viernes, 30 de enero de 2015


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Un colegio femenino visto desde fuera

La luna blanca como pluma de ave nunca dejaba oscurecerse al cielo; durante toda la noche, las flores del castaño destacaban blancas en el verdor y el cerafolío crecía oscuro en los prados. El viento de los patios de Cambridge no se dirigía ni a Tartaria ni a Arabia, sino que pasaba como en un ensueño entre las nubes azul grisáceas sobre los tejados de Newnham. Allí, en el jardín, si ella necesitaba espacio para pasear, lo hallaría entre los árboles; y como su rostro sólo encontraría rostros femeninos, podía mostrarlo desnudo, inexpresivo, y atisbar en habitaciones donde a esa hora, desnudas, inexpresivas, los blancos párpados cerrados, las manos sin anillos extendidas sobre las sábanas, dormían innumerables mujeres. Pero aquí y allá aún brillaba alguna luz.

Cabía imaginar una doble luz en la habitación de Ángela, a la vista de lo brillante que era la propia Ángela y de cómo resplandecía su reflejo en la ventana. Todo su ser aparecía perfectamente dibujado... tal vez el alma. Pues el cristal ofrecía una imagen estática... blanca y dorada, zapatillas rojas, pelo claro con piedras azules, y jamás un rizo o una sombra que alterase la suave caricia de Ángela y su reflejo en la ventana, como si le agradase ser Ángela. El momento era en sí mismo agradable... la brillante imagen colgada en el corazón de la noche, el altar hundido en la negrura nocturna. Era francamente extraño tener esta prueba visible de la exactitud de las cosas; ese lirio flotando inmaculado en el estanque del Tiempo, sin temor, como si eso fuese suficiente... ese reflejo. Tal fue el pensamiento que reveló al darse la vuelta, y el espejo no reflejó nada, o sólo el armazón de cobre de la cama, y ella, corriendo de acá para allá, pataleando y precipitándose, se volvió como una mujer en una casa, y cambió de nuevo, apretando los labios ante un libro negro y señalando con el dedo lo que sin duda no podía ser una sólida comprensión de la ciencia económica. Pero Angela Williams estaba en Newnham con la intención de prepararse para ganarse la vida, y no podía olvidar, siquiera en los momentos de apasionada adoración, los cheques que su padre le enviaba desde Swansea; a su madre haciendo la colada en el lavadero: las batas rosas tendidas en la cuerda; indicios de que ni siquiera el lirio sigue flotando inmaculado en el estanque, sino que tiene un nombre escrito en una tarjeta como cualquier otro.

A. Williams... se leía a la luz de la luna; y junto a este nombre había otros como Mary o Eleanor, Mildred, Sarah, Phoebe, escritos en tarjetitas cuadradas y colgados en las puertas. Nombres todos ellos, nada más que nombres. La fría luz blanca los marchitaba y los volvía rígidos, hasta que parecía que la única finalidad de todos aquellos nombres fuese alinearse marcialmente por si los llamaban para apagar un fuego, sofocar una insurrección o pasar un examen. Tal es el poder de los nombres escritos en las tarjetas clavadas en las puertas. Tal es también el parecido que guardan las baldosas, los pasillos y las puertas de los dormitorios con la lechería o el convento, un lugar de reclusión o disciplina donde hay un cuenco de leche fresca y pura y una abundante colada de ropa blanca.

En ese mismo instante llegó una risa ahogada de detrás de una puerta. Un solemne reloj anunció la hora... una, dos. Pero si el reloj estaba dando alguna orden, ésta no fue obedecida. Fuego, insurrección, examen, quedaron sepultados bajo la risa, o suavemente eliminados, pues el sonido parecía bullir desde las profundidades arrastrando dulcemente por el aire horarios, normas, disciplina. La cama estaba cubierta de cartas. Sally estaba en el suelo. Helena en la silla. La buena de Bertha sentada junto al fuego con las manos entrelazadas. A. Williams entró bostezando.

-Porque es total y absolutamente detestable -dijo Helena.

-Detestable -repitió Bertha. Luego bostezó.

-No somos eunucos.

-Yo la vi deslizarse por la puerta trasera con ese viejo sombrero. No quieren que lo sepamos.

-¿Quienes? -preguntó Angela-. Ella.

Luego las risas.

Repartieron las cartas, que quedaron con sus lados rojos y amarillos sobre la mesa, y una lluvia de manos cayó sobre ellas. La buena de Bertha, con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla, suspiró profundamente. De buena gana se iría a dormir, pero como la noche es un pasto libre, un campo ilimitado, como la noche es riqueza en bruto, hay que adentrarse en su túnel de oscuridad. Hay que llenarlo de joyas. La noche transcurría en secreto, el día paciendo junto al resto del rebaño. Las persianas estaban levantadas. La neblina cubría el jardín. Sentada en el suelo junto a la ventana (mientras las demás jugaban), cuerpo y mente parecían flotar por el aire, deslizarse entre los arbustos. ¡Ay, pero ella deseaba tumbarse en la cama y dormir! Creía que nadie advertía sus ganas de dormir; creía humildemente- somnolienta-, con súbitas cabezadas y estremecimientos, que las demás estaban completamente despiertas. Cuando rieron al unísono un pájaro gorjeó en mitad de su sueño, fuera, en el jardín, como si la risa...

Sí, como si la risa (pues ahora ella dormitaba) saliese flotando igual que la neblina y quedase atada por suaves cintas elásticas a las plantas y los arbustos, de modo que el jardín resultaba vaporoso y evanescente. Y luego, azotados por el viento, los arbustos se inclinaban y el vapor blanco se extendía por el mundo.

Este vapor salía de todas las habitaciones donde dormían las mujeres, adhiriéndose a los matorrales, como la neblina, para luego flotar libremente en el espacio abierto. Las ancianas dormían y al despertarse se aferraban de inmediato a la ebúrnea vara de su autoridad. Ahora tranquilas y pálidas, en profundo reposo, yacen rodeadas, yacen sostenidas por los jóvenes cuerpos apoyados o reunidos junto a la ventana; derramando sobre el jardín esta risa borboteante, esta risa irresponsable: esta risa de cuerpo y mente que arrastra consigo normas, horarios, disciplina: inmensamente fértil, aunque informe, caótica, que se desliza y se pierde entre los rosales y los adorna con jirones de vapor.

-Ah -suspiró Angela de pie junto a la ventana, en camisón. Había dolor en su voz. Sacó la cabeza. La neblina se abrió como si su voz la hubiese partido en dos. Había estado hablando, mientras las demás jugaban, con Alice Avery, sobre Bamborough Castle; el color de la arena al atardecer; a lo que Alice respondió que escribiría para fijar la fecha, en agosto, e inclinándose, la besó, al menos le acarició la cabeza con la mano, y Angela, completamente incapaz de estarse quieta, como si su corazón fuese un mar azotado por el viento, se puso a deambular por la habitación (testigo de la escena), estirando los brazos para aliviar aquella agitación, aquel asombro ante la increíble inclinación del árbol milagroso con el fruto dorado en su copa... ¿no había caído entre sus brazos? Lo estrechó brillando contra su pecho, objeto que no se podía tocar, en el que no se podía pensar, del que no se podía hablar, sino que había que dejar allí, brillando. Y luego, colocando despacio aquí las medias, allí las zapatillas, doblando con esmero su enagua, Angela, cuyo apellido era Williams, comprendió ¿cómo expresarlo? que tras la oscura agitación de miríadas de siglos había luz al final del túnel; vida; el mundo. Se extendía ante ella... todo bondad; todo amabilidad. Tal fue su descubrimiento.

Pero realmente ¿cómo podía asombrarse cuando, tumbada en la cama, no era capaz de cerrar los ojos? -algo irresistible los mantenía abiertos-, ¿cuando en la penumbra, la silla y la cómoda resultaban imponentes y el espejo exquisito con su pálida huella del día? Chupándose el pulgar como un bebé (había cumplido los diecinueve el pasado noviembre), permaneció tumbada en este mundo amable, este mundo nuevo, este mundo al final del túnel, hasta que el deseo de verlo o de abarcarlo la empujó, apartando las mantas, a ir hasta la ventana, y allí, contemplando el jardín cubierto de neblina, con todas las ventanas abiertas, un azul intenso, un murmullo en la distancia, el mundo, por supuesto, y la llegada de la mañana, gritó «ay», como con dolor.

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