martes, 29 de octubre de 2013

Cuento-El quinqué color guinda

El quinqué color guinda
Alumbrando el rellano de la escalera había un quinqué de petróleo, cuyo depósito era de cristal color guinda y levemente modelado como un pequeño mar en que estuviera meciéndose el crepúsculo.
Aquel rellano fue siempre lugar en que se dieron cita a la vez la gran franqueza y el dilatado misterio. Era grande y claro, pues sobre él, a través de los vidrios de la claraboya, de día se veía el cielo, azul o encapotado, y algunas veces repicaba con alegre estruendo a lluvia o el granizo.
Allí aprendí a amar los planos justos con que se define el espacio, la maravilla de los ángulos, las paredes blancas, el techo de cristal, los limpios escalones que pueden contarse, doce hasta allí desde el zaguán y tres después en ángulo recto hacia el pasillo; y luego, muy liso y veloz, el pasamano sobre el cual puede uno dejarse resbalar, resumiendo todos los números posibles, los quince, los infinitos escalones, en su continuidad y en la de un grito que empieza muy grave y acaba muy agudo, como la sirena de un buque.
Allí se despedía por última vez a los hermanos y se salía al encuentro de los que volvían de ciudades lejanas y espléndidas, que están más allá de aquellos montes, mucho más allá; y más allá de la línea remota del mar abierto, donde se desvanecen, ya muy pequeñitas, las velas de los bergantines.
Allí me despidieron a mí también cuando fui mayor, cuando tuve lo menos dieciséis años; y había una jovencita con traje de lunares que no lloraba menos que mi hermana.
Pero ahora quería hablar del quinqué color guinda, aunque no deja de venir a cuento lo demás, pues a él se debe en parte el prestigio del sitio, y acaso también muchas de mis andanzas.
La primavera está en todas partes. Las grandes promesas se hacen de mil maneras, viajan en las nubes, son crines de caballos, o de repente se quedan enjauladas como un pajarillo de sol en un vaso de agua. Así es que pueden muy bien estar en el color guinda de un quinqué de petróleo, sin que lo sepa nadie más que uno, el niño que lo mira, aun cuando por entonces yo creía que lo sabían todos, principalmente los grandes y que aquel era un resplandor de sus dominios. La gran franqueza y el dilatado misterio se habían aposentado en él, pues era como las voces familiares y alegres, cada una con su nombre, con que en noches de fiesta se saludaba a los amigos: a Don Lorenzo, el de la blanca barbita y alfiler de oro en la corbata, a doña María la de voz quebrada, muy llena de encajes y un poco sorda -¡qué bonito ser sordo como doña María!-, a Matilde (siempre se la llamó Matilde, aunque tenía el pelo plateado), que entraba muy de prisa y hablaba muy de prisa, con impetuosa y casi autoritaria alegría, y que hacía reír a todos con gran regocijo sin hacer ella apenas más que una sonrisa que era como un poquito de limón; a don Juan, altísimo, fortísimo, calvísimo, que parecía un capitán de acorazado y era fabricante de conservas; a la rubia sonriente Adorinda, con su gran abanico de nácar y plumas; a don Ramón (qué bien olía su tienda de Efectos Navales), a doña Joaquina, hecha de boj y de luto, humilde y de una pieza como una santa, al inmenso Bermúdez, estentóreo y lleno de sortijas, y a los estudiantes amigos de mis hermanos, y a las bulliciosas amigas, y al niño malo que me ponían mis padres por modelo creyéndole bueno porque saludaba muy gentilmente y de corrido.
Aquel color guinda era un licor de amistad que no se consumía nunca, y cuando ya parecía haber cumplido, pues se quedaba solo mientras sonaban risas y rumor de juegos y conversaciones en una sala distante, seguía luciendo de la misma manera. Y yo que venía corriendo y me acercaba a su iluminada soledad, estoy seguro de haber visto, allá en sus adentros, populosas ciudades en que un niño se pierde, hasta fundirse con el cristal derretido de sus estanques y el fuego denso de sus luminarias.

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