viernes, 30 de enero de 2015

Largo


A boy jumps from a swing during sunset in Valras-Plage, southern France December 29, 2014. (Photo by Yves Herman/Reuters)




Los perseguidores

Eran las seis en punto de una tarde de invierno. A la tenue luz de las farolas se dibujaba el chispear de una llovizna borrosa y menuda. El resplandor amarillento de las luces se perfilaba sobre las aceras. Entre un chapoteo de botas de goma, bien subido el cuello de los impermeables, rezumantes de agua los sombreros hongo, unos jóvenes salían de las oficinas camino de vuelta a casa, desafiando un viento cortante como las púas de un cardo...

-Buenas noches, señor Macey.

-¿Vienes por mi camino, Charlie?

-¡Ahhh, qué asco de noche!

-Buenas noches, señor Swan.

... y los mayores, colgados de los negros pajarracos circulares de sus paraguas, se dejaban arrastrar deslizándose por las estelas de la luz de gas camino de sus cálidos, seguros hogares a prueba de la lluvia y del granizo, hacia las esposas llamadas madres, el calor de la chimenea, los perros pulgosos ya viejos y cariñosos, las chácharas de la radio.

Las jóvenes oficinistas, con el cabello chorreante bajo las capuchas, olorosas a perfumes y polvos de maquillaje, corrían soltando sus risitas bien cogidas del brazo tras los tranvías estridentes, y chillaban al salpicarse las medias con el aceite irisado de los charcos entre las resbaladizas guías de las vías.

En un escaparate, dos muchachas desvestían a los maniquíes.

-¿Adónde vas esta noche?

-Depende de Arthur. Ahí viene esa.

-Edna, cuidado con las combinaciones.

Echaron las persianas de otro escaparate.

Un niño que vendía periódicos voceaba muy quedo desde portal sin dirigirse a nadie en particular:

-¡Un terremoto! ¡Un terremoto en Japón!

El agua que goteaba de un canalón le empapaba los periódicos y se los ponía perdidos, pero él seguía de pie, quieto en su charquito.

La chica de la joyería, lisa como una tabla y flaca a más no poder, sin parar de lloriquear y recogiendo los lagrimones en un pañuelo, estaba echando con toda parsimonia los cierres metálicos y atrancándolos con la barra de través. Bajo aquella lluvia grisácea parecía como si toda ella estuviera llorando de los pies a la cabeza.

Una pareja silenciosa y enlutada retiraba las coronas mortuorias expuestas delante de la floristería, y ya se perdían por la mortecina y fragante penumbra del interior. Después se apagaron las luces.

Un hombre con un globo atado a la visera empujaba una misteriosa carretilla, amortajada con una loneta, hacia un callejón sin salida.

Un bebé con cara de anciano, sentado en su cochecito a la puerta de la taberna, observaba con cautela cuanto le rodeaba.

Era la tarde de invierno más triste que he visto en mi vida.

Pasó a mi lado un hombre joven que rodeaba con un brazo el talle de su chica, y se reía; y ella le devolvió las risas, se las lanzó a su cara bonita y repugnante. La tarde se hizo más triste si cabe.

Leslie y yo habíamos quedado en vernos en la esquina de Crimea Street. Éramos más o menos de la misma edad: demasiado mayores y demasiado pequeños. Leslie llevaba un paraguas cerrado que no usaba nunca, aunque algunas veces lo utilizaba para llamar a los timbres. Estaba intentando dejarse crecer el bigote. Yo gastaba una visera a cuadros que me ladeaba un poco sobre la cabeza, como si viviera en una perpetua noche de sábado. Nos saludamos muy serios.

-Hola, viejo, buenas noches.

-Buenas noches, Leslie,

-Llegas puntual, ¿eh?

-Como siempre -dije-. Justo a tiempo.

Una rubia maciza pasaba en aquel momento por allí correteando un tanto cohibida, dejando tras de sí como un rastro de olor a conejo empapado. Llevaba unos zapatos de tacón alto cuyas suelas chapoteaban, aunque los tacones repicaban con ritmo. A su paso, Leslie lanzó un silbido admirativo por lo bajo.

-Lo primero, los negocios -le dije yo.

-¡Tú también...! -dijo Leslie.

-Además, está muy gorda.

-A mí me gustan tirando a corpulentas, de esa talla -dijo Leslie-. ¿Te acuerdas de Penélope Bogan? Y encima estaba casada.

-Venga, hombre. Menuda pajarraca era aquella. ¡En el callejón del Paraíso tuvo que quedarse! ¿Cómo andas de pasta, Les?

-Trece peniques. ¿Tú qué tal andas?

-Yo casi estoy sin blanca.

-¿Adonde entonces? ¿A Las Brújulas?

-En el Marlborough el queso lo dan gratis.

Echamos a caminar hacia el Marlborough sorteando las varillas de los paraguas al tiempo que el aire ceñía contra nuestros cuerpos los tenues impermeables al resplandor de las farolas. Los desperdicios callejeros -papeles, cascaras, colillas, grumos de porquería empapados, revueltos y arrastrados por el vendaval- se quedaban flotando en los canales de los desagües con un rumor que se mezclaba con el reumático estruendo de los descarnados tranvías y con la sirena ululante de un barco abandonado en mitad de la bahía neblinosa, como si fuera una lechuza enorme.

-Oye, ¿y qué haremos luego? -dijo Leslie.

-Podemos seguir a alguna.

-¿Te acuerdas de aquella a la que seguimos por Kitchener Street, la que soltó el bolso?

-Sí. Deberías habérselo devuelto.

-Bueno, hombre, para un mendrugo de pan con mermelada que tenía dentro...

-Venga, pasa -dije yo.

El salón del Marlborough estaba frío y desierto. De las paredes humedecidas colgaban carteles diversos: «Prohibido cantar», «Prohibido bailar», «Prohibida la venta ambulante», «prohibido jugar».

-Anda, anímate a cantar -le dije a Leslie-, luego bailo yo, echamos una partida de naipes por lo serio y acabo dejando aquí hasta los tirantes, o se los vendo al que más me pague.



La camarera, una rubia con un par de dientes de oro, como los de un conejito millonario, y que llevaba un vestido de crep marrocain oscuro, se limaba y soplaba las uñas. Cuando entramos hizo un alto para mirarnos, se sopló las uñas y se las siguió limando como si tal cosa.

-Bien se ve que no es sábado -dije-. Buenas noches, señorita. Dos pintas.

-Y una libra esterlina de la caja -dijo Leslie tratando de hacerse el gracioso.

-Dame primero la tuya y tu penique -le dije a Leslie en voz baja, y luego ya más alto, para que se oyera, añadí-: Se nota a la legua que no es sábado. No hay un solo borracho en kilómetros a la redonda.

-¿Cómo se van a emborrachar, si no están? -comentó Leslie.

Entre aquellas paredes desconchadas y descoloridas parecía imposible que nadie se hubiera emborrachado jamás. Acudían algunos vendedores y representantes que contaban chistes y se tomaban su whisky con soda en compañía de mujeres de pelo teñido, mujeres bulliciosas, de las de oporto con una rodaja de limón. Por los rincones, cuando ya se les empezaba a trabar la lengua, los tristes clientes más asiduos se convertían en seres sublimes que se inventaban un pasado flamante y se las daban de ricachones, importantes y famosos. Réprobas abuelitas vestidas de negro como un cubo de basura acudían también a pimplar y cotillear. Algún influyente don nadie se lanzaba en picado a arreglar el mundo en dos patadas. Un tipo con pendientes, al que apodaban Frilly Willy, tocaba un piano desvencijado que sonaba como un organillo metido dentro del agua hasta que la mujer del tabernero decía «Basta». Entraban y salían los extraños, pero sobre todo salían. De los valles bajaban los mineros a beber con desatino, y era frecuente que armaran una buena gresca. Siempre sucedía algo en el ambiente acre de aquel inhóspito y sórdido local perdido: discusiones, risas a voz en cuello, bravatas, disparates y atrocidades, explosiones de sentimientos, chácharas necias, paz. Nunca dejaba de haber algo en aquel monótono confín de la ciudad donde muere el ferrocarril. Pero aquella tarde era el bar más triste que he visto en mi vida.

-¿Tú crees que nos fiará una cerveza? -dijo Leslie en voz baja.

-Espera un poco, hombre -susurré yo-. Antes hay que ablandarla.

Sin embargo, la camarera me había oído y me lanzó una mirada que me traspasó como si estuviera poniendo al descubierto toda mi vida desde la cama en que había nacido, y luego sacudió la cabeza como dejándome por imposible.

-No sé qué será -dijo Leslie mientras volvíamos por Crimea Street bajo la lluvia-, pero esta noche estoy como sin ganas.

-Es que es la noche más triste del mundo -dije.

Empapados y solitarios, nos paramos a mirar la cartelera de un cine que llamábamos el Picadero. Una semana tras otra, durante años, habíamos entrado a sentarnos allí, al borde de aquellas desvencijadas butacas, en la parpadeante, húmeda y confortable oscuridad, al principio con nuestros caramelos y cacahuetes que crujían como disparos y luego con nuestros cigarrillos de una marca especialmente barata, que hubiera hecho reventar a un tragasables y a un escupefuegos.

-¿Entramos a ver a Lon Chaney y a Richard Talmadge y a Milton Sills... y a Noah Beery... y a Richard Dix y a Slim Summerville y a Hoot Gibson? -pregunté.

Suspiramos los dos con un punto de melancolía.

-Ay, la juventud perdida -dije.

Apretamos el paso y salpicamos al arrastrar los pies a los que se cruzaban con nosotros.

-¿Por qué no abres el paraguas? -dije.

-Porque no se deja. A ver si puedes tú.

Lo intentamos los dos a la vez y se infló de repente la panza del paraguas. Las varillas atravesaron y rasgaron la tela y el viento azotó aquellos andrajos que se pusieron a retemblar sobre nuestras cabezas como un desplumado pájaro matemático. Lo quisimos cerrar, pero una varilla le asomaba por los harapientos costillares. Leslie lo llevaba a rastras por la acera.

Una chica llamada Dulcie, que iba corriendo hacia el Picadero, nos saludó sonriente y la paramos.

-Ha pasado algo terrible -le dije.

Era tan tonta que, cuando tenía quince años, una vez se comió una pastilla de jabón solo porque Leslie le dijo que así se le rizaría el pelo. Lo tenía lacio como la paja.

-Ya lo sé -dijo ella-. Se os ha roto el paraguas.

-Te equivocas -dijo Leslie-. No es nuestro este paraguas. Nos lo han tirado desde una azotea. ¿No se nota?

Ella tomó el paraguas cuidadosamente por el mango.

-Ahí arriba hay uno que se dedica a tirar paraguas -dije-. Puede ser peligroso.

Ella se sonrió inquieta y luego se revolvió silenciosa y angustiada cuando oyó que Leslie decía:

-Sabe Dios, igual le da luego por tirar bastones.

-O máquinas de coser -dije yo.

-Espéranos aquí, Dulcie, que vamos a investigar -dijo Leslie.

Echamos a andar y, en cuanto doblamos la esquina, salimos corriendo.

-Nos hemos portado mal con Dulcie -dijo Leslie al llegar a la altura del café Rabiotti. Ya no volvimos a hablar del asunto.

Una chica calada hasta los huesos nos rozó al pasar. Sin decir palabra decidimos seguirla. Andaba a enormes zancadas, medio al galope, y nosotros íbamos siguiéndola sin perderle pie, primero por la calle del Tintero y luego por el pasaje del Paraíso.

-No sé para qué tanto seguir a la gente -dijo Leslie-. Es una estupidez. Es que no sirve para nada. Te pones a mirar por la ventana para ver lo que hacen y te encuentras siempre con las cortinas echadas. Yo creo que solo a ti y a mí se nos ocurren estas cosas.

-Vete tú a saber -dije yo.

La chica dobló por Saint Augustus Crescent, una amplia mancha de niebla iluminada,

-Todo el mundo sigue siempre a alguien. ¿Qué nombre te parece que le pongamos a esta?

-Hermione Weatherby -dijo Leslie, que siempre acertaba con los nombres.

Hermione era esbelta y musculosa, y caminaba bajo aquella lluvia molesta como una digna profesora de gimnasia.

-Vete a saber qué puedes encontrarte por ahí. A lo mejor vive en una casa grande con todas sus hermanas...

-¿Cuántas?

-Siete. Todas llenas de amor a rebosar. Y al llegar a casa se ponen unos quimonos y se tumban en unas camas turcas a escuchar música y a cuchichearse cosas al oído, pero solo están esperando a que llegue alguien como tú y yo, perdidos, para salirnos todas al encuentro cotorreando como estorninos y ponernos unos quimonos también a nosotros, y de esa casa ya no salimos como no sea con los pies por delante. A lo mejor es una casa preciosa, bulliciosa, acogedora, como un baño caliente y lleno de pájaros.

-Déjate de pájaros en el baño -dijo Leslie-. Igual llega a casa y se abre las venas. A mí me da igual lo que haga con tal que sea interesante.

La chica dio un brinco, dobló la esquina y se metió por una calle donde suspiraban los árboles y relucían amigables las luces en las ventanas.

-Déjate de plumas en la bañera -dijo Leslie.

Hermione se metió en el número trece de Miramar.

-Miramar no sé cómo, como no sea con un periscopio desde aquí no se ve ni una miaja de la playa -comentó Leslie.

Nos quedamos parados en la acera de enfrente, bajo el resplandor vacilante de una farola. Y cuando Hermione abrió la puerta nos acercamos de puntillas y nos metimos por un lateral hasta llegar a la parte trasera de la casa, donde daba una ventana que no tenía cortinas.

La madre de Hermione, cordial y regordeta como una lechuza, estaba friendo patatas con el delantal puesto.

-Tengo hambre -dije.

-¡Chisss!

Llegamos hasta el alféizar mismo de la ventana, y en esto Hermione entró en la cocina. Ya era mayor, tendría unos treinta años, con un corte de pelo a lo garcon el flequillo ratonil y los ojos grandes y cálidos. Llevaba unas gafas de concha y un recatado vestido de tweed y una blusa blanca con un lazo en el cuello. Parecía como si tratase de dar la estampa de una secretaria de película que con solo quitarse las gafas, alisarse el pelo y ponerse de tiros largos, se convertiría en una mujer deslumbrante y lograría que su jefe, Warner Baxter, se pusiera de los nervios, se quedara boquiabierto y no parase hasta casarse con ella. Lo malo era que si Hermione se quitaba las gafas, no podría distinguir entre Warner Baxter y el cobrador de la luz.

Estábamos tan cerca de la ventana que oíamos el chisporroteo de las patatas en la sartén.

-¿Qué tal por la oficina, querida? Vaya tiempecito que tenemos -dijo la madre de Hermione sin dejar de vigilar las patatas.

-Y a esa, ¿qué nombre le pones, Les?

-Hetty.

En aquella cálida cocina, desde el bote de té y el reloj de pared hasta la gata con su ronroneo de tetera, todo era bueno, auténtico, aburrido y suficiente.

-El señor Truscott ha estado insoportable -dijo Hermione calzándose las zapatillas.

-¿Y el quimono? -dijo Leslie.

-Toma una taza de té -dijo Hetty.

-En esta ratonera todo es demasiado perfecto -dijo LesIie-, pero ¿y las siete hermanas cotorras como los estorninos? -se quejó.

Arreciaba la lluvia. Caía a cántaros sobre el negro jardín, sobre la confortable casita, sobre nosotros y sobre la ciudad escondida y callada. En aquel momento, en el refugio de Marlborough, el piano submarino seguiría destripando «Daisy» y las bulliciosas mujeres estarían sorbiendo como gallinas el oporto de sus vasitos.

Hetty y Hermione se pusieron a cenar. Dos muchachos calados hasta el tuétano de los huesos las contemplaban con envidia.

-Echa un poquito de salsa Worcester en las patatas fritas -musitó Leslie. Y, mira por dónde, Hermione le obedeció.

-¿Es que nunca pasa nada en ninguna parte? -dije yo-. ¿En ninguna parte del mundo? Yo creo que todas esas historias de crímenes y violaciones se las inventan los periódicos. Ya no queda pecado ni amor, ni muerte, ni perlas, ni divorcios, ni abrigos de visón, ni arsénico en la jícara de chocolate, ni nada de nada...

-Ya nos podrían poner un poquito de música para que bailáramos -dijo Leslie-. No todas las noches tienen a dos tíos que vengan a verlas. Todas las noches desde luego que no.

En la ciudad, por todas partes pululaba gente que no tenía nada que hacer y que no sabía adonde ir, gente sin un penique en el bolsillo, gente perdida bajo la lluvia. Pero no pasaba nada.

-Voy a pillar una pulmonía -dijo Leslie.

La gata y el fuego acompasaban con un ronroneo el tictac del tiempo que se iba llevando nuestras vidas. Habían terminado de cenar Hetty y Hermione cuando, tras un largo rato sin dirigirse la palabra, se miraron sonrientes, confiadas y felices en el seno de aquella cajita iluminada; se pusieron de pie y se quedaron frente a frente.

-Va a pasar algo divertido -dije yo con voz muy tenue.

-Ahora, ahora -dijo Leslie.

Ya ni siquiera hacíamos caso de aquella lluvia pertinaz.

Las dos mujeres seguían mirándose con una sonrisa silenciosa.

-Ahora empieza, ya verás.

Y oímos que Hetty decía con un hilo de voz;

-Saca el álbum, querida.

Hermione abrió un armario, sacó un deslucido álbum de fotografías y lo puso en medio de la mesa. Hetty y ella tomaron asiento y se pusieron a hojearlo.

-Mira, el tío Eliot, el que murió en Porthcawl -dijo Hetty- El que tenía un calambre.

Y miraban con todo cariño al tío Eliot, pero nosotros no podíamos verlo.

-Mira, Martha la Lanera; tú ya no te acordarás de ella, querida, pero le daba por la lana, la lana y la lana. Quería que la enterrasen con un jersey de lana malva que tenía, pero su marido no quiso dar su brazo a torcer. Es el que estuvo en la India. Y mira tu tío Morgan -dijo Hetty-, de los Kidwelly Morgan, ¿te acuerdas de él, aquel día de la nevada?

Hermione pasó la pagina.

-Mira a Myfanwy, la que se volvió loca de repente, ¿no te acuerdas? Estaba ordeñando la vaca. Ese es tu primo Jim, que fue cura hasta que se descubrió todo el pastel. Y nuestra Beryl -dijo Hetty.           .

Hablaba como si estuviera repitiendo una entrañable lección que se supiera de corrido.

Pero nosotros nos dimos cuenta de que Hermione y ella estaban a la expectativa, como si algo fuera a suceder.

Hermione pasó otra página, y cuando las dos se sonrieron con complicidad comprendimos que había llegado el momento tan anhelado.

-Mi hermana Katinka -dijo Hetty.

-La tía Katinka -dijo Hermione. Y contemplaron la foto más de cerca.

-¿Te acuerdas de aquel día en Aberystwyth, Katinka? -dijo Hetty-. Fue el día en que fuimos de excursión con los del coro...

-Yo llevaba mi vestido blanco recién estrenado -dijo una nueva voz.

Leslie me agarró la mano con fuerza.

-Y un sombrero de paja con pajaritos -dijo con nitidez aquella voz.

Hermione y Hetty no despegaban los labios.

-A mí siempre me encantaron los pajaritos en los sombreros. Bueno, las plumas, claro. Era el tres de agosto y yo tenía veintitrés años.

-Veintitrés ibas a cumplir en octubre, Katinka -dijo Hetty.

-Es verdad, cariño -replicó la voz-. Yo era Escorpión. Nos encontramos con Douglas Pugh por el paseo. «Hoy pareces una reina, Katinka», me dijo. Eso me dijo, que parecía una reina. ¿Y qué hacen, por cierto, esos dos chicos mirando por la ventana?

Salimos de estampía por el callejón hasta que aparecimos en Saint Augustus Crescent. La lluvia arreciaba como si pretendiera anegar la ciudad. Nos paramos a recuperar el aliento. No nos hablamos, no nos miramos; seguimos caminando bajo la lluvia, y al llegar a la esquina con Victoria nos volvimos a parar.

-Buenas noches, viejo -dijo Leslie.

-Buenas noches -dije yo.

Y cada cual tiró por su lado.

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