jueves, 10 de julio de 2014

Cuento ruso



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Al Viejo Queso de Cheshire

I
¡Querido amigo!
Su carta de Inglaterra ha viajado un año entero, y realmente me asombro de que haya podido llegar a su destino. ¿Dónde estará usted ahora? Me escribe que Londres, como antes, lo conduce y reconduce a través de sus calles, su metro, sus music-halls, tabernas, las noches en los muelles, Hyde-Park, la City, Picadilly, el Mall, los muchos siglos de piedras entretejidas de la Abadía de Westminster, a la poltrona del abuelo junto a la chimenea y al whisky con soda de las noches de niebla. No por nada el Parlamento reside desde hace ocho siglos en un antiguo monasterio.
Recuerdo bien el asombro que sentí ante la civilización cuando -¡qué fruslería!- no pude atravesar de Tootenham Court Road a Oxford Street, tan llena de taxis, de autobuses, de camiones... Observé que la carga pasaba por encima de los techos gracias a las grúas, y que alguien me propuso atravesar la calle por el pasaje subterráneo. Recuerdo muy bien el sentimiento de orgullo y de gratitud que sentí hacia la humanidad ante tanta cultura almacenada, sentimiento que experimenté dos veces en Londres: una, bajo las columnas del British Museum, al abandonar sus salas silenciosas, cuando sentí que a mis espaldas quedaba toda la historia de la humanidad, todo lo que de mejor han producido los siglos, pues en sus salas oscuras había visto todos los libros que han aparecido bajo la luz del mundo; la segunda vez fue en Westminster, junto a la tumba de Newton... Allí, en medio de siglos y penumbra, en la piedra de muros y cimientos, el mismo Newton se convierte en sólo un pequeño anillo de ese concepto grandioso que se llama «humanidad» creado por la propia humanidad, y en la lápida que cubre los restos de Newton, donde está escrito su nombre, gastada por los pasos de los hombres que caminan sobre ella.
Recuerdo que después de Westminster fuimos al Viejo Queso de Cheshire, ese restaurante tan amado por Dickens; había allí una jaula y dentro de ella una cacatúa que emitía gritos destemplados de cuando en cuando. Nos dieron de comer ese pie que tanto le gustaba a Dickens, y terminamos la comida con el queso añejo que da nombre al restaurante. Cuando nos disponíamos a salir, el propietario, al advertir que éramos extranjeros, nos regaló un libro de trescientas páginas donde se relataba la historia del local a partir del año 1647, quién lo había frecuentado, qué pintor, qué poeta, cuál de los duques de York había matado el tiempo nublado de Londres junto a su chimenea; allí se relataba que un gentleman había besado en la escalera del restaurante a una bellísima lady, y lo que a continuación había ocurrido; se indicaba con toda precisión en qué lugar y a qué hora se sentaba Dickens, y en qué página de Una historia de dos ciudades, describió el restaurante... Al despedirnos, el patrón nos dijo con orgullo que también él era un colaborador de la cultura...
Pero he aquí en qué modo vivo ahora:
A derecha e izquierda, a mis espaldas, y ante mí: la estepa. Sale el sol por la estepa y en la estepa se pone. El ferrocarril pasa a cien verstas de nosotros, y del poblado más próximo nos separan otras quince. En primavera los tulipanes florecen salvajemente en la estepa y la hierba nos llega a la cintura, luego el sol se pone al rojo vivo y sólo queda la tierra quemada y, aquí y allá, un poco de artemisa y de esparto; en invierno cae la nieve y resplandece sobre la tierra la estrella polar; la copa de la Osa Mayor no puede disipar toda nuestra tristeza de habitantes de la estepa... Hay en la estepa un barranco no visible a una versta de distancia, y en un pliegue de ese barranco se levanta nuestra casa. Aramos la tierra, en las laderas del barranco hay un gran huerto, de varias decenas de diesiatinas; hemos encauzado un torrente que caía por el barranco y creado un estanque; dos camellos giran siempre en círculo, bombean el agua para regar la huerta; tenemos seis vacas, dos camellos y un solo caballo. En primavera florece el huerto; el canto de los ruiseñores y el perfume de los manzanos en flor llegan entonces a marearnos; en otoño reina el aroma de las manzanas; las encuentra uno en todas partes, amontonadas en las mesas, en los antepechos de las ventanas, en el suelo, en la caballeriza, en los dormitorios. Junto al estanque, entre los álamos, se eleva nuestra casa, baja, con techos de madera, con una mano de cal en el exterior, como las cabañas ucranianas; una terraza da al jardín arbolado, cuajado en primavera de ruiseñores que nos ensordecen. En el interior de la casa las habitaciones son bajas, las camas grandes, crujientes las puertas; y toda la casa está impregnada, tal vez para siempre, del olor de la estepa, de artemisa, de bochorno.
En Rusia ha estallado la revolución; todas las carreteras están desiertas. De cuando en cuando se vislumbra en el amplio horizonte un jinete kirguis, quien inmediatamente después se desvanece. Nadie nos visita y nosotros no visitamos a nadie. No tenemos trigo; hacemos pan de manzana amasado con leche. Vivimos aquí cinco personas: la vieja madre de mi marido, miembro de la Sociedad de Geografía y Entomología (sigue haciendo sus investigaciones, escribe), mi marido, yo, Nikolai, el hermano de mi marido, y su esposa Olga. Vivimos en armonía y valientemente. Mi marido pasa el día en el linde del barranco que mira a oriente, cuidando un colmenar, o en una cabaña donde escribe... A veces, durante el día dispara su fusil -es una señal que hemos convenido y yo voy a alcanzarlo- y nos tendemos bajo el sol; otras, oigo en la terraza el ruido de las patas de su pointer, lleva en el hocico un pedacito de papel donde está escrita una sola palabra: «¡Ven!».
Por la noche, después del crepúsculo, nos sentamos en la terraza, en los escalones que conducen al abismo y permanecemos largo rato en silencio; siento el rocío en mi vestido... Despierto al amanecer y encuentro siempre a mi suegra en su cuarto, con una lupa ante los ojos, y la pluma en la mano, inclinada sobre sus mariposas y escarabajos... ¡Si supiera usted las cosas extraordinarias que cuenta sobre las mariposas!... Mi jornada está colmada de actividades: por las mañanas Olga y yo salimos a ordeñar las vacas, luego una de nosotras las lleva al pastizal, los hombres hacen la provisión de agua, nosotras preparamos la comida, luego trabajamos en el huerto; en primavera removemos la tierra al pie de los manzanos, después tenemos que luchar con los gusanos, y ahora debemos recoger la cosecha.
Pronto llegará el invierno, no nos moveremos de aquí, la nieve nos mantendrá encerrados en casa; afuera será invierno y adentro estaremos muy a gusto. No sabemos nada de lo que ocurre en el mundo; en efecto, vivimos sin dinero, precisamente en el primer escalón de la sociedad, y no sé ni cómo ni cuándo podré enviarle esta carta. Ha llegado el otoño, los días son extraños, el huerto es amarillo, la estepa se ha vuelto aún más amplia, los días pasan sin ver a nadie, silenciosos, el sol nos ciega y sin embargo ya hace frío, de madrugada caen las primeras heladas, y el cielo es inmenso, colmado de estrellas; algunas noches, las dos parejas salimos a caminar por la estepa, y recorremos varias verstas. Los hombres llevan consigo los fusiles, porque esta es la época de las migraciones y se puede tirar sobre alguna avutarda, pero también como precaución contra los lobos que ya empiezan a hacer incursiones en nuestra finca. Cuando regresamos mi marido y yo nos quedamos a dormir en el colmenar, junto a las manzanas y la miel, y Olga y Nikolai en el henar, sobre la hierba marchita.

Del diario de Olga Dimitrievna, esposa del pintor Nikolai

5 de septiembre de 1918
Ayer mi suegra nos habló de un viaje científico que hizo a Mongolia, y María evocó sus recuerdos de Inglaterra; más tarde paseamos por la estepa y oímos aullar los lobos. Anoche tuve muy malos sueños: soñé con unas calles de Londres no lejos de Trafalgar Square, y me parecieron casi transformadas en el desierto mongólico; las vi muertas y cubiertas de arena... el surtidor de la fuente vecina a la columna de Nelson no arrojaba agua, y el granito estaba hecho añicos; por las calles pasaban los mongoles a caballo; luego vi a un inglés, con sombrero de copa y paraguas. Y ahora pienso que este sueño es muy semejante a nuestra realidad. ¡Qué horrible, la estepa que nos rodea y el desierto! Cuando pasan por la finca los kirguises y se detienen a descansar, sacan de sus monturas trozos de carne grasosa y fétida y la devoran a dentelladas. Cuando (aunque sólo lo hemos hecho un par de veces) nos disponemos a visitar a otros seres humanos, nos resulta eso más complicado que si quisiéramos viajar de nuestra finca a Petersburgo, a una distancia de un millar y medio de verstas...
Hoy es un día de sol, pálido, claro, muerto; esta noche ha helado; dormimos en el henar; en la colina, encima de nosotros aullaban los lobos... Y en la madrugada, levantándome con dificultades, sentí una vez más agitarse en mi interior al niño, bellísimo, misterioso... El día pasó como siempre lleno de trabajo y de preocupaciones. Me gustan nuestros días porque nos amamos y somos valientes. A la una, después del almuerzo, nos reunimos todos, las mujeres jugamos solitarios; los hombres juegan una partida de ajedrez.
En verdad, mi sueño no es del todo semejante a nuestra vida: en el sueño, Mongolia devoraba a Londres, en tanto que nosotros somos colonos que traemos la civilización a esta tierra de bárbaros.

7 de septiembre
Hoy recogí en el huerto las últimas manzanas; las hacía caer de las ramas con una pértiga, y al dar un paso en falso sentí de nuevo los movimientos de mi hijo. ¡Oh, qué felicidad! Corrí hacia el jardín, me reuní con mi marido, que estaba al lado de los camellos, me arrojé en sus brazos... Nos sentamos junto al cabestrante que tiran los camellos; lo sé, a nuestro alrededor todo es felicidad; luego, como niños sorprendidos en falta hicimos de prisa algunas reparaciones al torno, regresamos al huerto a recoger las manzanas y tardamos bastante en ir a comer, tan ocupados estábamos en la recolección. Después del almuerzo regresamos de inmediato al jardín: María advirtió algo y maliciosamente me amenazó con el dedo; yo le saqué la lengua, bromeando. Hacia el anochecer habíamos recogido un buen montón de manzanas.
Esa noche Andrei, un hombre jovial y lleno de ingenio, nos regaló a María y a mí unos frasquitos con perfumes de su invención, muy buenos, hechos con aceite de manzana y de artemisa (como el aroma que envuelve nuestra vida entera), y en el frasquito escribí: «El perfume de nuestra vida».
Volvimos a casa, trabajé en la ropa de nuestro niño; mamá tendía un solitario, los hombres fabricaban velas de cera para el invierno... todos bromeaban... De noche vimos en la estepa a lo lejos el resplandor de un incendio. ¿Qué podía ser aquello?... Los hombres se intranquilizaron, hablaron de la revolución, de las revueltas campesinas... Todos juntos enviamos nuestro saludo a la revolución, porque sólo ella podrá despertar de su letargo a la Rusia feudal.

8 de septiembre

Esta mañana nuestra soledad fue violada. Al amanecer llegaron los kirguises, cinco jinetes armados con fusiles militares ingleses. Antes debía uno rogarles un buen rato para que pasaran al patio y entraran en la casa; en cambio hoy dejaron sus caballos en el patio, entraron a nuestro comedor y se sentaron, pero no en el suelo sino a la europea, en sillas. Tenían un aspecto solemne y callaban.
Mamá les llevó un plato de manzanas, pero no las aceptaron. Andrei les ofreció miel y sidra: ni siquiera aceptaron la sidra, aunque les explicamos que era alcohol. Permanecían sentados en la misma actitud, con las piernas curvas separadas y las manos sobre ellas; parecía que estuvieran sumidos en pensamientos profundísimos. Todos eran iguales; los ojos estrechos y oblicuos, los gorros puntiagudos de piel llenos de piojos. Al poco rato la habitación se impregnó de un fuerte tufo de inmundicias, de sudor, de leche ácida. Permanecieron en casa poco tiempo. Se levantaron en silencio. Ataron manojos de nuestro heno en las monturas de sus caballos y salieron a galope hacia la estepa. A Andrei y a Nikolai no les gustó la visita, pero mi suegra piensa que es inútil pedirle buena educación a un salvaje y que ya es un bien que hayan eliminado la máscara de resignación y servilismo, pues, también ellos, aunque sea de manera primitiva, se sienten hoy ciudadanos...
Disfrutamos de un día transparente y pálido de otoño. Esta mañana he visto a las cigüeñas dirigirse en una bandada triangular hacia el sur... Como siempre me he dejado invadir por la tristeza... el alma en esos momentos casi se extravía y se tiene el deseo de unirse a ellos. Comienzan a caer las hojas en el huerto que, al deshojarse, se vuelve más amplio; de vez en cuando se oye caer una manzana olvidada. Al anochecer llueve y el cielo se mantiene después nublado. Un viento frío ha comenzado a soplar, husmeándolo y penetrándolo todo. La noche es negrísima, no se ve a un paso de distancia. La estepa es en estos momentos horrible, húmeda, oscura, vacía. Del jardín nos llegan sonidos tristes e inquietantes. Nos reunimos todos en el comedor, cada uno con su quehacer: yo me siento y escribo estas páginas. En noches como esta nos sentimos especialmente unidos. Al terminar de escribir coseré la ropita de mi niño; hoy no dormiremos en el henar, nos quedaremos en casa, como en invierno... Los perros ladran desapaciblemente; con toda seguridad los lobos andan cerca... ¡Ay!, ¡un disparo! Andrei ha ido a ver qué ocurre...

II
En los comités ejecutivos, en las comisiones extraordinarias, en los Estados Mayores de los cuerpos del ejército, en las plazas y las calles, en los senderos del campo, en las carreteras, en los pueblos, las alquerías, los páramos, los campos, estepas, barrancos, ríos... de noche, con lluvia, con nieve, en otoño, con millares de gargantas, millares de personas caminaban, se movían, arrastraban cañones, carretas, ganado... gritaban, cantaban, lloraban, maldecían... dormían a lo largo de los caminos, en las zanjas, en la estepa... quemaban zarzales, pueblos, campos, ciudades, morían con la taza en la mano, adormecidos, altaneros, enfermos. .. mataban con el tifus, con los cañones, con el hambre.
Por los Urales y las estepas marchaban los blancos; vestían uniformes ingleses, con la cruz tradicional, barbados. De Moscú y Petersburgo, de las ciudades y las fábricas salían los rojos, con chaquetas de obreros, afeitados, con estrellas y sin oraciones. Se apostaban los cañones detrás de las trincheras, se disparaba a lo largo de los ríos, entre la niebla, contra las ciudades.
Humeaban los poblados rebeldes... Los hombres enterraban a los suyos y el trigo, en los campos, en las fosas, en los barrancos y los ríos. Durante semanas los hombres no dormían hasta que en cierto momento caían al suelo, muertos de sueño, para no volver a levantarse jamás... En los campos, bajo el sol de otoño y las estrellas, vagaban caballos salvajes, lobos, hombres, terror, oscuridad...
En los comités ejecutivos, en los tribunales, en las comisiones extranjeras, en las oficinas de contraespionaje, en los Estados Mayores del ejército, sonaban los teléfonos, se acumulaba el correo, había un olor acre de tabaco, se escribían decretos, se describía la verdad, se desenmascaraba a los traidores, desfilaban mecánicamente los actos heroicos y las cobardías, se dormía en las mesas, allí mismo se comía, las ejecuciones tenían lugar en los patios traseros, en las puertas principales se fijaban manifiestos; desde las puertas, desde los camastros, desde las mesas, le gritaban a quienes pasaban al lado, a quienes pasaban, a quienes pasaban...
En los comités ejecutivos, en las comisiones extraordinarias, en los Estados Mayores del ejército, archivaban -con fines históricos- los documentos que comprobaban que en tal lugar se había hecho saltar un puente, y que en tal otro había sido asesinado un destacamento, que allá había sido conquistada una franja de terreno y más allá abandonada otra, que en cierto lugar se había vivido una noche de infamia, que los blancos habían colgado en una población a un comisario, que un millar de rojos bien afeitados y con chaquetas de obreros habían muerto luchando por un porvenir bellísimo... que por la estepa marchaba, errabunda, una banda de kirguises que saqueaba, violaba, mataba e incendiaba.
Al principio habían sido los espléndidos días de sol de un verano obstinado; el sol vagaba sobre la corteza azul del cielo, sobre los campos flotaban telarañas, la tierra se sosegaba en el aire azul e inmóvil de día, mientras que de noche ardían las estrellas, renovadas durante el verano, y la luna resplandecía, renaciendo como no lo había hecho desde junio. Luego llegaron las lluvias y el universo y la estepa se habían adormecido en la humedad: el hielo unció las cadenas a la húmeda grisura de la estepa, y cayó entonces la nieve para arrastrarse en los caminos farragosos de la estepa. La nieve cayó, como siempre, por la noche, y al alba los campos estaban cubiertos, alimentando por un minuto el valor en el pecho de todos. Por las calles, mezclando fango y nieve, marchaban los soldados rojos, en las plazas aún no se había apagado el fuego del vivac nocturno, el humo se extendía a ras de suelo, y el aire, como en las mañanas de invierno, era azul. El secretario del comité ejecutivo había puesto leña en la estufa antes de entregarse a la lectura de los documentos, y de entre más de cien cartas tomó una donde el presidente de una comuna rural informaba sobre los acontecimientos ocurridos en su jurisdicción:

... E igualmente os informo que por las llanuras de Posar pasaron hace dos semanas los kirguises, cien hombres armados con fusiles; saquearon las aldeas, tomaron prisioneros a los mujiks, y luego los mataron en la estepa. Casi todas las mujeres fueron violadas y el ganado no sólo robado sino disperso. Eso es lo que han hecho. Asaltaron dieciséis propiedades y tres aldeas. Hemos mandado a los campesinos a la estepa a tratar de recuperar el ganado. ¿Qué hacer, camaradas?

Detrás de la ventana del comité ejecutivo se disolvía la nieve. Los soldados canturreaban una canción obscena. Se disolvía la nieve, en la plaza no había sino lodo, la tierra se volvía gris, como el rostro de una vieja llorosa. La estufa estaba encendida en la habitación. El valor que los hombres experimentan siempre en los primeros días de invierno desaparecía a medida que la nieve se disolvía, el canto de los soldados se extinguió en el punto en que la calle se convirtió en estepa. En el comité ejecutivo se supo que una vez, bajo un gris amanecer, los kirguises habían sido barridos por una ráfaga de ametralladoras que los había dispersado en la estepa húmeda junto con sus caballos, dejándolos como pasto para los lobos, y el secretario dejó la carta del comisario rural bajo el mantel de la mesa. En el despacho del presidente sonó el teléfono: un decreto del Estado Mayor sobre la requisición de vehículos...
...Y en algún lugar de la estepa, durante aquellas terribles semanas, el sol, al ocultarse en las anfractuosidades del terreno en la estepa seca, en una horrible inmensidad roja, iluminaba una colina y sobre la colina un cuadro salvaje y antiguo de campamento nómada asiático. Ardía sobre la colina una fogata y alrededor de la fogata se sentaban los bárbaros, cubiertos de pieles, con los gorros puntiagudos en la cabeza, los rostros tristes y descoloridos, como la estepa y la civilización saturada de artemisa de la estepa... Aquellos hombres eran tan silenciosos como la estepa. Sólo los caballos que vagaban por las quebradas relinchaban de cuando en cuando y galopaban por la estepa removiendo polvo y silencio. Al lado de la fogata, aquellos hombres, durante una jornada de descanso, habían manchado la tierra con suciedad humana; entre los excrementos de los caballos había sillas, fusiles, utensilios de nómada; y la fogata diseminaba un tufo excrementicio, ya que con excrementos alimentaban la llama. Hicieron asar durante largo rato los restos de un caballo, luego se lo comieron, agarrando los trozos de carne con las manos. Así llegó la hora de la puesta del sol, como una herida roja, para que el cielo se encadenara a las estrellas, y la fogata ardió aún durante mucho tiempo, brillante como un ojo rojo y maligno en la vastedad de la estepa... Y el nuevo amanecer encontró a los kirguises a muchas decenas de verstas de aquel fuego; era un día triste, transparente, otoñal, gris, silencioso y frágil como el vidrio, en una grisura de cigüeñas, en una tristeza cigüeñal. Y también aquel día pasó en medio de la lluvia, la humedad, la grisura. Y una nueva vez los kirguises se sentaron junto a una fogata encendida en la estepa, en cuclillas, con sus gorros puntiagudos; nuevamente despedía la fogata un tufo a excrementos y vagaban en las tinieblas los caballos. Y llegó la noche, la negra oscuridad, escarcha, desolación, viento. Desde el comienzo de la noche aullaron los lobos, y los caballos no se alejaron del fuego; se acercaron a él, con el hocico hacia los hombres y la espalda a la estepa; sus ojos denotaban ansiedad, tenían miedo. Y al caer la nueva noche se lanzaron por un camino nuevo. Cerca del campamento había una pila de heno: los rusos acostumbraban meter en esas pilas de heno a los kirguises y prenderles fuego, por ladrones de caballos, y al alejarse del campamento uno de los jinetes arrojó al cúmulo un tizón y el heno ardió como una señal para la nueva noche...
...En la montaña, sobre el barranco, silencio -paz entre los árboles-; abajo en las ventanas brillaba la luz.
Ladraron los perros. Los caballos estaban inmóviles, con las cabezas gachas; en la arboleda, murmuraba el viento como un Huérfano, desagradablemente. Llegaron otros jinetes, desmontaron. Uno de ellos, cabalgando casi tendido horizontalmente al costado de su montura, a la manera kirguis, sobre un caballo de patas pequeñas y largas crines, levantó el brazo que sostenía un rifle y lanzó al aire un disparo. Entonces, sin ruido, con los fusiles y cuchillos en la mano, uno detrás del otro, los kirguises se arrastraron por el zarzal. El que había disparado se quedó a cuidar los caballos. Los caballos formaban un círculo, de espaldas a la estepa, agachaban la cabeza y hacían que las yeguas quedaran dentro del círculo...
Se oyó una voz tranquila procedente de abajo: 
-¿Quién anda ahí? ¿Quién disparó?
Siguió un largo silencio, y de pronto el henar se inflamó con una alta llamarada y el techo crepitó bajo las llamas. Entonces se oyó el gemido lacerante, salvaje, implorante, de una mujer:
-¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Estoy embarazada! ¡Déjeme! ¡Estoy emba...!
Desde su punto de vigía, el kirguis observó cómo tres hombres sacaban de la casa, por los escalones que daban a la terraza, a una mujer. Le llevaban asida de brazos y piernas. El kirguis dio un tirón a las riendas y chasqueó los labios.
Abajo, a la luz del incendio escapaba la gente, sin gritar. Luego se volvieron a oír gritos de mujeres. Cuatro kirguises hicieron rodar una barrica, y, sin esperar a los demás, bebieron metiendo los gorros bajo el chorro.
El incendio se hizo más violento; las cornejas volaban en la tiniebla oscura, en la lluvia y el viento, y los cuervos desvelados por el incendio graznaban sobre la negra estepa. El patio quedó desierto.
De nuevo se oyó un grito de mujer: 
-¡Auxilio!... ¡Suélteme! ¡Quiero morir!
Una mujer se lanzó a la carrera en la oscuridad hacia el fuego. La siguieron cerca de diez hombres, quienes lograron detenerla a un paso del incendio. Un hombre bajó a gatas la escalera, con el rostro bañado en sangre; alargó una mano y disparó contra el grupo de kirguises.
Entonces el vigía disparó su fusil, sin usar siquiera la mira, y vio cómo una bala destrozaba la cabeza del otro...
...Llovió toda la noche, llegó el nuevo amanecer en la humedad gris, la niebla y el viento. El nuevo amanecer encontró a los kirguises en un nuevo campamento; allí también ardía una fogata, también allí los hombres permanecían silenciosos, sentados en cuclillas; también allí erraban los caballos, triscando la hierba seca... De la misma manera fueron los siguientes amaneceres, hasta que de ambos lados del campamento dispararon las ametralladoras para dejar a los buitres y a los lobos un festín de huesos humanos.
Y en la finca, unos cuantos días después, tres mujeres y dos soldados enterraron tres cadáveres, dos hombres y un aborto, un niño que nació muerto, y el comisario, después de los funerales, escribió, meneando la cabeza con perplejidad: «Mataron a dos hombres (pero después de pensarlo un momento, tachó y escribió tres); violaron a dos mujeres jóvenes y a una anciana; se comieron un caballo, incendiaron la caballeriza, etc.».
...En la estepa cayó otra vez la nieve para luego, otra vez, disolverse, convirtiéndose en fango; la tierra arada se convirtió en un lodazal y los pies de los soldados se hundían hasta arriba del tobillo; por la noche, los soldados formaban un único conjunto, a la luz de las fogatas, con la nieve, el fango y sus propios cuerpos; un amanecer los soldados se marcharon hacia la niebla, la nieve, la estepa... En los Estados Mayores, en los comités ejecutivos, no dejaban de sonar los teléfonos.

III
Durante toda una semana la niebla no se apartó de Londres; era marzo. Hubo ocasiones en que la niebla obligó a detenerse a los taxis, tranvías y autobuses; la ciudad languidecía y los hombres caminaban palpando las paredes de las casas. La ciudad languidecía; los hombres se quedaban en sus casas junto a la chimenea, con una manta en los hombros y la ropa interior de lana: hombres y mujeres bebían whisky con soda para entra en calor y matar la vaciedad de los días; la ciudad, todo lo que ella contenía, esperaba que soplaran los vientos del océano. Los faroles quedaban prendidos aún durante el día, pero en la niebla no servían para nada. Los periódicos multiplicaban su tiraje esos días de niebla.
Un hombre, un solitario, un ruso, pero ya transformado en inglés, se había acostumbrado a despertar con el estruendo del hierro, el bullicio de las máquinas de hierro de la ciudad, el jadeo de los automóviles en las calles, pero eran días de niebla, y, al despertar en la viscosidad amarillenta de una mañana, soñoliento aún, oyó un lejano tañido de campanas igual al que oía en Rusia. Alguna vez había maldecido a Rusia precisamente por ese tañido de campanas al que atribuía la ausencia del estrépito de las máquinas.
Tañían las campanas en la niebla rojiza, en la ciudad helada. ¿Sería tal vez el alma nueva de la ciudad lo que se destilaba en ese sonido en medio de la niebla?
Como todos los ingleses, desayunó pork-chop y tocino y bebió el café con mermelada de cáscara de naranja, pero (sólo eso le había quedado de Rusia) nada lo ligaba con la City. Se dirigió, cubierto por una capa negra, al Museo Británico, aferrándose a las paredes de los edificios, de una esquina a la otra... Allí, en las salas oscuras tapizadas de libros, se refugiaría, huyendo del presente, en los laberintos y catacumbas de la historia humana, allí ponderaría, como lo hace siempre todo ruso, la historia de la humanidad con la de Rusia, aunque esta sea, en alguna de sus fases, tan oscura y desconocida como la de China; a pesar de que aquel hombre ya no hablaba su idioma y lo había sustituido por el inglés. Entre los libros su lengua resurgía... los libros hablaban precisamente de la terrible enfermedad del género humano. Esperó así, detrás de la mesa llena de libros, hasta la hora del almuerzo, y entonces aquel hombre salió de nuevo a la niebla, caminó hacia Kingsway, pasó frente a las iglesias del Strand, llegó a Fleet Street, la calle de los periodistas, la calle de Dickens. Esa calle se mantenía -gracias a las leyes inglesas y al conservadurismo inglés- igual que hacía cuatrocientos años, y en un callejón, bajo un pórtico, entró en el Viejo Queso de Cheshire. Ardía la chimenea. Aún no había gente: una cacatúa gritaba algo, los camareros usaban patillas y tenían la digna solemnidad de los ministros; junto al banco, en el corredor, un irlandés había comenzado a emborracharse vencido por la tristeza y la niebla: silbaba el Tipperary y bebía whisky. Apoyaba los codos en un banco, las piernas separadas, y llevaba pantalones grises a cuadros. En un momento dijo, interrumpiendo el Tipperary:
-¡Ay, esta niebla, esta niebla!... Mire, esta foto es de mi hija, la señorita O'Gersy... y este es su prometido, un empleado de la City. ¡Ay!, lo principal...
El hombre de Rusia ya no era joven: la niebla inglesa, los negocios y las calles de fachadas iguales habían dejado en él su sello, en su rostro afeitado de ese color rojiazul típico de los ingleses, ni sano ni enfermo, sino impersonal, donde la voluntad emana de toda vena esclerótica; sólo en los ojos le habían quedado trazos de esa tristeza de los campos y los bosques rusos... En el restaurante se encontró con otro ruso, de su misma especie. Llegaron al mismo tiempo. Al mismo tiempo se quitaron las capas negras y las colocaron una junto a la otra en el clavo donde Dickens colgaba su abrigo. Se sentaron uno frente al otro ante una mesa cubierta con un mantel blanco, en sillas de altos respaldos. Sus cabezas grises sobre el fondo de aquellos respaldos los hacían parecer un par de esos viejos retratos de virtuosos borrachines que puede uno contemplar en la Galería Nacional, y los respaldos de las sillas, envejecidos por los siglos y devorados por la polilla, tenían inscritas muchas palabras alegres, iniciales, fechas que se remontaban a siglos, y parecía que precisamente de los respaldos y de la pátina de siglos en ella depositados, emanase un olor a queso viejo, un olor semejante al del sudor. Uno de aquellos camareros-ministros sirvió, sin hablar, dos tarros de cerveza y se alejó para servirle a otra pareja dos platos de pie de pichón, y ofrecerle un poco de queso añejo a una tercera pareja.
Y como afuera había niebla y la ciudad estaba silenciosa, como eran viejos, solitarios y rusos se le ocurrió al camarero llevarles un tercer tarro de cerveza. Se hundieron en una larga discusión al estilo ruso y -por ser rusos- el tema de su discusión fue Rusia. Su tabaco olía, como todos los tabacos ingleses, a los países exóticos de ultramar; no por nada los ingleses son navegantes y su tabaco se llama «Gusto de Mar», y el trabajo de un inglés huele no tanto a viejos quesos como a tabaco. Los rusos comieron con lentitud el queso. Hablaron durante largo rato...
-Le contaré una historia: sucedió hace cuatro años, en 1918, en Rusia, del otro lado del Volga, al sureste para ser exactos, cuando la estepa ardía en rebeliones y marchaba por ella el ejército checo. Allí, en una propiedad vivía una familia de amigos míos, gente valiente y sana. El padre, un ingeniero metalúrgico, había muerto, y el lugar del jefe de familia lo ocupaba la madre. Tenía dos hijos casados con dos rusas bellísimas, una de las cuales, Olga Dimitrievna, esperaba un hijo. Vivían los cinco en la estepa, decididos a colonizarla. Los kirguises asaltaron su finca, mataron a los hijos, violaron a la vieja y a sus dos nueras bajo la mirada de los maridos moribundos, Olga Dimitrievna abortó al día siguiente, mientras que la otra, María, descubrió a las pocas semanas que estaba embarazada. Piense usted, pues, en una buena mujer rusa, que amaba a su marido, asesinado por los mismos individuos que la habían violado, la cual hasta el día del parto no sabe quién es el padre de su hijo, si el marido muerto y del cual el pequeñuelo debería constituir el único recuerdo, o si de los estupradores que le ensuciaron cuerpo y alma. Y nació un pequeño kirguis de ojos oblicuos, rojo como todos los recién nacidos. Cuando lo lavaron en una palangana sollozó y chilló como todos los recién nacidos. La madre estaba tendida con los dolores del parto; cuando aquellos pasaron, preguntó por su hijo; temían mostrárselo; al fin se lo llevaron, y ella se lo acercó al pecho y se tranquilizó, radiante como todas las madres que tienen por primera vez en los brazos a un hijo, en una alegría total de vida aún no acostumbrada al misterio de la reproducción. ¡Eso es la vida! A Olga le habían matado el hijo en el vientre, y ella, sabe usted, se acercaba de puntillas a la cama de María, para acariciar y mimar a aquel niño, para sentir sus caricias... Tal es la vida. ¡Una verdadera tragedia!... Caminé muchas veces con María por las calles de Londres, cuando era una muchacha; estuvimos en este mismo restaurante... entonces, precisamente aquí, ella hablaba de la grandeza de la civilización humana; este restaurante la impresionó; un poco en broma, un poco en serio, besó, ¡imagínese!, estas paredes y las piedras del Parlamento como el sagrario de la civilización... Mientras más venerable y significativa es, más horrible parece la vida humana...
La cacatúa de la jaula soltó una carcajada. El irlandés que había hablado de su hija se separó del mostrador para ir a hablar con el pájaro. El camarero llegó, y, sin decir palabra, puso frente a los rusos, en la mesa, un paquete de cigarrillos y la cuenta. Entró una familia de americanos de visita en Londres. Los rusos se levantaron, se pusieron sus capas, se despidieron y salieron a la niebla; en una esquina se estrecharon la mano; la niebla se los tragó a dos pasos de distancia; la ciudad callaba.
En su casa, el viejo se puso una bata, encendió el fuego, se sentó en un sillón junto a la chimenea, prendió la pipa, y permaneció largo rato, fatigado, desvencijado, «a la rusa», como cualquier viejo ruso; luego tomó un sifón de agua de seltz y una botella de whisky, los puso en una mesa junto a su sillón y volvió a sentarse con una libreta en la mano. Escribió, con la libreta en las rodillas. La chimenea comenzó a apagarse; ardía con una melancolía semejante a la del viejo. A eso de las siete, el anciano volvió a vestirse y salió otra vez a la niebla, pero ahora con un abrigo nuevo y sombrero de copa. En Russell Square, el barrio de los estudiantes, un ascensor lo hizo descender diez pisos bajo el suelo; el metro lo llevó a Picadilly Circus y luego a Pall-Mall. La noche cayó sobre la ciudad, los faroles ardían con obstinación dando a la niebla un color rojizo; de vez en cuando desde lo alto irrumpía en medio de la niebla la cascada deslumbrante de luces de los anuncios publicitarios, pero en torno a uno mismo no se veía nada; los pocos transeúntes aparecían de improviso a dos pasos de distancia y la calle se hacía eco de sus pasos.
A las once, el viejo estaba ya de nuevo en casa y -como todos los ingleses- se puso el pijama dispuesto a acostarse. No encendió la luz eléctrica, sólo en la chimenea había fuego. Una vez más, en medio de un insólito silencio, un sonido de campanas -y no el estruendo cotidiano del hierro y el acero- le hizo recordar Rusia. Y ya en cama, bajo la manta de lana, metido en su pijama de franela, el viejo pensaba en Rusia, en su patria, senilmente; convencido de que la vejez debe justificar toda la vida pasada, el viejo comprendió que nada habría podido justificar la suya si no transportaba sus viejos huesos a su tierra.
La ciudad estaba sumida en la niebla. La ciudad y todos sus habitantes esperaban que el viento soplara del océano y disipase las nieblas de Londres. Tal vez si se la contemplaba desde Parliament Hill, la colina desde donde una vez la habían admirado los insurgentes en espera de que ardiera el Parlamento (la niebla de Londres iluminada internamente por millones de bombillas eléctricas), Londres bajo la niebla hubiera podido parecer una ciudad sumergida en los abismos del mar, una ciudad fantástica -para un ruso, la mitológica Kitez-Grad*-...
Durante toda la noche en la estepa hubo un temblor de pájaros que se detenían para reposar antes de continuar su vuelo hacia el norte. La noche era oscura, pero había ya una tibieza primaveral; la nieve se había disuelto rápidamente en pocos días, y ahora borboteaban los arroyos y la hierba crecía impetuosamente. Los pájaros volaban en espesas bandadas, la primavera estaba por llegar; todos debían darse prisa. Por la noche cayó una llovizna que pronto cesó; a la medianoche aclaró por completo; salió la luna; las estrellas cambiaron de sitio, preparándose ya para la renovación que se produce en junio. Las ocas graznaron en un monte cercano, junto a un arroyo; un poco más lejos emitía su grito una cigüeña, y las mujeres hablaron entre sí, aún adormecidas.
Un arroyo caía con la violencia de una cascada. Era necesario darse prisa. Tres mujeres trabajaron durante toda la noche junto a la represa, valientes y alegres: se apresuraban a reparar un dique para que las aguas no lo arrastraran; cortaban leña con un hacha, transportaban sacos de tierra, clavaban palos. Antes del amanecer, como siempre, el cielo se volvió durante algunos minutos muy oscuro, para luego colorearse rápidamente de lila hacia oriente. Se oyó entonces que los pájaros batían las alas, levantándose del suelo para volar hacia el norte, hacia sus nidos.


* Ciudad legendaria que supuestamente existe en el fondo de un lago, de la que aún hoy se oye el tañido de las campanas. [N. del T.]




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