sábado, 27 de abril de 2013

Cuento de José Saramago

Embargo
José Saramago (Portugal)

Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la
superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada
que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración
condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al
acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por
tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para
cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la
mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo
todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero
después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia
laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo
lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del
cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas
en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro
mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba
clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se
escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de
los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el
primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto
se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras,
sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor
fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase
de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos
cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa. 
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de
costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla
era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba,
disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Habría niebla.
En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había
acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de
cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía
el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra,
que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía
hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo
allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería
tanto mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho
nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo
dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El
automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si
no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró
los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese
partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales
empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó
que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo
deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo
instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió,
satisfecho de gusto. El día empezaba bien. 
Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos,
triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a
noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha y bordeada de coches
aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que
le habían cambiado el motor por otro mucho más potente. Pisó con cuidado el
acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien
el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar
habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían
robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba
precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche
vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de
palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía
estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear,
estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso.
Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los
demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá
excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando,
aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día
antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El
pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice
que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a
esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una
curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida
empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez
tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre
el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba.
Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna
exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las
vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el
cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había
enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre
el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de las
sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de
gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora
y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El
embargo se mantenía. Una navidad oscura y fría, decía uno de los titulares.
Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El
automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco
preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular
en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de
quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones
rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir
directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le
daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con
la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la
gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se
había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario
hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo. 
De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta
parar en una cola de automóviles más pequeña que la primera. ¿Qué había sido
eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno, por qué este demonio de
idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja
de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían
bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó.
Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró
de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose
ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una
propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y
aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora al cliente, o será una mañana
perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si
fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha
atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran
camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no
había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca
y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba de que la
caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia
la izquierda, aceleró y con un solo movimiento el automóvil subió a la acera,
pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de
animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa
confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen
hecho meter en los surtidores gasolina de mucha mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento
aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase, tendría
tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la
gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita
trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al
cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la
tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada
sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la
calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno.
Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos
automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda,
por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola.
¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué
diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos
contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta
sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba
perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un
automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de ir a colocarse en la fila.
Preocupado con la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito
lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y
la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado
entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al
taller. Una marcha atrás que funciona ahora sí y ahora no es un peligro.
Habían pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor.
Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el
depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa para huir de la vergüenza,
metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de
la gasolinera le miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos,
fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la
primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico,
respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los
cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo
sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de
todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor
sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del
día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las
estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el
interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones
llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por
qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras
gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la
cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó
delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el
motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir. 
Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado
sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el
cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El
cinturón estaba colgando a un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó.
Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover
libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo
con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha,
hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No
rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo
y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana
y le viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por
salir. Un toque violento de claxon le hizo cerrar la puerta, que había abierto
hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta
otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante,
hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El
respaldo del asiento le sujetó dulcemente y le mantuvo preso. ¿Qué era lo que
estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna
diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba.
Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo,
al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un
abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las
dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había
personas mirando, gente que le conocía. Maniobró para separarse de la acera,
rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más
deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya le
tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la
aflicción. Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante.
Tenía un letrero que decía «agotada», y el coche siguió, sin una mínima
desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió
más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio
que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la
derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando
detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacandolos brazos y
el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona
la piel. Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un
desierto alrededor, lejos la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia,
nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al
respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de
punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los
huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se
retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el
coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta
por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que
afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse
del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como
si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo,
aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto
en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de
metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la
curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un
gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel
de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y
siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja
que de lejos le había parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera
en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento
cualquiera para salir de ahí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller?
No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría gente,
todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y
pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento
dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería
exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de
vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra
forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia
fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y
en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras
una súbita e irreprimible gana de orinar se expandía, liberando interminable el
líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche.
Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente,
y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a
ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por
el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le
representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar
a alguien que le ayudase. Pero ¿quién podría ser? No quería asustar a su mujer,
pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al
menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el
asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que le sujetaban. Eran más de
las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no
reaccionó. Todas tenían el letrero de «agotada». A medida que penetraba en la
ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los
triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras
ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de
gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las
aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado
todavía.
Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar
a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de
otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por
obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos,
hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el
argumento de na moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que
allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese
deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía
y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un
paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos
hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el
pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada
contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien
haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde
dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte,
precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio
delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla.
Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó
lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia
que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y
vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo,
retorcerse entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se
atrevió a cogerlo por un brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de
allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados
mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder
salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a
donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su
marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que
saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina
diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se
tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente,
la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las
piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía
llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para
que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el
color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y
las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el
automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la
acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que
corría delos desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y
fue muy difícil de explicar.
Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin
existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque
el dinero se le acababa y no sabía lo que podría suceder cuando no tuviese más
dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina.
Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y
las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban al día siguiente, y
entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no
tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un
coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia
le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó
detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde,
un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un
ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el
acceso a una autopista. La policía le seguía de lejos, cada vez más lejos, y
cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra
carretera.
Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse. Y
deliraba un poco: humillado, himollado. Iba declinando sucesivamente, alternando
las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que le
defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar.
Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó
salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un
acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno.
Dos veces habló bajito cuando el asiento le sujetó, dos veces intentó convencer
al automóvil para que le dejase salir por las buenas, dos veces en el
descampado nocturno y helado, donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en
aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la
mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal
aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el
nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y
desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier
parte, en una carretera arruinada, donde el agua de la lluvia se juntaba en
charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando
las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido
inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse,
pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple
camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde
estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo.
Dio un grito y golpeó con los puños cerrados el volante. Fue en ese momento
cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima del cero. El
motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La
carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.
La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y le sacudió de la cabeza a los pies, un velo
le cubrió tres veces los ojos. Atientas, abrió la puerta para liberarse de la
sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque
el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió
del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia
había empezado a caer de nuevo

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