería. El motorista se colocó las gafas de caucho en la frente y extendió los brazos con aire de impotencia.
Valdemar D. miró al juez de carrera y le pareció que conocía a ese hombre, esos brazos cortos, robustos, esas piernas torcidas, esa vigorosa cabeza cuadrada. El juez de carrera agitaba el banderín y le hacía señales enérgicas para que se detuviera.
-Número Veinticinco, tiene que descansar-oyó claramente la voz del juez. (También la voz le resultaba familiar).
Valdemar D., sin embargo, sigue corriendo, busca la salida de ese campo de fútbol abandonado, infectado de hierbajos. Por todas partes lo rodea una oxidada alambrada de espino. Valdemar D. sabe que no debe pararse, que ahora no debe pararse, justo cuando ya ha logrado hacer lo que ha hecho, cuando ya ha superado la mitad del recorrido. Así que continúa corriendo en círculos por inercia, para que la máquina orgánica no se quede sin aliento y el motor no se detenga, para que no se desequilibre el ritmo de los pasos y del corazón. Jadeando levemente, consigue espetarle al juez de carrera (¡esta cabeza, Dios mío, cómo le suena!):
-Señor juez, yo no estoy cansado.
Y sigue corriendo en círculos.
-¡Le ordeno que se detenga y que tome aliento!-grita el juez de carrera, rojo como la grana, agitando el banderín arriba y abajo, arriba y abajo-. ¡Se lo ordeno!
Valdemar D. le contesta por encima del hombro, sin modificar el ritmo de sus pasos:
-Señor, si me paro ahora...
-Usted se va a parar, número Veinticinco. ¡Le ordeno que pare! ¡¿Me ha oído?! ¡Párese!
-Pero ¿a mitad de la carrera?-se lamenta Valdemar D. sin dejar de correr y buscando una salida a través de la alambrada oxidada.
-Es por su bien-grita el juez, olvidando por un momento agitar el banderín-. Si no me cree a mí, número Veinticinco, aquí hay una persona que lo convencerá de que es por su bien. Está cansado.
Entonces, a una señal del juez, sale María de una tienda. (Esta carpa baja servía evidentemente de punto de control y en ella estaba instalado un teléfono de campaña). La reconoció incluso antes de que empezara a hablar, a pesar de que una pamela de paja sumía en sombras la mitad de su cara.
-Valdemar-le grita con un tono asustado-, te lo suplico, ¡párate! Ven a descansar. ¡Tienes que descansar, Valdemar!
Entonces se despertó. El sueño se desvaneció, precipitadamente, como la diminuta columna de ceniza de un cigarrillo consumido. El despertar le parecía una caída, la caída de un ángel. ¿No se deslizaba un poco antes por unos lugares paradisíacos? María, cuya voz aún resonaba con claridad en su mente-con la medida de la vigilia-, hacía más de quince años que estaba muerta.
Fuera se presentaba uno de esos amaneceres sucios grises.
Todavía tuvo tiempo para contar el sueño al hombre que estaba tumbado a su lado en el catre, en algún campo de concentración siberiano. Este, a su vez, después de la súbita muerte de Valdemar, contó lo sucedido a otro prisionero, hoy ya también fallecido. El sueño de Valdemar llegó así hasta Abraham Terts, que en las cartas que escribía a su mujer hablaba de todo y de nada. El censor del campo apenas prestaba atención a su correspondencia, en la que, de un modo estúpido, se hablaba más de Dios, del diablo y de Gógol que del clima, de la diarrea o del pésimo tabaco.
Terts termina la historia sobre el desdichado letón de forma lacónica (en la carta hay que dejar espacio para la providencia divina y la nariz de Gógol): «le quedaban exactamente doce años y seis meses para cumplir la condena». En la página siguiente (81) de la edición londinense, añade, ahora ya al margen de la anécdota y, por eso, en cierto modo paradójicamente: «El sueño es el abrevadero del alma que se escapa por la noche a las fuentes de la vida».
Al leer no hace mucho el libro de Terts, recordé la historia de Sejka. (Cada vez estoy más convencido de que tenía el libro en manuscrito). Nos había contado lo ocurrido a su manera, citando a menudo a Berdiaev, a Dostoievski y a Beckett. Estaba solo, enfermo y era ruso. Y sabía cómo iluminar sus narraciones con la misma luz secreta que irradiaba de sus cuadros.

© Danilo Kis (Serbia)

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